Comer a dos carrillos, comer a boca llena, es una cosa que puede ser conmovedora o atroz dependiendo de si se vive o no en lo que llaman Estado de Bienestar, que también habrá que verlo. No es lo mismo un niño de la posguerra española pillando un muslo de pollo con devoción, jartito de pasar fatigas -todo él ya rugir de estómago-, que un chaval estadounidense contemporáneo con obesidad encomendando su respiración entrecortada a otra hamburguesa, en un mundo turbocapitalista donde quien no consume con ansiedad siempre parece que se está perdiendo algo.
Hay algo radicalmente bello y desgarrador en el hambre satisfecho: no tanto en la gula. Es como el sexo con amor, es como beber agua con sed. El niño famélico frente al plato de comida caliente despierta una ternura insoportable, un ansia de justicia rabiosa. Quiere uno lanzarse a la calle y pelearse con quien haga falta para volver a poner este zafarrancho en órbita. La imagen del crío anémico es un arquetipo psicológico y sentimental eterno, universal, como la ballena muerta en la orilla que nos