Hombre se transforma en león en El Corte Inglés
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Una historia que sorprenderá al lector y le hará cuestionarse sus valores personales y los de la sociedad en la que vive, en una especie de Metamorfosis de Kafka de nuestro tiempo.
Guillermo Ayesa Igoa (Manila, Filipinas, 1 de julio de 1940), de familia vasco-navarra, filipina y alemana. Después de la II Guerra Mundial, se traslada junto a su familia a San Francisco, California. Allí se olvida del castellano y del tagalo y habla únicamente inglés. Años después, la familia se traslada a Madrid, donde Guillermo recupera el idioma materno, de forma que castellano e inglés son su base cultural. Al año de recibir clases privadas de cultura general, abandona sus estudios definitivamente y trabaja en diferentes oficios: profesor de inglés, en una inmobiliaria, administrador de una cantera de piedra, traductor-intérprete en producciones cinematográficas americanas realizadas en Madrid. Se traslada a Londres, donde trabaja como creativo en una agencia de publicidad. Vuelve a Madrid al año y medio. Se emplea como contable, de seleccionador de emigrantes a Australia y Sudamérica y como profesor de inglés. Reside poco más de un año en París, donde trabaja como telonero en un teatro y de lavaplatos en un restaurante. A los 30 años se traslada a Barcelona, donde trabaja como profesor de inglés. Al cabo de un tiempo, utiliza el catalán como idioma cotidiano. Conoce a la que será su mujer, Glória Rognoni, y se trasladan a San Cugat del Vallès. Estudia Dramaturgia en la escuela H. B. Studio de Nueva York. De vuelta en San Cugat, dirige teatro por primera vez con un grupo de teatro aficionado y, brevemente, como profesional; también muy brevemente trabaja como actor de televisión. Ha publicado las siguientes obras: Poema de los mil (poesía, publicada por unos amigos), Joglars, una historia (ensayo, La Gaya Ciencia), Aquesta és la qüestió (adaptación teatral de la película To be or not to be de Ernst Lubitsch para Associació d’Idees, Sant Cugat), Bajo tempestades (novela, Nihil Obstat) y Caballo blanco (novela, Carena Editores). Tiene otras cinco novelas sin publicar. Desde agosto de 2019 reside en Sabadell con su mujer y su hija, Janna.
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Hombre se transforma en león en El Corte Inglés - Guillermo Ayesa Igoa
PRIMERA FASE
La burla
Acompañado de mi novia y una pareja de amigos, nos hemos detenido ante un mostrador de El Corte Inglés. Ellas están buscando unos perfumes para regalarnos en nuestros cumpleaños, que coinciden en el mismo día. También nos parecemos bastante, tanto física como psicológicamente. Incluso nuestras novias se parecen. Altas, esbeltas, sofisticadas. Los cuatro hablamos muy expertamente sobre los diferentes aromas.
La dependienta, una señorita muy fina, nos da muestras de algunos en forma de gotitas en los reveses de las muñecas.
Nuestras novias se inclinan por unos que a nosotros no nos acaban de convencer. Salen a relucir viejas rencillas entre nuestros amigos mientras discuten. Él intenta disimular; a ella no le importa mostrar su contrariedad. Mi novia y yo sentimos un poco de vergüenza ajena, pero nos complacemos en que nosotros no llegamos a esos extremos.
Una exquisita sonrisa permanente en la cara de la dependienta.
Pero mi novia insiste en su elección. Para no ser igual que nuestros amigos, accedo, no sin cierto hormigueo en la nuca por doblegarme a su parecer. Coqueteamos ligeramente para disimular nuestro desacuerdo.
Mientras que la señorita dependienta envuelve expertamente los perfumes elegidos con colores y lazos «masculinos» y un cierto aire de satisfacción en su exquisita sonrisa, semejante a las de nuestras novias, me voy alejando del grupo y de la perfección.
Antes me ha llamado la atención otro frasco por su forma y color. Lo busco. Llegado a un extremo, me quedaría con los dos. El uno para cuando saliera con ella; el otro, cuando fuera solo.
En su busca, estoy dando la vuelta al mostrador ovalado donde mis tres acompañantes esperan, de tal manera que quedo de cara a ellos y tengo una visión clara: un cuadro bien compuesto por los tres, en el que parece que se ha detenido el tiempo, a no ser por un pequeño movimiento de soslayo, algún gesto correctivo, hasta acabar de perfeccionarlo, quietos, como para una foto… e inmediatamente, consultan sus móviles.
