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La memoria del olvido
La memoria del olvido
La memoria del olvido
Libro electrónico480 páginas6 horas

La memoria del olvido

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Olvidar algunos recuerdos y recordar algunos olvidos.

En esta obra, los acontecimientos navegan entre las dos caras del progreso: la de la corrupción generalizada y la de la huella indeleble de un amor que sobrevive después de su colapso inicial.

Se trata de la imagen retrospectiva a un doble recuerdo imborrable: el del escenario gris de un país tras un conflicto civil, junto al dolor sombrío, que un suceso de un poder colosal y centro de los avatares de los protagonistas provoca en unas humildes gentes de vida apacible.

Es el retrato de una generación que hereda las ruinas de una guerra y pronto los escombros de una dictadura, a través de personajes que intentan abrirse paso fuera de convencionalismos e imposiciones, con la vida política en la intimidad de las familias.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 mar 2021
ISBN9788418722622
La memoria del olvido
Autor

José Luis Ferreiro Cadahía

José Luis Ferreiro Cadahía (Lugo, 1971). Tras una primera incursión literaria con El mundo está loco, loco, loco, el autor hace un giro desde la comedia al drama con su obra de narrativa histórica La memoria del olvido, en la que sin pretender ser juez ahonda en los duros años de la historia reciente de nuestro país desde la vida de sus personajes. Mezclando la desmemoria por los años transcurridos con la forzada por una gran obra de ingeniería, con el fin de reconstruir el sentido de pertenencia y las raíces familiares de las que proceden. Se deben olvidar algunos recuerdos, pero también recordar algunos olvidos, al igual que se ha mezclado la desmemoria por algunos hechos con la de uno de los personajes.

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    La memoria del olvido - José Luis Ferreiro Cadahía

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    La memoria

    del olvido

    José Luis Ferreiro Cadahía

    La memoria del olvido

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418722097

    ISBN eBook: 9788418722622

    © del texto:

    José Luis Ferreiro Cadahía

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja

    Proverbio italiano

    La línea 14 de las 15:30 avanza puntual desde la plaza de Pablo Iglesias haciéndose un hueco entre el bullicioso tráfico. Todavía medio vacío, va describiendo su invariable travesía lejos de la parte vieja y las céntricas zonas monumentales. Un trillado circuito por el laberinto urbano, en el que sencillas construcciones con cubiertas de teja, languidecen ahogadas a la sombra de modernos hoteles, suntuosos edificios de fachada de cristal y enormes bloques residenciales agujereados de ventanas, que engullen hasta los barrios más modestos que antaño formaron los suburbios de la ciudad.

    Una veintena de pasajeros anónimos viajan distribuidos según la disposición de los asientos, los restantes de pie, balanceándose sujetos de una mano a las asas y barras del techo. Tras una frenada imprevista, alguien que estaba dormitante resucita momentáneamente, para luego volver a dejarse mecer, por los mansos movimientos que reproduce el conductor experimentado. Mientras dura el recorrido, muchos se entretienen trazando una rápida mirada a cuanto ofrecen los ventanales que no es más que, una sucesión de imágenes vertiginosas que solo permiten percibir el paisaje sin contemplarlo, otros embebidos en las pantallas de sus teléfonos o ensimismados en la música de las ondas y algunos obligados a contemplarse, aunque evitando cruzarse con la mirada. Una mujer que viaja acompañada, lo hace en recuerdos de un ayer de varias décadas atrás. Sus manos sujetan un neceser de viaje que agarra con firmeza, como si le supusiera una elevada carga o una gran responsabilidad.

    Del brazo, lleva a una jovencita que viste una cazadora de cuero de estilo rockero, una minifalda con medias de rejilla y unas botas militares.

    Tras doblar en la calle Manuel Azaña, el autobús enfila hacia su última parada y allí dejará a estas dos ocupantes.

    —Es la primera vez que subo hasta el parque de San Pedro —dijo la joven mientras ascendían por la arenosa senda.

    —Antes de ser un parque, no había mucho que ver en este monte, salvo los imperecederos cañones que recuerdan el pasado militar.

    —Y ¿Por qué hemos venido hasta este lugar para esparcir las cenizas de la abuela?

    —Se trata del espacio abierto más elevado de la ciudad —razonó la mujer.

    —¡Ah, vale! —respondió brevemente para seguir mascando su chicle.

    —La verdad, es que se ha transformado en una magnífica área de esparcimiento y hasta sería una buena zona para hacer deporte si no quedase tan alejada.

