Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

London Days
London Days
London Days
Libro electrónico269 páginas4 horas

London Days

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El Londres pre-Thatcher y el Brasil actual unidos por el hilo de una amistad peculiar.

Cuarenta años y dos continentes separan una amistad recobrada. Bernardo y Jaime. Londres, años 70. Costa de Brasil, en la actualidad. Vivencias de juventud y madurez. Política, sentimientos, superación de conflictos emocionales y un nuevo despertar de la sexualidad en la edad madura.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 jul 2021
ISBN9788418665226
London Days
Autor

Álvaro Pessoa

Álvaro Pessoa es un recién nacido. Esta, su primera novela. Es un heterónimo que tiene otros hermanos. Ellos le precedieronpublicando, pero no les gusta que se aireen sus vínculos familiares. ¿Quiénes somos en realidad? Fragmentos, teselas de un mosaicollamado existencia. Yo soy ese, con lo que quieran llamarme me tengo que conformar. Lo mismo escucho a Bach que a Camilo Sesto. Igual voy de Proust a Corín Tellado, como de Singapur a las Azores. Variedad culinaria y mental. ¿Qué más le da donde nací o mi edad? Yodigo: «Nací ahora y aquí para ti». A mí, en todo caso, me interesa más cuándo me retirarán de la existencia. Con mis mejores votospara una lectura venturosa.

Relacionado con London Days

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para London Days

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    London Days - Álvaro Pessoa

    London-Dayscubiertav14.pdf_1400.jpg

    London Days

    Álvaro Pessoa

    London Days

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418665707

    ISBN eBook: 9788418665226

    © del texto:

    J. Oria

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Dedicado a mi padre, demasiado dependiente de la opinión de los demás para alcanzar la paz que hubiera deseado disfrutar

    Dicen que finjo o miento

    en todo cuanto escribo. No.

    Yo simplemente siento

    con la imaginación.

    No uso el corazón.

    Lo que sueño y lo que me pasa,

    lo que me falta o finaliza

    es como una terraza

    que da a otra cosa todavía.

    Esa cosa sí que es linda.

    Por eso escribo en medio

    de lo que no está en pie,

    libre ya desde mi atadura,

    serio de lo que no lo es.

    ¿Sentir? ¡Sienta quien lee!

    Fernando Pessoa

    Capítulo 1

    Una carta me requiere

    La mañana discurría apática y calurosa, semejante a la de los días precedentes. El verano llevaba tres semanas apretando inmisericorde sus clavijas. La campana de la iglesia dio las once. Como una continuación de su estruendo, sonó el timbre. El cartero esperaba junto a la puerta del jardín.

    —Buenos días, señor escritor, tienes un certificado del Brasil.

    —Buenos días, señor cartero. A ver si son buenas noticias. Pasa y te doy un zumo para que lo sudes a gusto en el reparto.

    No reconocí el remitente. Su nombre, en principio, no me dijo nada, pero me asaltaron de pronto recuerdos dispersos mientras abría el sobre. Entre la punta de mis dedos y mi mirada recorriendo los primeros párrafos de una extensa carta, sin realmente verlos, sin comprenderlos, un mensaje sorprendente, expuesto en redacción llana y directa, presentaba una propuesta inaudita. Mi reacción fue de asombro.

    —¿Qué, buenas noticias?

    —Aún no lo sé. Acábate el zumo. No seas cotilla.

    Conocernos desde hacía más de diez años, desde mi llegada a este pueblo en busca del idílico retiro mediterráneo, permitía ciertas confianzas entre nosotros.

    El cartero me dio las gracias y se fue. Una vez solo, continué leyendo sentado en el banco de la cocina, junto a la ventana, intentando atrapar el escaso frescor de la corriente de aire.

    Tras cuarenta años, en los que pocas noticias de su existencia habían llegado hasta mí, reaparecía Bernardo Soares. Desde los lejanos días de Londres, Marcela me había dado ocasionalmente vagas pinceladas sobre su vida. Marcela, nuestra querida Marcela, la única amiga que teníamos en común, superviviente feroz al embate de los años y la distancia.

    Marcela había muerto en marzo, engrosando la amenazante y dolorosa lista de ausencias definitivas. Cosas de la edad. No sé por qué, al morir ella, supuse terminados para siempre los artificiales tarjetones de felicitación anual que cada diciembre enviaba sin falta el difuso amigo brasileño que compartíamos. Sin Marcela, aquel tenue vínculo, con olor a compromiso social, a rutina de calendario, se desvanecería inexorablemente. En sus felicitaciones, Bernardo comprimía, en el dorso de una ilustración, el resumen del año, unas breves líneas talladas con el pulido lenguaje publicitario inherente a su profesión.

