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Sapukái
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Libro electrónico358 páginas5 horas

Sapukái

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Sapukái es apenas un crío cuando le arrebata las sandalias a su padre borracho para irse a trabajar a los grandes bosques del norte de Argentina. Allí, junto a su amigo Lito, aprende a pedir permiso a los enormes árboles, con reverencia y humildad, antes de derribarlos con el hacha. Allí descubre que, en lo profundo de la selva, la vida de un hachero vale menos que la del caballo que tira de los maderos.

Clive Thomas Gaskell llega desde Inglaterra con un montón de deudas y un saquito de semillas compradas en la Exposición Universal de París de 1900. Lo acompañan sus dos hijos, Johnny y Mary, y una esposa reducida a mera sombra. El patriarca debe ponerse al frente de La Compañía, el negocio forestal de sus acreedores. Está dispuesto a cortar hasta el último quebracho de la selva, a exprimir al último trabajador, con tal de sanear sus cuentas y saciar sus ambiciones.

La noche en la que se alzan los machetes, muere el Sapukái crío y nace el líder. El redentor que lleva a los desharrapados, hombres y mujeres, a levantarse contra el poder tiránico de los ingleses. A lavar con sangre los años explotación.

Basado en la historia real de la revuelta de La Forestal (1919-1923), una compañía de capital británico que ejerció un poder absoluto en las provincias del norte de Argentina.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 feb 2024
ISBN9788418918933
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    Sapukái - Guillermo Roz

    DOS PASAJES DE IDA A SANTA ANA

    Lo manda a llamar el intendente del pueblo. A él solo, a Sapukái. El intendente gordo anda con una camisa blanca y un sombrero. Huele a tabaco y a colonia. Se llama Roco, pero todos lo llaman Señor Intendente.

    A Sapukái no le gusta que lo manden a llamar. Voy si quiero, se dice a sí mismo. Mira al suelo.

    Es temprano, pero ya las chicharras zumban. Por arriba de los cañaverales se asoma un sol desparramado.

    Al Señor Intendente no le gusta esperar. Da vueltas de un lado a otro de la galería que anticipa su casa. Se pone y se quita el sombrero. Se suena los nudillos. Escupe en una maceta antes de dirigirse al chico.

    Me mandó tu papá para que te hable.

    No lo mira. Enciende un cigarrillo. Tira el humo al cielo. Con una uña larga se saca algo de entre los dientes. Continúa.

    Dice que te diga lo que sé y lo que sé es cortito: acá te vas a cagar de hambre, igual que tu papá. Así que lo que vas a hacer es irte. Ya está hablado y ya tenés edad para arreglarte solo. Tu papá no me supo decir tu edad, pero te veo grandote. Ya sos un hombre, ¿entendés? Un hombre. Así que voy a hacer el esfuerzo y te voy a pagar el billete de tren. Porque le debo una a tu viejo. Es una deuda grande y llegó el momento de pagarle. ¿Me seguís? Te vas a bajar allá, en Santa Ana, y vas a ir a ver a una persona. Esa persona se llama Montiel, Cándido Montiel. No te olvides de ese nombre. Ya está avisado de que vas para allá. Cándido Montiel.

    Te vas a cagar de hambre, dice. Como si Sapukái le tuviera miedo al hambre. Lo único que él conoce, a sus doce años, es el hambre y a su papá, que anda dando vueltas alrededor de él y de sus hermanos, siempre con una botella. El rancho es un barco adentro de un remolino con un borracho adentro.

    ¿Hambre?, pregunta, y escupe el pasto largo que lleva apretado entre los dientes. ¿Hambre?, repite en voz alta para que el intendente lo oiga, aunque no quiera. Pronuncia igual que quien no ha escuchado jamás esa palabra, como quien descubre la palabra más asombrosa del mundo y la más repugnante. Se le escapa una risita con la mitad de la boca. Hay cosas de las que mejor reírse, que para llorar está la vida entera. Hambre, dice, murmura, se ríe. Cierra y abre los puños, golpea con la imaginación.