    —Pues tampoco tiene sentido llegar en coche para después ir a caminar. De venir, hacerlo también a pie.

    —Esto lo viene a decir alguien que nunca se ha puesto unas zapatillas deportivas.

    —Que hagan deporte los obesos y los que se entrenan para algo. Yo soy joven y no me incluyo en ninguno de los dos grupos.

    —El deporte ahora más necesario que nunca, siendo la mayor parte de los trabajos sedentarios y los desplazamientos a motor, además, te mantiene en forma y mejora tu ánimo.

    —Buen intento por tu parte sin embargo, no hay placer mayor que el del sofá y de paso, previene de lesiones.

    —Es un desperdicio tirar tantos miles de años de evolución en algo así.

    — ¡Uy! ¡Qué olor a verde más rico! Me chifla el olor de la hierba recién cortada; lo mismo que el de la tierra húmeda.

    —Bueno, al menos parece que no has roto del todo el vínculo con la naturaleza.

    —Espero que no falte mucho para la cima, porque me sudan hasta los piercings.

    —No, tranquila; ya casi estamos.

    —¡Caray! Esto es como un mirador de la ciudad —exclamó al rato.

    —Sí que lo es. Desde este montículo bastará con abrir la urna y el viento se llevará las cenizas c como el polvo que son.

    —Corre un vientecillo fresco que incluso resulta agradable en esta calurosa tarde.

    —Con ella se va otra generación en la familia —declaró mientras abría el neceser y extraía de él una urna metálica con forma de cilindro.

    —Tienes razón mamá. Se ha muerto la abuela y con ella parte de lo que somos.

    —No se ve a nadie por los alrededores, así que ha llegado el momento de dejarla ir ¡Adiós mamá! —dijo la mujer dando pequeñas sacudidas al vaso abierto mientras el finísimo polvo se dispersaba al instante.

    —¡Adiós abuela! —acompañó la joven levantando la vista hacia el cielo azul sobre el que flotaban algunas nubes algodonadas.

    —Adiós para siempre. Con ella también quedarán en la penumbra los lejanos recuerdos de la dictadura.

    —Sí, cada vez quedan menos testimonios vivos de aquello. Yo mismamente nací justo en el año de la Constitución, lo que también ayuda a olvidar.

    —Es bueno olvidar el rencor aunque no los hechos ¿Te apetece ahora que nos sentemos un rato? —preguntó guardando de nuevo la urna en el neceser.

    —¡Sí! Estaba a punto de pedírtelo.

    —Gracias. Pues ahí mismo, al pie de esa roca.

    —Ya sabes que hoy mi tarde es la tuya —respondió pegándose a ella.

    —Necesitaba de un momento en calma y qué mejor sosiego que el regalado por este entorno.

    —Impresionan las espectaculares dimensiones de los cañones, incluso dan miedo ¿De cuándo dices que son? —rompió el silencio tras unos instantes contemplando el lugar hasta sus límites con el océano.

    —Estas baterías son de cuando nació la abuela o puede que incluso de un poco antes; no estoy segura.

    —Pues yo no recuerdo que se hayan disparado en algún momento.

    —¡Cierto! La última vez que lo hicieron fue un año antes de nacer tú.

    —Pero no sería contra ningún objetivo enemigo...

    —¡No a Dios gracias! Incluso me atrevo a decir que afortunadamente, nunca lo hicieron con fines militares.

    —¡Pues vaya compra más tonta!

    —Que nosotras no hayamos sido testigos de ninguna guerra, es un bien que no conviene olvidar. Y para prevenirse de otra, es bueno hacerlo con los símbolos creados en memoria de la última. Desde aquí mismo podemos divisar uno ¡Fíjate! está a los pies de la torre de Hércules. En el mismo parque de la torre, sobre una zona a la que llaman campo de la Rata, colocaron unos conjuntos escultóricos dedicados a los fusilados en la Guerra Civil.

    —¡Ah, sí! Son esas piedras levantadas al estilo de Stonehenge.

    —Sí, las mismas.

    —Y ese campo ¿Era antes un basurero? ... Lo digo por lo de las ratas —dijo intentando provocar una sonrisa.

    —No, donde había un basurero era muy cerca de aquí y estaba en dirección al barrio de O Portiño. Se conocía como el vertedero de Bens y tuvo que ser una tragedia la que terminara con su existencia. Los menhires se levantaron muy cerca de donde antiguamente existió una construcción militar en la que fueron fusilados presos republicanos y de izquierdas y a muy pocos metros está La Casa de las Palabras, que antiguamente fue un cementerio moro.

