Casi un príncipe
Por Maureen Child
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Cuanto más lo miraba a sus ojos azules, más difícil le resultaba no hacer caso a las necesidades que llevaba tanto tiempo negándose a sí misma. Unas necesidades que solo el hombre adecuado podía satisfacer...
Maureen Child
Maureen Child is the author of more than 130 romance novels and novellas that routinely appear on bestseller lists and have won numerous awards, including the National Reader's Choice Award. A seven-time nominee for the prestigous RITA award from Romance Writers of America, one of her books was made into a CBS-TV movie called THE SOUL COLLECTER. Maureen recently moved from California to the mountains of Utah and is trying to get used to snow.
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Casi un príncipe - Maureen Child
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Maureen Child
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Casi un príncipe, n.º 1075 - septiembre 2018
Título original: Prince Charming in Dress Blues
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-663-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
–De acuerdo –dijo Annie Foster en voz alta–. Después de todo, puede que no fuera tan buena idea.
El viento se llevó sus palabras y las arrojó contra el bosque que la circundaba. Unos copos de nieve arrastrados por aquel mismo viento rozaron su rostro con dedos helados. Parpadeó y echó atrás la cabeza para mirar al cielo, pero no vio estrellas; tan solo una enorme extensión negra de la que no dejaba de caer nieve.
Un destello de ansiedad encogió la boca de su estómago y, como respondiendo a aquella reacción, el bebé que llevaba dentro le dio una fuerte patada.
–Hey –dijo ella, y se detuvo el tiempo suficiente para acariciarse el vientre–. Estoy de tu lado, ¿recuerdas?
Un golpe de aire helado la impulsó a seguir caminando con precaución hacia la cabaña. Lo último que necesitaba era caer en la nieve. Con el centro de gravedad tan bajo, quedaría tumbada como una tortuga boca arriba, incapaz de darse la vuelta. Al llegar la primavera, algún inesperado caminante encontraría su cuerpo helado y ella saldría en los titulares. Mujer muy Embarazada Cae y no Logra Levantarse.
Rio brevemente al pensar aquel posible titular y siguió avanzando. A partir de aquel momento solo pudo pensar en el calor del interior de la casa, en escapar del viento frío y la nieve, que no había dejado de volverse más densa durante la última hora. ¿Quién habría imaginado que podría llegar a nevar así en el sur de California? De acuerdo, eran las montañas del sur de California, pero era muy poco habitual que hiciera aquel tiempo. ¿Quién se preocupaba por las tormentas de nieve en un estado en el que una sudadera era considerada un abrigo de invierno?
Se detuvo al pie de la escalera que llevaba al porche y ladeó la cabeza para escuchar. Un golpeteo firme y rítmico sonaba mezclado con el ulular del viento. Como si se tratara de los latidos del corazón del gigante de las nieves, el sonido parecía llegar de todas partes y de ninguna. La rodeaba, y Annie giró lentamente en círculo y miró atentamente el linde del bosque. Pero no había nada. Solo la nieve revoloteando y la sombra de los árboles mecidos por el viento.
Se estremeció y se sujetó a la barandilla con una mano mientras sostenía su maleta en la otra. Una punzada recorrió su espalda mientras subía las escaleras, pero apenas la afectó. A fin de cuentas, ya llevaba ocho meses embarazada y estaba acostumbrada a ellas.
–El embarazo no es para los flojos –murmuró.
El bebé debía haber crecido mucho durante los pasados días. El vientre de Annie parecía haber adquirido vida propia. Se sentía como si cargara con un pequeño planeta. Se detuvo a mitad de las escaleras para tomar aliento y arquear la espalda. Luego siguió avanzando, cruzó el porche, abrió la puerta y entró en la cabaña. El calorcito que la acogió casi la hizo llorar de placer.
–Gracias, Lisa –murmuró agradecida a la amiga que le había dejado la cabaña para el fin de semana. Debía haber llamado a alguien para que fuera a encender la calefacción antes de su llegada–. Eres una verdadera amiga.
Habría dejado con sumo placer la maleta plantada en medio del cuarto de estar, pero era una firme creyente del dicho «un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio». Además, si la dejaba tendría que moverla más tarde. Más le valía dejar el asunto zanjado cuanto antes.
