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A la sombra de la luna nueva
A la sombra de la luna nueva
A la sombra de la luna nueva
Libro electrónico158 páginas2 horas

A la sombra de la luna nueva

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Información de este libro electrónico

¿Qué lleva a las personas al abandono de sí mismas? A veces las historias simples y cotidianas esconden tragedias inesperadas, demoledoras e imposibles de sortear.

Antonio Villa es un indigente que vive en las calles del Madrid de los ´80. Su vida transcurre entre la venta de cartones y chatarra y la rutina de buscarse la vida en las calles día a día. Comparte sus vivencias cotidianas con otros indigentes, personas donde se mezclan el desánimo, la indiferencia, los sueños, la esperanza y la locura a partes iguales.

El azar hará que sea víctima de un intento de asesinato, en el que morirá su amigo Juan Miguel. Ramón, un inquietante personaje que se presenta ante él como otro indigente, le ayudará en la búsqueda de los culpables y, a la vez, sin proponérselo, en la búsqueda de lo que queda de las ilusiones y los sueños que Antonio tuvo alguna vez.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento29 jun 2016
ISBN9788491126157
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    A la sombra de la luna nueva - Francisco José Rivero Escobar

    A la sombra de

    la luna nueva

    FRANCISCO JOSÉ RIVERO ESCOBAR

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    Título original: A la sombra de la luna nueva

    Primera edición: Junio 2016

    © 2016, Francisco José Rivero Escobar

    © 2016, megustaescribir

    Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Contents

    NOTA DEL AUTOR

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    A mi familia,

    que siempre están ahí.

    Mi agradecimiento a Tere y Vicente

    por sus inestimables correcciones y aportaciones al texto.

    NOTA DEL AUTOR

    POR AQUELLAS COSAS DEL DESTINO, que no sabemos muy bien si son buenas o malas, o sencillamente porqué ocurren, tuve que hacer la mili en Madrid. No eran todavía los tiempos de la objeción de conciencia y si te tocaba Madrid, o cualquier otro sitio, pues con eso te encontrabas.

    Pero la mili no tiene nada que ver con todo esto.

    Llegadas las Navidades se echó a suerte que día pasaríamos en el cuartel, el 24 ó el 31. Recuerdo que aquel día hacía mucho frío, y yo rogaba para que me tocara el 24. Nunca había pasado el día 31, la Nochevieja, fuera de mi casa y confiaba en que la suerte esta vez estuviera de mi lado. No fue así. Al igual que a muchos de mis compañeros, que también preferían el 31 en casa, nos tocó quedarnos en el cuartel esa noche. Bueno, a otros sí les tocó el irse a su casa y pasar la noche de fin de año con sus familias. Mucho antes de las doce de la noche (pues a las 10 teníamos que estar en el cuartel) decidimos irnos a dar una vuelta por las calles de Madrid, para vivir el ambiente de un día tan importante y, además, ahogar las penas de la forma que mejor pudiéramos, resignados a la suerte, al destino, que nos había tocado. Nos paramos en un supermercado, que no recuerdo ni por asomo cual era, y tras atiborrarnos de productos de todo tipo, echamos a andar, sin rumbo fijo, bebiendo y disfrutando del ambiente de la ciudad en Navidad.

    Se hacía de noche y teníamos que regresar. Me acuerdo que nos habíamos empeñado en recorrer todo el Paseo de la Castellana y a eso dedicamos toda la tarde. Por aquello de las crueles urgencias de la naturaleza, me acerqué hasta unos contenedores para papel que se veían cerca del Estadio Santiago Bernabeu, dispuesto a solventar mis necesidades más perentorias. Por poco no termino orinándome encima de dos mendigos que estaban allí, ocultos entre unos cartones. Eran un hombre y una mujer y no parecían pasarlo mal. No recuerdo que me dijeron, si es que me dijeron algo, ni recuerdo tampoco si yo les dije algo a ellos, pero sé que me volví corriendo hasta mis compañeros y, en una decisión que aún no entiendo muy bien porqué tomé, cogí una de las bolsas que llevábamos repletas de cosas, sin mirar siquiera que es lo que había en su interior, y se las dejé a aquellas dos personas para que les alegrara su Nochevieja.