    Mi asombro por la carta de Bernardo se tornó en doloroso vacío al recordar a Marcela. El texto, largo, escrito en un español bastante correcto, pero con una caligrafía enmarañada, era claro, directo e intrigante a un tiempo.

    Querido Jaime:

    Supongo tu sorpresa tras tanto tiempo sin comunicarnos. Marcela, a la que tanto queremos, me contaba cómo te iba tratando la vida. No sé lo que te habrá dicho ella de la mía. Supongo que poco, pues no le daba grandes explicaciones. A pesar de mantener una amistad a distancia, que ahora que ha muerto lamento no haber cultivado mejor, nuestros puntos de conexión reaparecían sin dificultad cada vez que los retomábamos.

    Te voy a proponer algo que tal vez creas raro o que no te interese en absoluto. Estoy intentando recapitular mi vida y elaborar un libro con las conclusiones que salgan de ello. Puede que sea cosa de la edad, o de la insensata voluntad de buscar justificaciones de lo pasado, o tal vez el deseo de dejarle a mi descendencia el autorretrato de su ancestro. Qué sé yo, pero lo que quiero contar en ese libro son todas las etapas que recorrí en mis sesenta y cuatro años, sesenta y cinco en un par de meses si Dios quiere.

    Para el relato de cada época, he pedido ayuda a determinadas personas que formaron parte de ella. Desgraciadamente, algunas ya no pueden dármela, como en el caso de Marcela. Otras no han querido hacerlo, y lo comprendo; tengo los armarios repletos de cadáveres. Estoy lejos de haber sido un hombre justo.

    A ti te pido que vengas a donde me encuentro para ayudarme en el recuerdo y la redacción del capítulo de mi temporada en Londres. En hojas aparte, así como en el archivo que te mandaré por correo electrónico, si aceptas, te cuento los detalles prácticos de esta aventura. He leído tus dos novelas y me gustaron, no comprendo cómo no continuaste.

    Espero tu respuesta.

    Un abrazo,

    Bernardo

    Pasé el resto de la mañana releyendo una y otra vez cada una de sus páginas, intentando ordeñar los párrafos, uno por uno, por ver si podía sacar alguna gota más allá de lo que parecían decir las palabras.

    La propuesta era atractiva. Escapar del sofocante calor, de las hordas de veraneantes y de los muchos inconvenientes del mes de agosto, capaces de convertir el remedo de paraíso de esta comarca levantina en un infierno. No era un mal plan. La perspectiva de pasar un mes a gastos pagados en una playa de Bahía acariciada por suaves brisas sonaba apetecible.

    Tan solo un inconveniente merecía consideración. Las cosas no habían sucedido según las teníamos previstas Luis, mi compañero de vida, y yo. Pocas veces lo hacen. Luis había muerto al poco de empezar a disfrutar de la fantasía que durante tanto tiempo habíamos alimentado ambos: el pacífico arte de envejecer pausadamente en armonía. Y su recuerdo interfería en mis planes. El duelo, aunque superado hacía tiempo, mantenía vivas en mí ciertas prevenciones de las que temía no poder librarme jamás. Para mí, Brasil es una parte de él. Un paisaje sentimental dorado por soles de dicha que alternan con tormentas frecuentes de melancolía.

    Un billete en clase ejecutiva hasta Río, con fechas de partida y regreso, y un vuelo privado a Porto Seguro figuraban entre los detalles del viaje. Parecía evidente que en lo económico no le había ido mal a Bernie Soares. Así se hacía llamar en aquellos días de Londres. Our London days. Comprobé mi pasaporte: estaba en regla. El calendario no ofrecía ninguna expectativa apetitosa para los meses siguientes. Estaba atascado en un pueblo que me empezaba a cansar, sin ideas nuevas o ilusiones, arrastrando el tiempo a fuerza de rutinas adoptadas para mantener un equilibrio que la falta de proyectos no tardaría en mostrar inestable. Aquella sorpresa parecía un regalo de la Providencia. Tal vez Marcela tuviera algo que ver en ello.

