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Rolando Montes, Camino Al Imperio
Rolando Montes, Camino Al Imperio
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Libro electrónico205 páginas3 horas

Rolando Montes, Camino Al Imperio

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Información de este libro electrónico

Rolando Montes escrito en un lenguaje sencillo y a veces coloquial, demuestra que al caminar, se encuentran personas dispuestas a ayudar, sin importar sus estratos sociales. Deja marcado recuerdos de Guatemala, Mxico y de latinos en Estados Unidos, en la poca inolvidable de 1970.

Ya que te gusta leer, no pierdas el hbito y si ms adelante puedes, preprate educativamente tambin. La educacin formal no te va hacer ms inteligente, ni ms noble, ni ms rico, pero te dar mayor seguridad y aprenders a besarte, y a besar la vida, tal y como te ha tocado vivirla. Nosotros tenemos la nobleza del asno, y la resistencia y fortaleza del burro para completar cualquier meta que nos pongamos. Lamentablemente, por las bolsas de complejos que nos echamos encima, terminamos siendo ms dbiles que una flor, cuando le pega un fuerte viento.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento20 ago 2014
ISBN9781463389512
Rolando Montes, Camino Al Imperio
Autor

Jacobo Payes

Jacobo Payes nació en Piñuelas, Agua Blanca, Jutiapa, Guatemala. Estudió en Portland State University; en Portland, Oregon, USA, la licenciatura en estudios generales y literatura española. Obtuvo también, en Portland State University, la maestría en lengua y literatura española. En 2014 publicó su primera obra titulada Rolando Montes camino al imperio.

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    Vista previa del libro

    Rolando Montes, Camino Al Imperio - Jacobo Payes

    Copyright © 2014 por Jacobo Payes.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:         2014947153

    ISBN:                        Tapa Dura                                               978-1-4633-8949-9

                                Tapa Blanda                                            978-1-4633-8950-5

                                Libro Electrónico                                    978-1-4633-8951-2

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 19/08/2014

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    Fax: 01.812.355.1576

    661442

    Contents

    Agradecimiento

    Dedicado a mi abuela

    Los Algodones, la cuarta frontera

    La casa de mil cagadas y el triunfo de la cerveza

    El juego del gato y el ratón y El show de luces

    Mentira come mentira

    Del paraíso al mundo

    La cieguita, el profesor equivocado y el robo de un anillo

    La orden de Julio y la historia de Hugo el Oso

    El primer amor, el segundo y el tercer viaje

    La revelación de José Antonio y la celebración del cuatro de julio

    Los naranjales y la toma del ferrocarril

    La llegada a San Francisco California

    Las familias chapinas

    Agradecimiento

    Para todos los que me apoyaron a través de los años, mi más sincero agradecimiento. Especialmente: a los doctores y amigos, Marco Polo Hernández Cuevas y Juan Carlos Hernández Cuevas por insistir en que continuara estudiando. A mi primo hermano, Fredy René González por su perpetua insistencia. A Héctor Shaw y David Rivero por la paciencia demostrada en noches bohemias, donde repetí y repetí parte de lo escrito en el libro. Y, a Patricia Yamal Soto, mi adorada esposa, pilar fundamental de que esta obra llegara a su final. Muchas gracias. Jacobo Payes.

    Dedicado a mi abuela

    Hay un ocaso, que en el alma llevo grabado.

    Y una noche, que por años he guardado.

    Son tesoros, que nunca me han lastimado.

    Recuerdos de mi abuela, a quien tanto he amado.

    Vimos desde el portón de la casa, esa tarde,

    de naranjarojo vestida, sin queja alejarse.

    En mi mano, sostenía yo mi equipaje,

    en sus labios ella, las bendiciones de mi viaje.

    Que Dios ilumine tu camino, me dijo.

    Yo siempre estaré contigo.

    Nunca pienses que la soledad, es un castigo.

    Ni el caminar sin destino, es estar confundido.

    Guarda bien en tu memoria, cada lugar que visites.

    Con el tiempo te deleitaras, contando lo que vistes.

    Apártate del que te enoja, busca al que resiste.

    Estudia siempre, eso te reviste.

    Y si algún día, llegas a sentirte perdido,

    en el viaje que has emprendido.

    Busca las estrellas, son mi tesoro escondido.

    Ellas han sido en la vida, mi fiel abrigo.

    No tomó mucho tiempo, perdí sus consejos.

    Un par de años, y saltaron como conejos.

    Entré a tugurios, disfruté vinos añejos.

    Pasé mis años mozos, como estúpido cadejo.