    Desde hace mucho, en su casa se vive de lo que él caza, pesca o roba. Lo de robar es un decir: no hay robo si no hay nadie a quien robar, porque en la zona son todos pobres y, para colmo, pocos. Una vez por año llegan los Beltrán Casariego, allá, a la ribera, esos sí que tienen. Pero robar una vez por año no es robar. Al único al que se le puede robar seguido es al intendente y a su madre, pero su padre siempre le recuerda que el intendente le debe una y que eso los salvará. Si le roba al intendente, esa recompensa nunca llegará.

    Al gordo, no, Sapu. Haceme caso, al gordo, no.

    Lo que caza y pesca es siempre lo mismo. Poco después de aprender a caminar, aprendió a encarnar las lombrices en un alambre, echar el hilo y esperar a que pique algo. Si pica, habrá algo que comer, si no… A veces, hay que caminar hasta el monte, aunque haya que cruzar un estero del que pueda saltar un caimán yacaré o una boa curiyú. Siempre es bueno cruzar con un palo y, si alguien presta, un machete de los de cortar maleza y caña. Se lo prestan. A él lo quiere todo el mundo porque cuando vuelve, si hay, reparte. Entonces, allá va. No avivando el agua. Moviéndose con gusto, pero sin euforia. Hay que hacerse al paisaje, lento, imprevisible, traicionero. Hay que dejar que todas las novedades sean el canto de un chimango ensuciando el cielo o un mugido lejano. Si viene una nube de mosquitos, taparse con lo que se pueda, ahuyentarlos con lo que se pueda, pero acordándose de que toda agitación puede convertirlo en una presa. No hay que andar diciéndole a los que te quieren merendar que uno anda por ahí, ni andar haciéndose el héroe con gritos ni alegrías. Eso es para los extranjeros y para Florencio, el hijo mayor de los Recabarren. Pobrecito, les nació con un cerebro del tamaño de una lombriz. Chilla del ansia cuando lo llevan al monte.

    Al monte se va en caso de que ya la barriga no tenga más que vacío y rasque desde adentro, haga esas cosquillas feas. Se camina, en silencio, con el palo y con miedo. El miedo ayuda a estar atento. Si se quiere continuar, uno está atento a todo: dónde está el compañero, a qué se debe el movimiento de un pasto, a lo que se huele, a lo que se toca, a los sabores que la humedad deja en la boca. Y se avanza, se avanza despacito. Si se llega vivo al monte, se pueden encontrar unas moreras, algún ciruelo picado por los pájaros y paltas. O se puede intentar meterle una flecha a algún carpincho, darle en la cabeza con una boleadora a una nutria, encontrarse con un oso hormiguero, mirar para arriba para acabar con el canto de un guacamayo rojo. Adentro del monte hay que ser un animal como ellos, los animales. Y matar todo lo que se pueda, matar sin cansarse. El que se cansa pierde, porque hace falta energía para volver por el camino de vuelta, que es largo y necesita de la misma atención que el de ida.

    A su amigo Lito se le da bien lo de matar, tiene ojo y tiene hambre. Da gusto mirarle la cara a Lito cuando mata. Se le enciende un sol en los ojos cuando se da cuenta de que, por fin, algo cayó en sus manos.

    Pero eso no es comer, ni vivir, eso es pasar necesidad y durar. Mejor ni hablar si uno se vuelve con las manos vacías. Mejor ni hablar del silencio que se hace cuando a uno lo ven llegar sin nada. Los ojos secos de esos nenes, esas bocas que ya no sirven para reírse. La casa en silencio, nada de nada en la mesa, irse rápido a dormir para llorar cada uno en su catrera, carajo. Y no salir a caminar porque se corre otro peligro, peor que el del monte: cruzarse con el aroma de una casa vecina, en la que en esa noche se cena. Y oler comida no es comer. Comer es otra cosa. Comer es elegir la comida que uno quiere cada día, la ración que uno quiere, poder repetir. Hambre es tener a la presa en las manos y no poder esperar a cocinarla porque la desesperación le hace a uno meterle los dientes, arrancarle la piel a dentelladas, como un yaguareté cuando logra morder un coatí o una corzuela. Con lo rico que se come cocinado, a fuego lento, con cubiertos limpios, un vaso de vidrio y una servilleta para limpiarse la boca. Comer es hundir un tenedor en un pedazo de carne para ver salir el jugo. Disfrutarlo con la saliva que se hace en la boca, con pausa, con elegancia. Acostumbrarse a la obscenidad de dejar un pedazo en el plato sin tocar, ahí, indiferente. Y si se tiene mucho en la billetera, meterse a un lugar donde uno elige y una persona disfrazada le sirve a uno la comida. Eso sí, se tiene que pagar muchísimo. Se llama restorán ese lugar de gente disfrazada. A ellos se lo contaron y los que lo cuentan dicen que es una experiencia maravillosa.