    —¿La ciudad tuvo influencia musulmana? … Que yo recuerde, los españoles siempre luchamos contra los moros y además, ¿Qué tienen que ver los moros en un conflicto interno de nuestro país?

    —El ejército de Franco tuvo tropas marroquíes.

    —¡Ah, sí! La guardia mora.

    —No, eso era una guardia de honor. Parece que muchos de vosotros, además de solo conocer las zonas bonitas de la ciudad y las de ocio juvenil, solo habéis estudiado los años impares de la historia.

    —¡Gracias que te tengo a ti mamá!

    —De ahí la importancia de incorporar testimonios. Como te dije, se trata de un cementerio y se inauguró, como símbolo de diálogo entre civilizaciones.

    —Diálogo... Esa palabra tan recurrida y de la que todos huyen más de una vez.

    —Fue en la época de la abuela donde se fraguaron muchos cambios sociales que ahora nos parecen actuales. Conceptos como el ecologismo y el feminismo recientes o los movimientos en favor de la tolerancia y la aceptación de las diferentes identidades sexuales, entre otros.

    —¡Muy moderna ella, sí!

    —Ya ves, movimientos que nos parecen nuevos son heredados.

    —¿Y qué me dices de la cajita de recuerdos de la abuela? ¿Qué contenía para llevársela en el féretro?

    —No eran más que algunos objetos sin valor pero que ella casi veneraba. Entre ellos, había alguna carta y unas cuantas fotografías.

    —Creí que guardaría más cosas.

    —Y las guardaba, pero no con tanto afecto. De todos modos, llevaba una vida simple y evidentemente es lo que hay que copiar de ella porque, en definitiva, todo pertenece a este mundo. No podemos amar en exceso a las cosas ni tampoco a las personas.

    —Y nada se puede dejar para la posteridad... Salvo las herencias.

    —¡Siempre tan oportuna tú!

    —Tus cosas favoritas se reducen a muy poco y lo que queda después de uno es más bien... Nada.

    —Salvo que seas una celebridad y pases a los libros de historia.

    —Hay que ser muy célebre para que sigas figurando en los libros más de una generación. Yo he guardado algunas cosas de ella, aunque tampoco sé para qué; en breve perderán sentido y quedarán olvidadas. Todo se pierde con el tiempo y los viejos no interesan a nadie. Lo viejo y el pasado atraen poco más que a historiadores, anticuarios y turistas.

    —Mi recomendación para cuando seas mayor, es que te arrimes a un arqueólogo. Él sí que te valorará.

    —Te habrás quedado a gusto, pero no le veo la gracia. En una sola generación cambian las posesiones y hasta las familias. Con los que hoy te relaciones, apenas lo harán tus hijos. Y ya no digamos cuando abandones este mundo, si uno ha sido nexo entre generaciones.

    —... Por eso a mí me habéis puesto el nombre de la abuela.

    —Para que no se la olvide fácilmente.

    —Y ¿Porque no lo has llevado tú?

    —No tuve más hermanos y se empezó por el del abuelo.

    — ¡Pero si te llamas Mari Luz!

    —Luminoso o con luz, es lo que significa el nombre que llevó el abuelo, además, mi santa tiene que ver con el modo en que los abuelos se conocieron.

    —Sí, ya me lo había contado ella una vez.

    —Y en mi billetera han estado siempre una fotografía de ella y otra de él.

    — ¡Déjame que les eche un vistazo!

    —A ver, ahí las tienes.

    — ¡Oh sí! Estaba muy joven y muy guapa, pero a mí particularmente siempre me han gustado las de cuando era niña, sobre todo aquella en la que posa con otros niños en una Primera Comunión. Resulta tan entrañable… Y más, al tratarse de una foto antigua.

    —En aquellos tiempos, las cámaras eran un objeto de lujo; hoy vienen hasta con los teléfonos. Se tenían un par de recuerdos de cuna y luego había un salto temporal hasta el sacramento de la Comunión. Entonces, en unos años, salías en más fotos que en todos los anteriores. Te retrataban en tu propia Comunión o en la de otros; en ocasiones también en alguna boda. Vamos que, muchas veces tus primeras y únicas fotos, eran solo de cuando había algún fotógrafo.

    — ¡Es cierto! Y las siguientes, ya fueron casi de cuando se conocieron ella y el abuelo.

    —Ahora las contamos por miles, pero supongo que seguimos guardando con mayor cariño las primeras.

    —Ella y yo apenas llegamos a hablar de cosas profundas de su vida.

