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La Cascada Susurrante
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Libro electrónico502 páginas5 horas

La Cascada Susurrante

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Información de este libro electrónico

Su relación a distancia abarca doscientos años... Mark Lewis, estudiante de último año de preparatoria, se está preparando para una carrera de ciclismo de montaña cuando ve a una joven vestida de forma extraña a través de una cascada en el bosque cerca de su casa, en Carolina del Norte. Cuando ella le hace un comentario sobre la extraña máquina que monta, sospecha que algo no anda bien. Y cuando Susanna le dice que es una sirvienta de 1796, se pregunta si está loca. Sin embargo, está decidido a averiguar más. Mark comienza una "relación a distancia" con Susanna gracias a la barrera misteriosa y temperamental que es la Cascada Susurrante. Intrigado por su mundo, Mark busca a través de la historia poder descubrir todo sobre la vida brutal en la que ella está atrapada. Pero el conocimiento puede ser peligroso. Pronto debe elegir entre el riesgo de cambiar la historia o de condenar a la chica, de la que no puede dejar de pensar, a una vida de miseria.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 jul 2019
ISBN9781547531615
La Cascada Susurrante

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    La Cascada Susurrante - Elizabeth Langston

    Para Norah y Charlie...

    No lo hemos olvidado.

    CAPÍTULO 1

    La guarida del vicio

    Estaba sentada en un taburete en la esquina del comedor, con la canasta para remendar a mis pies y un par de bombachos cubriendo mi regazo. Era bueno darle la espalda a la familia. Si mi amo no podía ver mis manos, no podía ver que estaban desocupadas.

    Los nudillos hicieron un ruido en la mesa para llamar la atención.

    ―Ven, Jedidiah ―dijo mi amo―. Es hora de tus lecciones. Deborah y Dorcas, pueden unírsenos. Traigan sus labores de aguja ―las sillas, bancos y zapatos hicieron ruidos sordos mientras los Pratt se reunían en el salón.

    Lancé los bombachos a la canasta y me apresuré para limpiar la mesa, ansiosa por terminar las tareas de la tarde. La voz del señor Pratt se elevaba y caía con la lectura de la Santa Biblia en medio del repicar de los platos. Mi amo hizo una pausa mientras yo salía de puntitas por la puerta del salón, moviendo la mirada hacia mí y luego hacia su hijo mayor con un silencioso mensaje pasando entre ellos.

    Me iban a seguir esta noche.

    El sol ya había comenzado a descender cuando crucé el patio hacia la cocina. En un dos por tres, los platos ya se habían lavado, los pisos ya se habían barrido y el fuego estaba convertido en brasas. La comida de la mañana estaba en las ollas arrimadas hacia el carbón del fogón.

    ¿Sería posible que hubiera terminado mi trabajo antes de que el hijo del amo terminara el suyo? Le lancé una mirada a la casa principal.

    ―¿Susanna? ―Se escuchó una voz áspera desde la puerta trasera de la cocina.

    Me di la vuelta, con el corazón hundiéndoseme. Me había olvidado del esclavo por las prisas. Qué desconsiderada.

    ―Hector, ¿has venido por tu comida?

    Él asintió y me dirigió una tímida sonrisa.

    ―Perdón, no está lista. Te la prepararé ahora ―le corté pan de maíz y me pregunté qué más podía servirle. Los Pratt se habían comido todo el guisado.

    ―¿Qué preparas? ―Me preguntó―. Huele bastante bien.

    ―Pollo ―habían pasado muchos días desde la última vez en que Hector había comido carne. Me hubiera gustado darle algo esta noche, pero ¿el pollo ya estaría lo suficientemente cocido? Levanté la tapa pesada de la olla, di un pinchazo para tomar una muestra y lo probé. Sí, eso iba a estar bien. Puse un ala de pollo y un camote cocido en el plato y se lo di.

    ―Aquí tienes.

    Él sonrío de nuevo, bajó los escalones y corrió hacia la granja.

    Al fin iba a poder tener mi descanso, pero ya no tenía esperanza de ir sola. Jedidiah ya había terminado seguramente con sus lecciones de latín a esta hora y de seguro estaba acechando en algún lugar de las sombras.