    «Claro que acepto», pensé. No tenía nada mejor que hacer que ayudar a Bernie, y de paso aprovechar aquella oportunidad que se me presentaba a fin de sacar algún material utilizable para la maldita tercera novela, que se negaba a surgir. Mi editora seguía en vano con su cantinela de que no abandonara, convencida, o al menos eso decía, de mi capacidad para seguir escribiendo. Lo cierto es que mi embarazo creativo se prolongaba de modo indefinido, sin llegar nunca a salir de cuentas. Por su parte, Ymelda, mi agente literaria, ya me daba por amortizado. Unas ventas raquíticas apenas la motivaban a visitarme un par de veces al año. Una con la excusa de felicitarme por mi cumpleaños y la otra, aprovechando que veraneaba cerca, para atiborrarse de arroz con ocasión de la paella que ofrecía cada noche de San Juan a mis pocos amigos.

    Lo primero que me sorprendió de la carta de Bernardo Soares fue el español tan correcto que empleaba. Luego recordé que ya en Londres Bernie se defendía bastante bien. Cuando no conseguía dar con una palabra, la decía en inglés, y entonces era yo quien tenía que echar mano del diccionario la mayoría de las veces. En mi apartamento compartido de Chelsea, sonaban muchas lenguas. Por allí pasaban personajes variopintos. Mucha gente de procedencia e idiomas múltiples. Jackie, el dueño de la casa, rebautizó nuestra humilde morada como Redcliffe Gardens Tube Station. El gentío era comparable al del metro, pero su limpieza no. Aquella leonera poblada de especímenes diversos siempre estaba impoluta, ventilada y con un aroma a lavanda muy provenzal.

    El 31 de julio, partí hacia Río, como habían hecho, precediéndome, Marisol, Sara Montiel, Ginger Rogers y Fred Astaire y el Dioni. Personajes a los que los años empezaban, unos más, otros menos, a sepultar bajo el olvido popular. Volar con Iberia tiene el encanto de lo inesperado. Tuve muy buena suerte y di con un par de azafatas de casta, de la vieja escuela, pareja que ni pintiparada para una zarzuela o un sainete.

    Cuando aterrizamos en Río, me sentía descansado y fresco cual rosa de la madrugada. Los trámites aduaneros fueron suaves gracias al servicio exprés que llevaba contratado, que marcaba la diferencia entre una cola de dos horas o un simple desfile. Nada más salir, me di de bruces con un cartel con mi nombre. Un empleado del aeropuerto me hizo montar en la furgoneta que habría de llevarme a la terminal de vuelos privados.

    Una hora después de haber puesto los pies en la tierra, volvía a levantar el vuelo. La avioneta, un bimotor de hélice, hizo un giro y un par de pases en plan turístico por los límites entre la ciudad y el mar. Eso fue todo lo que pude ver de Río. Era mi primera, y hasta ahora única, experiencia con la aviación privada. Un lujo que disfruté mucho. Me coloqué los cascos para mitigar el ruido de la aeronave y pasé un par de horas dormitando hasta que el piloto me avisó de que aterrizaríamos veinte minutos después. Seguí su recomendación de prestar atención al paisaje; realmente merecía la pena estar atento a tanta belleza, una sucesión de playas casi vírgenes.

    El aterrizaje fue perfecto. Junto al avión, en la misma pista del aeropuerto, esperaba un automóvil, procedimiento inusual para mí. Bernardo había enviado a su chófer a buscarme. Yo lo que esperaba era encontrarlo a él nada más llegar. Me decepcionó bastante y me dije «empezamos mal».

    Desde el aeropuerto hasta el muelle, donde el automóvil embarcó en una barcaza, transcurrieron treinta minutos. No existía ningún puente. Esa travesía era el único medio de cruzar a la otra orilla de un caudaloso río que discurría lánguido entre riberas abrumadas por la procaz vegetación, y que fundía sus aguas marrones, unos cientos de metros más adelante, con las del mar, de un color turquesa exagerado, casi falso, como salido de algún catálogo de viajes.

    Durante la breve navegación, abandoné el confort del aire acondicionado en el interior del vehículo. Me topé con un festival de olores: unos dulces, perfumados, como de fruta madura; otros metálicos, de herrumbrosos matices, y otros salados, como de salitre y fango. Esto en lo referente a las cosas. En cuanto a las personas, serían necesarias algunas horas de observación para aprehender toda su diversidad. Diferentes edades tenían su representación, había toda una paleta de tonalidades de piel, y físicos que abarcaban desde la belleza hasta el esperpento. Sin embargo, era apreciable cierta uniformidad en la vestimenta, bastante descuidada, que denotaba la precaria economía de la población.