    —Será porque no le preguntaste con paciencia.

    —Vivía sola y eso no facilitaba las cosas.

    —Vivía sola, pero no ponía trabas a ser visitada.

    —No te falta razón. Reconozco que muchas veces anteponemos cosas insípidas o tenemos pereza para acompañar a los que más nos quieren.

    —Al menos espero que conmigo no cometas la misma falta.

    —Bueno, hoy te he ofrecido todo mi tiempo sin restricciones.

    —Quizás porque aún duele su pérdida.

    —Por eso mismo, hablar de ella alivia el duelo, además de mantener fresco su recuerdo.

    —Está bien, si quieres que hablemos de ella yo te puedo contar más cosas de su vida. Ya verás, será como una lección de historia.

    —Por mí puedes comenzar desde el principio. Ya sé dónde nació, aunque no llegué a ver el lugar.

    —No recuerdo por qué no llegaste a ir.

    —De todos modos, ya no quedaba nada por ver. Aquello se había convertido en un paisaje arrasado como si lo devorase una pavorosa sequía.

    —Los medios dijeron que se pudo contemplar por un asunto de obras, aunque las malas lenguas hablaron también de sabotaje.

    —¡Caray!

    —Hace casi sesenta años, alguien coló un mortero de inferior calidad en una parte de aquella mole de hormigón y unos años para acá, cuando iniciaron unas mejoras de producción, se encontraron con las grietas.

    —Aunque haya tardado más de un lustro en ver realizada su venganza personal, quien lo hizo, les habrá fastidiado a base de bien, —respondió la joven.

    —Afortunadamente no fue nada serio, pero pudo haberse producido incluso una rotura en cadena.

    —¿Cómo?

    —Si se hubiese roto esa presa, podría provocar una desgracia sin precedentes por la rotura en cadena de otras dos que están por debajo de ella e incluso, dos más camino de Portugal podrían quedar dañadas.

    —…Como unas fichas de dominó ¡Menuda hecatombe!

    —Algo así.

    —Seguro que se había ofrecido a trabajar allí para hacer daño desde dentro.

    —Buen motivo tendría. Me da que era uno de los afectados por aquella obra de ingeniería.

    —Estoy convencida de que sí aunque nunca se sabrá. Bueno, puedes seguir con la historia —añadió al ver que su madre continuaba en silencio.

    —A ver... ¿Por dónde iba?

    —¡Menuda memoria! Y eso que solo hace un instante que paraste de hablar. No te me estarás haciendo vieja tú ahora ¿Eh?

    —Puede. Del mismo modo, aprecio en ti un interés creciente por el pasado, y no lo digo solo porque vistas como en los setenta...

    —¡No! Si al final vamos a ser dos carrozas ¡Venga! Empieza ya.

    Entonces habló como quien abre un libro y contó la historia más allá de lo que estaba escrito; desovillando los hechos y vertiendo autenticidad sobre personas y acontecimientos del pasado. Ella la escuchó como si el azul profundo de sus ojos leyera en el vibrante azul celeste y como si el vivísimo resplandor del cielo de verano que estaba sobre ellas, fuera el de otro ochenta años atrás.

    Mientras el país se debatía entre una guerra de ideales, preludio de la Guerra Civil, gran parte del rural español tenía a mayor preocupación, la defensa de su subsistencia. Eran tiempos tumultuosos de luchas intestinas entre las distintas facciones del poder.

    Corría también el año 1936 lenta y apaciblemente para una aldea en un rincón de la provincia de Lugo. Era un pequeño lugar situado en una ribera al sur de la misma, el cual subsistía de la labranza y las artes de pesca en las tranquilas y poco caudalosas aguas que los meandros del río Miño dibujaban sobre ese paraje. Aquello era su vida, su patria.

    La aldea la formaban una escasamente nutrida agrupación de casas y alpendres, todos ellos, salpicados sin aparente orden colina abajo hasta el valle que daba el nombre. Diferentes generaciones, habían habitado aquella extensa y estrecha cuenca que ofrecía una bucólica imagen.

    Una de las familias que la habitaban, era la de Ramón. Éste vivía con sus dos niñas, su pareja y la madre de él. La casa estaba rodeada por un cercano muro con una cancilla de madera. Como el resto de las construcciones del entorno, era de dos plantas y estaba hecha a base de roca pizarrosa parda. La planta baja albergaba un portalón para acceder a las cuadras del ganado y otra entrada más estrecha y baja, conducía a un pequeño vestíbulo del que se abrían tres accesos: uno a la cocina, otro a un pequeño comedor y un tercero a una escalera, que enfilaba en dos tramos opuestos a la zona superior donde se encontraban tres dormitorios y un cuarto que hacía las veces de secadero, tanto para los productos de la matanza o los quesos de oveja, como de almacén para guardar la fruta recogida y hasta como trastero de enseres varios. No disponían de aseo.