    Con solo una hora de luz solar para guiarme, corrí por el camino a través del bosque apenas visible y me dirigí directamente a la Cascada Susurrante. Detrás de mí, las ramas se rompían y las hojas crujían con un ritmo antinatural.

    Me dejé caer de rodillas al llegar el borde del peñasco, gateé detrás de un roca lisa y me columpié sobre la saliente, con mis manos y pies rasguñando la pared rocosa. Me tomó solo un momento en llegar al fondo. Me deslicé dentro de la cueva detrás de la cascada, con el corazón latiendo tan fuerte que hacía temblar mi pecho.

    Sobre mí, Jedidiah se escabulló a través del largo pasto, con un ritmo sigiloso y con los zapatos haciendo el menor ruido. Me encogí en las profundidades de la cueva mohosa, me coloqué contra la pared húmeda e hice un esfuerzo para seguir su progreso.

    Los pasos se detuvieron.

    No había más ruidos además del murmullo de las criaturas del bosque y el caer de la cascada. ¿Qué estaba haciendo?

    A lo mejor me había visto desaparecer sobre el borde del peñasco. Ese habría sido mi primer error en las muchas semanas en que habíamos estado en este terrible juego del gato y el ratón. ¿Estaba esperando mi siguiente movimiento?

    Iba a esperar un poco más.

    Una lluvia de piedritas bajó y estas resonaron como si fueran disparos contra el granito del peñasco antes de caer en el arroyo que estaba cerca de los dedos de mis pies. Puse una mano sobre mi boca para reprimir una bocanada.

    ―¡Susanna! ―El gruñido de frustración flotó cerca de mí con la brisa cálida de mayo.

    No sabía dónde estaba.

    El alivio amenazó con deshacer la tensión en mis extremidades, pero luché contra la sensación. Era demasiado temprano para celebrar, a pesar de que la espera terminaría pronto. A Jedidiah le daba miedo el bosque tras el anochecer.

    Contuve el aliento. En serio, por su propio bien, él debía volver a casa.

    Sus zapatos se movieron sobre la saliente rocosa.

    Agudizamos los oídos, esperándonos el uno al otro; ninguno de los dos quería admitir la derrota.

    Un búho ululó.

    Jedidiah chilló con pánico. Las pisadas resonaron hacia el camino que llevaba al pueblo. Yo solté el aire con un siseo, me moví lentamente hacia la boca de la cueva y miré hacia afuera. La cabeza rubia subía y bajaba en la distancia, mezclándose con los árboles.

    Mis piernas se rindieron y me dejé caer sobre una roca cubierta de musgo. Eso había estado cerca. Ya podía relajarme finalmente y disfrutar mi descanso, felizmente sola. Mi amo nunca había entendido por qué quería una hora de silencio, una hora sin exigencias o deberes. Él pensaba que yo debía tener un pretendiente secreto, pero nada de lo que le dijera lo hacía convencerlo de lo contrario. De hecho, el señor Pratt se enfurecería si descubriera la facilidad con la que me deshacía de mi chaperón. Y no era como que su hijo o yo se lo fuéramos a decir. De mutuo y silencioso acuerdo, Jedidiah nunca mencionaba sobre mi talento para esconderme y yo nunca mencionaba su incompetencia como espía.

    Suficiente. Con mi bien ganada hora de libertad desvaneciéndose, no podía permitir perder otro precioso segundo. Salí de la protección de la cueva, me puse de rodillas en una roca plana y levanté el rostro hacia el rocío de la cascada. No había nada más que hacer más que hacer que las preocupaciones del día se desvanecieran. Esa noche me permitiría vagar por mi sueño más anhelado, el momento en que dejaría el hogar de mi amo para siempre. Al cumplir los dieciocho años, mi contrato terminaría. Me levantaría al amanecer, empacaría mis escasas posesiones y caminaría medio día hacia Raleigh.

    Mi amo conocía mis planes y aquello lo enfurecía. El señor Pratt odiaba Raleigh. Él creía que la capital de la ciudad era una guarida del vicio.

