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Entre dos mundos
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Libro electrónico1319 páginas20 horas

Entre dos mundos

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Información de este libro electrónico

Arrancan los felices años veinte y el encantador Lanny Budd, heredero del emporio armamentístico Budd Gunmakers Corp., lleva una relajada vida en la Riviera. La Gran Guerra ha terminado y los burgueses vacían botellas de champán festejando que aún siguen vivos. Sin embargo, nubes oscuras asoman en el horizonte: Mussolini marcha desafiante sobre Roma y un histérico hombrecillo de bigote recortado escribe desde la cárcel que Alemania ha de recuperar su lugar en el mundo. Irremediablemente, la fiesta toca a su fin cuando el crac del 29 sacude el mundo desde sus cimientos. En esta segunda entrega de la saga de Lanny Budd, nuestro joven playboy nos brinda la crónica de un tiempo convulso, con todos los ingredientes, históricos y folletinescos, para dejar al lector rendido a sus pies.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 mar 2024
ISBN9788418918964
Entre dos mundos
Autor

Upton Sinclair

Upton Sinclair (1878-1968), novelist and journalist, is best known for his novel about the Chicago meatpacking industry, The Jungle. James N. Gregory is Professor of History at the Univesrity of Washington and author of American Exodus: The Dust Bowl Migration and Okie Culture in California.

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    Entre dos mundos - Upton Sinclair

    LIBRO UNO

    SOMOS LOS COMPOSITORES

    1

    QUE REINE LA PAZ EN TU MORADA

    I

    Cuando se ha estado fuera de casa durante más de dos años y se han conocido ciudades como París, Londres y Nueva York, el hogar puede resultar extrañamente pequeño al regresar e incluso haber perdido parte de su antiguo glamur. Lanny Budd caminaba alrededor de la casa contemplando sus fachadas, observando el color azul cielo de las contraventanas, ahora desvaído, y cómo el malicioso aire marino había oxidado sus bisagras. En el interior, los tapices habían perdido parte de su antiguo brillo, los cortinajes colgaban tristemente y el piano estaba desafinado. En resumen, aquel lugar necesitaba urgentemente una reforma. Únicamente el amanecer de Van Gogh y el estanque de nenúfares de Monet habían conseguido conservar toda su gloria, ars en vez de aes perennis. 1

    Lanny, cumplidos ya los veinte años, disponía de plenos poderes y de una cuenta bancaria bien surtida. De modo que, mientras paseaba, meditaba acerca de los diversos estilos que había conocido durante sus viajes. ¿Le gustaría vivir rodeado del esplendor típicamente francés al que se había acostumbrado durante su estancia en el Hôtel Crillon, en el Ministerio de Asuntos Exteriores y en el Quai d'Orsay, con enormes lámparas de araña bañadas en oro, pesados tapices, relieves de cupidos en los techos y tapizados de seda sobre delicadas sillas? ¿O quizá prefería la austeridad de la casa de su padre en Connecticut, con paneles de maderas nobles lacadas en blanco y muebles antiguos sin ornamento alguno? ¿Tendrían algo que objetar Van Gogh y Monet a los enormes paneles de madera oscura propios del solemne estilo inglés? ¿O igual debía optar por un estilo más moderno y desenfadado y convertir el salón principal en una guardería infantil con paredes de vivos colores, un friso de animalitos correteando y persiguiéndose alegremente y cortinas con excéntricos dibujos y luminosos tintes? Sus pensamientos vagaban de un lado para otro visualizando las decenas de conocidas villas vecinas de la Côte d'Azur en las que había estado a lo largo de los años. Entonces, sin embargo, era más joven y su mente nunca se había preocupado demasiado por la decoración de interiores.

    Era el verano del año 1919 y Lanny acababa de presenciar el cierre de la Conferencia de Paz de París. Había acariciado el sueño de reconstruir Europa. Durante más de seis meses había trabajado duramente y había fracasado, eso pensaba al menos, y sus amigos estaban de acuerdo con él. De modo que ahora llevaría a cabo una labor más sencilla: reparar la casa de su madre, a la que añadiría un nuevo estudio para el nuevo miembro de su familia. ¡Eso sí era capaz de hacerlo sin fracasar! Lanny, escaldado de las maquinaciones de la política mundial, estaba ahora dispuesto a dominar las antiguas técnicas de la arquitectura, la carpintería y la albañilería, el diseño de interiores y la jardinería.

    II

    En un apartado rincón de la hacienda había una pequeña construcción de piedra. Orientada al oeste, con vistas a los azules y dorados del mar Mediterráneo, esta se alzaba en el límite de una hermosa arboleda. Solo disponía de dos ventanas y estaba mayormente iluminada por una claraboya orientada al norte. La edificación tenía menos de cinco años de antigüedad pero ya estaba maldita y, tras sus dos años de ausencia, Lanny había tenido que hacer acopio de gran fortaleza para conseguir acercarse de nuevo a ella. Cuando al fin abrió la puerta se detuvo aún unos instantes antes de entrar y se limitó a contemplar el interior como si el mismo polvo que reposaba por toda la estancia no debiera ser perturbado.

    Todo seguía intacto desde aquel trágico día, hacía más de un año, en que Marcel Detaze había abandonado su paleta y sus pinceles y, tras escribir una carta a su esposa, se había arrojado por segunda vez al infierno de la guerra. Lanny no estuvo presente entonces y no había creído oportuno interrogar a su madre al respecto. Cuanto antes pudiera olvidarlo, mejor. Sin embargo, Lanny no estaba dispuesto a olvidar a su padrastro.

    Lentamente se adentró en la habitación, contemplando todo cuanto había a su alrededor. El caballete estaba cubierto con un paño bajo el que parecía reposar un lienzo. La paleta estaba colocada boca arriba sobre la mesa, con los colores secos y endurecidos. El pequeño solideo de color azul, gastado y desvaído, también yacía a su lado. Asimismo había un periódico cuyo titular informaba acerca del último avance del ejército alemán sobre París. Una voz fantasmal le susurraba a Lanny suavemente al oído: «¿Lo ves? Tenía que marcharme». Una voz tranquila en cualquier caso, pues Marcel jamás había tenido que discutir con su hijastro.

    Él estaba muerto, Francia había sido salvada y ahí estaba aún su estudio, con las contraventanas cerradas a cal y canto, la persiana bloqueando la luz que intentaba colarse a través de la claraboya y más de un año de polvo acumulado que el mistral había empujado a través de las rendijas de puertas y ventanas. Lanny abrió una de las contraventanas, que gimió sobre sus herrumbrosos goznes dejando entrar al fin la brillante luz del Midi. Se dio cuenta entonces de que Marcel había estado leyendo un libro sobre estrategia militar, un tema a todas luces inapropiado para un pintor. Sin embargo, el artista intentaba comprender lo que le estaba ocurriendo a la patrie y averiguar si esta necesitaría disponer de la vida de uno más de sus hijos, que ya había resultado mutilado a su servicio poco tiempo atrás.

