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Lo que mira Damián
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Libro electrónico443 páginas6 horas

Lo que mira Damián

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Hay aquí, en Lo que mira Damián, una historia (varias) entre Francia y México, entre Barcelonnette, París y el todavía Distrito Federal, donde accede quien lee a dimensiones multifocales gracias a una cultura personal del autor que interviene con potencia para dar solidez y presencia casi fantástica a la encrucijada de Damián, personaje medular. Topamos con una montaña rusa que se modula en una escritura muy refinada y precisa que- para hablar del ritmo- de un instante de sopor- el carrito del juego mecánico sube la cuesta- rápido se restablece con un período de lujo literario donde lo lúdico transgrede a gritos orgásmicos los decálogos racionales. De esta gesta erótica, el lenguaje no sale virgen. Hay una desfloración descriptiva, semántica, que garantiza la libertad del que lee y del que escribe y hay igualmente un dechado de palabras precisas, de frases memorables, de reflexiones hondas de envergadura filosófica que el protagonista de esta novela a varias voces va y suelta porque tal vez no sabe decir que no a lo que la vida le plantea, porque, contingente, Damián (este historiador, escritor, homosexual, francés y mexicano, extranjero y natural) es el trasunto de cualquier ser humano que piensa con el ojo de la luz y no puede parar de hacerlo, porque no conoce el oriente o porque ha perdido el norte quizás, porque lo está buscando o porque grita ¡eureka! justificadamente y de ello en estas páginas el autor da cuenta.
Álvaro Granados
IdiomaEspañol
EditorialBONART
Fecha de lanzamiento25 oct 2023
ISBN9786078918935
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    Lo que mira Damián - Alain Derbez

    Lo que mira Damián

    Primera edición en papel: 2023

    Edición ePub: diciembre 2023

    De la presente edición:

    D. R. © 2023, Alain Derbez

    D. R. © 2023, Bonilla

    Distribución y Edición, S.A. de C.V.

    Hermenegildo Galeana #116,

    Barrio del Niño Jesús, Tlalpan,

    14080, Ciudad de México

    editorial@bonillaartigaseditores.com.mx

    www.bonillaartigaseditores.com

    ISBN: 978-607-8918-92-8 (impreso)

    ISBN: 978-607-8918-93-5 (ePub)

    ISBN: 978-607-8918-94-2 (pdf)

    Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

    Diseño de portada: d.c.g. Jocelyn G. Medina

    Diseño de interiores: André Urzúa Plá

    Realización ePub: javierelo

    Este libro contó con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

    Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

    Impreso y hecho en México / Printed in Mexico

    A mi abuelo y a mi padre, los dos Marcelos, los dos barcelonetas y de aquí.

    A todos con quienes estuve en el valle del Ubaye incluido por supuesto el perro.

    A Stephane Foin, Álvaro Granados, Cedric Minne, Diego Jáuregui

    y Abel Zavala.

    A mis hijos Eréndira y Jonás.

    A mi hermano Serge y sus hijos Gabriela, Daniel y Michel.

    A quienes adentro están y se adivinan.

    A mis muertos y a mis vivos.

    A las Marcelas.

    Diario de Barcelonnette.

    Enero 16, 20...