    Comer es una costumbre de los que no tienen hambre, a esos los llaman comensales.

    A los otros los llaman pobres y no comen, devoran.

    Detrás del intendente gordo sale su mamá. Es la mamá de Matusalén. Dicen que tiene más de cien. Sapukái le calcula doscientos. Lleva dos bastones y va con los ojos casi cerrados.

    Pagale todo, Roco. Pagale al Sapukái todo. Es el hijo de Domingo, Roco. Acordate que al Domingo le debés la vida, Roquito, nunca te lo olvides. Todo lo que necesite. Todo todito. Mandáselo a Montiel, que él tiene trato con los ingleses. Mandáselo, hijo. Al Cándido Montiel, que no va a fallar.

    Vaya adentro, mamá. Ya le dije que sí. Quédese tranquila, siga con lo suyo. Yo sé lo que tengo que hacer.

    La vieja sabe que el papá de Sapukái sacó de un tanque australiano a un Roco que se ahogaba. Si se hubiera ahogado no hubiera llegado a intendente. El papá de Sapukái tendría cuatro o cinco años y le bastó para salvar a Roco, que era un bebé. Se lo llevó en brazos a la mujer que lo andaba buscando por todas partes y no lo encontraba. Mientras lo buscaba, se acordaba de la Pituca Pellegrini, quien salió a buscar a una de sus criaturas, que no tendría más de dos años. Se la encontró despedazada debajo de un yaguareté de ojos verdes. En otros lugares lo llaman puma, y en otros, jaguar. Es una belleza mala, el yaguareté, y en guaraní significa «la verdadera fiera». Mejor ni nombrarlo porque aparece.

    La madre de Roquito besó a su bebé un rato largo, lo besó como si le inflara los pulmones de aire porque el empapado se quedó echado en sus brazos, casi sin moverse, como si no fuera a volver. Ella dice que desde ese día, de tanto llanto, los ojos se le fueron cerrando y ahora le quedaron así, apenas una línea en cada lado. Se lo cuenta a todos los que puedan pasar por ese caserío, no perdona a nadie. Los ojos verdes de la fiera se le suelen aparecer en pesadillas. Nunca los vio en la realidad, pero en las pesadillas vuelven a estar encima del nene de la Pituca Pellegrini. Ella grita al yaguareté, le escupe, le dice que se vuelva al monte, carajo.

    Lo cierto es que al ver que su bebé volvía a tener calor en el cuerpo y se le prendía a la teta, la madre de Roco se juró, entre lágrimas, por su propia vida y por la de su hijo, que a ese nene salvador nunca jamás le faltaría nada. Ni al nene ni a los hijos que ese nene tuviera.

    El salvador, convertido en el padre de Sapukái, recibe año a año, de manos de la agradecida, un cordero para Navidad y una damajuana de cinco litros de vino. Y si los nenes del nene pasan por su casa pidiendo, ella les da algo, lo que tuviera ese día. Pero lo de fin de año es una ceremonia, no se le olvida nunca. Sapukái se junta con sus hermanos, todos en cuclillas en la puerta del rancho, para ver cómo la madre del intendente le acaricia la cara a su papá, el salvador. La escena puntual de cada Navidad. Será siempre el nene mojado, casi ahogado, con su bebé en brazos. Después, el salvador se va al fondo de la casa, atrás del eucaliptus, y se toma los cinco litros de vino. Ya borracho, no pudiendo cortarle el pescuezo al cordero, le tiene que dejar esa tarea a la mamá de Sapukái. Se la dejaba, hasta que la mujer murió.