    Lanny retiró el paño que cubría el caballete, dejando al descubierto un boceto al carboncillo cuya visión le sobresaltó tan repentinamente como si una mano invisible le hubiera agarrado por el cuello. Era el rostro de un campesino que el joven reconoció al instante. Se trataba de un viejo que trabajaba como conductor para los floricultores del cabo de Antibes, el mismo que había enseñado a Lanny a conducir. Marcel poseía el don de la línea: el más leve trazo de sus lápices conseguía que lo retratado cobrase vida, que se moviera. En esos leves trazos que ahora observaba se adivinaba lo que los elementos habían escrito con el paso de los años en el rostro de aquel hombre. En las arrugas que enmarcaban sus ojos se podía apreciar un humor malicioso y en sus erizados bigotes el espíritu de sus antepasados que también habían marchado hacia París, arrastrando sus cañones y cantando: «¡A las armas, a las armas, valientes!». Lanny cogió el boceto y lo acercó a la luz para observar los detalles. De nuevo pudo escuchar la misma voz espectral: «¡Ya ves, Lanny, a pesar de todo he dejado algo de mí!».

    En la parte trasera del estudio había un almacén cuya puerta el joven también abrió tras un instante de indecisión. A lo largo de los muros había estantes que Beauty había ordenado construir, sin reparar en gastos, en un fútil intento por mantener en la casa a su marido francés mientras la patrie estaba en peligro. En los estantes se veían decenas de lienzos, enmarcados y cubiertos por una fina pátina de polvo. Nadie pujaba hoy por la obra de Marcel Detaze en ninguna subasta, sus precios no eran objeto de controversia y chismorreo en los periódicos, de modo que nadie se había molestado tampoco en entrar a robar en aquel lugar.

    Lanny no necesitaba sacar ninguno de aquellos lienzos para recordarlos. Sabía perfectamente dónde estaban las obras de temática bélica, cuáles eran paisajes del cabo y cuáles representaban los fiordos noruegos o dónde reposaban las islas griegas y las costas africanas. De pie en aquella habitación polvorienta y débilmente iluminada, volvió a experimentar la extraña sensación que se había adueñado de él entre las ruinas de antiguos templos, mientras su padrastro le contaba las vidas de aquellos amantes de la belleza desaparecidos en tiempos inmemoriales. Ahora Marcel también se había unido a ellos. ¿Se reunirían en algún limbo griego compartiendo los secretos de sus técnicas pictóricas o quizá se veían obligados a librar sus antiguas batallas una y otra vez? Marcel, que había estado en la segunda batalla del Marne, podía encontrarse con los héroes de las Termópilas en igualdad de condiciones. Lanny recitaba mentalmente algunos de los epigramas que habían leído juntos entre las ruinas: «En tiempos de paz los hijos entierran a los padres. En la guerra son los padres quienes entierran a sus hijos». Veintidós siglos habían transcurrido desde entonces y ahora Lanny había comprobado cómo lo mismo ocurría en Francia, Inglaterra y Norteamérica.

    III

    En la villa había otro recuerdo de Marcel, uno que Lanny contemplaba por primera vez. La pequeña Marceline contaba ahora tantos meses como años tenía Lanny e, igual que él, era una hija del Midi. En aquellos momentos jugaba en el patio, dando vueltas sobre la hierba bajo los cálidos rayos del sol, vestida con tan solo un diminuto calzón, y su cuerpecito era de color avellana. El viejo perro de la casa había obsequiado a la familia con una camada de cachorros que correteaban sin cesar, tropezando entre sí y con la pequeña Marceline, mientras esta gateaba incansable de un lado para otro. ¡Qué estampa encantadora! ¡Y cómo habría disfrutado su padre sentándose a su lado y dibujando bocetos de todo cuanto acontecía! Una vez más, Lanny pensó en lo extraña que era la vida ¡y qué caprichosa! Marcel había aprendido tantas cosas y ahora ya no estaba. Su hija tendría que comenzar por el principio y aprender a caminar por sí misma, a ponerse en pie y volver a levantarse cada vez que cayera.

    Tenía los rasgos dulces y bondadosos de su madre, así como su alegría natural. También, al parecer, el mismo impulso, estuviera donde estuviese, de hallarse en otro lugar. A Lanny le resultó interesante tener una hermanastra y poder centrar su interés en la pequeña. Rápidamente se dio cuenta de que Marceline percibía sus miradas y por supuesto le gustaba ser objeto de sus atenciones. ¿También había heredado eso de su madre? Lanny decidió informarse y leer algún libro acerca de las leyes de la herencia. La pequeña exhibía, como su padre, el mismo extraño contraste de cejas rubias y cabellos más oscuros. ¿También desarrollaría con el tiempo trazas de su dulce melancolía? Cuando los cachorros se durmieron y la niña se quedó quieta finalmente, observando cuanto había a su alrededor, ¿qué misteriosos procesos se ponían en marcha en el interior de su alma floreciente?

    Aparentemente no conservaba ningún recuerdo del hermoso ser que la había traído al mundo y que había llevado a cabo la tarea, casi olvidada entre las damas adineradas, de amamantarla. Habían pasado seis meses desde que Beauty se marchase y la pequeña Marceline dependía de una rubicunda campesina que semana tras semana había ido ganando más y más kilos y desarrollado una leve sombra de vello castaño sobre su labio superior. Leese sostenía con firmeza la convicción de que la gordura era el destino de todas las criaturas de sexo femenino. Alimentaba a la pequeña a todas horas, la mecía en sus brazos hasta que se dormía, la acariciaba y la besaba e invitaba a hacer lo mismo a muchos de sus parientes, violando sin inmutarse todas las reglas básicas de la pediatría. Pero eso no preocupaba en absoluto a Lanny, pues él mismo había sido criado exactamente igual y el suave dialecto provenzal también había sido, se podría decir, su lengua adoptiva.

    Solo una cosa le preocupaba: el estanque con pececillos y la pequeña fuente que adornaban el centro del patio. Marceline solía inclinarse sobre él para observar los peces e intentar cogerlos y Leese insistía en que sabía lo suficiente como para no caerse al agua que, de todos modos, tampoco era profunda. Pero Lanny prefirió no arriesgarse y contrató a un carpintero para que hiciera una pequeña verja para que la niña pudiese observar a los peces pero no unirse a ellos. El joven escribió a su madre para contarle que todo iba bien, de manera que pudiera disfrutar con la conciencia tranquila de su tercera luna de miel. Lanny sonreía mientras escribía esas palabras pues, habiendo conocido Nueva Inglaterra, sabía bien que las personas podían ser muy diferentes en cuestiones de conciencia. Entre el joven y su madre, sin embargo, había tal confianza que a veces sobraban las palabras.

    IV

    La madre también escribía largas cartas. Ella y su amante habían encontrado una casita de campo en la accidentada costa del golfo de Vizcaya. Una mujer vasca les limpiaba y ellos al fin se dedicaban a vivir la vie simple, una complicada aventura para personas tan complicadas. Por primera vez la madre no tenía interés alguno en relacionarse con la gente refinada e importante, y para ello había razones que ella evitaba cuidadosamente mencionar en sus cartas. La censura de la correspondencia llevada a cabo durante la guerra había tocado supuestamente a su fin, pero nunca se sabía.

    Por tercera vez en su vida Mabel Blackless, alias Beauty Budd, alias madame Detaze, veuve,2 asumía el difícil rol de serlo todo en el mundo para un hombre. Se veía así obligada a tratar de ocupar al mismo tiempo el lugar de su familia, sus amigos, su patria, y del ejército alemán al completo. Debía conseguir que su amado olvidase la derrota y la vergüenza, la pobreza y la ruina de su país. Europa estaba llena de hombres cuyas vidas habían sido interrumpidas y hechas añicos, y de mujeres que ahora intentaban consolarlos y ayudarlos a volver a la normalidad. ¡No los regañéis, no los critiquéis, no os sorprendáis de nada que digan o hagan! ¡Intentad comprender que han pasado por el infierno en vida y sus pulmones están aún impregnados de sus emanaciones, y sentíos agradecidas si no se trataba de gas mostaza o bertholita! Permitidles hacer todo cuanto quieran y fingid que os place, apoyadles en cualquier cosa que quieran creer, cantadles hasta que se duerman y cuando sus pesadillas los despierten tranquilizadlos como si fueran niños asediados por la fiebre. ¡Alimentadlos, jugad con ellos y considerad un triunfo cada vez que escuchéis su risa!