    Pero qué delicioso y tentador. Eso me hacía que me dieran más ansias en irme.

    Cataplán.

    Un sonido desconocido invadió mi ensueño. Me enderecé y mire a través del claro velo de la Cascada Susurrante. En la orilla opuesta a la mía, el bosque repiqueteaba y murmuraba. Las sombras flaqueaban y se movían. Un joven hombre salió disparado por entre los árboles; llevaba una ropa estrafalaria y montaba una bestia extraña y mecánica.

    Me pude de pie, con el pulso acelerado. El sentido común me decía que me fuera. La curiosidad me rogaba que me quedara.

    El joven bajó por la colina de manera imponente, con un pie a cada lado de la carreta de dos ruedas construida con barras de metal delgadas. Giró y aceleró a lo largo del camino, chocó contra el peñasco y cayó al suelo.

    Aturdido, sacudió la cabeza, se sentó con los brazos descansando sobre las rodillas y tomó aire con fuerza. Luego, se puso de pie con un suave movimiento, levantó la máquina y puso una pierna sobre esa montura peculiar.

    La curiosidad me ganó. Me iba a quedar.

    CAPÍTULO 2

    Otros raros

    El Día de los Caídos no había resultado como lo había planeado. Debió haber sido más sencillo lanzar mi servicio jardinería.

    La meta era encontrar los clientes suficientes para cubrir los gastos de mi bicicleta de montaña para carreras. Como ya estaba de vacaciones y las escuelas públicas todavía no lo iban a hacer por otras dos semanas, tenía una ventaja competitiva. Los seis clientes del año pasado ya se habían inscrito otra vez y muchos de ellos habían pasado referencias. Estaba en el camino correcto para hacer negocios tanto como quisiera ese año.

    Salí después de comer, esperando estar fuera por unas dos o tres horas. Bien. Había olvidado cómo se preocupaba la gente por sus patios. El pasto tenía que ser muy grueso. Muy verde. Toda esta plática sobre el pasto hacía que mis ojos se pusieran vidriosos.

    Una clienta nueva, la señora Joffrey, era especialmente intensa sobre su patio. La escuché platicar por cinco minutos sobre la altura solamente. El pasto tenía que tener exactamente nueve centímetros de largo, no diez, no ocho.

    ―¿Entiendes, Mark?

    ―Sí, señora. Nueve centímetros.

    ―Muy bien. ¿Empezarás mañana temprano? ¿A las ocho en punto?

    Asentí con la cabeza de manera confiada, como todo un emprendedor.

    ―Aquí estaré.

    Con una mirada impaciente al reloj, la señora volvió adentro.

    Yo también miré mi reloj. Demonios. Mi plan original para el día había incluido una tarde larga de entrenamiento. En vez de eso, me la había pasado perdiendo el tiempo hablando de pasto.

    Me dirigí hacia la casa y arranqué hacia mi habitación en la parte de arriba. Había un montón de pantalones cortos y suéteres limpios acomodados sobre mi cama. Me puse el equipo y bajé las escaleras corriendo. Un delicioso olor hizo que me detuviera en la puerta del garaje. Miré hacia la cocina.

    Mamá estaba frente a la estufa, lanzando queso a un sartén con brócoli cociéndose. Una olla de cocción lenta burbujeaba cerca.

    ―¿Estofado? ―Pregunté.

    Ella asintió.

    ―Con papas rostizadas.

    Mi segundo platillo casero favorito. Pero qué dilema... comida recién hecha o montar la bicicleta.

    ―¿A qué hora estará listo?

    ―Ya está ―dijo ella con una sonrisa pesarosa―. Pensé que ya habrías terminado con el entrenamiento.

    Yo también lo había pensado. Como no podía perder ni un día, la comida tendría que esperar.

    ―¿Podrías dejar mi parte en la olla para después? Agarraré una barra de proteína para salir del apuro.

    Su rostro se transformó.

    ―Está bien.

    La miré por un momento. Estaba más molesta de lo que habría esperado.

    ―¿Sucede algo?