    Pasó mi juventud al recuerdo,

    mi abuela a la eternidad.

    Nunca imagine que existiera, tanta soledad.

    Me atormente el alma, reflejos de culpabilidad.

    Reboté de bar en bar, buscando tranquilidad.

    Perdido me sentí, en todo lo que conocía.

    Lo que con la mano hacía, mi pie destruía.

    Hasta que llegó la noche, que me concedería,

    ver las estrellas, que mi abuela conocía.

    Sentí que cada una de ellas, abrigo me daba,

    y la qué más luz, en el cielo emanaba,

    siempre estaré contigo gozosa cantaba.

    Era mi abuela, quien fielmente me abrigaba.

    Los Algodones, la cuarta frontera

    —Señores pasajeros, estamos llegando al destino final de esta travesía. En pocos minutos arribaremos a la ciudad de Los Algodones, asegúrense de recoger sus pertenencias, la empresa no se responsabiliza por objetos olvidados. Ha sido un placer haberles servido el día de hoy, anunció el chofer del autobús.

    Rolando Montes sonrió al escuchar el anuncio del chofer, quien los estaba transportando bajo un calor agobiante desde Mexicali, a Los Algodones. Ambas ciudades son fronteras con los Estados Unidos y pertenecen al estado de Baja California, México. Para Rolando Montes, Los Algodones después de Tijuana, Tecate y Mexicali, se convertiría en la cuarta ciudad fronteriza a la que llegaría en su intento por cruzar a los Estados Unidos. Mientras observaba a sus compañeros de viaje recoger las pequeñas bolsas de equipaje que llevaban, recordó que en Guatemala, su país natal, había leído por primera vez en un mapa de la república mexicana, el nombre de esta ciudad fronteriza. Fue en una tarde, de las tantas tardes que pasó en compañía de sus amigos planeando, buscando y rebuscando la ruta más directa que lo llevaría a Los Ángeles, California. Nunca se imaginó llegar a Los Algodones, ya que en aquella tarde lejana, esa ciudad había sido descartada por colindar con el Estado de Arizona. Mexicali, Tecate y Tijuana, en ese orden, fueron las ciudades escogidas para llegar a la frontera por estar geográficamente más cercanas a la ciudad que soñaba llegar. —En esas ciudades, en un santiamén, encuentra uno quien lo pase al otro lado—Le habían dicho varios conocidos al enterarse de que intentaría llegar a los Ángeles.

    Habían pasado más de dos años desde que empezó el viaje hacia Los Ángeles por primera vez, y ese santiamén bendito, por falta de dinero para pagarles a los coyotes, no se le había presentado. Fueron largos meses de intentar reunir dinero trabajando en las fronteras, pero lo que ganaba de chalan de albañil, no le permitía ahorrar el dinero que ellos cobraban.

    ¡Quizás ahora se me haga! pensó, mientras observaba por la ventana, el inmenso paisaje desértico que se extendía hasta donde le llegaba la vista.

    —Deja de pensar muchacho y agarra tu mochila que ya llegamos, le dijo en tono bromista Julio Rosado, al momento que el autobús paraba.

    Tomó Rolando la mochila, se la colocó en los hombros y esperó a que bajara primero Julio, quien fungía como líder, seguido lo hizo el otro acompañante Agustín Villanueva, después lo hicieron los otros pasajeros y de ultimo bajó él. Al bajar sintió en los pulmones una ráfaga de aire caliente que lo dejó casi sin aliento. Se tapó la boca y la nariz con la mano izquierda para poder resistir el atorrante fogonazo que estuvo a punto de marearlo. Observó que no existía terminal de autobuses. El autobús llegó exactamente al último tramo asfaltado de la carretera que era precisamente, la entrada de la ciudad. El chofer esperó a que los pasajeros recogieran sus pertenencias que estaban siendo sacadas del compartimiento de equipaje por el ayudante. Al terminar el ayudante de bajar todo el equipaje de los viajeros, el chofer removió el letrero del autobús donde se leía Los Algodones, colocó otro que mostraba el nombre de Mexicali, y se marchó inmediatamente.

    En la calle, se había formado un pequeño grupo con los pasajeros que acababan de llegar y que esperaban bajo el inclemente sol, a familiares o conocidos quienes llegaban poco a poco a ayudarles con las maletas, bultos, cajas de cartón con mercadería o simplemente, a darles la bienvenida. Rolando se acercó a uno de los que habían viajado con él y le preguntó:

    —Disculpe la molestia señor, ¿Qué hora tiene?

    —No es ninguna molestia, son las seis en punto, pero por el calor que está haciendo pareciera que fuera la hora muda. Le contestó el señor.