    España se había enriquecido gracias a la guerra y sus clases acomodadas revoloteaban ociosas por toda la costa norte del país. El ambiente recordaba a los inviernos de la Riviera en los viejos tiempos. Había muchos alemanes, tanto comerciantes como militares, y cada uno de ellos podía reconocer a Kurt Meissner. Beauty aludía a esta posibilidad en sus cartas utilizando un código que Lanny comprendía bien. Se refería a Kurt como «nuestro amigo» y a los alemanes como «sus antiguos socios». Un censor habría pensado que se trataba de algún vulgar ladrón al que su amante intentaba reformar o quizá un borracho. «Mi esperanza es que nuestro amigo rompa sus antiguos lazos de una vez por todas. Ayúdame a convencerlo de que ya ha cumplido con su deber y ha de olvidar el pasado».

    Lanny, ansioso por corresponder, le escribía alegres cartas en las que le hablaba de la vida artística, del genio de sus amigos y de la felicidad que juntos podrían disfrutar. En un principio, la idea del joven era construir un nuevo estudio como una sorpresa para su madre y su amante. Cualquier día llegarían en coche a las puertas de Bienvenu y Lanny los guiaría hasta el nuevo edificio para ser testigo satisfecho de su alegría. Sin embargo, ahora consideraba que era algo arriesgado. Quizá Kurt había decidido ya regresar a su tierra natal para ayudar a reconstruir la patria o incluso prepararse para otra guerra. ¿Quién podría prever cuál sería el impulso de un oficial de artillería prusiano tan solo un mes después de la firma del Tratado de Versalles que ahora atenazaba la garganta del país como un puño de hierro?

    De ese modo Lanny Budd decidió revelar más sutilmente lo que estaba llevando a cabo. Se trataba de una deliciosa aventura: la construcción de un estudio dedicado a la composición de la música que haría revivir los grandes días de Bach y Brahms y devolvería el prestigio a la raza teutónica en el ejercicio de la más noble de las prácticas humanas. Los albañiles habían asentado los cimientos y Lanny les había facilitado ya el plano con el proyecto para la planta. El trabajo estaba siendo realizado por algunos de los parientes de Leese que no habían resultado muertos o tullidos durante la guerra y Lanny contaba en sus cartas fantásticas historias sobre los trabajadores del Midi, desconfiados y con una fuerte conciencia de clase, que sin embargo se abrían como los pétalos de una flor cuando uno comenzaba a hablar con ellos y especialmente cuando se ofrecía a ayudarles y no decía nada cuando se reían de sus pifias. El artista que había en ellos se emocionaba al saber que un joven músico viviría y compondría allí sus obras. Un caballero suizo, para ser precisos.

    Lanny sabía muy bien que Kurt era ahora uno más entre millones de hombres desempleados, pues el ejército alemán había sido reducido a su más mínima expresión y su familia no había podido conservar gran cosa de entre las ruinas de la guerra. De manera que Lanny no renunció a su sueño de ser un joven Lorenzo de Médici y reunir en torno suyo a una pequeña troupe de talentosos y jóvenes artistas. «Mi padre me da dinero regularmente», les escribió. «Dinero que no he ganado… ¡y quizá él tampoco!». Desde que Lanny conociera a algunos socialistas y personajes de naturaleza poco ortodoxa durante la Conferencia de Paz, su mente estaba plagada de frases peligrosas. «¿Qué mejor uso para ese dinero que ayudar a un hombre que posee dones de los que yo carezco? Mi padre quiere que lo gaste en ser feliz y si lo que me hace feliz es ayudar a mis amigos y a los amigos de mi madre, ¿por qué he de negarme ese placer?».

    ¡Mide cada una de tus palabras, Lanny! Kurt Meissner, a pesar de tenerse por un hombre moderno y un artista aún conserva los instintos de un aristócrata alemán. ¿Y cómo podría un hombre así aceptar la idea de ser mantenido por una mujer, y especialmente por la mujer a la que ama? Los ingleses tienen un apelativo para hombres así y un hombre como Kurt no está preparado para asimilarlo. Cuando Kurt escribe en ese tono, Lanny se siente profundamente herido, pero también sabe que ha de velar por la felicidad de su madre. Para ser precisos, el dinero en cuestión es de Lanny, no de su madre, y si Kurt así lo quiere, será exclusivamente parte de un préstamo en el que cada dólar será cuidadosamente anotado, de modo que el gran músico pueda llegar a devolverlo con el fruto de sus futuras actuaciones, de sus royalties, de su salario como director de orquesta, o de donde sea. Hay sobrados precedentes en las vidas de los grandes músicos… ¡Acerca de sus préstamos, si bien no de su amortización!

    V

    Llegaron los pintores y comenzaron a trabajar en los muros exteriores de la villa. Los empapeladores revestían las paredes del salón principal. Los tapiceros se llevaron los muebles para renovarlos con nuevas telas de un suave color marrón. Conseguiría el nuevo ambiente que buscaba con papel pintado de un color crema suave con discretos estampados, pues Lanny había decidido que tal estilo estaría más de acuerdo con el austero espíritu de su amigo y las intenciones ahora hogareñas de su reformada madre.

    También acudió a la casa un afinador de pianos y Lanny de nuevo pudo vivir en primera persona la música que tanto adoraba y cuya compañía había buscado en los momentos difíciles a lo largo de los dos últimos años. Un traductor-secretario en funciones durante la Conferencia de Paz carecía de recursos para evitar que los italianos se apoderasen de territorio yugoslavo o que los turcos asesinaran a miles de armenios. Sin embargo, siempre que se sentaba al piano recobraba la confianza en sí mismo y cuando no le gustaban los arreglos que algún compositor había elegido para su obra se sentía libre de cambiarlos. Los dedos de Lanny habían perdido parte de su agilidad sometidos al trabajo de preparar y clasificar cientos de informes sobre la distribución de las poblaciones del continente europeo, pero a los veinte años las articulaciones se recuperan con rapidez y pronto Lanny recobró su libertad en ese jardín de las delicias privado en el que pretendía pasar el resto de sus días.

    La entrada para vehículos de Bienvenu contaba con un gran portón de acero que se podía cerrar si así se deseaba. Y el acceso a pie que conducía hasta la casa comenzaba tras una delicada portezuela de madera, con una campanilla para llamar flanqueada por dos esbeltos árboles de aloe, ya en flor. En el interior había exuberantes palmeras y plátanos, cascadas de púrpuras buganvillas, y el aroma de los narcisos y el leve zumbido de las abejas acompañaba al visitante en sus paseos. Reinaban la paz y la belleza, y la intención de Lanny era que también el amor y la amistad formasen parte de ese paisaje. ¡Adiós, mundo orgulloso, vuelvo al hogar! Eso se había dicho el mismo día en que el injusto e insatisfactorio Tratado se firmó. Cada mes Robbie Budd le enviaba a Beauty un cheque de mil dólares, y de ahora en adelante Lanny también dispondría de una renta de trescientos. Además, contaba con los mil dólares que él mismo había ganado y de los cuales se sentía orgulloso. Tal montante se había mezclado con el resto de sus ahorros en su cuenta bancaria de Cannes. Sin embargo, en su mente esos mil dólares estaban en un compartimento aparte y en forma de cheques al portador firmados por un funcionario de la oficina del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América.