    ―En realidad no ―me dio la espalda―. A lo mejor puedes sentarte conmigo mientras te comes la barra.

    No quería, pero no había manera de decirle que no.

    ―Claro, mamá.

    Para cuando ella se me unió, yo ya había terminado con la barra y miraba al reloj, obviamente.

    ―¿Mark?

    ―¿Ajá?

    ―¿Has sabido algo de tu hermana?

    Ah. Finalmente estábamos llegando al punto. Mamá quería discutir sobre Marissa.

    ―Estamos en contacto la mayoría del tiempo.

    ―No contesta el teléfono cuando le hablo ―la voz de mamá tembló.

    Aunque mi hermana se había mudado a Denver desde hacía tres semanas, seguía siendo el tema principal de conversación por aquí, justo como yo lo había predicho. Antes de irse, Marissa me apostó veinte dólares a que mamá iba a estar de lambiscona para el Día de los Caídos. Sabía que yo iba a ganar. Para mamá, el obsesionarse con mi hermana se había vuelto un estilo de vida. No iba a perder el hábito tan rápido.

    Mamá inclinó la cabeza sobre el estofado y lo empujó con un tenedor.

    ―¿Ha hecho amigos?

    ―Algunos.

    ―¿Ya se registró para las clases de verano?

    ―No.

    Mamá levantó la vista del plato, frunciendo el ceño.

    ―¿Por qué no?

    Marissa les había mentido a mis papás el por qué se había mudado a Colorado. Ella debía decirles la verdad.

    ―Le vas a tener que preguntar.

    ―¿Por qué no puedes decirme tú?

    ―Mamá, por favor.

    Ella pinchó un pedazo de carne.

    ―¿Puedo usar tu teléfono?

    ―No, mamá ―¿en serio me estaba pidiendo eso?―. Puede que funcione una vez, pero entonces Marissa dejará de hablar conmigo.

    ―Tienes razón. Perdón ―los ojos de mamá estaban húmedos.

    Era horrible verla llorar, especialmente en los días que llevaba rímel. Necesitaba ayuda.

    ―¿Cuándo volverá papá de San Francisco?

    Ella se limpió la nariz con una servilleta.

    ―En dos semanas.

    Eso apestaba. Si papá, el ingeniero, hubiera estado aquí, él hubiera escuchado las quejas de mamá sobre Marissa y entonces le hubiera explicado a lujo de detalle cómo superarlo. Como la solución de papá no estaba disponible, me encontraba varado hasta que regresara.

    A lo mejor necesitaba dirigir la conversación hacia un tema menos peligroso.

    ―¿Qué tal tu nuevo trabajo?

    ―¿Intentas distraerme?

    ―Sí.

    ―Está bien ―le puso un pedazo de mantequilla al brócoli―. El trabajo es pesado. Hay mucho que aprender.

    Mi madre se había cambiado de enfermería a asistencia en un centro de cuidados paliativos en la misma semana en que Marissa se mudó. El tiempo no había sido el indicado.

    ―¿Cómo qué?

    ―No intentamos salvar personas. Nuestra meta es mantenerlos cómodos; es una manera de pensar distinta. No esperaba que fuera tan difícil...

    Habló por un rato. Le preguntaba cosas cuando se detenía a masticar y de hecho presté atención a algo de las cosas que dijo, aunque también miraba al reloj.

    Papá nos rescató a ambos al llamar por teléfono. Mientras ella se paseaba alrededor a hablar, yo me dirigí al garaje.

    El retraso me iba a hacer cambiar la ruta. No podía entrenar tan lejos de casa cerca del anochecer. Convenientemente para mí, había un circuito aledaño a nuestro vecindario y que conectaba a Umstead Park, el parque estatal, con los otros caminos para peatones/bicicletas que llevaban a Raleigh. Tomaría el circuito hacia Umstead.

    Con el casco puesto, pedaleé mi bici por el patio trasero, a través de una reja de madera y hacia el amplio pavimento. No había nadie más afuera a la hora de la cena. Amaba el circuito así. Tranquilo, desierto. Sin gente o perros que esquivar. Era como si un túnel de árboles sombrío y fresco me perteneciera.