    Luego, más tarde, muchos años más tarde, sin poder olvidar ese momento, llegué a la conclusión de que aquellas dos personas que se tapaban con los cartones que habían encontrado para guarecerse del frío que hacía en aquella noche de diciembre, no eran más que dos seres desconcertados y resignados a su propio destino, como habíamos estado nosotros mismos aquella tarde, como cualquiera de nosotros, a menudo, en cualquier momento de nuestras vidas, hemos estado.

    Y también pensé que merecían que alguien contara su historia.

    Febrero de 1999

    I

    ESTOY SENTADO EN UN BANCO del Parque del Retiro. Podría estar sentado en cualquier otro sitio, al lado de un estanque, en lo alto de una montaña, en la acera de una calle, al borde de un precipicio, pero estoy aquí. Estoy aquí, en Madrid, como podría estar en cualquier otra ciudad de España, de Europa, del mundo, pero estoy aquí y soy transparente. Juan Miguel está sentado a mi lado. No es alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni rubio ni moreno (bueno, un poco negrucio sí que es), pero sea como sea, incluso si fuera otra persona totalmente diferente, a mi me daría lo mismo, igual que le da lo mismo a él, porque Juan Miguel también es transparente. Los hombres y mujeres que pasean por el Parque pensando en sus cosas nos miran, pero ven el banco de hierro forjado, antiguo, donde estamos, que es de color verde, como la hierba, pero no nos ven a nosotros. Miran al banco y ven el óxido, y el hierro de la estructura, y un trozo de papel que el viento ha arrastrado, y la bolsa de pipas vacía que flota de un lado a otro, jugueteando según los caprichos del viento que sopla, pero no nos ven a nosotros. Si alguno de ellos mirara al banco fijamente, podría ver a sus hijos a través nuestra jugando al otro lado, o al chucho que se les ha escapado y corre sin rumbo hacia cualquier lado, pero no a nosotros.

    Saco un trozo de papel del bolsillo de mi gabardina. No sé porqué lo tengo ahí. Hay algo garabateado en él. Parece una receta médica, pero no entiendo bien la letra. No creo que tenga ninguna utilidad, ni me importa lo más mínimo si la tiene. Podría tener cualquier otra cosa distinta en los bolsillos y también me daría igual. Por eso, casi podría decir que adoro lo que no sirve, lo que es superfluo e innecesario, lo que no lleva a ningún sitio. Pero si no fuera eso, ¿qué otra cosa podría contar sobre mi mismo?

    Alguien ha pasado un poco deprisa. Mi amigo ha bostezado sin pudor alguno, mostrando todos y cada uno de los pocos dientes que le quedan, y el que ha pasado nos ha mirado con desprecio y ha murmurado que Madrid se estaba llenando de mendigos y otras cosas que no conseguí entender. No necesito que nadie me recuerde lo que ya sé que soy. Es verdad que una vez hubo alguien, como también hubo alguien donde ahora se sienta mi amigo Juan Miguel, no voy a negarlo. Pero dónde está ahora ya no podría saberlo. Quizás quedó olvidado aquella tarde en la que todo lo que tenía se fue al traste, como tantas otras cosas que acaban yéndose tarde o temprano al traste.

    Conozco a mucha gente como yo, vagando por las calles, sin techo, hundidos en la miseria… ¿quién sabe cómo se llega a ese estado? ¿Por qué acabó Juan Miguel pidiendo limosna en la puerta de alguna iglesia o rebuscando restos de comida, algunas veces auténticos manjares, entre los cubos de basura de restaurantes y hoteles? Si se lo pregunto me contesta que lo hace porque le da la real gana. Nada más. ¿Qué otra cosa esperaba yo que dijera si no es esa misma?