de pronto violencia
gritos y carreras entre los mostradores no se sabe qué ocurre el pánico cunde como un tsunami
Antes de que nadie pueda reaccionar, salta por encima del mostrador; grande, poderoso, su color dorado contrastando con la blancura aséptica del departamento de perfumería, un elemento más real que todo lo que le rodea y, sin embargo, insólito, arranca a mi novia de su sitio y se la lleva a volandas al otro lado del mostrador, donde ella aterriza ya inconsciente, salta sobre ella, enganchándose a su pecho, ¿es posible que esto esté sucediendo?, mi amigo, despavorido, se larga por fin, su novia, abandonada, se escurre a cuatro patas debajo del mostrador, un hombre fornido se enfrenta al animal, dándole unos golpes terribles en la espalda con un bastón de senderista envuelto para regalo, la dependienta, que parece experta en situaciones de emergencia, se mantiene en su puesto y le tira los frascos que estaba envolviendo y otros objetos, desaparecida por completo su exquisitez, la bestia se revuelve, rugiendo y enseñando los terribles colmillos ensangrentados, continúa su giro de 360 grados hasta volver a su presa, seducida por su fragancia, su carne suave, el rojo intenso fluyendo como de un grifo abierto al máximo sobre la piel inmaculada, la gente sale corriendo por las distintas puertas, sirenas de la policía y las ambulancias llenan la calle, saltan de los coches hombres de negro con cascos y metralletas, enfermeros de blanco con sus camillas, tres personas se han unido al hombre fornido y la dependienta intentando distraer a la bestia de su presa, que yace con el vestido partido, un pecho abierto, el otro, desaparecido, el bajo vientre arrancado, el hombre no puede más ante la imagen y tiene que huir, seguido de sus colaboradores y, finalmente, la dependienta, sustituidos por la policía, que irrumpe en el local con un estruendo de gritos a viva voz y por sus megáfonos, alarmando aún más a la gente, colocándose en posiciones estratégicas, mientras un reducido grupo avanza, como ante un ataque terrorista, cuando les informan de que se trata de una fiera salvaje, rectifican su primera reacción y avanzan todos juntos, y el olor y el sabor de la carne y la sangre en mi hocico aún excitan mi lujuria por devorar.
Más gritos, pánico, carreras desorientadas. Un muchacho. De unos diecisiete años. En su primer viaje a la gran ciudad. Desciende por una escalera mecánica. Con los brazos abiertos, de cara al piso superior, animando a su hermana pequeña, de seis años, a seguirle, pero la escalera movediza la asusta y se va quedando atrás, viendo cómo su hermano desaparece hacia abajo y llorando en silencio. Él opta por volver a subir. A grandes zancadas. Los escalones que ya ha bajado, para coger a su hermana en brazos, pero al girarse para volver a bajar, oye los megáfonos de la policía indicando a la gente que no se dirijan a la planta baja y que abandone el edificio. ¿Cómo abandonar el edificio si no se puede acceder a la planta baja? Se dirige, con la niña en brazos, a los ascensores, se mete en uno, otro hombre también, en el último momento.
—¿Qué es? ¿Una amenaza de bomba?
—¡No lo sé! —chilla el hombre, más espantado que la niña.
Descienden. Al abrirse las puertas en la planta baja, me ven allí mismo, cortándoles la salida. Al detectarles, me meto en el ascensor en dirección al muchacho y la niña. El otro hombre se pega contra la pared para no interponerse en mi camino, pero el muchacho le agarra por el pescuezo con sus gruesas manos de labriego y le empuja hacia delante, prácticamente entregándomelo, mientras él y su hermana se escapan por el otro lado. Los gritos y llantos de la niña quedan ahogados por los alaridos del hombre entre mis garras. Algunas personas en los pisos superiores empiezan a romper los cristales de las escasas ventanas para saltar a la calle. Los policías peinan la planta baja, gritando más consignas contradictorias.
Entretenido en descuartizar a mi presa en el ascensor, cegado con el cadáver, confundo mi sensación de ascender anímicamente al devorar con mi ascensión física dentro del ascensor que alguien ha llamado desde una planta superior. Me doy cuenta de mi error cuando se para abruptamente. Salgo del ascensor, arrastrando a mi presa. Pero oigo disparos que se acercan. ¿A quién están disparando si aún no me han visto? Debe ser su forma de ahuyentar su propio miedo. Desconcertado, consigo formar un solo pensamiento: huir, hasta de mí mismo. La histeria humana aumenta a mi paso. ¿Cuántas han sido ya? ¿Cuántas víctimas ha producido ya este accidente, este error, esta burla de la genética?
Salto a una escalera mecánica, vuelvo a descender. Las puntas afiladas que recogen los escalones deslizantes al final de la escalera se me clavan en las pezuñas. Sangrando, las arranco de allí, desgarrándolas, pego otro salto al suelo firme y salgo por la única ventana que encuentro abierta, en la primera planta, encima de la marquesina que cubre la entrada de la calle. Me refugio allí, contra la pared, lamiéndome las heridas. Intento que no se oiga mi respiración, que es rugido. Debido a mi agotamiento, mi hambre aún y mi rencor. Me llama un hombre desde una oficina del edificio de enfrente:
—¡Eh! ¡Eh!
… no se sabe con qué propósito. Después, —¡Miau, miau! —se burla.
Y ríe mucho, tapándose la boca, con ojos chispeantes, como un niño travieso, llama a los policías, acuden corriendo, me disparan, agazapado como estoy encima de la marquesina, contra la pared del edificio, sus balas no me alcanzan, unos cuantos atraviesan la calle para tener más perspectiva, me tirotean salvajemente, las balas se me acercan demasiado, salto de nuevo al interior, aprovechando mi ausencia en la marquesina, varias personas también salen desde otras ventanas, se encuentran con los disparos de los cuerpos de seguridad, intentan esquivarlos, algunos