    A unos quinientos metros de casa, un camino terroso se bifurcaba del pavimento a un bosque denso de pinos. Di la vuelta en el sendero con baches, salté sobre un par de raíces y maniobré cuesta abajo hacia la orilla de Rocky Creek, el arroyo. Adelante, podía escuchar a la Cascada Susurrante, murmurando como si cayera desde un acantilado y hacia el arroyo poco profundo que había debajo. El peñasco tenía una inclinación estable, empinada, pero no intensa.

    No disminuí la velocidad mientras bajaba de la colina en picada. Había estudiado a otro ciclista, un chico con muchos finales de primer lugar, que atacaba inclinaciones como estas como si fuera a derribarlas. Iba a darle una oportunidad a dicha técnica.

    Pero al acercarme, una llanta se atoró en una roca y perdí el equilibrio.

    Está bien, eso no funcionó. Afortunadamente, había un montón de abono natural para amortiguar la caída.

    Intenté de nuevo y fui más lejos esta vez.

    ―Qué ridículo.

    Las palabras pasaron como un susurro, fueron tan delicadas que pudieron haber sido mi imaginación. Busqué a mi alrededor. ¿Había alguien mirándome? ¿Asumía que estaba siendo un idiota? No es como que me importara. Para entrenar en serio tenía que practicar habilidades como esta, lo que significaba que tenía que caerme y romperme el trasero de vez en cuando. Todo era parte del proceso. Solo que era irritante que alguien lo hubiera presenciado.

    Bajé la colina con la bicicleta y me detuve en las faldas. Rocky Creek hacía ruidos a unos metros de distancia, con rocas en él en diferentes espacios. Cuando era pequeño, me encantaba cruzar el arroyo saltando sin mojarme. Muy rara vez lo lograba.

    La cascada era lo mejor del circuito y no me refería solamente a los dos metros y medio de cortina de agua. También había una cueva, no muy alta o profunda, pero escalofriante, llena de rocas cubiertas de musgo. Un lugar grandioso para esconderse y relajarse y para estar completamente solo en medio de la ciudad.

    Algo se asomó cerca de la boca de la cueva, detrás de la cascada. Un rectángulo de ropa parecía brillar en la tenue luz.

    Una sombra vaciló y se movió. Era una chica como de mi edad. Estaba vestida con ropa rara: una blusa de manga larga café, una falda que le llegaba a los tobillos y un delantal fantasmagórico. Me miró a través de la sábana de agua de manera silenciosa y sin moverse.

    Supuse que era mi turno de hablar.

    ―¿Dijiste algo?

    Ella esperó antes de responder. Cuando habló, su voz tenía un tono bajo y era ronca.

    ―Está comportándose ridículamente. Si desea subir a la cima, entonces llegaría ahí más rápido si cargara su extraña máquina.

    Y ahí lo tenía, una interpretación completamente equivocada de una técnica perfectamente razonable. La necesidad de explicarlo era irresistible.

    ―No quiero llegar a la cima rápidamente. Quiero llegar ahí montando la bicicleta.

    Ella no mostró reacción, solo miraba con los grandes y oscuros ojos de su pálida y ovalada cara.

    Esto era estúpido. ¿Por qué no simplemente lo olvidaba? La luz del día estaba desapareciendo mientras yo la desperdiciaba tratando de intimidar con la mirada a una menonita.

    Después de asegurar la bicicleta en un árbol, salté de roca a roca a lo largo de la orilla del arroyo, deteniéndome en una que me mantenía cerca de la cascada sin mojarme.

    ―No dé un paso más o gritaré.

    Me detuve y la miré más detenidamente. La chica estaba de pie sobre una roca plana detrás de la cascada, solo a unos metros de distancia; su rostro no tenía expresión y tenía las manos hechas puño a sus costados. Yo era más alto que ella por una cabeza; era delgada pero no al grado de tener un desorden alimenticio y tenía cabello oscuro, oculto bajo un gorro. Sus dedos de los pies estaban desnudos y visibles debajo del dobladillo de su falda café.

    No pude evitar sonreír. Ella no tenía nada que temer.