    Pequeñas ventanas se abrían sobre las gruesas paredes de piedra sin rejuntar y sobre una armadura de madera, descansaba una cubierta típica de pizarra. La cocina, era la única estancia que se podía presumir caliente por la casi constante combustión de leña, de ahí que a los invitados se les ofrecía pasar a la misma y no al comedor. Las estancias de la planta superior, solo obtenían el calor animal que ascendía a través de algunas oquedades del entablado de madera.

    Varias veces a la semana, las mujeres se reunían entorno al lavadero, donde de paso, se ponían al día de las noticias y chismorreos. Primeramente se dejaba la ropa a remojo con un poco de jabón artesano en una zona acotada para que fuese cediendo lentamente la suciedad al agua —era como un prelavado— luego la restregaban y golpeaban vigorosamente contra las piedras de lavar, para finalmente realizar varios aclarados y si la suciedad se resistía, vuelta a empezar. Una vez limpia, la escurrían fuertemente retorciéndola entre las manos. Al no disponer de ningún otro método mecánico, las prendas continuaban pesando mucho, entonces, algunas se tendían allí mismo sobre cuerdas o directamente sobre el campo.

    Los hombres, por su parte, solían confluir con cierta frecuencia en su palacio de delicias, que era la modesta cantina situada al pie de la carretera donde el rumor de voces y juramentos eran aderezados previamente con vino y aguardiente de la tierra. Solamente se congregaban mujeres y hombres en las labores más duras del campo y en la salida de la misa de los domingos, que por otra parte solía ser obligatoria.

    Las niñas fueron llevadas a la escuela del pueblo según fueron reuniendo la edad y la disposición familiar para hacerlo. La educación por entonces, era impartida desde un local en una vivienda de la misma aldea, o en ocasiones, de una aldea cercana si no se alcanzaba el número de alumnos. Así que, frecuentemente se trataba de escuelas mixtas —de niños y niñas— con una única aula para los diferentes grados de aprendizaje. Los resultados de una enseñanza así eran poco o nada esperanzadores, sumado a que, parte de los alumnos no siempre podían acudir, por tener que atender a labores del campo.

    En general, había una básica de 6 a 10 años y otra de carácter especial de 10 a 12 años. Posteriormente, o bien marchaban hacia el bachillerato —los menos— o continuaban hacia el mercado laboral sin más formación, y ahí también se acababa la infancia porque había que llevar dinero a casa.

    Muchas chicas optaban por irse a servir a la capital aún a riesgo de, en no pocas ocasiones, ser víctimas de abusos sexuales, pero como no se consideraba violación, se guardaban sino querían verse en la calle solas y desamparadas o de regreso al rural.

    Todas las mañanas María y Clara se vestían con la misma ropa que luego las acompañaría a los trabajos diarios, por lo que ni se vigilaba el atuendo ni apenas quedaba tiempo para juegos de niños. Cada una portaba una pequeña pizarra y un pizarrín, junto con un cuaderno y un lápiz. Disponían de un solo libro para todas las asignaturas y los de los primeros años, ni siquiera tenían dibujos.

    En la escuela de pueblo se aprendía lo básico, las niñas también aprendían a coser, bordar o ganchillo, sino eran ya enseñadas en sus hogares. Las escuelas eran tan frías como las casas que las albergaban. Con el tiempo, acabó colocándose una pequeña estufa de leña que se nutría con el aporte diario de los niños para calentar la gélida estancia.

    La potencia eléctrica instalada en las viviendas era muy baja, por lo que los espacios estaban miserablemente iluminados. Con frecuencia se producían apagones, bien debidos a la falta de suministro, como por las constantes incidencias en el tendido, entonces, se recurría a aparatos que funcionaban con carburo o butano.

    Tampoco apenas había tejidos y los vestidos se hacían de sábanas o cortinas viejas, otros se hilaban y tejían con la lana de las ovejas. La ropa se hacía a mano en el seno de cada familia. Era usual que cuando una prenda se dejaba por vieja, de las partes sanas se hacían nuevas prendas para los más pequeños.

    Se cocinaba con grasa de cerdo en lugar de aceite, pues resultaba muy caro. La leche, el pan y las patatas formaban el menú básico en diferentes combinaciones y se subsistía gracias a esos tres alimentos.