    Se apareció el perro. Otra vez. Como si viniera de la nada. ¿De dónde sale? ¿Cuál es de todas estas casas su casa? ¿En dónde se alimenta? ¿Quién le da? Es muy temprano. Salió el sol. No nevó tanto anoche. La nieve suena con cada pisada: las mías algo lentas mientras que las de él, con su prisa, su potencia, son una barredora. Ya no es un simple palo, una rama seca: ahora el peludo can trae un tronco, ¡literalmente un tronco en el hocico! A esta hora sólo él y yo estamos en las pequeñas callejuelas. ¡Qué digo callejuelas! Una calle principal realmente y algunas adherencias, simulacros, truncos pasillos de traspatio, una fuente de piedra congelada, una capilla que abre sus puertas sólo en determinados días en que el párroco se digna a subir. Quien misa quiera tendrá que desplazarse unos kilómetros, descender zigzagueando hasta Saint Paul o más lejos aún, hasta Jausiers. Las visitas del sacerdote aquí están marcadas en el festivo calendario. Ésta es la extensión de la carretera, la desviación a la derecha si subes de Saint Paul, a la izquierda si bajas de la montaña. Difícil dar la vuelta sin cadenas bien puestas en los neumáticos. Imposible no derrapar en el hielo como había resbalado unos días antes aquel carro local en la siguiente curva. ¡Qué hacen ahí! Bajé lo más rápido que pude a auxiliar a la pareja pero ya estaba, dijeron móvil en mano, todo bajo control; ya venía la grúa desde la estación de Vars. No había más daño que el susto por lo que fue y por lo que pudo haber sido que siempre desde lo peor imaginamos. ¿Cómo es que yo sabía conducir así, aquí? ¿Cómo podía? Jamás lo había hecho. Nunca tampoco -eso fue hace años- había esquiado. No había aprendido a frenar ante el miedo de la velocidad que no fuera, como todo neófito, moviendo las rodillas hacia adentro llevando los pies y en este caso los esquíes a tocar sus puntas. Así lo dijo el instructor y así lo practicaste: pizza, frenar en pizza, dibujar en la nieve por un patizambo santiamén el agudo ángulo de la rebanada de pizza. Pero no sucedió de esta manera cuando hubo que reaccionar. ¿Cómo es que me detuve con tal vértigo, que evité el accidente más que cantado con los esquíes paralelos torcidos a uno de los lados? La pierna izquierda adelante, la derecha detrás. Un silbido seco, corto, raudo y seguro. Hasta con estilo: un alto total ahí como si supiera, como si hubiera sabido, como si siglos llevara de hacerlo. En aquel primer viaje, lo recuerdo, fuimos a Chamonix junto al Mont Blanc, estuvimos en Cortina D’Ampezzo, pero la nieve convocada, la muy temprana nieve otoñal en Francia como en Italia, tan taimada como blanda, no dejó poner en práctica las lecciones para niños principiantes recibidas y nos tuvimos que conformar con hacer muy efímeros muñecos de aguanieve e ilusión y tomar bien caliente tazas de chocolate... Silencio. Viento. Adrenalina. Me detuve, sí, pero ahí no paró todo. Venía volverme para devolverme. Desafiar la inclinación, la gravedad, la física. Esfuerzo y miedo entonces. Lo peor por venir. Terror de resbalar, de dar un paso en falso, de caer hacia atrás en el acantilado de película de espías. Conciencia. Como salir a la cornisa. Dar un paso al costado hacia donde está la entrada. Otro. Intentar acceder por la ventana del edificio una vez más sin mirar abajo, sin sentir el viento, el cosquilleo quemante en las plantas de los pies, sin escuchar los gritos de quien en la acera se ha dado cuenta, según él, del posible suicida, sin mareos, sin vértigos, sin error. Subir la cuesta milímetro a milímetro a milímetro. El 9.8, la gravedad, la manzana de Newton resbalando un poco. Hacerlo. Mirar atrás sólo cuando se está cogido de algo seguro. Desfallecer por el cansancio y la sed ante unos cuantos metros recorridos cuesta arriba como si leguas en el desierto. Llegar a la cabaña sudoroso. Quitarse los esquíes. Beber agua y más agua. Narrar lo sucedido a quien quiera creerte si es que quieren oír: ¡Soy un sobreviviente!... Debes traerlo en la sangre, dijeron, debe venir en tu información genética, agregaron; la memoria arquetípica, las vidas reencarnadas, tu familia paterna media existencia o más en la nieve, media vida o más en el hielo. Es lo mismo que explica tu espíritu viajero: ¡culo de mal asiento como tu padre! ¡y culo de mal asiento como tu abuelo y todos sus parientes por parte de padre y madre!... ¡Pamplinas! Majaderías sin explicación. Necedades. Necedad la mía, al menos. Distracción. Estupidez. Equivoqué la ruta. Saqué la pipa. Encendí. Me salí de la pista reglamentaria, el camino de los primerizos y los aficionados y entré a una pista negra, o peor aún, a un lugar sin pista, sin caminos predeterminados para un solo destino: descender jugándose la vida por deporte. Sobreviví, sí, como quien sobrevive tras un trozo de carne y una inoportuna risotada con el calibrado apretón de la maniobra Heimlich (la asfixia, la luz que se enciende al final del túnel y a alguien siento en mi espalda, alguien comprime mi abdomen, alguien me hace escupir, ay qué alivio, ay qué vergüenza, ay los primeros auxilios, ay sigue vivo, ay qué hazaña ¡salud! y venga gracias, gracias, a comer más que aquí no ha pasado nada: lo caído es del lebrel si es que puede dar con él): una historia más sobre la suerte