    Y cuando llegues allá, Montiel te va a llevar a la fábrica de los ingleses, dice el intendente. Allá te van a dar trabajo y, con suerte, también una casa. Eso dicen. Montiel te va a explicar mejor. Al Montiel le gusta hablar que da gusto, así que no te van a quedar dudas de cómo tenés que hacer para ganarte la vida. Además, vos vas a entender todo enseguida porque acá, todos dicen que sos el más inteligente, que te das maña para todo. ¿Será verdad, che? El hombre se agacha para mirarlo mejor y se ríe. ¿Será verdad que sos el más inteligente del pueblo? ¿Serás más inteligente que yo? No creo, no creo. Dice, muerde el cigarro, lo mastica, escupe una cosa marrón al suelo. Se vuelve a reír con una risotada con la que mueve la panza.

    Sapukái está a punto de irse, de dejar que el otro siga hablando solo. Antes de que se decida, el gordo remata.

    Ahora en serio, oíme bien: si te conseguís una esposa y laburás bien, con el tiempo te ascienden, ganás bien y te dan una casa. ¿Qué más querés? Bueno, está todo dicho, es una oportunidad brillante. ¡Imaginate: una casa para vos solito, como un hombre!

    ¿Quién le dijo a ese que él quiere una casa?

    ¿Quién le dijo que quiere estar solito?

    ¿Quién le dijo que quiere ser un hombre?

    ¿Sabrá el intendente, el amigo gordo de su padre, que no solo dicen que es el más inteligente y el que más maña se da, sino que además es el más generoso?

    Que pregunte cómo reparte cuando viene de haber cazado bien, de haber pescado bien, cómo las familias salen de las casas para verlo pasar igual que si saludaran al más valiente, al más querido, a la esperanza que nunca se pierde. ¿Sabrá que Sapukái hay uno solo y que si se quedara sería el intendente del pueblo y que, si por la zona de los esteros y las palmeras y el río largo lo conocieran aún mejor, lo elegirían gobernador de la provincia entera? ¿Hará falta que se diga que en cualquier terreno ese chico lo haría mejor que ese cerdo de camisa blanca y cigarro en la boca? ¿Habrá que explicar que no es devolver un favor lo de los billetes, sino quitarse de encima a quien le ganaría con facilidad cualquier elección?

    ¿Sabrá ese el motivo por el que me llaman Sapukái?

    Dicen que al nacer no lloraba, gritaba, y sus gritos se parecían al de un sapukái, el sapukái que gritaban los indios en los días de eclipse. Dicen que se escuchó también en la luna y en el sol, según le dijo su mamá.

    Él nació un día de eclipse. Su mamá se lo contó antes de irse al otro mundo, justo antes de traer a su hermano más chiquito. La mujer le explicó que un eclipse es un momento muy malo del universo, cuando las estrellas y los planetas se vuelven locos y se tapan la cara unos a otros y se escupen fuego y se dicen maldiciones en el idioma de las galaxias y de esas cosas del cielo. Entonces, en esos días, un sonido venido de todas partes se empieza a oír. Es el lamento de las madres, de todas las madres de todos los mundos que lloran o gritan o piden a Dios que, pase lo que pase, aunque los planetas se peleen y estallen, sus hijos se salven. Sapukái quiere decir Diosito de mi vida y de mi corazón mantené a mi hijo fuera de todo peligro, cuidalo de los truenos y los rayos y los eclipses, no lo abandones, abrazalo, buscale cobijo, mostrale los caminos para que llegue a un escondite donde nadie lo vea, donde no lo agarren los yaguaretés y la Luz Mala no lo encuentre, no le enfoque los ojos, dejá que mi hijo corra más rápido que los animales y que vea en la oscuridad, dejá que se salve, dejá que crezca, dejá que se haga un hombre para que sea bueno y fuerte. Pero si el nene nace un día de eclipse y grita, grita como pidiendo auxilio, él mismo es un sapukái y hay que ponerle de nombre así, Sapukái. Y si no grita, también, porque nació en eclipse. De todos modos, él recuerda que su madre le dijo que él gritó, gritó como se esperaba y aún más fuerte, un grito que nunca se había escuchado en el pueblo, y que su grito llegó hasta la luna y hasta el sol. Y lo más probable es que su grito se uniera al sapukái de todas las madres de todos los hijos del universo.