    — ¿La hora muda? Respondió Rolando en forma de pregunta.

    —Así le decimos nosotros en este pueblo a las doce del mediodía. Aquí a esa hora nada se mueve, para decirle que si usted se para bajo el sol, su sombra se esconde. En los últimos días, prosiguió, hemos tenido temperaturas hasta de ciento diez grados Farenhigh a esta hora y hoy, me parece que por ahí andamos. No sé cuánto tiempo va a estar en este pueblo, pero si se queda por unos días, se dará cuenta que Los Algodones es un pueblito chico y no ciudad como la llamó el chofer.

    —No sé cuánto tiempo vamos a estar aquí. Todo depende de un don que nos ofreció trabajo. Quiere que le terminemos una casa que está construyendo y quedó de llegar el lunes. Le contestó.

    —Me llamo José, por si necesitan mercar algo o bañarse, pregunten por mí en la tienda que está cerca de la iglesia, yo soy el dueño le dijo, al momento de recoger su maleta como señal de despedida.

    —Gracias don José, tendré en cuenta lo de la tienda y los baños, contestó Rolando en forma de adiós.

    Rolando después de hablar con don José, buscó a sus compañeros, quienes lo estaban esperando recostados en la pared de un cascaron de una casa abandonada. A la casa le faltaban las ventanas, la puerta y el techo. Cuando Rolando llegó donde ellos, vio que el interior de la casa estaba tapizado por cientos de defecaciones humanas de infinidad de colores. Emanaba un tufo nauseante y putrefacto por los efectos del calor y la descomposición de los excrementos.

    —Dime Rolando, ¿Qué parte de las chingadas indicaciones qué les di, el día que les ofrecí que se vinieran conmigo, no entendiste? Yo no me voy arriesgar a que me arresten por un pendejo como tú. Les advertí que no hablaran con nadie. Aquí hay federales maricones que, sí se enteran que uno va a intentar cruzar al otro lado, lo arrestan o le bajan el dinero que uno trae. La gente del pueblo es chivata y no se puede confiar en nadie y lo primero que hiciste, fue ponerte hablar con el primer pendejo que se te cruzó en el camino. Le reclamó Julio fuera de sí. Y después le preguntó ¿Qué tanta chingaderas hablaste con él? ¿Qué te preguntó ese cabrón?

    —Solo le pregunté la hora, y después de dármela, me contó que Los Algodones es un pueblo y no una ciudad como había anunciado el chofer. También me contó que tenían hora muda y que han estado sufriendo por el intenso calor que han tenido. Lo único que me preguntó, fue sobre el tiempo que íbamos a estar aquí. Yo seguí al pie las instrucciones que nos diste, si alguien pregunta a que venimos a este pueblo, hay que contestar, a trabajar por unos días, ya que nosotros trabajamos en una compañía de construcción en Mexicali y allí un don nos contrató para que le termináramos de construir una casa aquí. Que el don llegaba el lunes. Eso fue exactamente lo que le contesté. Además, averigüé que se llama José y que es el dueño de la tienda que está localizada cerca de la iglesia. Y que en la tienda, por si queremos bañarnos, rentan regaderas baratas.

    — ¡Para que pendejada! ¿Querías saber la hora? Si vamos a estar metidos en el pueblo mínimo tres días. Ojalá que ese cabrón sea el dueño de la tienda y no un chivato encubierto.

    —Le pregunté la hora porque siempre me ha gustado marcar el tiempo cuando llego por primera vez a un lugar. Le contestó Rolando con la mirada clavada en el suelo.

    —Si quieres andar con nosotros, vas a tener que ser más abusado, no es posible que hayas sido el último en bajar del autobús, teníamos que mezclarnos con la demás gente para pasar desapercibidos y por tu culpa, ahora, estaremos en la mira de todos. Agarra la bolsa de fierros y cárgala, al fin y al cabo eres mi chalan, terminó espetándolo Julio.

    En silencio, Rolando tomó la bolsa de material hecha de plástico, donde Julio cargaba alicates, pinzas, cucharas para repellar paredes, un metro, un nivel de gota, un martillo y un rollo de nailon color azul que había comprado en Mexicali al momento de tomar el autobús. Se prometió mentalmente, no volver a cometer errores que lo eliminaran del grupo. Julio les había contado en el cuarto que compartieron en la construcción donde trabajaron en Mexicali, que él era albañil de profesión en México, pero, tenía por costumbre trabajar seis meses al año en la pizca de manzana en los Estados Unidos. Se jactó de tener como doce años de entrar por el desierto de Arizona, sin que lo hubieran torcido. Se ofreció, si se seguían sus instrucciones al pie de la letra, pasarlos gratuitamente. Era la primera vez en todo el tiempo de vivir de frontera en frontera que alguien le ofrecía esta oportunidad y por despistado, no la iba a perder.