del amateur en los anónimos anales de un centro para esquiar, heroicidades de buró y anécdota. La realidad es otra cuando hay nieve, mucha nieve. Ésta es la realidad años más tarde. La grúa que ya vino por ellos. Lo normal. Asunto para que el seguro se encargue de desatorar. El perro. Yo. Bajamos. Un paso, dos, tres cuatro, interrumpimos. Igual que los demás días lo suyo es jugar. Jugar con lo que trae en el hocico, jugar con lo que deja al alcance de ese otro gran juguete suyo que es el que le lanza, el que no le lanza, el que retiene y finta. ¡Vaya que debe pesarle! Este tronco que carga podría ser parte de una casa. No quiero pensar que el peludo bicho ha empezado a destruir alguna gite de las varias vacías en estas invernales temporadas. Ahí va, leño por leño, a destriparla. Unas sesiones más de nuestros juegos y la cabaña correrá el peligro de derrumbarse. Una, dos semanas y el letrero no tendrá razón de ser: a louer gite. Poco qué alquilar ahí sino los escombros. Pero no diré nada. No lo reprenderé aunque sea en castellano. No me gustaría verlo enojado y gruñendo. No quiero recibir de esas mandíbulas un hachazo. Ni siquiera deseo pensarlo. Hace frío sí pero no tanto. Es mi segundo lunes en verdad invernal. Tal vez ya me acostumbro. Cumplo una semana y días aquí, no, cumplo ya dos semanas, de haber conducido desde Barcelona, de aprender a disponer con corrección de instructivo cadenas en las llantas de un automóvil ajeno y propio. No es temporada. Ya no es temporada. Como si fuera un libro, como si fuera, repito, una película. Escucho unas voces despertando. Buenos días. Bonjour. Ça va?...Vienen de lejos. El sonido viaja rápido entre las montañas. Alguien fuma, no yo. No todavía. Es muy temprano. Alguien ha encendido una estufa de leña. Todo se huele. El viento es veloz también. Allá, hasta abajo, un establo deja saber que hay ovejas, quizás vacas. Ambas. ¿Dónde fue que supe que las vacas originalmente fueron carnívoras? Escándalo que además fueran caníbales. Huele. Suena. Está cerrado. Ya vendrá la primavera algún día, si es que de algo les sirve la promesa a los enclaustrados animales, a los dueños pastores ocupados hoy en asuntos distintos para irla llevando. La estación de esquí por ejemplo. El trabajo temporal de quien lleva el uniforme: un triángulo nevado es el visible escudo, verde en la parte inferior, azul arriba. Un dibujo. A su alrededor en letras grandes se lee Route de la Bonette. 2802 Métres. La plus haute d’Europe. Hay calcomanías que anuncian la estacional labor. He pegado una en el auto que seguramente será retirada una vez revendido el vehículo a la agencia. Se oirá una maldición: Merde! ¡Turistas de mierda! Camino para patear el tronco que el animal ha dejado ahí invitándome. Soy, definitivamente, su mascota de ocasión. Escribo y juego ante el azar que define un ludópata que ladra. Interrumpo una y otra vez una y otra actividad. Ahora se ha ido un poco más lejos. Unos metros. Aguarda. Es muy paciente. Debo coger, debo lanzar este leño. No le gusta absolutamente nada que me detenga, que haga pausas, que vaya dándole pequeños, mínimos puntapiés para hacerlo rodar. Eso no está en las reglas. Se inquieta. Quiere ver mis manos cubiertas. Mi mano izquierda desnuda al viento que sopla momentáneamente retirado el guante. Los dedos acercándose, los dedos que ya llegan, que ya cogen y ya casi a punto: el relámpago. ¡No en esta ocasión!, parece decirme con los ojos, ¡no en esta ocasión! No. No me lo dice. El tronco en el hocico. ¡Me ha engañado! Él estaba a las vivas, él calculaba como un viejo tahúr oriental que te tantea y alevoso desenvaina el golpe del alfanje. Disimulo. Nada ha pasado aquí. Yo no estaba fijándome, estaba en otra cosa, otro asunto importante. Yo escribía. Yo llenaba las páginas de mi diario: mi diario de Barcelonnette. Miro de reojo que el tronco, su tronco, descansa una vez más sobre el blancor. Me vuelvo hacia otra parte. Camino un poco. Vuelvo sobre mis pasos. ¡No puede ser!; sus ojos son los que hablan, los que siguen hablando: ¡no puedes abandonar cuando todo empezaba, cuando comenzábamos a divertirnos! ¡No es justo ni es!... ¡Ja! El ardid rinde sus frutos, se desgañita y salta dándose cuenta del completo engaño del que ha sido víctima. ¡Colmillitos a mí!... Lo muevo victorioso frente a él unos segundos y doy un grito. Soy humano. Un orgullo del género. La historia de la humanidad que altiva corre por mis terminales nerviosas mira cómo meneo el leño para acá, para allá, cómo finto y engaño y bailo la danza de la victoria, cómo –la humanidad en éxtasis contempla y si estuviera aquí aplaudiría como hubiera aplaudido al tuerto Aníbal con sus trucos de amaestrados paquidermos equilibristas- lo lanzo finalmente con todas mis fuerzas. ¡Todas mis fuerzas!... Él, corre, se frena, se derrapa, se zambulle, lo recoge y regresa. Se sacude la nieve. No lo oigo reír pero podría: ¡Y eso fue lo mejor que pudiste dar! ¡Pobre diablo!... Lo coloca otra vez muy a la mano. Es un señuelo. Juega, sigue jugando conmigo. Yo intento distraerlo, yo intento entretenerlo. Poner las cosas más interesantes. Subir las apuestas. Un pequeño arroyo más allá no se acabó de congelar. Apenas es enero. Es una variante algo gris en un albo e interminable paisaje.