    La mayoría de la gente trabajaba sin cobrar, sólo por la comida. Todas las familias tenían algunas cabezas de ganado, aunque eran propietarias de más tierras que hectáreas, resultado de vidas modestas y herencias interminables de familias numerosas, que se reflejaba en un paisaje singular de tiras largas y estrechas o irregulares en que era dividido comúnmente el agro gallego.

    Por entonces, las calles de varias capitales se llenaron de manera alarmante de huelgas y manifestaciones, que solían terminar en una espiral de altercados con víctimas, que a su vez provocaban más odios y venganzas por causas políticas.

    Fue con el asesinato de diputados, cuando se colocó la munición perfecta para el definitivo impulso del golpe de Estado y como el alzamiento no triunfó en todo el país, condujo a una guerra civil.

    En el verano del 36 los españoles comenzaron a aniquilarse mutuamente; era la imagen atroz de la guerra. Unos cayeron víctimas de la lluvia mortal de balas y bombas, otros con la extenuación del hambre posterior. Hediondos charcos de sangre salpicaron las calles en las principales capitales, la muerte se paseó por los barrios y las mujeres solo vestían de negro.

    No se veían más que jóvenes trasquilados como borregos para ir al frente o que venían de él y pronto los pueblos se quedaron casi sin hombres. Cada cual luchaba en el lado que les había llevado el azar, el miedo, la indecisión o atraídos por algodonados ideales. Solo quedaban el hambre, los partes de guerra por radio y las cartas del frente. Unos levantaban el brazo y los otros el puño, en la insensata y estúpida acción de imponer la razón por la fuerza. Se asesinaba con cualquier excusa o sin excusa de algún tipo.

    En las aldeas no se leían los periódicos, ni apenas se escuchaba la radio; tampoco sabían de política, solo de trabajar la tierra. Eso era lo que les habían enseñado y eso era lo que sabían hacer, aparte de rezar y rezar.

    Conquistadas las ciudades, los dóciles pueblos fueron anexionados automáticamente como troncos arrastrados por una riada. En los pueblos de bando republicano que fueron quedando, los que encabezaban el centro de las amenazas de muerte, eran el cura y el alcalde. Ni la autoridad ni la religión salvó la vida de ambos y los lugares sagrados no esquivaron las llamas. En el resto de pueblos, el poder sabiamente se colocó bajo el yugo nacionalista.

    Para esconder el drama de las muertes en las cunetas, la mayoría de fusilamientos se trasladaron a las cárceles. La misión de éstas, era retener a tantos prisioneros como fuera posible, además de buscar delatores o captar confidentes entre la población reclusa bajo cualquier forma de tormento. Los militares también tenían a su judas traidor en los chivatos sacerdotes, que dócilmente les facilitaban la labor vulnerando el secreto de confesión.

    Para tal fin, se creó el Servicio de Investigación Criminal de los campos y un servicio de Confidencia e Información con el objetivo de formar una red de delatores en cada batallón de trabajadores.

    Los encarcelados, al igual que muchos de los vencidos, fueron privados y desposeídos de sus bienes materiales con la aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas, por lo que sus familias también sufrieron la penuria económica. Únicamente se beneficiaban de la atención y beneficencia del Régimen si colaboraban.

    El constante flujo de detenidos hacia las cárceles hizo que éstas pronto se saturasen. Pero la inacabable sed de represalias hacia el bando vencido, perpetuó el incesante aumento de los encarcelados, lo que hizo superar la capacidad de las mismas en varias veces. Entonces, los presos comenzaron a ser una verdadera carga económica para las arcas estatales, que ni el elevado número de fallecidos por fusilamientos o por la desnutrición, aliviaba esa situación.

    Primero optaron por hacer discretos indultos que a la par, mejorarían la imagen de la dictadura tanto en el interior como internacionalmente, además, era absurdo exterminar a una valiosa mano de obra cuando con urgencia, se necesitaban trabajadores para la reconstrucción del país. De ese modo y bajo esas premisas, a la población reclusa se le encontraría tantos usos, como imaginación y avaricia juntas en sus responsables.

    Inicialmente, a la masa carcelaria se la usó para el levantamiento de más cárceles, en la paradoja de crear el redil de su propio encierro, para luego, continuar con el uso de reclusos con fines particulares y hasta de mano de obra gratuita en un buen número de empresas que hicieron provecho con sus servicios.

