Hotel Taj Mahal
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Hotel Taj Mahal - Renato Prada Oropeza
Hotel
Taj Mahal
RENATO PRADA OROPEZA
Copyright © 2013 por RENATO PRADA OROPEZA.
Diseño de portada:
Salvatore Tedde
Ilustración de portada:
Ixchel Prada Rojas
Fotografía del autor:
Fabrizio Prada Rojas
Renato Prada Oropeza concibió las ideas de dos novelas muy distintas entre sí al mismo tiempo: Hotel Taj Mahal, de género fantástico y El tercer asesino, un thriller político mexicano. Estas novelas que escribió en el mismo periodo, son publicadas simultáneamente en esta editorial.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2013908759
ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-5769-6
Tapa Blanda 978-1-4633-5768-9
Libro Electrónico 978-1-4633-5767-2
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.
Fecha de revisión: 20/05/2013
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469757
ÍNDICE
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
Para Antonio Melis, gran amigo y entusiasta
difusor de nuestras letras
I
El aeropuerto parecía un manicomio en pánico. Los que habíamos llegado corríamos de un lugar a otro en busca de información. Algunos hombres pulsaban, nerviosos, sus celulares y, al no tener señal, los arrojaban al suelo en un gesto de impotencia total. Ciertas mujeres gritaban los nombres de sus seres queridos como si pudieran comunicarse por el aire, mientras se maceraban los cabellos, hacían caer sus lentes o sus carteras, y tropezaban con todo lo que se les ponía al frente. Los turistas o extranjeros a quienes no les esperaba nadie deambulaban en círculos o trataban de encender cigarrillos puestos en sus labios al revés, de su boquilla de filtro, y al darse cuenta los arrojaban al suelo y zapateaban sobre el miserable objeto.
Todos habíamos sido informados durante el vuelo de que algo atroz había ocurrido en la ciudad de México: un terremoto de intensidad de 8 grados en la escala de Richter. Y los pasajeros, sobre todo mexicanos, apenas podían mantenerse en sus asientos. Con un grado de tensión extrema, a punto de hacer estallar la aeronave, todavía sobrevolamos la ciudad tres veces antes de aterrizar. Las pistas no habían sido dañadas, sólo la alarma general en el aeropuerto impedía dar órdenes concretas y fiables. Los pasajeros, apenas pudieron, se desembarazaron de sus cinturones de seguridad y se precipitaron a la puerta de salida; la aglomeración y los empujones de furia entorpecían la evacuación más rápida. Una vez fuera de la aeronave, todos corrimos a los corredores chocando unos con otros, increpándonos o maldiciendo a quienquiera sin saber por qué incógnita razón.
Desde los altoparlantes no se cansaban en aconsejarnos que guardáramos la serenidad, la calma, pues el dejarnos arrastrar por el pavor sólo entorpecía nuestra situación. Esto lo decían en español, en inglés y francés. También nos recordaban que no olvidáramos de recoger nuestros equipajes ya que se temía el robo de los mismos si los dejábamos en la inmensa sala donde giraban las enormes cintas con las valijas como animales ventrudos inmóviles, resignados y abúlicos. Sólo eran recogidos algunos por turistas obvios o extranjeros; unos tan panzudos como sus maletas, hombres de negocios, sin duda.
Como era de suponer, no había personal para registrar nuestros pasaportes ni revisar nuestros equipajes.
En la sala de espera, sólo estaban aquellos que habían podido acudir por sus parientes, seguramente los más íntimos o los únicos. Los abrazos de bienvenida se convirtieron en histéricos gritos de alegría, de exclamaciones de agradecimiento a Dios y a la Virgen de Guadalupe, que contrastaban con la desesperación muda, desconsoladora de los que no encontraban a sus parientes a la salida. Éstos miraban a todos lados y giraban sobre sí mismos en un desconcierto total, impotente. Dos o tres terminaron por sentarse en el piso, con la cabeza caída a la espera del golpe de un machete invisible. Dos esposos ancianos se abrazaron y pusieron de rodillas mientras en sus mejillas se mezclaban sus lágrimas. Una mujer corrió vociferando detrás de su pequeña hija, a la cual la zarandeó de manera brutal por haberse alejado. Una muchacha empezó a hipar tan fuerte que le sacudía todo el cuerpo; con fuertes golpes sobre su pecho intentaba calmar al inoportuno e incómodo síntoma.