    Ahora lanzo el tronco ladera abajo. El perro corre por él y ambos descubrimos que, por unos segundos, hemos asustado a una liebre que bebía muy quitada de la pena y que nada tenía que ver con nuestros pasatiempos matutinos, con nuestra historia. Su historia no era la nuestra. Al perro -no sé su nombre porque no es de nadie o es de todos pero esta mañana lo bautizaré como Dantón ya que ayer fue Porfirio y anteayer Canuto y el día anterior Tláloc y antes Natión y desde el primer día le dije perro y no chien, caniche, chien de gard, chien de manchon, chien de berger, chien loup, chien d’aveugle- no le distrae el orejudo animal en su huida de reflejo y de sed insatisfecha. En este momento él, Dantón, va por el juego, él va a lo suyo y no por la cacería o el secular instinto. ¿A qué vine a Francia? ¿A escribir? ¿A mantener entretenido a un perro, un perro de guardia, un perro faldero, un perro pastor, un perro lobo, un lazarillo revoltoso y lanudo que ha dejado el barrilito de cognac y su oficio de rescatista en algún lado? ¿Vine a Francia a oír los zapatazos de una liebre espantada que maldice en silencio mientras huye sedienta? En la radio han dicho, si es que lo capté bien, que el sol el día de hoy durará poco, muy poco, menos cada vez. Dantón que ha bajado serpenteando por su presa, no ha vuelto. No llevo reloj pero lo intuyo: ya pasó mucho tiempo. Demasiado. Lo debo haber lanzado a un barranco más difícil. Noto que manché mi libreta. Es sangre. El perro en su avidez por jugar ha equivocado el golpe. Cerró y abrió muy rápido. Tanto que no lo sentí. Lo siento ahora. Duele mientras escribo. Ensucio. Fue un rozón. Arde. Dantón no regresa. ¡No es posible! Pienso en Trotsky y pienso en su asesino. ¿A qué vine a Francia? ¿A matar a un perro sin que fuera mi intención? ¿A asesinar sin pretenderlo al perro de la comunidad, al dogo de la villa de Les Prads con su fuente surtidora de agua, en el verano su farol, sus 10 casas, sus menos de cinco familias y su cerrada capilla?...Ya comienza a nevar. Doy marcha atrás. Ahí va el intruso, el asesino vuelve sobre sus pasos, mis huellas, sus huellas. La culpabilidad. La culpa. Quiero oír su ladrido. Quisiera oírlo. Oteo. Me vuelvo: todo blanco. Todo más blanco, más exasperantemente blanco. Aguzo las orejas como si fuera él. Nada. Arrecia la cellisca, cambia de condición y la negra mancha inquieta no aparece sonriente, triunfal con el ansiado premio en el hocico y la imparable cola de abanico invitando, provocando. A punto de entrar creo haberlo... Sí, es él. Me saco las botas, sacudo el pantalón. Miro por la ventana. Sigo sangrando. No es nada. Un diente no es un piolet y yo no soy León el ucraniano ni Coyoacán es el paisaje. Unas gotas obstinadas que se pueden lavar con agua y con jabón. A la entrada del pueblo Dantón busca, con alguien que sepa jugar, otro nombre, el suyo de seguro, el que le pertenece, el que un niño le habrá puesto al nacer, al recibirlo como suyo, su mascota. Dantón juega con los forasteros y sus afanes bautistas, amistosos. Mañana temprano, si me puedo acordar, cuando nos encontremos he de llamarlo Clipperton o Pavlov o Ramón Mercader, Quetzalcóatl, Déjà vu o Robespierre. ¡Ah la engañosa Francia donde Rob es Pierre! ¡Ah los muy malos chistes!...