    Me miraban sin mostrar ninguna curiosidad. Yo, por el contrario, debía de parecer un extranjero enajenado, con una cara de asombro imposible de pasar inadvertida. Después de casi veinticuatro horas de viaje, entre unas cosas y otras, deambulando por ambientes asépticos y mundializados, los de las líneas aéreas, los de los aeropuertos, me veía frente a otra realidad, exótica para mí, que me golpeaba con la fuerza de una colleja. «Despierta, hermoso, has llegado a otro lugar y aquí no controlas nada». Fue en ese momento cuando me di cuenta de la cantidad de tiempo que llevaba habitando en la rutina, apoltronado en el confort del entorno amable. Ellos, los de la barcaza, sabían mucho más de mí de lo que sospechaba. Estaba en el lujoso todoterreno blindado de Bernardo Soares. Su chófer me abría y cerraba la puerta. Por tanto, debía de ser otro de sus invitados de los últimos tiempos.

    La casa grande, la residencia del doutor Soares, según supe con el tiempo, fue por años un lugar casi misterioso donde ni siquiera los proveedores pasaban del primer control. Sin embargo, en aquel momento se sucedían las idas y venidas, y el misterio que alimentaba se deshizo en cuanto los del supermercado de Cabrália, donde se proveía la casa, entraron literalmente hasta el fondo de la cocina. Todos supieron que no se veían misiles por ninguna parte, ni helipuerto, ni embarcaderos secretos en túneles que comunicaran con el mar.

    Noté alguna mirada discreta. Me observaban con delicadeza. No había duda de que era extranjero; tal vez pensaran que argentino o francés. Ya acabarían por verme, antes o después, en la tienda de Rosa, o en la Posada del Corsario, puntos cuya existencia todavía ignoraba. No tenían prisa por saber más. En Santo André es inútil tenerla, pronto lo aprendería, cansa mucho y además es de mal gusto.

    La barcaza topó con el bordillo de neumáticos del embarcadero y los pasajeros se movilizaron. Regresé al arrullo del aire acondicionado y al seno del cuero. Faltaba poco para el reencuentro con Bernardo. El tramo desde el aeropuerto de Porto Seguro estuvo tan lleno de novedades que había olvidado por completo la razón por la que me encontraba de repente en medio de la espesa vegetación que engullía al automóvil. Los días de Londres quedaban muy lejanos y apagados al compararlos con tamaña exuberancia.

    Nos detuvimos frente a una verja en medio de un claro de la selva. La franqueamos y se volvió a cerrar tras nosotros. Estábamos frente a un segundo portón. El chófer dijo que teníamos que bajar del coche. Un guarda nos saludó y salió a inspeccionar el vehículo. Otro cerró la puerta de nuevo y nos acompañó hasta un chamizo que asemejaba una parada de autobús en pleno Amazonas. El chófer volvió sobre sus pasos para ir a buscar el coche, que seguía entre los dos portones. Al poco, llegó hasta donde me encontraba y reemprendimos la marcha. Tras avanzar cien metros, nos detuvimos.

    Una amable señora me dio la bienvenida. Sonreía con tal dulzura que la creí sincera. Bernardo seguía sin aparecer. Hasta los jefes de Estado tienen la deferencia de recibir a sus invitados en la escalinata de acceso al palacio. Bien es cierto que no había escalinata, ni aquello era un palacio, ni nosotros jefes de Estado, pero un poco de protocolo o buena educación no habría estado de más para acoger a quien llegaba a tan remoto paraje tras diez mil kilómetros y muchas horas de vuelo.

    Danuza, que así se llamaba la mujer de la sonrisa sincera, me enseñó la que sería mi habitación, se ofreció a deshacerme el equipaje y, de una pequeña nevera disimulada en el armario, sacó una jarra con un delicioso zumo de color dorado oscuro. Me dijo que dispondría de suficiente tiempo para refrescarme, descansar un poco y cambiarme de ropa antes de que me recibiera el señor. Nos entendimos perfectamente. Ella me hablaba en su portugués suave, y yo en un español simplificado. La noche se desplomó con la velocidad habitual de los trópicos. No recordaba que fuera así y me sorprendió. Tras ducharme, me quedé dormido desnudo sobre la inmensa cama. Sonó el teléfono de la mesilla de noche: Danuza anunciaba que pasaría a buscarme en cinco minutos. Me vestí a toda prisa y la aguardé junto a la puerta.