    Toda esa gran maquinaria de corrupción y amiguismo, tejía una tupida y amplia red clientelar, que reportaba generosas plusvalías, las cuales había que blanquear o maquillar, antes de darle apariencia legal en abultadas cuentas bancarias.

    En las contratas se sucedían otros modos perversos de sacar tajada. No eran pocas las veces, en que el Estado licitaba una infraestructura —sin concurso público— a una empresa por una cifra ya convenientemente sobretasada y otras, bajo un aparente concurso público amañado, se adjudicaba a una empresa diferente, pero que en realidad era la misma. Otras veces, se troceaban proyectos a diferentes empresas para no levantar sospechas, pero igualmente se repartía el pastel de comisiones. En otros casos, se licitaba hacia la no sospechosa opción más económica, sin embargo, durante la ejecución del proyecto, se producía una desviación presupuestaria que había que corregir por un sobrecoste debido a contingencias varias. Este sobrecoste que superaba a los costes previstos por contratiempos o subidas de los precios en los materiales, se esperaba a presentarlo a mitad de obra, entonces, el ente público no tenía más opción que continuar inyectando dinero para finalizarlo. Paralizarla supondría encarecerla todavía más.

    El dinero fluía así, por canales de corruptelas bien untadas para futuros sobornos en nuevas contratas o hacia negocios y finanzas. En los bancos, cuando no se convertía en depósitos, era desviado a diferentes activos financieros.

    Al dinero de la corrupción, pronto se sumaría el del contrabando primero y el del narcotráfico después, para entonces, darle apariencia legal u ocultarlo, se convertiría en un problema.

    Otro injerto que creció entre la cúpula del poder, fue un personaje que hizo méritos para convertirse en uno de los principales financieros de los sublevados. Durante la Guerra Civil, Juan March, había servido de enlace en la compra de armamento, así como de intermediario en los negocios con los alemanes. Tras la victoria de los nacionales, continuó con campañas de propaganda en medios del extranjero vendiendo una imagen favorable de los nacionales, cuando en realidad, no eran más que un canto de sirenas que silenciaban las matanzas del bando franquista y exageraban las del bando contrario.

    Terminada la guerra, la reunión en Hendaya entre los dos locos mostachudos con motivos imperialistas, provocó que el gobierno británico, también lo usara para sobornar con una partida de trescientos millones de dólares de la época a los principales generales de Franco y evitar así, la participación española en la II Guerra Mundial, de todos modos, la aparente neutralidad del Generalísimo en el conflicto internacional no dejó de ser una teatralidad táctica sin pretendiente claro, evitando servir de lacayo a ninguna causa.

    Derrotados los alemanes, la ayuda norteamericana a Franco tampoco salió barata. Además de ciertas cesiones, una gran parte del pastel de cooperación económica se realizaría a través de préstamos, siendo minoritaria, la realizada a través de donaciones. Pero hasta en las migajas el Régimen encontró su maná y algunos programas de importaciones serían tramitados de manera opaca alejándose de la necesaria ortodoxia, lo que dio lugar a favoritismos de talonario.

    Nuevamente la corrupción seguía echando carnes, debido a que una parte de ese dinero, encontraría fácil alojamiento al calor de algunos bolsillos privados y fuera de las asignaciones previstas.

    En una especie de parasitismo de cría, el Gobierno también movió hábilmente el trasero, con el propósito de apropiarse de los nidos alemanes en suelo español y este adueñamiento de los activos germánicos, produciría un inesperado enriquecimiento de ciertos sectores de élite del Régimen.

    En una nueva vuelta de tuerca, a pesar de que nuestro país apenas se había servido de asilo al fenecido Tercer Reich, sí sirvió de puente a la ocultación de nazis, diplomáticos y agentes, antes de viajar a destinos más alejados. Divisas y oro, sirvieron para comprar voluntades y lavar conciencias. Una parte del oro de las expoliaciones nazis encontraría fácil escondite en el Ministerio de Exteriores a través de Valija Diplomática. Los contrabandistas gallegos acostumbrados a trasladar incluso inmigrantes portugueses, fueron uno de los medios usados para favorecer la ocultación de estos polizones antes del embarque, mezclados entre delincuentes, prostitutas y homosexuales de zonas del ambiente marginal de las ciudades.

    En la guerra civil, Franco solo había aceptado la rendición incondicional y tras la victoria, bajo la premisa de que para construir hay que destruir primero, los nacionales, iniciaron una dura represión que incluía asesinatos indiscriminados y ejecuciones sumarias tras consejos de guerra. Con esa sucia estrategia de venganza, el grueso de las víctimas del bando contrario, fenecerían acribillados lejos de las trincheras.