Avanzaba por el pasillo cuando volvió a sentir una punzada, pero más fuerte que la anterior. Hizo una mueca de dolor mientras entraba en el dormitorio. Miró con nostalgia la cama de matrimonio, cubierta con una colcha y montones de almohadones de variados colores. Parecía atraerla, ofreciéndole un lugar acogedor en el que echar una siesta. De pronto, Annie solo fue capaz de pensar en dejarse caer en ella.
Había querido que aquel fin de semana fuera un periodo de tranquilidad. Dos días para ella sola. Para pensar. Para trabajar. Para mentalizarse ante la proximidad del parto.
Cada músculo de su cuerpo gritaba de fatiga. Había pasado los seis meses anteriores en un frenesí, preparándose para el bebé que llegaba, tratando de hacerse a la idea de que iba a ser una madre soltera, de olvidar al padre del bebé y pensar en él solo como un generoso donante de esperma.
Pues, en el fondo, eso era todo lo que había sido. Mike Sinclair. Un hombre con un millón de promesas y un millón y medio de excusas para romperlas. Pero no había sabido ver a tiempo cómo era. Había tenido los ojos llenos de estrellas que le habían impedido ver la realidad. Creyó que era «él». El amor de su vida. El hombre con el que se casaría. De manera que había devuelto su carnet al club de Vírgenes Anónimas y se había acostado con él. Unas semanas después descubrió que estaba embarazada. Cuando se lo dijo a Mike… descubrió lo rápido que podía llegar a correr un hombre.
–Así que fue un error –dijo, y apartó su mente del atractivo Mike para centrarse en su bebé–. Al menos te dejó a ti de regalo, y siempre le estaré agradecida por ello. Sin embargo –continuó con un suspiro–, he de reconocer que haces que mamá se canse mucho.
Dejó la maleta junto a una antigua cómoda de caoba y fue a sentarse al borde de la cama. Se inclinó patosamente para tratar de desabrocharse los zapatos. Lo logró con el derecho, pero tuvo que renunciar al izquierdo. Se tumbó y se prometió lavar la colcha de Lisa antes de irse. Cerró los ojos y se quedó dormida a pesar del dolor de espalda. Tenía veintisiete años y se sentía como si tuviera noventa.
El sargento de artillería John Paretti alzó el hacha y la dejó caer con un golpe seco sobre el tronco que tenía en el tocón. La hoja del hacha se hundió en la madera y prácticamente cortó el tronco en dos pedazos. Los separó con las manos enguantadas y siguió partiendo los trozos antes de agacharse a recogerlos para arrojarlos sobre el montón que ya había cortado.
Por el aspecto de la tormenta que se avecinaba iba a necesitar toda la leña posible. Echó la cabeza atrás y contempló el espeso manto de nieve que cubría la tierra y los árboles que lo rodeaban. Empujada por un viento helado, la tormenta había llegado a gran velocidad.
–Debería haberlo supuesto –refunfuñó mientras ponía otro tronco sobre el tocón. Debería haber ido a la casa de la playa a pensar. No muy lejos, el sol de febrero brillaba en toda su plenitud y los turistas paseaban por la playa en bañador y sandalias. Sin embargo, él había tenido que vestirse como un esquimal y estaba cortando leña a toda prisa para combatir la ventisca.
–Esto solo pasa en California –murmuró mientras volvía a alzar el hacha.
Llevaba una hora cortando leña, aunque lo más probable era que no llegara a necesitar aquella leña extra. Cuando el sargento Pete Jackson le había dejado la cabaña le había dicho que había un montón de leña listo y esperándolo. Y era cierto. Pero entre la inesperada tormenta y la necesidad de John de liberarse de parte de su frustración haciendo ejercicio, había decidido cortar más.
Estaba allí a causa de la última conversación telefónica que había mantenido con su padre. La repasó mentalmente mientras seguía cortando leña.
–Tus hermanos están casados –dijo Dominick Paretti–. No piensan dejar el cuerpo, así que todo depende de ti.
John movió la cabeza. Habían mantenido aquella misma conversación una docena de veces. Su padre no había parado de intentar convencer a sus hijos para que se unieran a él desde que había dejado los marines para poner en marcha un pequeño negocio que había llegado a convertirse en la Empresa de Ordenadores Paretti. Pero, a diferencia de