    Pretendía emplear ese dinero en conseguir un poco de orden y felicidad para el mundo. De nuevo estaría cerca de sus amigos. Personas que, como él, amaban las artes y se conformaban con vivir practicándolas. El hecho de que su madre se hubiera enamorado de uno de sus mejores amigos era tan solo una curiosa circunstancia que, sin embargo, le ayudaría a estrechar un poco más el círculo. De ese modo resolvería el problema de la vida destrozada de un oficial del ejército alemán y al mismo tiempo mantendría a su madre alejada de la influencia de la gente refinada que durante años había abusado de su hospitalidad y le había birlado su dinero jugando al bridge. Mientras se peleaba con las complejidades tonales de las fugas de Bach se decía a sí mismo que la seriedad de su amigo Kurt sería la baza gracias a la cual tanto él mismo como su madre conseguirían reformarse por completo, apartándole a él de fútiles amoríos y otras aventuras que quería dejar definitivamente atrás.

    VI

    Los carpinteros ya trabajaban en el nuevo estudio. La estructura del edificio se había alzado como por arte de magia: una gran estancia más un pequeño dormitorio y un baño en la parte trasera. Lanny observaba cómo avanzaban los trabajos y se entretenía intentando ayudar. Después volvía a practicar al piano con sus partituras. Cuando necesitaba compañía llamaba a Jerry Pendleton e iban juntos a nadar o a pescar con antorcha por las noches. Se sentaban pacientemente en el bote sobre las tranquilas aguas y recordaban el submarino austriaco que había emergido del mar justo a su lado años atrás. El extutor y veterano soldado de la batalla de Meuse-Argonne compartía los sentimientos de su antiguo pupilo. También él quería dejar atrás todo aquello. ¡Y qué mejor refugio para ello habría podido encontrar que la Pensión Flavin en Cannes, en la que ahora vivía!

    Finalmente había elegido desposarse con la nación francesa, le contó a Lanny: la dulce y gentil Cerise; su madre, propietaria del cincuenta por ciento de la pensión; su tía, que poseía la otra mitad y ayudaba en su gestión; y, por supuesto, los huéspedes, que en esta cálida estación de verano no eran turistas sino franceses respetables y permanentes, empleados en bancos y otras oficinas y que habían llegado a considerarse también parte de la familia, con derecho adquirido a preocuparse por los asuntos de los Flavin. Sin embargo, Jerry agradecía poder contar con la compañía de otro norteamericano al cual poder confiarse de vez en cuando. Y además, habiendo Lanny vivido la mayor parte de su vida en Francia, siempre era capaz de explicarle ciertos asuntos y aclararle los malentendidos. ¡Una nueva conferencia de paz!

    Las mujeres francesas de clase media eran por lo general amigas de la vida frugal, y cuando se trataba del negocio familiar se lo tomaban muy en serio. Y de repente aparecía en sus vidas un yerno que arrastraba consigo un complicado problema. Un joven norteamericano, recto y capaz, que se había arrojado sin miedo a un horno ardiente y ayudado a rescatar a la patrie de una derrota segura. En aquellos días los soldados norteamericanos gozaban de un enorme prestigio en Francia. Eran vistos en cierto modo como seres semidivinos, varios centímetros más altos que el poilu3 medio, equipados para la lucha como ningún otro ejército de Europa, risueños, insolentes y preparados para todo. «Ah, comme ils sont beaux!»4, exclamaban al unísono las señoritas a su paso.

    El teniente Jerry Pendleton, pelirrojo y hermoso, se había convertido en un marido con responsabilidades, pero ¿de qué le servía todo eso? No tenía dinero y en Cannes no había trabajo. Miles de franceses habían vuelto de la guerra y ahora buscaban un modo de ganarse el pan. Era verano y no había turistas ni certeza de que al menos en el invierno llegase alguno. Jerry estaba ansioso de trabajar con sus propias manos, à l'américaine, pero algo así era impensable en Francia. Debía conseguir un buen trabajo y ayudar a mantener la dignidad y el prestigio del negocio que acogía exclusivamente a los más respetables burgueses. Las dos ansiosas damas entradas en años le alimentaban sin hacer comentario alguno que pudiera recordarle su humillante posición. Su padre poseía un par de establecimientos de droguería en la lejana tierra de tornados llamada Kansas y, en el caso de que su dignidad fuera puesta en tela de juicio, podría exigirle a su esposa que preparase su equipaje y le siguiera al otro lado del océano, privando así a las dos respetables damas de sus esperanzas: un nieto para una de ellas y un sobrino nieto para la otra.

    Una feliz solución intermedia tuvo lugar ad interim. Jerry iba a pescar y regresaba cada noche a casa con una cesta repleta de las más extrañas criaturas que poblaban las aguas de la rocosa costa mediterránea: el mérou y la mostele, la larga y verde morena, la gris langouste con su duro caparazón, calamares grandes y pequeños y siempre con su propia tinta en la cual cocinarlos. Esto, por supuesto, también era muy del agrado del paladar de todos los huéspedes y a la vez era algo completamente respetable, pues se trataba al fin y al cabo de la práctica de le sport. El yerno pasaba su tiempo de ocio en compañía de un joven amigo que poseía un velero, vivía en una elegante villa en el cabo y se relacionaba con los más distinguidos y adinerados ciudadanos de Cannes. Mientras, Jerry entretenía a su amigo con sus historias sobre los huéspedes, las damas viudas alimentaban la curiosidad de estos con los detalles acerca del nuevo estudio que se construía en Bienvenu, la redecoración de la villa y el triste caso de madame Detaze, cuyo marido había dado su vida por la patrie y ahora guardaba su periodo de luto en España.

    VII

    En un rincón del garaje estaban apiladas unas cuarenta cajas de madera, recibidas en Bienvenu tras un largo periplo en vapor desde Connecticut hasta Marsella, que contenían la librería legada a Lanny por su tataratío Eli Budd. El joven había hecho acopio de valor y había llevado a un maestro carpintero al estudio de Marcel para que tomara las medidas necesarias para diseñar una librería que cubriría los muros de toda la estancia. Lanny había reservado para sí mismo ese refugio y estaba seguro de que si desde algún lugar del limbo de las buenas almas Marcel le observaba en esos momentos, aprobaría su proyecto. El estudio era más importante para Lanny que para ninguna otra persona, incluida Beauty. Ella amaba las pinturas de Marcel porque eran suyas. Lanny, sin embargo, las amaba porque eran obras de arte y Marcel, que había comprendido la diferencia mejor que nadie, solía incluso hacer bromas al respecto, a su manera en parte alegre y en parte grave.

    Tan pronto como los estantes estuvieron terminados, instalados y barnizados, Lanny empezó a bajar las cajas poco a poco y, con ayuda de Jerry, comenzó a abrirlas y a clasificar su contenido. Jerry no era ningún erudito, aunque casi había concluido sus estudios universitarios. Sin embargo, quedó profundamente impresionado al comprobar el espacio que ocupaban los más de dos mil volúmenes una vez extraídos de las cajas y más aún ante la afirmación de Lanny de que su intención era leerlos todos del primero hasta el último. El viejo pastor unitarista debió ser incluso más sabio de lo que su heredero había imaginado, pues ante sus ojos se desplegaba una colección con los mejores libros del mundo entero, escritos en media docena de idiomas: no había demasiada teología pero sí gran cantidad de filosofía, historia, biografías y una pequeña muestra de toda clase de obras de las llamadas belles-lettres. Solo el latín y el griego quedaban fuera de sus posibilidades, decidió Lanny. Sabía francés y alemán, podía desempolvar su italiano y pronto aprendería español, que Beauty y Kurt ya practicaban.

