Cuentos en Dictadura: (2a. Edición)
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Cuentos en Dictadura - Ramón Díaz Etérovic; Diego Muñoz
lom@lom.cl
Cuentos en dictadura, o las huellas
en la oscuridad
A treinta años del golpe militar que terminó con la democracia en Chile el año 1973, el país enfrenta el recuerdo de esa fecha con sus heridas abiertas, pese a los esfuerzos de algunos por blanquear la historia y olvidar el pasado. Recordar el golpe militar que terminó con el gobierno de Salvador Allende es hacer memoria de la etapa más oscura de la historia chilena, y también, inevitablemente, hablar de las vivencias personales y de las de muchos chilenos que vieron sus existencias marcadas por el fin del gobierno democrático y el inicio de una dictadura cuyos efectos se padecen hasta el día de hoy.
El 11 de septiembre de 1973 marca el inicio de un quiebre dramático en la sociedad chilena; el comienzo de una dictadura que, desde sus primeras manifestaciones, declaró la guerra a la cultura. Quema de libros, cierre de revistas y editoriales, exilio de escritores, fueron la pauta inicial que nos indicó la posición de los golpistas respecto a la cultura. Vinieron la censura y el miedo como instrumentos para acallar las ideas libertarias. La mayoría de los autores chilenos se vieron impedidos de publicar sus obras, y cuando lo hicieron, éstas debieron circular por canales marginales, cuando no clandestinos. Fueron años duros de vivir y escribir, pero la inmensa mayoría de los escritores se sintieron comprometidos con las luchas de ese tiempo. Surgieron talleres y colectivos de escritores, se imprimieron revistas artesanales de circulación marginal; se organizaban lecturas y pequeños encuentros. Se sobrevivió a la dictadura, y junto con la apertura de la década de los ochenta, las iniciativas en el campo literario y cultural crecieron, constituyéndose en una contribución muy importante para la recuperación democrática a comienzos de los años noventa.
La dictadura de Pinochet duró 17 larguísimos años, a lo largo de los cuales la mayoría de los chilenos tuvimos que aprender a sobrevivir, haciendo frente a la represión y también, por qué no decirlo, a la tristeza, al terror, a la desesperanza, al miedo instalado en la mesa cotidiana. La literatura fue una luz para muchos escritores y lectores. Una luz enorme y cálida, que nos regaló fortaleza y sirvió para testimoniar el horror y alentar la esperanza, mientras en la inmensidad de la noche se oía el siniestro vuelo de los helicópteros, el tableteo de las ametralladoras, el ulular de las sirenas de la policía.
Desde el primer día de la dictadura, fueron muchos los escritores que hicieron correr sus plumas para dejar un registro del horror que se vivía. Ese registro, diseminado en revistas marginales, autoediciones y hojas mimeografiadas que circulaban de mano en mano, fue fruto del trabajo de escritores que, dentro y fuera de Chile, comprendieron que una de sus tareas fundamentales es ser testigos de su tiempo, y que a pesar de las restricciones no era tiempo de callar, de guardar silencios cómplices o refugiarse en la ambigüedad de una metáfora. La presente selección de cuentos recoge parte de esa producción literaria, y por eso, al momento de su elaboración, consideramos que dos criterios básicos para su inclusión, aparte de la calidad de cada texto, era que los cuentos hubieran sido publicados entre los años 1973 y 1990, y que abordaran el período dictatorial, en cualquiera de sus facetas.
Cuentos en dictadura no es una antología ni una selección acabada de los cuentos escritos durante la dictadura de Pinochet. Sí aspiramos a rescatar fragmentos de la narrativa escrita en esos tiempos de emergencia, y reconocer el esfuerzo de un conjunto de autores que tuvieron el coraje de escribirlos y publicarlos en esa época particularmente difícil. También queremos que sea un homenaje a Salvador Allende Gossens, a la vigencia de su ejemplo y pensamiento libertario, y a todos los que lucharon durante la dictadura, en distintos frentes y circunstancias, para recuperar la democracia ultrajada el 11 de septiembre de 1973.