    ―No grites, estás a salvo.

    ―¿En serio? ¿Por qué he de creerle?

    ―Para empezar, hay una bicicleta increíblemente cara por allá. No la voy a perder de vista.

    ―¿Una bicicleta? ¿Es así como usted llama a su extraña máquina?

    La chica estaba muy quieta. Su cara. Su cuerpo. Nada en ella se movía, a excepción de sus labios y ojos.

    ―¿Puedo hacerle una pregunta impertinente?

    ―Claro.

    ―Usted viste de la manera más inusual. ¿De dónde viene?

    Demonios, ella era muy rara. ¿Sus guardianes sabían en dónde se encontraba? En serio no debían dejarla vagar por ahí sola.

    ―Estaba a punto de preguntarte lo mismo.

    ―Usted es el extraño en el pueblo, no yo.

    ―Ajá ―¿Pueblo? ¿Con medio millón de personas?―. Nací y crecí en Raleigh.

    Ella levantó la barbilla. Era la primera reacción real que veía en ella.

    ―Usted no puede estar diciendo la verdad. Raleigh está a kilómetros de distancia y no existía cuando usted nació.

    ―¿De qué estás hablando? ―Me moví sobre las puntas de mis pies y miré el peñasco que había sobre ella, buscando alguna señal de otros raros en extraños vestuarios. Pero no vi a nadie.

    Un viento fresco se arremolinó a mi alrededor. Esto se estaba poniendo extraño, como si me hubiera metido en un set de un programa malo de reality, solo que no había cámaras grabando a la vista.

    ―Estamos en Raleigh ahora y la ciudad ha existido desde los 1700.

    ―Así es, desde 1794, para ser precisos. Hace dos años.

    CAPÍTULO 3

    Un estado de incertidumbre

    ¿Quién podía ser ese extraño bien parecido? ¿Y por qué me diría una mentira tan atroz?

    Tenía las manos suaves y ágiles de un caballero pero el cuerpo delgado de un peón. Hablaba como alguien de la clase alta, pero sus modales eran demasiado casuales. Ningún caballero real le hablaría directamente a una sirvienta.

    Su vestuario era aún más misterioso. Llevaba una camisa hecha de tela verde, suave y entallada contra su pecho. Su sombrero parecía un plato hondo quebrado. Unos pantalones brillosos y negros se detenían por encima de sus rodillas y no llevaba medias. Nunca había visto a un hombre con las piernas descubiertas. Era demasiado interesante como para que me diera vergüenza adecuadamente.

    ―Esto es de locos ―sus ojos se entrecerraron como rendijas―. ¿Quién eres?

    No pude ver razón para esconder mi nombre.

    ―Susanna Marsh.

    ―¿Qué año crees que es?

    ¿Creer? ¿Esperaba que inventara una respuesta?

    ―Es 1796.

    Él miró hacia el agua, con el rostro tenso.

    ―¿Quién es el presidente?

    ―El señor Washington ―sus preguntas me ofendían. Tal vez vivía en un pueblo, pero eso no significaba que fuera ajena al mundo exterior―. ¿Y usted, señor? ¿Cuál es su nombre?

    ―Mark Lewis.

    ―¿A qué ha venido a Worthville?

    ―¿Worthville? ―Su mirada se dirigió a la mía―. ¿Es esto una broma?

    ―¿Una broma? ―En verdad esta era una conversación extraordinaria. ¿Es que era inestable? La inquietud se abrió paso a través de mi cuerpo. Estaba sola y lejos de la casa de mi amo; nadie me escucharía gritar. Miré por encima del hombro y calculé mi distancia al barranco detrás de mí. Si el joven estaba loco, si fuera a saltar a la cueva conmigo, ¿qué tan rápido podría escalar al peñasco de arriba?―. He respondido sus preguntas con sinceridad. ¿Qué parte es la que toma como broma?

    No es 1796 ―dijo entre dientes, como si yo me estuviera burlando de él.

    ―¿Qué año cree usted que es?

    ―Nada cercano a 1796.