    La clasificación de tal cantidad de libros sería un trabajo ingente. Tras colocar un puñado de ellos en un estante, decidían que se habían equivocado y lo trasladaban a otro. Finalmente un nuevo ayudante se sumó a la tarea. Monsieur Rochambeau, el anciano diplomático suizo, pasaba sus años de retiro en la villa de Juan-les-Pins. Vivía en un pequeño apartamento con su sobrina y la temporada de verano le resultaba especialmente solitaria. Había conocido a Marcel y admiraba su obra desde antes de la guerra. Había estado a su lado durante los terribles días en los que el pintor regresó de la batalla y decidió cubrir su rostro mutilado con un velo de seda. Hombre leído y de buen gusto, monsieur Rochambeau pudo hablarles con gran sabiduría de muchos de esos libros y resolver buena parte de sus dudas acerca de cómo ordenarlos. Se emocionaba al descubrir el contenido de muchos de los volúmenes que encontraba aquí y allá, y Lanny se los prestaba para que pudiera disfrutar leyéndolos en casa.

    Al anochecer, sus amigos se marchaban y, tras un breve paseo, Lanny regresaba al estudio donde se sentaba bajo la pálida luz de luna que se colaba por la puerta. El lugar estaba ahora hechizado por dos espíritus. Lanny hizo las presentaciones entre el espíritu de Marcel y el de su tataratío Eli, y disfrutaba imaginando el efecto que la nueva amistad tendría en el limbo que ambos ahora habitaban. Lanny creía escuchar de sus propios labios las cultas conversaciones que naturalmente entablarían en el ámbito del arte y la civilización griegas, pues el joven le había contado a Eli cómo, durante su travesía por el Mediterráneo a bordo del yate Bluebird, habían conocido las islas griegas y caminado entre las ruinas de sus templos mientras Marcel leía para él las obras de sus antiguos poetas. Lanny había escrito a Marcel para hablarle acerca de los comentarios de Eli, de modo que sus espíritus ya eran viejos conocidos y compartirían libremente sus más profundos sentimientos. El espíritu más joven, el que antes había llegado al limbo, conseguiría enseguida que el espíritu más viejo se sintiera bienvenido. «¡En esa lejana costa te esperaré, oh Calímaco, y prepararé para ti un banquete digno de tus nobles hazañas!».

    VIII

    Y así transcurrió el resto del verano. Los trabajadores avanzaban en sus tareas, la villa comenzaba a brillar con el lustre de lo nuevo y el estudio estaba casi terminado. Lanny escribió a Kurt para preguntarle qué tipo de decoración le parecería más apropiada para la música de Bach o Brahms, y su amigo le expresó con suma delicadeza su plena confianza y su aprobación por los gustos de Lanny. De modo que el estudio se decoraría siguiendo la misma línea que el resto de la villa. Poco a poco Lanny trataba de atraer a su amigo. «Pretendo gastar esos mil dólares que he ganado intentando lograr una paz justa en el mejor piano que pueda encontrarse en París. Y quiero que tú lo escojas para estar seguro de que verdaderamente es el mejor».

    Pero seducir a Kurt no era una tarea fácil. Las cartas de Beauty revelaban que el altivo teutón aún sufría a causa del destino de su país y valoraba la idea de marcharse a Brasil o Argentina, donde los alemanes podían ganarse la vida sin el consentimiento de británicos o norteamericanos. Lanny tendría que estudiar a fondo la psicología de los oficiales de artillería vencidos con aspiraciones a convertirse en genios de la música y económicamente dependientes de sus esposas. Los ingresos de Beauty y de su hijo procedían nada menos que de las armas que hicieron saltar por los aires las esperanzas de la patria alemana. ¿Cómo podría Kurt soportar la mera idea de vivir de ese dinero? Lanny hacía sutiles alusiones a los dilemas morales de un fabricante de armas y su hijo. «Mi padre se niega a permitir que su conciencia le cause problemas, pero sabe perfectamente que a mí no me ocurre lo mismo. Le complace poder darme dinero, pues de esa manera se libra de la idea de que su hijo le pueda juzgar desde una posición moral superior a la que él sustenta. Ni tú ni yo podemos cambiar lo ocurrido, Kurt. Pero si crees en la música y en los dones que posees, ¿por qué no habrías de emplear ese dinero en la búsqueda de la belleza y la verdad?».

    Kurt, por supuesto, compartía el contenido de esas cartas con su fiel compañera. Y esta, a su vez, informaba a Lanny del efecto que tenían en él. Habiendo pasado más de la mitad de sus treinta y ocho años relacionándose con hombres igual de recalcitrantes, Beauty había acumulado una gran reserva de sabiduría. No le rogaría demasiado ni le echaría en cara sus faltas, se limitaría a hacerle el amor al ser más hermoso que había en España. Le haría notar sus propias debilidades y la necesidad de la fuerza moral de un hombre. Sutilmente aludiría a los condicionantes de Lanny. Era un buen chico pero fácilmente influenciable y con tendencia a vagar sin rumbo de un arte al siguiente. Necesitaba a su lado a una persona mayor y más estable que le ayudase a concentrarse. Por semejante servicio cualquier hombre rico estaría dispuesto a pagar el precio que hiciera falta. ¡Lanny había tenido ya tantos tutores! De italiano y de alemán, de piano, de danza, de estudios enciclopédicos… El menos competente de todos ellos había recibido mucho más de lo que costaría alojar a Kurt en Bienvenu. Lo que Kurt hacía por la madre de Lanny era algo puramente anecdótico. ¡Y sin lugar a dudas cualquier persona que llegase a su casa se daría cuenta de ello!

    De modo que los últimos escrúpulos del joven oficial finalmente fueron vencidos. Escribió a sus padres al castillo de Stubendorf —ahora parte de Polonia gracias al malvado tratado— para solicitarles el envío de sus partituras y de los instrumentos que con el tiempo había reunido. Kurt les contó que sería profesor de un muchacho norteamericano, invitado de la familia casi seis años atrás. Puesto que la madre del muchacho no había sido su invitada no creyó necesario mencionarla. Kurt esperaba que sus padres pudieran perdonarle por irse a vivir a Francia. No tendría relación alguna con ese odioso pueblo, se limitaría a llevar una vida solitaria en la propiedad de la familia Budd y retomaría las serias tareas que antes de la guerra desempeñaba en su hogar.

    IX

    Llegó el vigésimo cumpleaños de Lanny y su madre amantísima se sentía triste por no estar a su lado. Su conciencia la aguijoneaba y le escribió una larga carta llena de disculpas y del tipo de consejos que ella misma no siempre era capaz de poner en práctica. No era la primera ni sería la última vez que su pluma abordaba el tema del amor, de las mujeres que perseguirían a su adorado vástago y de su necesidad de tomar precauciones en tales asuntos. ¡El mundo estaba lleno de astutas criaturas dispuestas a emplear todas sus malas artes, imposibles de resistir!