    Registro otra vez los bolsillos de mi gabardina. Noto que el agujero del bolsillo de la derecha se está agrandando más cada día, así que habré perdido algunas de las cosas que encontré ayer en mi rebusco diario. Necesito otra para pasar lo que queda del invierno, está claro, pero no me da la gana de tenerla y además no tengo dinero para comprarla.

    II

    EL OTRO DÍA ME LIBRÉ por los pelos.

    La gente tiene la curiosa manía de que seamos algo distinto de lo que somos, que recuperemos nuestro estado primitivo de opacidad, que perdamos nuestra transparencia ante ellos.

    Estaba en una esquina de una calle que acaba en la de Atocha, esa que es tan larga, cerca de un oscuro garito que no recuerdo. Era de noche y yo intentaba dormir, a pesar del frío. Cuando estaba a punto de conseguirlo, casi sin entender si había conseguido por fin quedarme dormido o en realidad estaba soñando, vi salir a tres tíos de aquel sitio y escuché el ruido del motor de un coche que paraba delante de nosotros, al lado de la acera. Los tres se reían y pensé que iban a montarse en el coche de algún amigo que los estaba esperando para seguir con la juerga en algún otro lugar más conveniente. Pero en vez de montarse los tres en el coche, alguno de dentro les da algo, como una botella, y sólo uno de ellos se monta en el coche, que seguía arrancado, y los otros dos hacen que siguen paseando y justo cuando pasan por donde nosotros estábamos, se nos quedan mirando al Juan Miguel y a mí. Yo me hice el longui, como si ni siquiera los hubiera visto, pero hubo alguno que nos guiñó un ojo y se echó a reír.

    Luego vino el olor a gasolina y el resplandor.

    Todo comenzó a arder de repente, como con una explosión. El cartón que me servía de cobertor me salvó, pero a Juan Miguel lo cogió de lleno y le salió ardiendo el gabán. Cuando sintió las llamas sobre su cuerpo comenzó a gritar de dolor. Los niñatos corrieron hacia el coche, pero uno de ellos se volvió. Al ver a Juan Miguel convertido en una antorcha humana que rodaba por el suelo intentando apagarse, se quedó muy quieto, totalmente inmóvil, como petrificado. No podía apartar la mirada de aquella masa de fuego que se retorcía en un intento de apagarse a sí mismo, hasta que en uno de los movimientos se golpeó la cabeza con uno de los escalones de entrada a una de las casas y quedó quieto, inmóvil, mientras las llamas se iban apagando muy despacito, casi como en un documental que hubieran rodado a cámara lenta, y un extraño vapor gris con olor a carne quemada y humedad surgía de su cuerpo.

    El chaval seguía mirándonos, como hipnotizado por la escena que estaba viendo delante suya y que él mismo había provocado. Así estuvo unos instantes, hasta que otro de los tíos que con él estaban se dio cuenta y se volvió a recogerlo. Hasta tuvo que darle un puñetazo para que volviera en sí.

    —¡Vamos, tronco, corre! —le grita el tío cabreado y muy nervioso—. ¿Qué coño haces mirando? ¡Vámonos de aquí!

    Se meten todos en el coche y ahora sí, salen corriendo de allí.

    Al poco apareció alguien que se echó las manos a la cabeza, luego otro que dijo algo de llamar a la policía. Yo los miraba sin entender muy bien que sucedía, como si aquello no fuera más que una continuación de un extraño sueño del que todavía no hubiera despertado. No estaba seguro de nada, de quién era aquella persona que estaba allí muerta, a mi lado, no podía creer lo que había pasado.

    Cuando llegó la poli, poco después, Juan Miguel era poco más que un chicharrón, un don Nadie quemado. Había perdido su transparencia, su invisibilidad cotidiana. Era, por fin, algo.

    Un policía nacional joven se acerca hasta mí despejando a los curiosos que me rodean, casi incrédulos de que

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