    Despacio, se adentraron caminando de Oeste a Este al pueblo. La calle que escogió Julio terminaba al costado de una iglesia católica de tipo española. La iglesia era sin duda, el edificio más alto de Los Algodones. Al llegar al costado de la iglesia, doblaron a la izquierda en dirección al Norte. Llegaron a un pequeño parque que estaba localizado al lado derecho del camino y de frente a la entrada principal de la iglesia. Al lado izquierdo, a la misma altura del parque, se encontraba centrada en un baldío, una tienda que tenía en la parte de afuera, una mesa de madera rodeada de cuatro sillas del mismo material.

    —Esa ha de ser la tienda de don José, dijo Rolando, interrumpiendo el silencio.

    —El año pasado no existía esta tienda. Cuando necesité algo de comer, tuve que regresar al centro del pueblo. Pasemos a tomarnos un refresco y de paso preguntamos donde podemos encontrar cartones, vamos a necesitar bastantes y donde encontré la última vez, hoy al pasar, no he visto ninguno. Les dijo Julio.

    —Yo preferiría una chela bien helada, este calor me tiene seco por dentro. Respondió Agustín.

    —Todavía nos queda mucho por hacer hoy, cuando tengamos un lugar seguro donde pasaremos estos días, yo te invito, y no a una cerveza, si no que a un montón de caguamas. Le contestó sonriendo Julio.

    Al entrar a la tienda, encontraron a una señora que se encontraba sentada de frente a un abanico eléctrico de pedestal, recibiendo aire. Al verlos, se paró inmediatamente y amablemente los saludó.

    —Buenas tardes, ¿qué desean?

    —Empecemos por unas sodas bien heladas, si es posible, que tengan escarcha de hielo por afuera. Respondió Julio.

    —Con este clima, dese por bien servido que estén frías. La refrigeradora no tiene mucha fuerza para helar bien los productos. Le voy a buscar los que se encuentren más helados, contestó la señora.

    —Usted sabe de casualidad ¿dónde podemos encontrar cartones? le preguntó Julio al momento de recibir la soda.

    —Nosotros recolectamos cartones, aquí pasa un muchacho una vez al mes con un camión y los compra por kilos. A los transeúntes se los vendemos por perchas. Si quiere verlos, entre por el portón y me dice cuanto quiere.

    Entraron los tres por el portón al patio del interior de la casa donde se encontraban las perchas de cartones. Mientras se tomaban las sodas, revisaron las perchas. Cada una contenía unos veinte cartones de aproximadamente metro y medio de largo por un metro de ancho.

    —Nunca en mi vida he comprado cartones, ahora entiendo porque no he visto tirados en ninguna parte. Le comentó Julio a Agustín.

    —Si quieres, cuando encontremos donde nos vamos a quedar a dormir, Rolando y yo podemos ir a buscar, tienen que haber tirados en alguna parte. Le respondió Agustín.

    —No tenemos mucho tiempo disponible, pronto nos caerá la noche y sin los cartones estaremos bien fregados. Ojalá que no quiera mucho por las perchas, vamos a necesitar por lo menos dos, concluyó Julio.

    Entraron de nuevo a la tienda y Julio le dijo a la señora;

    —Necesito dos perchas de cartones, unas cinco cajitas de Vicks o de mentol, seis espirales de incienso verde para espantar mosquitos, unas candelas, un rollo de papel de baño y si tiene aerosol perfumado, quiero también dos.

    —Ya que va a comprar otras cosas, le voy hacer un descuento por las perchas, se las voy a dejar en diez pesos cada una y anda de suerte porque tengo aerosol y todo lo que ha pedido.

    Rolando escuchaba sin mediar media palabra, no podía imaginar para que se necesitaría tanto cartón, mucho menos, las otros cosas que estaba mercando Julio, pero no se atrevió a preguntar por temor a su reacción.

    —Para ahorrar tiempo, me voy a llevar las cosas de ustedes y ustedes se llevan las perchas. Les dijo Julio.

    Sin pronunciar palabra alguna, le entregaron lo que Julio les había pedido y cada uno como pudo, cargó la percha que le tocó y empezaron a caminar de tras de él. Cruzaron el parque donde unas personas recostadas en los troncos de unos pequeños arbustos, se veían disfrutar de un profundo sueño. A menos de cien metros del parque, encontraron una carretera

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