    Por todo esto, Sapukái no comprende por qué él o sus hermanos pasan hambre o frío o calor o por qué debe andar parándole el carro a su padre, u otras cosas malas que lo hacen ponerse triste. Si él es tan especial y su nombre es el del grito más terrible de la Tierra, el grito que salva y lo hace fuerte como un quebracho y un yaguareté juntos, por qué mierda tiene una vida miserable. A veces, lo piensa subido a un árbol, con las piernas colgando, alejándose de la posibilidad de matar a alguien de la rabia, de la impotencia de ser pobre y de tener hambre y de no poder escaparse de tanta injusticia, carajo.

    Allá arriba, alto entre las ramas, mira pasar a los vecinos, a los perros, se pone a tallar su nombre con todas las letras que Lito le hace practicar. Tira una piedra lejana. Mierda, dice, allá arriba. Mierda, repite la palabra que es mala palabra. Y cada vez que dice «mierda» es para olvidarse de que está llorando.

    Al final, quiera o no, se tiene que bajar del árbol porque tiene que ver por dónde andan los hermanos, a escucharlo leer a Lito para seguir aprendiendo, esas cosas que calman la desolación. Quién sabe, quizás en algún momento lleguen los días heroicos, los días sin angustias, los días para ponerse ropa nueva porque se va a conocer por fin un restorán de esos, al que sentará en una mesa larga a todos los hermanitos, uno al lado del otro, y que los atiendan los disfrazados. Serán los días para gritar sapukáis de alegrías, que de esos también tiene que haber. Y lo hermosos que serán, lo hermosísimos que serán esos días.

    El Señor Intendente se rasca la entrepierna. Se deja la mano pesada allí, para pensar o para sentirse. Con la otra se tapa la luz del sol. De allá lejos llega un viento de los que no abundan por el litoral, uno que llega para tocar las flautas de los cañaverales y para asordinar la cantinela de las chicharras.

    Esa gente se aprende los nombres si necesita los votos, pero él no vota todavía. Debe haberse aprendido su nombre por error, a menos que sea verdad eso de su fama de peligroso o demasiado inteligente o de quién sabe qué cosa más subversiva. A todos los llama: ¡Ey, vos! Y ellos van. A él no le gusta que lo llamen o lo manden llamar. Pero ese día, cuando el gordo le dice Sapukái con todas las letras, a él le entra la sensación de que por fin alguien se dio cuenta de que existe, de repente.

    Ahora que el mandamás dice que existo, me echa.

    Qué gracioso, el gordo, se dice.

    La vieja descorre la cortinita y mira por la ventana. Mira al nene, le sonríe con todas las arrugas. Es la sonrisa de la que pide perdón por el hijo que le creció. No quiere perderse la escena esperada, la de un gesto de bondad de su Roco.

    Hacete un bolso y venite a las tres. Una carreta te va a llevar hasta el tren. Tenés que ser puntual, ¿me escuchaste?

    Respira pesado, se cansa del encargo que le prometió a su salvador. Ayudar a los pobres cansa tanto. El mal aliento se le mezcla con el olor de la colonia.

    Un bolso. No tengo bolso ni nada que poner adentro.

    El chico tiene ganas de decirle que él no se puede ir porque tiene hermanos chiquitos que su papá, el borracho, dejará morir o venderá o ahogará en el río en una madrugada de esas en las que habla con las piedras y flamea en el aire su botella como si fuera una bandera, su bandera. Tiene ganas de explicarle que su viejo se está sacando de encima al único que puede hacerle frente. De todos modos, al gordo qué carajos le va a importar lo que pueda explicarle.

    Tu papá te está salvando, querido. Que tome no quiere decir que no sea un buen tipo y que no te quiera y todas esas cosas. Yo también tomo y mirame, soy bueno. ¿Soy bueno o no soy bueno?

    El Señor Intendente se ríe mostrando unos huecos negros en la dentadura. Desde adentro de la tela blanca empiezan a agrandarse lamparones de sudor. Se quita el sombrero para rascarse la frente. Espera la respuesta. Se ríe.

    Sapukái se sacude una hormiga que le camina por uno de los pies desnudos. La ve escapar. Tapa la hormiga con polvo. Hace silencio.

    El gordo tendrá que dispararle con una escopeta si quiere que le conteste. Tendrá que dispararle al medio del pecho.