    Miró el puente de rocas que conectaba ambos lados del arroyo y que pasaba detrás de la cascada. Él saltó a una primera roca, luego a la segunda y a una tercera. Desapareció. Me preparé para huir, esperando que emergiera a mi lado de la cortina de agua, pero no llegó.

    Él se dejó ver de nuevo, con los ojos abiertos de par en par.

    ―¿A dónde fuiste tan rápido?

    ―No me he movido.

    ―Esto es en serio raro ―se desvaneció de nuevo al dar un paso de costado y luego reapareció instantáneamente―. ¿En serio no te estás moviendo?

    ―Lo prometo.

    ―Eso es todo ―se quitó el extraño plato que llevaba por sombrero, lo puso en una saliente seca y volvió a encararme―. Iré para allá ―se agachó, listo para saltar.

    Me hice hacia atrás, me tambaleé con las enaguas del vestido y aterricé con un gran ruido sordo. El miedo llegó como un latigazo, invadiendo mis extremidades con apremio. Me puse sobre las rodillas, gateé para ponerme de pie, y me agarré al barranco, con mis dedos torpemente buscando sostenerse.

    Los segundos pasaron, pero ninguna mano tiró de mí al suelo de la cueva. Hice una pausa para ver sobre mi hombro y me detuve, impresionada por la escena detrás de mí.

    El joven no había traspasado la cascada. En vez de eso, el agua se curveó, envolviéndolo en una capa de cristal y estaba regresándolo gentilmente a su roca. Era imposible, pero hermoso de contemplar.

    ―Demonios ―parpadeé ante el fuerte vocabulario. Me había olvidado por un momento; su mirada trazaba la cascada de arriba a abajo. Saltó de nuevo, con un esfuerzo excesivo solo para cosechar el mismo resultado milagroso.

    Frunció el entrecejo al ver el agua, haciendo sobresalir su barbilla, le dio un puñetazo, pero no la traspasó.

    ―¿Qué está pasando? ―Incluso aunque fue un murmullo, las palabras salieron claramente.

    Olvidando el temor, regresé a mi roca favorita y me quedé de pie a una distancia respetuosa de la fuerza del agua. La cascada era diferente de alguna manera, deslumbrante.

    La fascinación me hizo dar un paso más y luego otro. Cuando los dedos de mis pies llegaron al borde de la roca, miré hacia abajo y vacilé. La cascada golpeaba a las piedras de abajo y se formaba espuma en el arroyo.

    ¿Me atrevería?

    El joven me miró, el desafío se asomaba en el arco de su ceja. ¿Encontraba mi precaución infantil? No me gustaba esa posibilidad. Me puse derecha y me estiré hacia adelante hasta que mi mano atravesó la corriente. El agua brilló sobre las puntas de mis dedos y sin embargo permanecían secas. Cuando retiré la mano, el guante brilloso desapareció.

    Era tan placentero que ignoré al joven y a las piedras y a la espuma. Jugué con la corriente, maravillándome mientras esta se enroscaba sobre mis dedos extendidos como listones finos de seda.

    El señor Lewis levantó su mano lentamente y la extendió sobre la mía. Palma con palma, dedos con dedos.

    Me estremecí de gusto. Era de lo más impropio para ambos en tocarnos de esta manera y sin embargo, no rompí el contacto. Las personas nunca me tocaban porque quisieran. Bueno, en realidad eso no era correcto. Me agarraban, me daban codazos o me empujaban. ¿Pero una caricia? Nunca. Era atractivo.

    Él ofreció su otra mano y también la toqué, vacilante al principio y luego con gran curiosidad, cautivada por su calidez. Nos tocamos a través de una barrera brillosa... una barrera de agua sedosa que no mojaba.

    ―¿De dónde es usted? ―Pregunté.

    ―Soy del siglo veintiuno.

    Las palabras hicieron eco en mis oídos. ¿El siglo veintiuno? Eso no podía ser. Él lo había dicho mal, o yo no había escuchado bien, o...

    Retiré mis manos.

    ―¿A qué se refiere?

    ―Si en serio vives en 1796, yo no habré nacido sino hasta en doscientos años.

    ¿Doscientos años?

