Un adagio para Anabel
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¿Qué oculta realmente el doctor Soto?
Alejandro Soto, un joven médico croata, se instala en una mansión colosal junto a su esposa Inga, muy cerca de los Lagos de Plitvice. Dedicado a su carrera y a su matrimonio, no le pide más a la vida, pero cuando Inga muere inesperadamente, obligándolo a enfrentar su dolor y la existencia de un hijo a quien no ama, Alejandro termina convirtiéndose en un hombre amargado y decepcionado de la vida.
Su tristeza lo impulsa a refugiarse de lleno en su profesión, dando así paso a una obsesión peligrosa que le procurará la indiferencia de su hijo, David, y el desprecio de Anabel, su hija adoptiva. Adorada por todos, especialmente por David, Anabel no puede presagiar lo inevitable: el descubrimiento del gran secreto de su padre, tras el cual David se marchará de la casa.
No será hasta la llegada de un extraño, muchos años después, que Anabel decidirá contar su historia con la esperanza de traer de vuelta a David y apacentar los fantasmas de un pasado que bien podría destruirles la vida o unirlos para siempre.
Nataly Tatiana Hall
Nataly Tatiana Hall nació en Cuba y a los trece años se trasladó a los Estados Unidos, donde cursó estudios de Historia del Arte. Un adagio para Anabel es su primera novela, inspirada en un sueño que tuvo cuando tenía diecinueve años y en las partituras de piano de su bisabuela. Nataly Hall disfruta pintando durante sus ratos libres. Reside en Michigan, con su esposo. Actualmente, se encuentra escribiendo su segundo proyecto literario: una novela sobre la época colonial en Cuba.
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Un adagio para Anabel - Nataly Tatiana Hall
Un adagio para Anabel
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417813031
ISBN eBook: 9788417772444
© del texto:
Nataly Tatiana Hall
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Para mi madre,
con cariño de su hija Nataly.
Capítulo 1
Alan Horvat llega a Lika
1930
Mi nombre es Alan Horvat. Acababa de embarcarme en el viaje más largo de mi vida. El tren estaba repleto de pasajeros y niños que corrían de un lado a otro. Podía oler los aromas de té y de café que se iban mezclando en la atmósfera mientras no dejaba de mirar mi reloj de bolsillo. Me sentía ansioso y mi frente no dejaba de sudar. Siempre me pasa cuando viajo en tren. Por la ventanilla veía las ciudades croatas, con sus casas y mercados repletos de mariscos y ostras.
Me esperaban muchas horas de viaje, y ello aumentaba mi nerviosismo. Aunque debía estar acostumbrado a desplazarme en tren, porque soy médico y en muchas ocasiones iba de una ciudad a otra para atender a pacientes, odiaba los viajes largos que parece que no van a acabar nunca.
Aquel viaje, sin embargo, no estaba relacionado con trabajo, sino con unas merecidas vacaciones que había estado postergando desde hacía mucho. Mi destino: una residencia próxima a la mansión del doctor Soto, en Plitvice, un mundo escondido de cascadas en el corazón de Lika. Había oído maravillas de ese lugar y me pareció el mejor sitio para descansar la mente y encontrarme a mí mismo.
Miré mi reloj de bolsillo nuevamente. Faltaban todavía varias horas para llegar a mi destino, así que abrí mi maleta y saqué uno de los libros que había llevado conmigo. Hasta ahora, en mi vida, solo había habido espacio para dos grandes pasiones: la medicina y la lectura.
Leí tranquilamente durante horas, aunque al principio me costó concentrarme, pero de repente las voces de los niños del vagón se volvieron insoportables, y uno de ellos incluso comenzó a lloriquear, hasta que, al cabo de un rato, de pronto todos se calmaron. Levanté la vista con curiosidad. Era la hora de la merienda y los camareros estaban deambulando por los pasillos con sus carritos, así que, por suerte, los niños se tranquilizaron y dejaron de gritar gracias a unos caramelos milagrosos que les compró su madre, y yo pude continuar con mi lectura.
Volvía a adentrarme en la historia de la novela cuando me interrumpió una camarera.
—Buenas tardes, señor. ¿Le apetece tomar algo?
Me detuve a observar su carrito y me decidí por un chocolate caliente. Era justamente lo que necesitaba para combatir el frío. Mientras me lo bebía, observé una vez más el paisaje por la ventanilla. Todo parecía gris y oscuro. La nieve seguía cayendo a borbotones y parecía que no se detendría.
—¿Va muy lejos? —me preguntó la anciana que tenía al lado.
—Un poco —contesté, aunque lo último que deseaba era entablar una conversación con una extraña.
—¿Cuál es su destino final?
Como no quería ser mal educado, cerré el libro.
—Me dirijo a Lika, a Plitvice —dije.