El profesor que había sido encargado para ser mi guía y anfitrión durante mi estadía en la ciudad no se hacía presente. Esperé por dos horas y, luego, supuse que estaría enfrentando problemas más urgentes y vitales que tomarme a su cargo. Y decidí buscar por mi cuenta la forma de resolver mis problemas.
Como únicamente llevaba conmigo un equipaje de mano y un pequeño maletín para mi laptop, me dirigí a la zona donde se tomaban los taxis. Allí sólo habían dos o tres taxistas que cobraban precios exorbitantes para conducir a los pasajeros. Se produjo discusiones e improperios verbales con ellos. Finalmente algunos cedían, resignados a esa especie de robo y permitían que el chofer tomara su equipaje.
Yo tenía la agravante de que en realidad no sabía adónde dirigirme; mi colega se había ofrecido a brindarme alojamiento en su apartamento, puesto que vivía a dos pasos
de la universidad. Busqué su tarjeta y me sorprendí que no daba señales precisas sobre su dirección, salvo su correo electrónico, y, por supuesto, su grado y especialidad académicas. Sin embargo, en una esquina de la tarjeta, con letras microscópicas, estaba su teléfono. Me resigné a importunarlo y me dirigí al teléfono público más cercano. Cuando arrimé el auricular a mi oído se oía sólo un zumbido, una especie de torrente de un río desaforado. Un agente de policía me informó que los teléfonos no funcionaban.
Volví al lugar de los taxis, pero éstos habían desaparecido.
Di vueltas en círculo con la intención de tranquilizarme.
Por último, con mayor control, decidí peguntar a un guardia si había un hotel próximo, ya que la zona, al parecer, no había sido mayormente afectada. Se me informó de un hotel situado en las inmediaciones.
–Toma la derecha a la salida y sigue unos trescientos metros. El hotel se halla sobre la avenida. No hay pierde. Vaya antes de que se llene –me dijo el policía –. Yo le llevaría pero comprenda la situación.
Cuando me disponía a cumplir su consejo se me aproximó un hombrecito con el rostro enmarañado por un manojo de arrugas, del cual emergían dos ojos cristalinos, verdes, casi juveniles.
–Si el señor no sabe a qué hotel dirigirse, le ofrezco mis humildes servicios –dijo con una voz que no correspondía a su cara ni aspecto, se parecía la de un muchacho. Es la voz de sus ojos
, pensé como un idiota.
Tardé unos instantes en sobreponerme de mi sorpresa y de mi estúpida costumbre de observar, estudiar
sería mejor decir, a las personas que se me ponían al frente, cuando me eran desconocidas y me inquirían sobre cualquier cosa.
–Mi coche está a unos metros… Los taxistas de la línea del aeropuerto no nos permiten estacionarnos frente a la salida de pasajeros –dijo el viejecillo.
Sabía que la ciudad de México era una de las ciudades menos seguras del mundo. Me habían advertido, además, que por ninguna razón tomara un taxi cuyo chofer no se identificara plenamente. Por ello, me contuve antes de tomar una decisión y me rasqué la nuca.
–Creo que la persona que viene por mí se atrasó… Todavía puedo esperar…
–Pero hace más de dos horas que lo hace –arguyó con suavidad el viejecillo.
–¿Y cómo sabe eso? –le interpelé de manera áspera.
–Lo estuve observando y advertí su estado de ánimo… Le ruego que no se ofenda, pero tuve lástima por usted… Se lo veía tan desamparado –respondió el anciano con serenidad, hasta con dulzura.
–No es para exagerar, buen hombre… Sólo estaba desconcertado… –empecé a argumentar un poco avergonzado por mi anterior actitud.
–Sí, con la terrible situación que atravesamos ahora y sin saber dónde acudir… –me interrumpió el anciano sin abandonar su proceder protector.
En eso se acercó un vigilante y dio muestras de reconocer al viejo.
–¡Don Gabriel! ¿Todavía aquí?
–Sí, Miguelito… Tú sabes, la chamba