    Me hice hacia atrás hasta que la pared de roca detuvo mi avance. Todo era una mala broma a mi costa, ya que lo que había dicho era imposible, y yo no quería que el señor Lewis fuera un mentiroso.

    ―Está bromeando.

    ―No, no lo estoy ―él hizo una seña hacia atrás―. ¿Ves esa máquina rara? Las bicicletas se inventaron alrededor de 1820.

    ―No puede ser ―negué con la cabeza con énfasis.

    ―Estoy de acuerdo. No tiene sentido.

    El señor Worth había hecho retumbar palabras similares desde el púlpito el domingo. Lo que no tiene sentido debe provenir de Satanás.

    ¿Podría la afirmación del señor Worth explicar a este joven hombre? No quería creerlo. El señor Mark Lewis era amable, demasiado amable, demasiado desconcertado para ser un demonio. Pero, ¿qué otra explicación podría haber?

    A lo mejor había comido pollo echado a perder. Sí, esa debía ser la causa de este increíble sueño. Estaba enferma o exhausta. Necesitaba descansar.

    ―Es hora de que me marche ―busqué grietas en el barranco que me sirvieran como peldaños en mi escalera de piedra y me impulsé con fuerza hacia el pedazo de tierra que ocultaba la entrada a mi refugio.

    ―Espera.

    Seguí adelante, ignorando la voz aterciopelada del demonio de mi mente. Avancé rápidamente entre el alto pasto y luego me interné en el bosque oscuro hacia la casa de mi amo.

    Detrás de mí, la cascada susurraba: regresa.

    ––––––––

    Los Pratt siempre se retiraban al anochecer. Las velas eran un lujo que a mi amo no se molestaba en gastar.

    La casa había quedado en silencio, a excepción de los arañazos de las ardillas sobre los gabletes. Subí las estrechas escaleras hacia el ático, me dejé solo la camisola de lino y gateé hacia un colchón de paja en mi pequeño rincón debajo de los aleros.

    Pero el sueño me evadía. Los recuerdos del extraño atormentaban mis pensamientos. Por todos los cielos, había sido espléndido; su cabello era del café más profundo y sus ojos eran color ámbar, como la más rica miel. ¿Cómo podía el demonio tener un rostro tan encantador o un comportamiento tan cálido?

    La imagen de su sonrisa se desvaneció en la oscuridad del ático y me dejó en un estado de incertidumbre. Claro, el demonio podía ser atractivo. ¿Qué mejor manera de engañar?

    Quedé sobre mi espalda y me moví para quedar cómoda. Sobre mí, el techo se inclinaba de forma pronunciada. Me estiré e hice de lado a una tabla suelta. El aire fresco fluyó, haciéndome cosquillas con su esencia a madreselva. Las blancas estrellas se asomaban en la tela negra del cielo nocturno.

    Regresa.

    ¿La cascada me había hablado? ¿O había sido él?

    ¿Podía alguien en serio hablar a través de los siglos?

    Y si así era, ¿por qué era yo la que podía escuchar?

    A lo mejor nuestro encuentro había sido un engaño. Solomon Worth pudo haber planeado dicho acto. Cuando rechacé su propuesta de matrimonio el año anterior, había echado llamaradas con furia y proclamó que mi ingratitud ante la honrosa propuesta debía ser seguramente una señal de locura. ¿Buscó la manera de hacerme dudar de mis sentidos? ¿Solomon había contratado al extraño para conseguir venganza?

    Esperaba que no. Mark Lewis me intrigaba. Él habló de cosas que iban a ocurrir y quería que fuera real.

    Un bostezo interrumpió mis contemplaciones. El amanecer se acercaba cada vez más. Necesitaba levantarme antes que la familia para servir el desayuno, ya que no habría avena o pan esperándolos si no me dormía pronto.

    La tabla suelta volvió a su lugar, bloqueando al cielo nocturno y a la brisa. Sonreí al eco vacío de mi espacio debajo de los aleros y recé para tener dulces sueños.

    CAPÍTULO 4

    Chicas y bicicletas

    No había terminado con el entrenamiento que tenía en mente esa noche,

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