    Los hombres tomamos una copa de vez en cuando. A los hombres de verdad, tomar nos ayuda a pensar. Tu papá toma porque a veces necesita pensar. Pensar, ¿entendés? Los que piensan que piensan, no piensan, dice.

    El gordo se señala la frente con un índice.

    Si no viene Lito, yo no voy, responde el chico.

    Las manos detrás, el pecho inflado.

    El intendente larga una risotada. Se mueve la tierra. Los agujeros de la dentadura echan más sombra a sus sombras. La carne suelta de la panza hace temblar al paisaje. Sigue fumando, se piensa la respuesta. Las fosas nasales se le recalientan en cada bufido.

    Se pone la mano en la entrepierna para pensar. Se la deja ahí un rato. Achina los ojos de cara a las chispas de luz que florecen tras los cañaverales.

    Me parecía raro que no lo mencionaras. Tu papá me lo dijo, así como vos me lo dijiste, igualito. Me dijo que no te ibas a mover sin tu compinche. Son jodidos, me dijo. Se cuidan como madre e hijo, me dijo.

    La vieja golpea el vidrio. Le exige algo al hijo. Se queja con palabras que no oyen más que los muebles de la casa. La figura de su enojo baila detrás del vidrio, que vuelve a golpear con dos zarpas de niña viejísima. La concentración que le pone a la escena del otro lado de su ventana la arruga más, la acordeona.

    ¡Ey! ¡Basta, mamá!

    Le hace así con la mano para que pare.

    La mujer no se rinde. Se pasa un puño por la boca y por un bigote suave que le baja por los labios. Pone una palma entera en el vidrio, mira al nene con una mueca de madre cósmica y de abuela de pueblo, le dice sin decirle:

    Esperá, esperá que Roco lo arregla, que él sabe que tiene que arreglarlo. No te vamos a fallar, hermoso.

    Ta bien. Hago el favor completo. Igual, allá están necesitando gente, los ingleses. No sé para qué les van a servir, pero mejor que sirvan para algo y me hagan quedar bien. Pero no pidas más, que lo mío no es la generosidad, justamente. Traelo a tu amigo también.

    El grito de un pájaro lejano hace la pausa.

    El hombre espanta al chico con dos dedos al aire.

    La señora desaparece tras la cortina, que se queda bailando.

    Ya se va yendo. Aunque mueve los pies descalzos sobre la tierra, sobre el pasto, parece que nada se mueve, que solo hay un silencio y que todo se ha quedado quieto bajo el sol. Es la tristeza que frena al mundo. El mundo de los descalzos. Es la angustia de su corazón que ese día deja de latir porque se va a ir, y cuando uno se va por primera vez de la tierra que a uno lo vio nacer, la tierra santa o asesina, la tierra de las oportunidades o la de todos los fracasos, ese día todo se termina y uno se muere.

    Cuando Lito lo ve llegar, lo sabe. Él sabe cosas porque es brujo o sabe leer las letras o algo. No lo sabe exactamente, no sabe que los dos se van a ir del pueblo en una carreta pagada por el intendente, que van a subirlos a un tren que tarda horas o días, que van a bajarse en otro pueblo o en otro país que se llama Santa Ana y que allí hay unos ingleses que dan trabajo a la gente en una fábrica. No lo sabe exactamente así. Él lo llama presentimiento.

    Tus hermanos van a estar bien, Sapu. Lito habla con sus manos en los hombros de su amigo. Yo le voy a decir a mi mamá que los vaya a ver todos los días, que les lleve agua bendita, que le hable a tu papá, que no los deje acercarse al río ni que vayan para el lado de los esteros. Lo que sea necesario, hermano, sabes que nos tenemos que ir. Y cuando hagamos algo de guita, los venimos a ver con regalos. Si no nos vamos, jamás en la vida les vas a poder traer regalos. ¿Te imaginás cómo te van a recibir cuando te vean volver, rico y lleno de regalos?

    Sapukái le pide con la mirada que el futuro sea así. Que le jure que será así.