Sentarse a mirar el mar
Mario Banic
–Tenía muchos deseos de tener una –dijo el hombrecito– no sabe cuánto se lo agradezco.
–Es por nada –dije–. Me alegro que le guste.
–No sabe cuánto se lo agradezco –repitió.
Allá abajo, el mar se estrellaba tercamente, una y otra vez contra las rocas. Hacía mucho calor y ambos transpirábamos.
–¿Hace mucho que vive usted aquí? –pregunté.
Sí –dijo–. Mi padre nació aquí y yo también. Todos hemos nacido aquí. También mis hijos.
El sol pegaba duro y la sombra que hace unos momentos había proyectado la casa ya no estaba.
–Sí –repitió el hombre–. Todos hemos nacido aquí. –Y se pasó un pañuelo por el cuello. Le gustaba repetir las palabras y a veces lo hacía varias veces para sí mismo.
–¿No le gustaría servirse una cervecita? –preguntó.
–No gracias –dije–. No se moleste.
–No, si no. Está heladita –y gritó hacia adentro a su esposa.
La mujer trajo las cervezas. Era gorda y enorme y también transpiraba mucho y se le formaban grandes medialunas de sudor bajo sus axilas.
–Está muy buena –aseguré, aunque no era verdad, pues estaba tibia.
–¿No es cierto? –dijo él.
Permanecimos un momento en silencio mirando el mar.
Me preguntaba qué hacía aquí, con esta gente. Pero ¿qué diablos interesaba? Eran gentes como cualquier otra. Tal vez mejores.
Sentí las gotas de transpiración correr por el pecho y el vientre.
–Si solo corriera un poco de viento –pensé.
–¿Cómo? –preguntó el hombre.
–Nada. Decía que podría correr un poco de aire.
–Más tarde –dijo él–. Más tarde sale el viento.
Por un costado del cerro un punto avanzaba hacia la cabaña con dificultad por la arena del sendero, desapareciendo esporádicamente entre los arbustos y las rocas.
El viejo siguió la mirada.
–Es mi hija –anunció–. Vuelve del pueblo.
–¿Cuántos hijos tiene?
–Nueve. Ella es la menor. Todos los otros se fueron. Uno está muerto.
Mirando con detenimiento, el punto efectivamente se transformó en una muchacha y desde lejos parecía muy joven y cansada.
–Todos se fueron –repitió el hombre.
La mujer se asomó a la puerta y también miró hacia el sendero.
–Ya era hora –dijo y volvió a desaparecer en el interior.
Después del almuerzo salimos nuevamente y fumamos en silencio.
El sol se había corrido y la cabaña proyectaba algo de sombra. Además el viento comenzaba a soplar.
Luego salió la muchacha y se paró en la puerta. No era bonita, pero tenía un rostro agradable y durante todo el rato había parecido molesta por algo.
Abajo, a unos quinientos metros, en una pequeña playa entre las rocas, se veían unos botes en la arena.
–¿Son suyos esos botes? –pregunté.
–Sí –dijo el hombrecito.
–¿Por qué hizo la casa tan lejos de la playa?
–Porque aquí está bien –dijo él.
–Él no hizo la casa –habló la muchacha–. Él no hace nunca nada. Ni pescar. Solo se sienta a mirar el mar…
–Aquí está bien la casa –insistió el hombre– es fresca en verano y abrigada en invierno.
Por la tarde bajé a la playa y contemplé con los prismáticos las luces del puerto que al otro lado de la bahía comenzaban a encenderse.
Escuché los pasos tras mío y sin volverme sabía que era la muchacha.
–¿Qué viene usted a hacer aquí? –preguntó.
–¿Por qué estás molesta? –pregunté a mi vez.
–Nosotros somos gente tranquila –dijo– y no queremos nada con personas como usted.
No contesté y continué mirando con los prismáticos.
Ella caminó hacia el mar y, sacándose los zapatos, se introdujo en el agua. Cuando ésta subió por sus piernas, se arremangó el vestido y caminó aún más adentro, exhibiendo los muslos morenos y gruesos. La enfoqué con los lentes.
Ella se dio cuenta y dejó caer el vestido que con el agua se pegó a sus piernas. Después caminó de regreso a la playa y comenzó a alejarse.