    Ya estaría de Dios

    Los enanos me devuelven. Estoy dormido y, como si levitara casi a ras del suelo, los enanos me cargan sobre sus cabezas y me devuelven. En andas voy. Lo raro es que nunca he estado ahí. Vuelvo una y otra vez a un lugar en el que jamás he estado. No lo reconozco. Los enanos disfrutan abandonándome. No le recomendaría a nadie ser yo cuando despierto... Prometeo...

    Interrumpe. Se levanta. Contados son los pasos para llegar al refrigerador. 1-2-3-4... No. Él no es de esos a los que les molesta o les deprime la brevedad de los espacios. Ha vivido en lugares más pequeños, sitios, igualmente, nada acogedores. La confinada, prieta, sorda oscuridad de la húmeda buhardilla de la rue Claude Decaen, por ejemplo. El hirviente, penetrante aroma a coles de Bruselas desprendiéndose de ninguna parte hacia todas, ese sudor acedo de perol de rancho de Gran Guerra, de trinchera; ese pardo hedor noche y día untándose como un vaho pegajoso a las cuatro paredes, al inclinado techo, al barandal de la escalera, al piso, al entresuelo, los descansos; agrio, invisible vacío reptando peldaño a peldaño, descendiendo en su crujiente, apolillado escándalo para llegar al portón y escurrirse a la luz, hacia buena parte de la vía, la calle achatada, trunca en un carril, dedicada en el distrito 12 parisino a un militar del xix, un combatiente que pudo haber estado en México pero que acabaría, héroe, moribundo, en un territorio francés que pronto –uno más– iba a brincar de las manos, las viscosas manos ávidas del emperador Napoleón III. ...5-6... Sí. Lo piensa: no le gusta, nunca le ha gustado el nombre Claude y menos si va junto con Theodore y sí: aborrece las coles de Bruselas. Enrojecida, como si estrangulada, como si borracha, su sensible nariz puede intuir su acre presencia una manzana antes y llegar y saludar y pase usted y entrar siempre de buen grado y comer, comerlas. ¿Le sirvo más? ¿Gusta? ¿Puede? ¿Quiere? ¿Sabe decir no? Poder: querer... Laissez Faire, laissez passer. Abre. Es práctico el aparato, no grande pero sí adecuado, funcional. Sirve para él, para sus requerimientos de habitante único en la parte superior de esa casa dúplex al extremo este de los límites de lo que fue una antigua villa aledaña a la capital, lo que fue un barrio azteca de nubes y de víboras en el que Mixcóatl, bélico dios de la tempestad y de la cacería, tenía su nicho y feudo y en donde Porfirio Díaz, dictador aquí, gran estadista allá, dos meses antes del levantamiento contra su vetusto régimen –un siglo después de las campanadas en Dolores (nunca nombre más puntual, más adecuado) con las que se declaraba oficialmente abierta la temporada de caza de la independencia que, no obstante los decimonónicos vaivenes y tumbos de la historia, daba excusa y motivo para celebrar con fasto el centenario– inauguraría en 1910 una afrancesada edificación de sótanos y altillos, subsuelos y mansardas, azoteas y chapiteles, prados y crujías, un depósito de no dictaminados cuerdos, un gigantesco monumento a la locura –la acumulada, la imperante, la venidera– conocido como La Castañeda. Sí. El frigorífico ya estaba ahí peregrinamente esmaltado de guinda. También la estufa: guinda. ¡Guinda! El sofá reclinable, gris de tiempo y dejadez. El armario blanco empotrado en uno de los muros del baño con sus no tan bien disimulados lunares de óxido y descuido. El casi inútil por estorboso, por pesado, cenicero de bronce o al menos luciendo ese desvaído intento de color. La escena al centro de la sala (el ciervo acorralado en un claro del bosque, concentrado, enloquecido en su esfuerzo por vivir, dirige instintivamente el testuz, la cornamenta formidable, contra un angustiado muchacho que lo distrae, porque tal es, sumisa, su misión, mientras el inexpresivo caballero intrépido aprovecha y hunde la lanza en el costado del animal más allá de la primera sangre, apoyando para ello los pies firmemente en los estribos del albo palafrén con corrección pintado), el pálido hueco en el sucio tapiz de sobrepuestas capas que alguna vez fueron beige o crema o fiusha o verde pistache de aquella pared, ahora iluminado sin pudor por la luz vespertina filtrándose entre las hojas de una añosa jacaranda que engorda en la devastada acera, es ya una ausencia depositada al lado de una caja de cartón. Ahí el vacío evidente, allá el crudo episodio tras haber sido pasado por alto primero y luego contemplado varias veces con permisiva manga ancha, con el estupor y la tolerancia de las primeras jornadas, sus nuevos días de vuelta en México: una obra sin firma y envuelta cuidadosamente con tres capas de plástico, un posible tributo a una deidad originalmente otomí luego mexica, un exvoto imposible y anacrónico desde el medioevo del lugar común, al lado de su marco debajo de la mesa de azulejos blancos, cerca de un modelo de frigorífico fácil de hallar en las impersonales habitaciones de los hoteles modernos, pero no tan frecuente en casas como ésta. Sí: en un acto de atrevimiento, de inopinada transgresión curatorial, curadora, él, cuidadosamente, había retirado la pintura. Querer: poder. Dejar hacer. Dejar pasar. Funcional, cumplidor, eso sí, sin duda, aunque no tan ahorrativo en términos de energía; el rincón muy bien aprovechado, el espacio: la frase acá es sacar partido. Eso piensa mientras tira de la plateada manija. Para eso caminó la media docena de pasos: para abrir, para cerrar la puerta del caro pero bien colocado electrodoméstico. Por ello fue que se levantó con el eco de risas en la cabeza: carcajadas de enanos esforzados pero a la luz felices, a la sombra. Para esto interrumpió lo que hacía. ¿Y Prometeo? ¿Por qué consignó ese nombre llegado así, como por generación espontánea? ¿Por qué dice y repite palabras en voz alta cual si las memorizara y por qué habla como si alguien estuviera ahí, con él, acompañándole en esa suerte de ejercicio nemotécnico, en ésa su solitaria recitación, ese extraño cantar de lotería?