    Huelga decir que desde el punto de vista de su madre no había mujer en el mundo lo suficientemente buena para Lanny Budd. Y menos aún esas chiquillas modernas y superficiales, descarados y perversos productos de la guerra, que para Beauty eran poco menos que una nueva plaga que envenenaba el mundo. Las había observado en las calles de París durante la Conferencia de Paz. Hambrientas de placeres e ilícitas sensaciones, no tenían sentido de la medida ni de la lealtad. Ansiosas de atenciones y de éxito allá donde fueran, hoy en día eran conocidas como cazafortunas, y una mujer de los viejos tiempos contemplaba horrorizada su manera de conducirse en este nuevo mundo, lo cual no dejaba de ser cómico si uno recordaba lo lejos que ella misma había estado de ser un modelo de discreción.

    Quizá los pecados de Beauty Budd regresaban para atormentarla, un fenómeno bastante común en la vida moral. Mientras Kurt trabajaba en su música, Beauty se sentaba a orillas del golfo de Vizcaya e imaginaba a un joven esbelto y lleno de gracia, de ojos marrones que irradiaban un brillo imperecedero, expectantes ante nuevos placeres por venir; con su cabello castaño y ondulado peinado según la moda del momento y su tendencia a bajar la mirada, su sonrisa amable y un corazón sensible como el de una muchacha. Lanny, de vuelta en Bienvenu, tenía ahora la misma edad que su padre cuando llegó a París y conoció a una modelo aún más joven que él. Beauty sabía exactamente lo que le había ocurrido a aquel joven, pues ella misma lo había planeado. Incluso en los momentos en que sentía su corazón latir violentamente en su pecho, sabía perfectamente lo que hacía, sabía el porqué y cómo lo conseguiría. Las mujeres siempre lo saben y ocurra lo que ocurra es culpa suya, o al menos Beauty insistía en que así era.

    Sin embargo, ella había amado sinceramente a Robbie Budd, no solo su fortuna y su posición como heredero de una antigua y acaudalada familia de Nueva Inglaterra. Y lo demostró cuando llegó el momento de la prueba más cruel, cuando podría haberse casado con él y provocar la ruptura definitiva con su severo y anciano padre. ¿Dónde encontrar hoy día a una mujer dispuesta a hacer semejante sacrificio? ¿Encontraría Lanny a alguien así en esa Costa del Placer, donde las ruletas ya volvían a girar desenfrenadamente? Cuando Lanny mencionaba en sus cartas a alguna joven de ojos oscuros o a la hija de algún joyero excesivamente engalanada con las joyas del negocio de su padre, cuando le hablaba de las muchachas norteamericanas llegadas de París para tumbarse en la arena y olvidarse de la guerra que habían ganado y de la paz perdida, que bebían sin mesura y conducían enloquecidas los coches de sus amantes… Sí, Beauty las conocía bien. Había asistido a fiestas después de medianoche con mujeres así —criaturas hambrientas de placer— y sabía perfectamente lo que serían capaces de hacerle a su querido, precoz e incomparable hijito si caía entre sus redes. «Recuerda, Lanny», le advirtió en su carta de cumpleaños, «cuanto más hermosa y atractiva sea Bienvenu, tanto más ansiosa alguna de esas mujeres se sentirá por cruzar sus puertas antes que yo». Lanny se reía entre dientes mientras leía. Sin duda podría haber nombrado a una de esas mujeres, a varias de hecho. Pero no podía evitar sonreír cuando su madre se transformaba en una combativa puritana, un chiste que él y su padre habían compartido en más de una ocasión.

    X

    Lanny había recuperado su amor por la música. En honor a los gustos de su amigo Kurt había aprendido de memoria gran cantidad de obras de Bach. También disfrutaba con las ligeras notas de Jardines bajo la lluvia de Debussy, aunque no estaba seguro de que su amigo diera su aprobación en esos momentos a ningún músico francés. Gozaba con las extrañas fantasías de Músorgski en sus Cuadros de una exposición. De hecho, habiendo visitado una muestra de arte en compañía de Kurt y varias junto a su amigo Rick y su padrastro, cada vez que ahora se adentraba en esa partitura rusa lo hacía en compañía de todos sus amigos. Por lo general no le interesaba la música programática, pero de cuando en cuando se veía asaltado por la curiosidad y por un estado de ánimo, digamos, pintoresco. Entonces se zambullía en tan extrañas melodías e imaginaba qué pinturas casarían mejor con semejantes partituras.

    La pequeña Marceline había superado los problemas para mantener el equilibrio y ya era capaz de caminar e incluso de corretear sin tropiezos. Se quedaba en el umbral de la puerta mientras Lanny tocaba y finalmente, observándola, comprobó un día cómo la pequeña se balanceaba armoniosamente siguiendo el ritmo. Comenzó a tocar una melodía más simple y enfática y los pasos de la pequeña enseguida se acomodaron a ella. Decidió dejar que su hermanita descubriera el arte de la danza por sí misma. Se abría así una nueva rama en su estudio del comportamiento infantil. Durante semanas, los diminutos pies correteaban de un lado para otro mientras los ojos de la pequeña brillaban embriagados de alegría bajo el espíritu de la aventura. De forma repentina comenzó a hacer maravillosos progresos y Lanny incluso estuvo a punto de escribir a su madre para contarle que su hijita era poco menos que un prodigio de la danza cuando descubrió que Leese había echado a perder inconscientemente el experimento bailando con la pequeña en el patio durante todo ese tiempo. Desde ese momento Lanny decidió poner un disco cada día en el fonógrafo y la pequeña Marceline comenzó un curso completo de euritmia según las enseñanzas de Jacques-Dalcroze,5 con pequeñas variaciones de acuerdo al libre expresionismo de Isadora Duncan.

    Había pocos rincones de Bienvenu en los que Lanny no hubiera bailado. El patio cubierto era un lugar idóneo; allí su madre había organizado fiestas al aire libre a las que habían asistido especialmente músicos venidos de Cannes y en las que nobles damas y caballeros se habían atiborrado tanto como habían querido. Primero había sido el vals, a continuación el tango argentino y poco después las más delirantes invenciones procedentes de Nueva York. También en aquel patio había estado monsieur Pinjon, el gigoló con el que Lanny había trabado amistad en Niza. Este había visitado Bienvenu con la única compañía de su flautín y había tocado hasta desfallecer mientras bailaba la farandola. El pobre había perdido una pierna en la guerra y después del armisticio había regresado a su pueblo natal, donde vivía con su padre. Sobre una mesilla del salón reposaba la figurita de un bailarín tallada en madera que el buen hombre había enviado como regalo para su amigo del grand monde.

    Junto al viejo piano del mismo salón Lanny había aprendido a bailar antiguas danzas como el minueto y la polonesa, y en muchas ocasiones había incitado a su madre y a sus amigos a unirse a él. También allí había bailado el dalcroze junto a su amigo Kurt cuando los dos muchachos regresaron de Hellerau. En los tristes días tras el estallido de la guerra, cuando Marcel fue llamado a filas, Lanny había bailado con su madre como parte de su entrenamiento diario para hacerle frente a la melancolía y a los kilos de más. Había pocos discos en su colección que no le trajeran recuerdos.