La alcancé y anduve a su lado.
–Olvidaste los zapatos –le dije pasándoselos.
Desde la casa nos observaba el hombre.
–¿Cuándo se irá –preguntó ella.
–No lo sé. Tal vez mañana o pasado. No los molestaré mucho.
–¿Que estaba mirando con los anteojos?
–Nada. A ti.
Enrojeció.
–Estaba mirando hacia el puerto –insistió.
–No estaba mirando nada –repetí.
Me devolví hacia los botes y miré nuevamente por los prismáticos. Cuando torné a mirarla, ella entraba en la casa.
–No te preocupes de ella –pensé–. Dedícate a lo que has venido y punto.
En la tarde del día siguiente vinieron a buscarme.
El hombrecito estaba apesadumbrado pues no tendría con quién conversar y repitió varias veces que su casa era mi casa.
Entré a despedirme de la señora y de la muchacha. Ambas estaban felices de que me marchara.
Y partimos en el jeep por la arena.
Una semana después la policía vino y se llevó al hombre. En la casa le encontraron la linterna que yo le había regalado y se lo llevaron.
La muchacha les dijo que él no sabía nada, que solo era un viejo tonto que lo único que sabía era sentarse a mirar el mar. Ni pescar. Pero no le creyeron y se lo llevaron con ellos.
Cuando volvió ya no era el mismo y vivió muy poco tiempo. Casi tan poco como el resto de mis compañeros.
Yo abandoné el país en cuanto pude.
Zapatos
Pía Barros
Notó que algo andaba mal cuando se le hizo claramente audible el único ruido de zapatos tras suyo. Sus botas taconearon rápido y los zapatos se apuraron también sobre los adoquines. Trató de no pensar en nada. Por el parque, llegaría primero a casa…
Antes de doblar la esquina, otros dos zapatos se agregaron a los primeros. Desechó la idea de un transeúnte cualquiera, porque el ruido era a la misma distancia. Se irguió (eso siempre amedrentaba) y apuró con disimulo el paso. Al cruzar la calle alcanzó a percibir una sombra que se unía a la retaguardia. El parque estaba a unos metros…
Si se devolviera… no pensarían que tenía miedo, él, que jamás…
Cruzó hacia los árboles. El cruic cruic del maicillo, le hizo bien. Silbó, pero no pudo recordar ninguna melodía y la sensación de ridículo le burbujeó en los pómulos.
Cruic-cruic-cruic. El ruido de varios zapatos le arrugó la esperanza de que fuese fortuito.
Ester, voy a dar una vuelta
. ¿Solo?
Las mujeres sabían de estas cosas y él no había hecho caso. Ahora estaba ahí, con el tam tam del pecho sonando escandalosamente. ¿Lo escucharían ellos?
La noche estaba tensa y el aire tibio le impregnaba la piel con diminutas gotas. Sécate, van a pensar que eres peón de fundo, en el Municipal no se suda, mi’jito
y él se había sentido apretado, preso en el disfraz de la corbata que nunca aprendió a anudar, a ella le gustaba todo eso. Pero hay cosas más importantes, cosas que sí dejan huella…
Y él no era capaz de recordar melodía alguna para silbar ahora y los malditos clásicos solo eran nombres de relleno en discursos que buscaban impresionar en villorrios pobres, y había sudado mucho tratando de no sudar, como ahora, pero el sudor de ahora era distinto, tenía ese recuerdo de camarín hacinado, de muerte designada revoloteando en las graderías de un estadio, o allá lejos, en la isla, con ese viejo triste bailando con una escoba un tango que nadie cantó, o el de después, en los sótanos, cuando el hombre le miraba con los ojos vacíos y los músculos tensos por el voltaje… Tienes que aprender, se dice Be-e-tofen, querido
. No sudes, maldita sea, no sudes
se dijo antes de ver la silueta que se aunaba a los otros y que salía detrás del monumento a Rubén Darío Sí, profesor, Margaritaestálindalamaryelviento, llevaesenciasutildeazahar
. Maricón, maricón de mierda, aprendiendo poesías. No, se los juro. Solo aprendí ese pedazo, era la tarea. Mariconazo, tenís que ser bien hombre, si le ganái al Fonseca erís macho… Le llegaron a saltar los mocos al Fonseca pa’ que vean
.