    Claude Theodore Decaen...

    Magenta... Solferino... Metz... Borny…

    Napoleón III... Cementerio... PicPus...

    Dausmenil-Eboué... Voluntad... Manicomio... Charenton... Sade... Porfirio Díaz... La Castañeda... Pulque... Yuxtapuesto... Electrodoméstico... Griotte...

    Prometeo...

    Lo escrito, lo manuscrito, lo dicho y por decir, aparece como en un anuncio de neón, desaparece. Un segundo, menos: una milésima de segundo juega su mente a ser una casi subliminal marquesina de ideas, una vidriera de palabras, una ventana de fugacidades entonadas sin carta ni garbanzo ni planilla, un pasar lista sin responder ¡presente! La decisión es suya: escojo de la relación, del escaparate, del itinerario éste, este otro tema... También existe la opción de eliminar, de diferir, de posponer, de seguir en lo que está, en lo que estaba. Cerrar los ojos. ¡Entonces, a lo que iba! ¡No más distracciones! ¡No más! ¿No más?

    Algo trae, algo carga. Lleva un objeto no muy largo en la mano derecha y un vaso de vidrio grueso en la izquierda. Coger el asa de la puerta lo obliga a conducir la pluma hasta su boca y a sujetarla presionando los delgados labios que, momentáneamente, con el mínimo esfuerzo, cambian el tono, mudan de color. Tira entonces. Al otro lado, ahora bañado de una luz perfectamente insípida, se enfría, insensiblemente mal abierta, mal destapada, una botella de vino; cualquier mirada lo detectaría por los pequeños fragmentos de corcho que flotan adentro del vaso en que ha vuelto a servirse. Insípida... Insensiblemente... Las palabras no son suyas, no hubieran sido suyas; tampoco la frase, ese exceso de adverbio y adjetivos: Una luz perfectamente insípida... Insensiblemente mal abierta... Ya está: electrodoméstico es también una yuxtaposición lamentable. Por eso es que lo dijo, lo escribió. Es casi tan pavorosa como la, no por recién oída menos deleznable, palabra cantautor; como duermevela, como rascahuele, como nomeolvides, como tentenpié... Hay palabras que deben de ser dichas, como una suerte de conjuro, de exorcismo, de sortilegio, para que, a fuer de repetidas, se marchen, para que, perdido su poder, no vuelvan más. Nombres también. Nomeolvides: Tentenpié... ¡Qué estupidez! Si algún día tuviera que firmar con un seudónimo éste no sería o quizás sí Nomeolvides Tentenpié...