    Llegó transformada, toda vestida de blanco y más sonriente aún que cuando la había visto por primera vez. En esa segunda visión, me pareció más joven; debía de rondar los cincuenta. La seguí por pasillos y patios. Mientras los recorríamos, me hacía una idea de la dimensión de la casa. No era tan pequeña como me había parecido al llegar. En realidad, formaba un conjunto de discretas construcciones, una intrincada sucesión de cuartos, patios y pasarelas cubiertas que conectaban una maraña de paredes, oquedades penetradas por plantas feroces, tejadillos, fuentes y estructuras sin aparente utilidad sustentadas como palafitos sobre ligeros troncos sin desbastar. Todo ello le daba una armonía rústica, elegante y sobria de monasterio vegetal. Afortunadamente, me guiaban, pues podría haber vagado por tal dédalo durante horas, y además de buena gana. La temperatura era perfecta y me sorprendió la tregua que los insectos nos regalaban en un entorno de naturaleza tan desbordante. El denso silencio estaba salpicado por trazos de fauna intuida, inquietantes para un principiante.

    Atravesamos un último salón sin paredes, inmerso en una penumbra que apenas permitía entrever una decoración horizontal, mínima, de grandes sofás planos y enormes troncos cortados a modo de mesas bajas. Me hallaba dentro de un reportaje sobre decoración en algún paraíso perdido. Al fondo, tras la ancha terraza descubierta, el deslumbrante mar bajo la luna llena cortaba la respiración. «Dios mío —pensé— , esta producción no la supera ni Bernardo Bertolucci». Ante tal majestuosidad, solo cabía la salida frívola o ponerse a llorar presa del mal de Stendhal. Danuza me indicó con un gesto hacia dónde debía dirigirme y se retiró.

    En línea con el reflejo del mar, justo donde terminaba la hierba y comenzaba la arena, lo encontré. Estaba de espaldas. Me pareció que mantenía su mirada fija en el horizonte. Estaba en una posición extraña: una rodilla en el suelo, la otra pierna en ángulo recto apoyando el pie y los brazos en alto. Permanecí en silencio. Supuse que no percibía mi presencia a pesar de nuestra proximidad. Me quedé quieto observando las posturas que siguieron a continuación. La intuición me llevaba a esperar a que terminaran. Aquello debía de ser yoga o algo por el estilo. Cesó el trance y, bruscamente, se volvió hacia mí.

    —Estamos más viejos de lo que suponía.

    —Y más gordos también —respondí.

    Nos echamos a reír y nos abrazamos, envueltos en un cariño instantáneo.

    Caipiroskas bajo la luna

    —Vamos a tomarnos algo para celebrar tu llegada.

    —Me maravilla lo bien que hablas español. ¿Y eso?

    —Ya tendrás ocasión de saberlo. Eso es de lo menos interesante que tendremos para contarnos.

    Una aparición blanca se acercó con sigilo gatuno. Danuza casi me provoca un infarto. Evidentemente, Bernardo estaba acostumbrado a su permanente presencia invisible. Nos tumbamos sobre una especie de triclinios tropicales mientras las diestras manos de la presencia blanca daban los últimos toques a las caipiroskas. Nos las depositó en tableros de madera que hacían la función de mesa auxiliar sobre la mullida superficie. En el de Bernardo, dejó también un llamador electrónico para localizarla en cualquier momento.

    —Empecemos por lo inevitable. ¿Has tenido buen viaje? ¿Estás bien instalado? ¿Necesitas alguna cosa? ¿Estás cansado? ¿Fumas porros?

    —Sí, sí, no, no, sí.

    —Fantástico, ya podemos pasar a mayores.

    Cosa de magia. No era normal que después de una eternidad sin relacionarnos pudiéramos tener una comunicación de tal fluidez, pero así estaba sucediendo en aquel momento.

    —¿Por qué no has venido a buscarme al aeropuerto?

    —No me apetecía.

    —¿Y el recibimiento bajo la luna tras un recorrido laberíntico?

    —Dramático, ¿verdad? ¿Te ha gustado?

    —Pues sí. Muy teatral. No lo voy a olvidar.

    —Quería comprobar si eras sensible a las puestas en escena cinematográficas. Marcela me contó que durante un tiempo estuviste relacionado con la fotografía publicitaria.

    —No lo dudes. La tuya ha salido redonda. En efecto, tuve algo que ver con ello; fui ayudante de producción, sobre todo de moda, peluquería y cosmética. Justo después de dejar Londres.

    Bernardo lio un canuto de maría que fumamos con parsimonia.

    —¡Aguas de marzo! —gritó de repente.

    De ocultos parlantes salieron las notas de la canción de Jobim.

    —Mais alto 2.

    —¿Pero es que tienes un disk jockey escondido en alguna parte?

    —No hace falta. Cosas de la electrónica.

    La Aparición Blanca retornó justo a tiempo para elaborar otras dos deliciosas caipiroskas. Estaban flojitas. Comprendí entonces el motivo: habrían de ser muchas las que se sucederían.

    —Danuza, deixa

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1