El ritmo del pecho amenazaba ahogarle Descanso, mucho descanso, vida sana y poco ejercicio
. No les daría en el gusto, no demostraría miedo". Disminuyó el ritmo a su botas. Los zapatos acortaron inesperadamente la distancia, pero luego esparcieron poco a poco las pisadas.
La primera gota le sobresaltó. Pronto los ojos se le llenaron de lluvia espesa y maldijo el retiro y su casaca que apenas cerraba cubriendo la grasa de su abdomen. No corrió. Tras suyo, el rumor de los cierres abrigó hasta las barbillas.
Los zapatos cambiaron el sonido.
Un par de metros más y estaría en el último sitio iluminado del parque. Más allá, el anonimato de la noche.
Los zapatos clap clap sobre las pozas se acercaron. Presintió el semicírculo. Voluntariosas, como si estuvieran resignadas a la tarea, las suelas se detuvieron cerca de él. La espalda se le enfrió en un instante y le pareció que le miraban dagas apuntando a sus vértebras, sus pulmones, sus costillas…
Hundió los tacos, pero no surtió efecto de mando y solo pudo sentir el barro rumiándole entre las botas.
Luego, porfiadamente lento, dio la vuelta.
Los ojos se le quedaron en los zapatos, no intentó levantarlos. Quiso ponerles nombres, hacer coincidir el cuero, la lona, con cada una de las cuentas que tenía pendientes, pero los zapatos eran menos que los rostros crispados, ningún zapato tan flaco y triste como el viejo del tango con la escoba, ninguno tenía forma alargada de aullido del primer muchacho en el interrogatorio… los ojos fueron subiendo, llegaron a los pantalones y el corazón tam tam amenazando en el pecho, tam tam delator del terror que le iba comiendo el estómago, las rodillas temblorosas pero imperceptibles aún. Los ojos le llegaron a las manos, esas muchas manos, que también eran rostros desdibujados en la memoria, dedos deformes que alguien quebró, cicatrices de cuchillo y quemazones… tam tam no se agite
, tam tam Mucho descanso ahora
, tam tam por qué venir a sudar en este momento, como en el Municipal, como siempre que no debía sudar, tam tam, esforzar el músculo en el pecho hasta lo indecible, por algo había pasado a retiro, casaca, noche solo, Nunca ande solo, coronel, es cuestión de seguridad, ¿sabe?
, diablos, el miedo secándole la garganta hasta el escozor y luego aquella rigidez del brazo, aquel dolor, el estallido que lo tumbó en el suelo y le dejó los ojos opacos, pese a las pequeñas gotas cayendo incesantes en sus pupilas, hasta podría decirse que lloraba, pero era únicamente el clic clic de la lluvia golpeando las puntas reforzadas de sus botas, el sordo rumor del barro en el que se sumergía lento…
Las manos se metieron en los bolsillos de las casacas. Los zapatos enfilaron hacia el cadáver. Después, lentos, caminaron la lluvia y la noche en distintas direcciones.
Luego, el sonido de la lluvia en los charcos, ajustando cuentas con la tierra.