    Ahora Lanny comenzaba una nueva etapa en su amor por la danza junto a su hermanastra, esa diminuta fuente de diversión, esa cajita repleta de milagros. Su risa era como las burbujas del champán al descorchar una botella. Sus pies eran imparables, ya estuvieran correteando por el suelo o agitándose en el aire. Sus grandes ojos marrones observaban a Lanny sin descanso y sus brazos y piernas no dejaban ni un momento de imitar los movimientos del joven. Cuando él ejecutaba algún paso lentamente y lo repetía varias veces, enseguida ella trataba de acompañarle y él se sentía orgulloso por haberle enseñado a la pequeña los rudimentos del dalcroze en tres y cuatro tiempos. Escribió una nueva carta para poner al día a Beauty, quien ya había aprendido todo eso de él y ahora lo podría poner en práctica junto a Kurt para mantener a raya al monstruo del embonpoint que de nuevo la acechaba en España.

    La escuela Dalcroze había sido clausurada en Alemania durante la guerra y el esbelto templo blanco que se alzaba en aquel luminoso prado había sido reconvertido en una fábrica donde se manufacturaban gases venenosos con fines bélicos. Pero las semillas de la alegría y la belleza habían sido dispersadas a tiempo y había al menos dos nuevos lugares, uno en la Riviera y otro en el golfo de Vizcaya, en los que el noble arte de la euritmia pervivía. Pero aún había uno más en las riberas del río Támesis. Lanny había escrito a Rick, el amigo inglés que había asistido a la misma escuela junto a él y Kurt. El pobre Rick había quedado mutilado a causa de la guerra y ya nunca podría volver a bailar, pero él y Nina habían tenido un hijo, no mucho mayor actualmente que la pequeña Marceline. De modo que les escribió para contarles su pequeño experimento y ellos le prometieron llevarlo a cabo también con su pequeño.

    XI

    Lanny pensaba continuamente en sus dos amigos de infancia que se habían enfrentado durante la guerra y que él se había propuesto volver a reunir. No le contó nada de eso a Kurt, por supuesto. Simplemente reenviaba a Beauty las cartas de Rick sabiendo que ella se las leería en voz alta. La idea de Lanny consistía en instalar a Kurt en su nuevo estudio en compañía de su nuevo piano, del resto de sus instrumentos y de todas sus partituras. Entonces, cuando las cosas volvieran a la normalidad, Rick y su pequeña familia vendrían de visita y quizá se instalarían en una pequeña villa o en un bungalow cercano. Los tres mosqueteros de las artes de nuevo podrían hablar sobre las cosas importantes de la vida, evitando cuidadosamente, eso sí, tocar el tema de la política mundial y otras villanías semejantes.

    Ese era el plan de Lanny. Se acordó de Newcastle, en Connecticut, y de su severo y anciano abuelo puritano, fabricante de armas y municiones que sin embargo impartía cada domingo lecciones sobre la Biblia ante su congregación. El primer domingo después del armisticio había leído un fragmento del salmo ciento veintidós, que decía: «Que reine la paz en tu morada y la prosperidad en tus palacios». El nieto supo que uno de los carpinteros que trabajaban en la villa era un experto tallador de madera. Condujo al hombre hasta el salón principal de la casa y le encargó que tallase ese breve texto en el grueso borde de la repisa de la chimenea.

    Una vez concluido el trabajo, Lanny leyó por casualidad uno de los libros de su tataratío sobre la antigua Grecia y descubrió que el poeta Aristófanes había dicho en una ocasión: «Υπάρχει ειρήνη εδώ», cuya traducción viene a decir: «Sea aquí la paz» o «Paz para esta casa». Ese era el punto exacto en que los espíritus griego y hebreo confluían y ese era también el anhelo de todas las personas decentes de este mundo. No obstante, Lanny había podido constatar, después de los últimos seis años de su vida y de su breve aventura como diplomático, que la gente decente de este mundo estaba muy lejos de conseguir lo que quería. La mejor opción para cualquiera en ese momento histórico era construirse un hogar lo menos costoso posible en un lugar del mundo en el que no hubiera ni oro ni petróleo ni carbón ni cualquier otro preciado tesoro mineral, y alejado de cualquier frontera en conflicto o lugar de interés estratégico a causa de su tierra o de su agua. Una vez allí, si la suerte estaba de su parte, sería capaz de vivir en paz en su propia morada y quizá de poder dedicar su tiempo a labores que resultasen útiles a este mundo atormentado por el odio.

    1 Del latín: «El arte es lo que perdura, no el dinero».

    2 Del francés: «viuda».

    3 Nombre por el que se conocía en Francia a los soldados de infantería, especialmente durante la primera guerra mundial.

    4 «¡Oh, qué hermosos son!».

    5 Emile Jacques-Dalcroze (1865-1950), compositor y educador suizo, director del internado de Hellerau (estado de Sajonia) en el que estudiaba Lanny Budd en El fin del mundo, y creador de la euritmia, un vanguardista método de aprendizaje musical a través del movimiento y la danza.

    2

    Kennst du das land?

    1

    I

    La temporada empezaba una vez más en la Riviera. En toda Europa y América, familias y personajes solitarios comenzaban a percibir que de nuevo era posible obtener pasaportes y viajar libremente y a lo grande, si se podía pagar el precio. Madereros suecos y propietarios de balleneros noruegos, inversores suizos con los bolsillos repletos de acciones de compañías eléctricas, propietarios de empresas mineras del carbón y del acero procedentes del Reino Unido, amos franceses de plantas de fabricación de armamento que milagrosamente habían sobrevivido a los bombardeos durante la devastadora guerra. Tales personajes tocados por la buena fortuna escuchaban sin embargo a sus familias, cada mañana durante el desayuno, lamentarse a causa de las húmedas nieblas y los vientos helados que asolaban su tierra, y a la vez fantasear acerca de una tierra en la que los limoneros estaban en flor, las doradas naranjas ya engordaban, suaves vientos soplaban desde los azulados cielos, y el mirto y el laurel crecían sin traba. «Kennst du es wohl?». 2

    De modo que una vez más los yates comenzaron a arribar a los muelles de Cannes y Niza y los largos trenes expresos llegaban desde París atestados de viajeros. Quizá la mitad de ellos eran norteamericanos que durante más de cinco años habían escuchado noticias de Europa al menos dos veces al día mientras se veían privados de sus habituales vacaciones culturales. Nuevamente, lujosos transatlánticos cruzaban el océano sin que su rumbo se viera amenazado por terribles submarinos. Los turistas tomaban autobuses para conocer las zonas de guerra y visitaban pueblecitos cuyos nombres, casi siempre mal pronunciados, habían entrado tristemente en los anales de historia. Curioseaban por las trincheras en las que entre los escombros se podían ver en ocasiones manos humanas amputadas y pies aún calzados con sus botas de campaña. Recogían cascos militares y vainas de proyectiles que se llevaban a casa para usar como sujetalibros y paragüeros.

    Cuando se cansaban de semejantes emociones dirigían su mirada hacia la Côte d'Azur, hermosa, romántica y sin las feas cicatrices de la guerra. Con sus sinuosos valles, sus rocosas costas y acantilados, el eterno azul de sus aguas y el sol perpetuo que las hacía brillar. Aquí podían vestir ropas ligeras y deportivas y pasear a cualquier hora del día o de la noche por sus elegantes parques y avenidas con la posibilidad de cruzarse con alguno de los famosos personajes que aparecían en las revistas de sociedad: los reyes y sus queridas, potentados asiáticos en compañía de sus efebos, grandes duques rusos huidos de los bolcheviques y toda una miscelánea de hombres de Estado y boxeadores, periodistas y jinetes de renombre, magnates de la industria y estrellas del teatro y de la gran pantalla. Por las noches, vestidos con sus mejores galas, se codeaban con las celebridades que apostaban en los casinos e incluso, por qué no, soñaban que trababan amistad con alguno de ellos mientras bebían en los llamados American Bars.