    Un poco del líquido, por accidente o descuido -normalmente ambos, lo sabe y lo pregona como su padre que trapo en mano, trapo al hombro, lo sabía y lo pregonaba, van casados- escurre al piso y él flexiona las rodillas, las bien torneadas como lampiñas piernas, para alcanzar ese pedazo de tela. Es una jerga descolorida dentro de una cubeta de hoja de lata, un trozo de ajado género que no ha querido, que no ha podido botar a la basura y que quedó junto a la caja de cartón. Al lado –el ángulo visual no hace necesario agacharse para constatarlo– asoma el óleo... ¿Óleo? ¿Eso un óleo? ¿Quién pinta al óleo eso? ¡Quién pinta eso ahora! ¿Quién compraría eso hoy y quién lo cuelga para mirarlo siempre, para que mire siempre en esa sala: al óleo el ciervo, la floresta; al óleo el caballero con su relinchante montura, al óleo el peón aterrorizado; al óleo los podencos y lebreles con su aguda escandalera más propia de aquelarre que de manada presa de la excitación que dan, al escapar, los líquidos internos de víctima y verdugos?

    Junto a él, compartiendo el embalado encierro bajo un impreso en rojo que reza desde la fábrica Archivo muerto, hay, entre otras cosas, algunas carpetas con papeles, una caja de clips, un arete, una diminuta pelota de esponja, una bolsa con trozos de piedra pómez en distintos tamaños, un balero colorido de madera largo y gordo, pesado, una botella de barro negro con el asa rota –que se podía oler aún– alguna vez fue oaxaqueño recipiente de mezcal, un viejo block de notas taquigráficas, un cepillo de alambre para peinar mascotas, un zapato verde, algunas tarjetas postales con nada escrito atrás, un calendario extemporáneo, una pequeña cadenita dorada con una placa y un nombre calado y varios botes de carne para gato. El producto, según se puede leer, exportado a Latinoamérica por una compañía británica para un felino ausente, hace mucho ya que caducó. Carne de didelfo de la lejana Australia se podría echar a perder, no obstante la técnica del alto vacío empleada, en el abandono mexicano. Algún día –es posible- los recipientes se hincharán y escapará el contenido y el muerto marsupial luego de un estallido, rebotará por las paredes ensuciándolas. Falta tiempo aún para la estrepitosa hora del canguro, para su escapatoria, su mínima revancha por haber sido muerto, por haber sido luego, a medio brinco, arrancado del terruño, su casa en las antípodas, en el distante culo del mundo, pero su hogar al fin. Él no estará más aquí cuando llegue la venganza del enlatado marsupial. ¿O sí? ¿Cuándo se irá? ¿Hacia dónde? ¿De vuelta? ¿A qué? ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Quién vendrá a sustituirlo en ese lar transitorio enclavado en una colonia dedicada al creador del primer fuego cuando europeos no había de este lado del planeta? El hombre conoce la leyenda náhuatl: las estrellas servirían de alimento al sol pero éstas, como era lógico, no estaban dispuestas a ser engullidas así como así; las mimixcoa, las serpientes de nubes compañeras inseparables de Mixcóatl, bravas como él, indomables, darían la batalla. Sería la luna la encargada de someterlas una tras la otra. La luna siempre, en cualquier cultura, repleta de triquiñuelas, de ardides, de espejos, de artificios, de espejismos. Mixcoac. Miss Cuac: la maestra de inglés de los patitos... ¿Y había castaños en la Castañeda? ¿Álamos en la Alameda? ¿Pinos en San Pedro? ¿Rosas en el Molino de Rosas? ¿Candelas en la Candelaria? ¿Cadáver alguno en la Barranca del Muerto? ¿Ausentes fieras en el Desierto de los Leones? ¿Qué hay de lo anunciado, lo enunciado, lo denunciado que sea cierto? ¿A qué palabras hay que creer sin escudriñar, sin rascar aunque sea un poco para escardar la verdad de la engañifa, los desperdicios de la sustancia? ¿A quién dejará él los olvidos producto de las distracciones? ¿Qué vicario heredero tendrá que verse, como él, en el ético brete de usar, guardar, retirar o desechar cosas de otros, cosas total, absoluta, absurdamente ajenas? ¿Habrá alguien más que se pregunte, reinstauradas las cosas a su orden natural, por la suerte del aterrado chico ahí entre carrascas, alcornoques y encinos? ¿Lo atravesarían las astas del animal antes de que el matador, cubierto por el pintor con una loriga quizás exagerada, finalizara su tarea? ¿Descendería, por el conjuro de una bruja, una niebla que todo lo confundiera, que todo lo silenciara inmovilizándolo? ¿Qué seguía? ¿Qué imaginó el anónimo artista? ¿Imaginó? ¿Copió? ¿Calcó?... ¡Qué ociosidad!... ¿Y qué de lo que se encuentra ahí es suyo? ¿Qué de la inquilina ida? ¿En qué términos se fue? Extranjera también en ese país. Soltera: soltera y con un gato, una gata muy probablemente llamada Leslie, si es que la placa hallada y encerrada era suya. Pero: ¿Leslie también es nombre de varón? Un felino llamado Leslie: Leslie el gato, Leslie el bicho, Leslie minino, Leslie nenuco, kiri kiri corazón, ternurita y otras trenzadas chabacanerías. Él, piensa mientras saca de la boca el instrumento con el que su lengua había comenzado a juguetear, ni siquiera cuenta con un animal doméstico, no tiene ni se ha planteado hacerse de una mascota acompañante y no, decididamente no es extranjero en este país. Decididamente. Quiere creerlo. Convencerse de que el adverbio es justo: decididamente. Lo sabe. ¿Los gatos usan cepillo de alambre?... ¡Qué chiste malo!: Miss Cuac: La maestra de los patitos... Nunca ha sabido muy bien contar sus ocurrencias. No tiene esa gracia natural. No nació con el don. Otros sí. Otros hay que, desde la más tierna infancia, hacen que cualquier tontería que prorrumpa con espontaneidad desde su boca se torne de inmediato un estallido de risas de relator y escuchas. Otros. Otro...No: él no. Ahora, al igual que lo hizo con el vaso, deja la pluma sobre la mesa de trabajo y, puntilloso, observado escrupulosamente por sí mismo y las generaciones anteriores de sí mismo con sus retratos, con sus hábitos y costumbres, limpia hasta la última gota del vino mal descorchado, mal escanciado: accidente ergo descuido y trapo sanador. Con el impulso, como si dispusiera de una vida que no tiene, que no debería, el objeto rueda a esconderse debajo del surtidor del gordo y pesado garrafón azul de agua pretendidamente purificada. Él no se fija. No lo ve: él piensa ahora en aquellos ingeniosos malandrines que en la antigüedad -ese vasto, inasible planeta denominado antigüedad que tanto le llama la atención explorar, que tanto le cautiva, le seduce y convence- ofrecían a los nobles ambiciosos, mediante sus cantadas artes de iniciados, la transformación del metal vulgar en oro: a cambio de un buen pago entregaban chapas pintadas, láminas doradas, áurea como facunda falsedad. John Donne -lo declamará ahora- escribió una elegiía al respecto:

    And like vile lying stones in saffron’d tin

    Lo importante era, es, que parezca -argumentaban retóricos los falsos alquimistas- no que sea. Así es aquí: la quieta, la probablemente serena apariencia de piedras disfrazadas con estaño y azafrán, brillante ¡desde luego! pero con esa aportación que da la amarillenta pátina del tiempo. Siempre. Enigmática la frase empleada en el país, este país: mientras dé el gatazo... Así debe de ser el agua purificada: da el gatazo. De ese modo se puede beber con menos reticencias, menos reservas. Nunca directamente desde el grifo. Las instrucciones para el viajero con rumbo a México así lo indican y subrayan: Nunca, Jamais, Jamais plus. Pero no es agua el líquido que bebe ahora y no, no es doméstico, ni siquiera nacional y no, no se explica otra vez por qué se ha metido en esto aunque atina al concluir que el dicho local debe de venir del gato como sucedáneo de la liebre: el gatazo... el gatazo de estaño azafranado. Prometeo, Ometéotl, ¡Ahora Ometéotl!, Ometéotl, Quetzalcóatl, Citlaltépetl, Tlahuizcalpantecutli!, Tepoztlán, ¡Mixcóatl!

    Pronuncia, articula, repite, la lengua se ejercita en erróneos chasquidos en esa momentánea unión de mundos sus mundos. Prometeo: Ometéotl: Prometéotl...

    Tira. Vuelve a jalar la guinda puerta que con un mecanismo simple de imán se había cerrado sola. Guarda la botella mirando sin mirar unos segundos las humedecidas letras de la etiqueta. Ve como si oteara, ojea pero no lee, empuja con suavidad y tras constatar que todo está correcto, todo limpio y en su sitio, devuelve su andar a la otra habitación. En realidad se trata del mismo lugar pero se ha hecho a la idea gracias a la barra de madera barnizada que separa un lado del otro. Incluso hay una puerta como las que en las películas en blanco y negro tienen las cantinas: la única hoja se mueve varias veces con un rechinido bastante audible, el mismo ruido que hizo, qué hace, ¿qué?...¿uno, dos, tres minutos?...¿Cuánto tiempo pasa sin sentirlo, sin aprovecharlo, sin sacarle partido? Él no morará más aquí cuando la Hora del Canguro, él no demorará. Morar, demorar, enamorar, rememorar, conmemorar...¿Cuánto tiempo transcurrido desde que se puso de pie,

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