La comadreja
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Jonathan Rabys cree que llega a encontrar la paz, pero una comadraja interfire enormemente en su búsqueda. El pequeño curioso no saldrá sin problemas si me meto, se repite constantemente en su cabeza. Ha estado observádolo sin decir una palabra durante un rato, sus oídos se aturden, un calor lo invade y un dolor de cabeza no lo deja pensar. Pero el vecino no ve nada de esto, aunque...
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La comadreja - Yves Patrick Beaulieu
La comadreja
Te quejas de tu vecino propietario de una vieja vivienda de dos pisos, dices que no se ocupa de sus asuntos porque no repara lo que tiene que reparar. Te preguntas por la camioneta roja que estaciona delante de tu casa y también por el perro labrador negro que ladra por ladrar. ¡No me importa nada todo eso! Nada me interesan tus chismes, como lo que pasó hace cien años. ¡Todos tus comentarios, desde el primero, no me aportan nada, absolutamente nada! Ni enriquecen, ni enseñan. ¿Sabes qué? Me aburres completamente. Lárgate antes de que haga lo que tengo en mente, antes de darte una trompada. ¡No, deja! Olvida todo lo que acabo de decir, es el guerrero que hay en mí quien te habla, el antiguo soldado. Yo me entiendo.
Nada hice. Me contuve del placer de manarlo al diablo a este vecino entrometido. Preferí seguir su juego en el mismo terreno del invasor:
–El propietario tiene problemas con el techo de su garaje y parece que es por eso que retrasa la reparación de su galería...
–A menos que antes el techo no se le caiga encima...
–Hay una puerta de costado.
– ¿Dice que la camioneta que estaciona delante de mi casa pertenece al mayor de los hermanos?
–Sí, así es.
– ¿Y el otro, el que vive con usted y su esposa?
–Es más joven..., vive abajo, en el subsuelo.
– ¿No trabaja? Lo digo porque...
– ¿Por qué?
–Va a buscar el correo temprano y pasa delante de mi casa todas las mañanas...
– ¿Y...?
–Lleva en una mano un bastón de madera, y con la otra sujeta la correa de un perro miniatura con cara de bull-dog, muy alterado. ¡Demasiado para mí!
– ¿Eh?
–Podría decirse enérgico
si lo desea. ¿Usted vio mi caravana?
Miré al hombre. En ese preciso instante sacaba de su bolsillo trasero un teléfono móvil que comenzó a teclear rápidamente. Era delgado, casi mayor, de un metro cincuenta. Los cabellos cortos, rasurado, un bigote a penas tallado que se extendía sobre sus labios finos y apretados, que se movían en ese momento...
– ¡Una Boler de casi seis metros de largo! ¡Completamente bella, vea, mire qué joya!
Y colocó su teléfono delante de mis narices, orgulloso. Miro y distingo medio bollo de pan alargado, una caravana redondeada como los refrigeradores redondeados de otros tiempos. No es ni fea ni linda, nada más. Pensé que la ergonomía del vehículo ofrecía poca fricción contra el aire: en efecto, el viento debe adaptarse a sus curvas redondeadas al pasar. Una cuestión de economía de combustible más que de estética. Lo miro, sus pequeños ojos vivos me observan. Todo en él es amabilidad y sonrisa.
– ¿Bella, no?
–Conozco la compañía, está instalada en Earlton. Mi tío trabajaba allí hace algunos años. Buscan personal con preparación, en la actualidad.
–Ningún interés, estoy retirado. La caza con arco me espera.
Pienso que la conversación no terminará tan pronto. El señor se cree un cazador experimentado, como el que más. De ahí la entrada en escena en forma espectacular. De hecho, enseguida me di cuenta de su sagacidad. Se creyó un gato que, silencioso, se deslizó como una culebra en mi estacionamiento.
Estaba limpiando la caja de mi camioneta, de espaldas a él, cuando me di vuelta muy rápido, a tiempo para ver que daba el último paso hacia mí, con una sonrisa en sus labios. La perdió antes de lo que dura un suspiro. En ese preciso momento, le demostraba que no era el primero en manejar el arte de la caza fina.
No lo sabía, pero se estaba metiendo con alguien más peligroso que él.
Afganistán permanecía firme a mis espaldas, aquel país se había grabado en mí de forma que me era difícil separarme de aquel universo, una vez que había ingresado.
– ¿Su perro es agresivo?
Aquello me traía de golpe a la realidad, debo decirlo.
– ¿A qué perro se refiere, a la miniatura o al labrador?
–Hablo del labrador. Nunca lo vi en su terreno. También ladra. ¡Uno no debería dejar que su perro ladrara, sobre todo en el vecindario!
–Mi perro nunca ladra, por lo que sé...
–Bueno, bueno. No me refería a su perro. ¡El suyo es delicado! Sé muy bien que lo adiestra como se debe.
–Yo no lo adiestro como usted dice. Se trata, en todo caso, de una cuestión de respeto mutuo. Como usted y yo,