    Esta última práctica prometía convertirse en poco menos que una costumbre arraigada, pues en los Estados Unidos había nacido un extraño fenómeno tras el fin de la guerra: el retorno al antiguo puritanismo. Había comenzado en realidad como una de las medidas tomadas durante la guerra para ahorrar en productos alimenticios. Ahora, sin embargo, se había impuesto al país mediante una enmienda constitucional que ya jamás, según decían algunos, sería revocada. Desde que la terrible realidad de la prohibición se cerniese sobre las clases buscadoras de ocio y placeres, estas no parecían tener sino un impulso, comprar billetes con destino a la tierra del vino, las canciones y las mujeres hermosas. Tan pronto como los vapores se alejaban tres millas de Sandy Hook, los corchos de las botellas comenzaban a volar mientras la alegría crecía sin freno y los pasajeros de primera clase juraban que ya jamás regresarían a la tierra del orgullo de los peregrinos. Cuántas veces lo dijeran no tenía demasiada importancia pues, a la mañana siguiente, pocos recordaban nada de lo ocurrido.

    II

    Por supuesto, no todos los visitantes de la Riviera vivían así. Gentes de gustos más cultivados acudían a la Côte d'Azur con la simple intención de disfrutar del clima cálido y de los hermosos paisajes. Las colinas de los alrededores de Cannes estaban salpicadas de villas pertenecientes a ingleses y norteamericanos que regresaban cada invierno y que vivían de la forma más decorosa. Entre esos ciudadanos estaba la señora Emily Chattersworth, que había convertido su propiedad en una escuela para la reeducación de mutilados de guerra franceses. Marcel había visitado regularmente la improvisada institución para entretener a los internos con clases de dibujo. Y uno de los deberes de Lanny tras su regreso había sido volcarse en aquellos pobres jóvenes. Llamó interesándose por sus progresos y también quiso ver el retrato que Marcel había hecho de la señora Emily.

    Lo había colocado en el salón principal de Sept Chênes y en él podía verse a una dama de alta estatura y porte solemne, de cabellos completamente blancos, de pie junto a una mesilla de té que actualmente estaba en esa misma habitación. Así era la noble dama años atrás cuando, en los inicios de la guerra, había convocado a los residentes norteamericanos de la zona, animándolos a socorrer a refugiados y heridos. El rostro del retrato era grave, por no decir severo, y la pose y el sentimiento que emanaban de la obra era tan real que sus labios parecían a punto de abrirse y decir, como Lanny había escuchado en más de una ocasión: «Amigos míos, hemos aceptado a lo largo de los años la hospitalidad de Francia y si en el mundo aún existe algo parecido a la gratitud, nosotros sin duda se la debemos a su pueblo». Lanny creyó escuchar la voz de Marcel afirmando que la patrie pagaba ahora parte de su deuda con la noble dueña de la casa mediante este hermoso retrato.

    Había pasado un año desde la victoria definitiva y la anfitriona sentía que en verdad ya había cumplido con su deber. Los hombres tullidos habían regresado a sus hogares tras aprender nuevos oficios, y los casos perdidos habían sido puestos en manos del Estado. Sept Chênes, como Bienvenu, había sido rehabilitada por completo y su propietaria había decidido regresar para pasar allí el invierno. Cuando Lanny supo de su regreso, decidió visitarla y confesarle lo mucho que deseaba volver a contemplar aquel retrato; ella le correspondió contándole cómo la buena reputación de Marcel se extendía entre los amantes del arte.

    —¿Qué has pensado hacer con todas esas hermosas pinturas, Lanny? —le preguntó.

    El joven le respondió que su madre pretendía organizar una exposición tan pronto como regresara, lo cual despertó de inmediato la curiosidad de su amiga.

    —¡Por todos los santos! ¿Y qué se le ha perdido en España?

    Lanny no había trabajado en vano como diplomático durante más de seis meses y, en guardia ante semejante pregunta, respondió con una leve sonrisa.

    —Pronto regresará y ella misma podrá explicárselo.

    —¿Quieres decir que no vas a contarme nada?

    Lanny seguía sonriendo.

    —Creo que ella misma querrá disfrutar de ese momento.

    —Pero, por el amor de Dios, ¿a qué tanto misterio? ¿Se trata de algo escandaloso?

    —¿Por qué piensa algo así?

    Había aprendido muchas cosas acerca del alma femenina, una de ellas, su intensa preocupación por los asuntos del corazón. Allí estaba ante él esta solemne dama de casi sesenta años —y lo sabía con exactitud, pues su madre le había contado que había nacido en Baltimore en los días en que el Sexto Regimiento de Massachusetts partió hacia la guerra civil norteamericana—. A sus cincuenta y ocho años y tres cuartos, la infante Emily Sibley había llegado a convertirse en lo que los franceses llaman una grande dame, que organizaba y presidía sus propios y reputados salones literarios y medía su ingenio con el de las mentes más preclaras de Francia. Tenía impecables modales, vestía con elegancia y con los años llegó a desenvolverse de forma cotidiana en un escenario digno de la realeza. Y, sin embargo, allí estaba ahora muerta de curiosidad, revelando ante Lanny el alma de una niña que sencillamente era incapaz de soportar la idea de no saber algo más acerca de su íntima amiga Mabel Blackless, alias Beauty Budd, alias madame Detaze, veuve.

    Lanny le habló de la pequeña Marceline y de su humilde investigación sobre el desarrollo del sentido musical de los niños. También le contó los progresos de Robbie Budd en su aventurilla como petrolero en el sur de Arabia, que incluía asimismo el destino del emir Faisal, la bronceada réplica de Jesucristo que Lanny había conocido en la casa de campo de la señora Emily en tiempos de la Conferencia de Paz. El joven emir había regresado a París para defender su derecho a gobernar su tierra natal. Su amigo Lawrence, a su vez, se había retirado de la vida pública, avergonzado quizá ante semejante brecha en su antigua confianza. La señora Emily tenía que haberse mostrado ansiosa por saber algo acerca de los destinos de aquellos dos hombres sin par, y sin embargo preguntó:

    —Dime la verdad, Lanny. ¿Beauty se ha vuelto a casar?

    Una vez más hubo de desplegar su alegre sonrisa.

    —Hay un motivo por el que ella misma quiere contárselo y en cuanto lo sepa lo entenderá.

    —¡Qué mujer! ¡Qué mujer! Nunca sabe una lo que puede esperar de ella…

    —Desde luego nunca permite que nadie se aburra —respondió Lanny, transformando ahora su sonrisa en una mueca. Muchas otras, por supuesto, sí lo hacían.

    III

    Cuando llegó el frío, Beauty y Kurt se trasladaron en coche hasta la costa mediterránea española. Beauty llevaba un año lejos de su pequeña y de su hogar y sabía que no podría soportar seguir así mucho más tiempo. Aún tenía miedo de llevar a Kurt a Francia, de modo que lo instaló confortablemente en una nueva casita de campo, y esta vez era una mujer catalana quien cocinaba y limpiaba la casa para él. A continuación, envió un telegrama a Lanny y tomó el tren con destino Cannes.

    Al apearse, su aspecto era tan hermoso como el primer día que Lanny podía recordar. Bajo la luz del sol sus cabellos todavía conservaban reflejos dorados sin necesidad de tinte alguno. Llevaba un vestido de color gris claro y un sombrerito que recordaba

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