El rostro de la mujer cambió. Sus facciones se deformaron y creí ver en sus ojos preocupación y terror.
—Tenga mucho cuidado, joven. Esas tierras están malditas. En especial, la mansión del doctor Soto.
—Me temo que no comprendo a lo que se refiere —dije, con la esperanza de que me contara más.
—Trabajé como criada en la mansión del doctor Soto hace mucho tiempo y le aseguro que no pienso volver allí jamás. En esa casa, la oscuridad no tenía fin, era verdaderamente asfixiante. Por eso me fui. He pasado allí los peores inviernos de mi vida… Era terrorífico cuando el viento rompía contra los ladrillos rojos de la fachada. En esas tierras, las tormentas de nieve son constantes. Uno se siente olvidado por el resto del mundo.
No acostumbro a creer lo que me dice cualquier extraño, y aquella vez no fue diferente. Se trataba de una anciana, y quizá se hubiera inventado toda esa historia para aterrorizarme. Pero no me importaba, yo estaba decidido a llegar a Plitvice; nada me lo impediría, y mucho menos historias de miedo y cuentos de abuelas.
La señora no dijo nada más, como si me hubiera leído el pensamiento. Abrí nuevamente mi libro y continué leyendo. Cuando volví a levantar la vista, ya era de noche y nos acercábamos a Lika.
A lo lejos se oían los aullidos de lobos, provenientes de los bosques, y sentí que se me erizaba la piel. Miré el reloj una vez más. Solo faltaban quince minutos para llegar a la estación y mis nervios comenzaban a desaparecer. Muy pronto cesaría el ruido ensordecedor del tren que tantas náuseas me daba. Sonreí para mis adentros y tomé mi maleta dispuesto a salir del compartimento, pero en ese momento la anciana me agarró por el brazo y me dijo casi en un susurro:
—Tenga cuidado, joven. Las paredes de esa mansión están llenas de secretos que ansían ser descubiertos.
Asentí con la cabeza, no quería ser descortés, y me despedí de ella.
Ya podía sentir la algarabía del resto de los pasajeros. La estación, a pesar de la hora, rebosaba de gente. Cuando el tren, finalmente, se detuvo y pude bajar, me invadió un sinfín de olores y colores: un niño sujetaba unos globos, pasajeros nuevos subían al tren, un anciano se despedía de sus nietos... Era de noche, pero Lika estaba todavía despierta. Miré mi reloj y comencé a buscar al hombre que debía llevarme a la casa donde me hospedaría las siguientes siete semanas.
Como no lo vi, me sentí un poco incómodo, pero decidí armarme de paciencia y esperar a que apareciera. Pasados treinta minutos, aún no había venido nadie a buscarme y mis piernas comenzaban a fallarme. Además, tenía hambre y sueño, así que me cobijé en la estación a esperar a que ese hombre, un tal señor Kovac, llegara. Trabajaba como mayordomo en la casa en la que iba a pasar mis vacaciones.
Como me sentía desanimado y tenía mucho frío, intenté distraerme con un libro, pero no lo conseguí. Las palabras de la anciana acudían a mi pensamiento como un mal presagio: «Trabajé como criada en la mansión del doctor Soto hace mucho tiempo y le aseguro que no pienso volver allí jamás. En esa casa, la oscuridad no tenía fin, era verdaderamente asfixiante. Por eso me fui. He pasado allí los peores inviernos de mi vida… Era terrorífico cuando el viento rompía contra los ladrillos rojos de la fachada. En esas tierras, las tormentas de nieve son constantes. Uno se siente olvidado por el resto del mundo».
El tren se había ido ya y, tras su partida, la estación se iba quedando vacía poco a poco. Empecé a creer que me habían olvidado. Saqué un trozo de queso de la maleta y lo devoré rápidamente. Solo quedábamos dos personas en la estación: un niño que vendía periódicos y yo. El pequeño, descalzo y con la ropa rota, me dio pena y al instante me arrepentí de no haberlo visto antes, pues hubiera compartido mi queso con él. Lo invité a que se sentara conmigo y aceptó.
—Ya es muy tarde. ¿Por qué no te vas a casa? Te pondrás enfermo con este frío —dije.
—Vivo en la estación —contestó él, avergonzado.
—¿Y tus padres?
—Han muerto, señor.
—¿Cómo te llamas?
—Iván —me respondió, esperando que le comprara un periódico—. También es muy tarde para usted y también podría ponerse enfermo con este frío.
La viveza del niño me hizo sonreír.
—Espero a alguien que me llevará a Plitvice —le expliqué.
—¿A Plitvice?, ¿donde está la mansión del doctor Soto?
Su respuesta, unida a su gran curiosidad, me puso en alerta y trajo a mi mente las palabras de la anciana