Plaza Italia
Jorge Calvo
El viento que llega de Providencia arremete por la escalinata del Metro Baquedano y deja las faldas pegadas a los traseros de las niñas. El más flaco viste jeans, parka roja de franjas blancas y masca chicle; el otro, rubio, la cara cubierta de pecas, fuma sin parar los cigarrillos que va sacando de la cajetilla de Lucky que compró allá, al frente, cuando entramos a la Fuente Alemana y no había donde cresta sentarse a comer una hamburguesa con palta y ponerse un buen jarro de schop negro, espeso y heladito. En vista de lo cual éste sacó las monedas y compró la cajetilla. De regreso a la vereda –Puchas, esto sucede, te lo dije–. Al otro lado de la Alameda y del crepúsculo, el mismo viejo restaurante El Castillo. Adelante, en la esquina, fuente de soda Zurich. Le metemos chala al cemento y fósforo encendido al pucho sin filtro que entre paréntesis a mí no me gusta por eso de la brizna de tabaco que se te mete y ya no hay cómo. Ella empuja la portezuela del Fiat 125 y baja la pierna larga y blanca, el vestido negro arremangado encima del muslo. ¿Viste loco? Al otro lado del Fiat aparece un tipo grande y ella –Mírala cómo empuja la puerta con la guatita. ¿Te gustaría estar ahí y ponerle la punta? La vuelvo loca, flaco. Ella nos manda una mirada por abajo, casual, pero llena de maldad, coge el brazo del grandote y caminan hacia el Zurich, arrimándole el cuerpo, atrincándole las caderas. Mejor vamos a los flippers, acá mismo. Sacar fichas y buscar la máquina que este conoce como la palma de sus bolas. –Fijo que ganamos…– La primera sale impulsada por el resorte; mil, mil quinientos, cinco mil. Aprieta los botones, la bola va y viene, rebota, marca quince mil y clinck, se la traga el orificio de luces, justo al centro de la hebilla del cinturón del gladiador que sostiene la pistola de láser. Así se van yendo las bolas una tras otra, y tenemos hambre, así que mejor no más fichas y le metemos un empujón al aparato electrónico y hace tilt. Encendemos un pucho y a la calle; como la Fuente Alemana ésta a punto de reventar, sobre la marcha nos pegamos la virá. Encima del Sony Cantolla de neón que brilla en lo alto se han reunido un montón de nubes gordas y sucias. El semáforo; verde, naranja, roja, cruzamos a la carrera, esquivando los vehículos que van deteniéndose por el lado de Vicuña Mackenna. Nos paramos en el quiosco a mirar los pezones de la niña en la portada de Bravo y vuelta a machacarle. Entonces a este loco le baja la onda de preguntar: ¿a cuánto sale el anillo, la cadenita de plata y ese Cristo de cobre…? a los pelotudos que venden sus porquerías de metal y conchitas encima de pedazos de género o simple papel de diario, en el suelo y a la entrada del Metro. –Doscientos cachos…–, – Estay más huevón… Te lo cambio por un pito (canabis) y si querís, querís y si no… andaenhebraraotromerengue. La cosa es que el viejo de éste le paso el Mini y billete, por ser hijo único y día viernes, cosas de viejo loco que trata de arrepentirse ahora, porque el psiquiatra lo convenció que con el cabro metió la pata desde un principio, es decir, allá por la infancia, con la chiva de que nunca se le acercó, ni le habló de sus cosas, ni le metió cariño. Y no hay nada que hacer, lo que pasó, pasó, y lo que se jodió, se jodió no más; el viejo quería criarlo igualito como lo criaron a él; sin arrumacos, para que saliera hombre bien hombre, pero el doctor le mostró tarjeta amarilla, y ahora trata de componer el pasado con auto y billete. Por supuesto que éste no le contó, no podía contarle, que en la mañana la miss Fanny le encajó un uno por no atreverse a estudiar la lesson, y como eso ocurrió a primera hora, éste de puro picado agarró bronca con Monsieur Cracher y por nada le gritó a la cara –Viejo maricón–. Allí mismo le trajeron al Inspector General para que lo mandara suspendido hasta el lunes, con el encargo especial de presentarse con el apoderado. Y por supuesto él no se lo contó, y hay que estar de acuerdo en que no podía, porque entonces ni Mini, ni billete, ni viernes… –A mi viejo le importa lo mismo una mierda que se trate de un uno o un siete, igual me arruga las cejas y sigue con lo suyo–. Estacionamos el Mini frente al Cordillera, cerca del café Ulm, donde esta noche solo tienen un merengue de folclore que no pasa, pero si fuera jueves y jazz con los Vanguardia ahí sí, hay onda, llegan las loquitas y uno puede encender los motores pa’toda la noche, divina noche, aunque sea arriba del Mini y en la rotonda de Macul.
Fuimos a comer, más que nada por enchufarnos algo líquido, el Alemán repleto, compramos Lucky y nos vinimos hasta la puerta del Burger,