    Lito se despide con abrazos de su madre y su hermana. A la madre le besa la frente y le murmura algo de amor eterno y de gratitud. Ella llora, pero dice que sí, que hace bien, que un día hay que volar. A la hermana le besa la trenza y la abraza y le hace jurar que con Antonio no, ni con el tanito Fortunato que no se lava nunca las orejas ni las uñas y, muchísimo menos, con ninguno de los Riestra, ateos y, peor, tacaños, tan tacaños que no prestan ni la atención. Pero con el hijo de la formoseña puede ser, pero con calma, con tiempo, que todo lo ve nuestro Señor desde arriba. Y que no se ponga a tener un hijo tras otro, que para eso están los conejos y los perros. Y que rece, que se comporte como una señorita como le dice su madre.

    Cuando lo oye hablar, Sapukái se pregunta cómo sabe tanto con solo doce años. Lito es brujo o algo que él todavía no sabe, será eso del presentimiento. Aunque la verdad es que todo lo saca de ese libro que envuelve en una hoja de parra. Lito lo llama Bibla. Lo escribió Dios en persona.

    Estoy nervioso, pero sé que el de arriba nos va a ayudar, vas a ver. Y nos va a perdonar las malas palabras y las cosas que anduvimos haciendo por acá. Vamos, vamos saliendo, que si empezamos a pensarlo no nos vamos más. Vamos, Sapu.

    Lito habla tapándose unas lágrimas secas por el sol y volviéndose a arreglar la raya al costado. Después tira besos a lo lejos. Su mamá y su hermana se abrazan y se van haciendo chiquitas. Lito tiene en la cara el gesto de cuando caza una nutria y sabe que ese día va a comer.

    Unas cuadras más allá, el padre de Sapukái espera en la puerta del rancho. Una mano para la botella, otra para sacarse de encima un hijo que se le quiere trepar y con la que se quiere rascar. Todo el día se está rascando, el alcohol le debe picar en todo el cuerpo. Tiene dos ratas negras por manos, dos que le recorren el esqueleto y lo rascan, lo muerden, lo dejan estirado en la tierra, lo matan.

    Buen día, don Domingo.

    Le dice Lito, arreglándose la raya al costado y dominando la Bibla bajo un brazo.

    El hombre está medio dormido o se hace el dormido. Está sentado junto a la puerta. Siempre parece a punto de despertarse o haciéndose el que se va a despertar. Hay gente que vive cada día en la frontera del sueño y la vigilia, y muere sin enterarse de si vivieron despiertos o dormidos.

    Qué hacé, chango. Yo sabía que no se iba a ir sin vos. Ya se lo había dicho al intendente. Mejor. Juntos. A laburar.

    Lito asiente, sonríe con respeto, está a punto de agradecerle, pero sabe que cualquier palabra de obediencia para con don Domingo le acarreará un reproche de su amigo.

    Sapukái entra a la casa, rápido, eléctrico, abrumado por todas las dudas del mundo. Se agarra la otra remera, el otro pantaloncito. Se lava la cara con el agua de la palangana. Uno de los hermanos le agarra una rodilla, moquea. Él se ríe cuando el otro le ríe con unos dientes chiquitos.

    Sapukái llora adentro de la palangana.

    Le duele el pecho, se le parte algo que quiere dejar en esa casa, dejarlo roto y solo irse con lo que le quede sano. Abraza a uno, dos, tres hermanos. Se va a ir dejándoles la estela de un hermano roto, un hermano muerto. Porque cuando se vaya morirá y solo ellos se quedarán vivos con el borracho que les ha tocado, borracho sentado en la puerta de la casa, centinela del alcohol y de la nada, el balbuceante, el maldito.

    No dice ni un chau. No puede.

    Suspira: se nos va el tren.

    El viejo no reacciona.

    La cabeza le rebota contra el pecho.

    Se rasca.

    Sapukái se le acerca para mirarlo por última vez. Los hermanos hacen un corro. Sospechan que lo matará justo antes de irse. Pero no, prefiere agacharse frente a él y quitarle las alpargatas.

    Yo las voy a necesitar más que vos. Ya que nunca tuve unas, las voy a tener ahora, le dice. No importa que me queden grandes, voy a crecer.

    El padre alcanza a mirarlo y a pegarle en la espalda con la botella. Sapukái se ríe mientras llora. El borracho se cae del banquito. Lito quiere ayudarlo, pero

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