    Los disciplinados guardias civiles actuaban al dictado de los falangistas proporcionado un flujo constante de detenciones, otras veces, alguien señalaba a alguien o alguien hacía una llamada a alguien y del cuartel enseguida partía un vehículo e invitaban a bautizar a uno con más golpes de culata que de puños mientras era esposado. Luego, muchos pasarían a ser procesados en alguno de los innumerables juicios militares contra civiles, que no eran sino, aberrantes consejos de guerra disfrazados de juicios, en la paradoja de escuchar a rebeldes acusando de rebelión.

    Militares sin formación jurídica alguna, defendían a acusados delante de un tribunal militar, que no era más que el brazo judicial de la política represora de la dictadura, por lo que las sentencias estaban dictadas de antemano y donde muchos, eran juzgados más por sus antecedentes que por los hechos en sí. Los imputados eran privados del contacto con su representante hasta el mismo momento de un enjuiciamiento, que a veces duraba solo minutos y donde a menudo eran procesados en grupo.

    Se consumaba así, la simulación de procesos judiciales que pretendían dar un halo legal, a lo que en realidad eran asesinatos encubiertos.

    Para evitar los juicios políticos en la posguerra, desesperadamente, la gente se afanaba por conseguir certificados de adhesión al Régimen, que no eran más que cartas expedidas por afines. Otras veces, eran conseguidos a cambio de denunciar a otros con causa o sin ella, de ahí que, hasta las antipatías sirvieran para encarcelar a inocentes.

    Una noche, los tricornios acudieron a un domicilio como ángeles de la muerte bajo la luz humosa de los candiles. Luego de una escueta conversación y tras hacer que se presentase el sospechoso, dijeron que lo tenían que llevar a la comandancia de la ciudad bajo la excusa de tomarle declaración y que luego lo dejarían libre. Sin embargo, al día siguiente, ya estaba de cuerpo presente en el depósito de cadáveres.

    Otra casa del pueblo recibió la misma llamada de la autoridad y una mujer no tardó en abrir ante los impacientes golpes en la puerta. Los recibió aún a medio vestir y sin mediar más palabras que un escueto saludo, reclamaron la presencia de su hijo. Ella preguntó repetidamente a asunto de qué, pero los uniformados no dijeron otra cosa, que era solo para que se presentara en el cuartel. Ante la insistencia de la mujer que interpelaba con voz esforzada, el requerido acabó por presentarse ante los dos hombres repitiendo las mismas preguntas que su madre.

    No mediaron más palabras, allí mismo fue apresado y escoltado. Algunos curiosos salieron a las ventanas y se decían entre ellos: «éste no vuelve a ver más la luz». El detenido fue llevado ante el capitán de la Guardia Civil de la localidad y fue la última vez que se le vio.

    Unos días más tarde, los cumplidores de la autoridad aprovecharon de nuevo las propicias horas de la noche para presentarse delante de otra casa donde vivía una mujer.

    —¡Abra a la Guardia Civil! —dijeron aporreando la puerta.

    —¿Cómo osan a venir a mi casa con esa violencia? —contestó la moradora al cabo de unos instantes.

    —¡O nos deja entrar o echamos la puerta abajo! ¡Usted verá!

    —¡Malditos bastardos! ¿Qué pretenden? ¿Acaso desalojarme en camisón? —exclamó indignada lanzando preguntas improcedentes contra ellos.

    —¡Tápese y abra!

    —Si no me han dado ni tiempo. Se han presentado sin avisar y empujando la puerta como animales —respondió después de dar dos vueltas a la cerradura para abrir.

    —¡Cállese de una vez si no quiere que la detengamos! Y procure no calentarnos más la sangre —trataron de imponer silencio sin esperar que cesara en sus improperios.

    —Ya me calmo, pero es que no dan ni tiempo a que una se componga.

    —¡A ver! ¿Díganos dónde está su marido?

    —Mi marido no ha vuelto de la guerra.

    —¿Seguro que no miente? —insistieron.

    —Por él vivo enlutada —respondió de nuevo enervada, al tiempo que una niña se dejaba ver entre la puerta y el cuerpo de la mujer.

    —Entonces ¿De quién es esa niña?

    —La niña es mía —masculló.

    —¿Y de quién más? —preguntaron desconfiados.

    —La niña es el regalo de la pobreza que la guerra me trajo.

    —Disculpe entonces y ¡Buenas noches! —saludaron conformes, luego de mirarla con lástima al entender que se ganaba

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