Polaroid: Cuentos de un ciudadano del mundo
Por Jeremias Lawson
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Polaroid
Cuentos de un ciudadano del mundo
La narrativa de Jeremías Lawson se parece a la de un documentalista. Va con su cámara colgada al cuello y captura pequeños momentos que luego desarrollará como relatos. Los que se encuentran aquí reunidos
Jeremias Lawson
Jeremías Lawson. Escritor, poeta y cantautor, nacido en Argentina en 1979 de madre venezolana y criado desde muy pequeño en Venezuela, de manera que asume la nacionalidad venezolana que le corresponde por derecho de sangre, la cual permea gran parte de su trabajo. A los veinte años se traslada a la ciudad de Miami en los Estados Unidos, donde vive y desarrolla su obra desde entonces.
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Polaroid - Jeremias Lawson
PRÓLOGO
CUENTOS DE UN CONTADOR DE HISTORIAS
Siempre me ha llamado la atención determinar en qué momento decidimos escribir una historia o cuáles son los mecanismos que activan la escritura. En ocasiones esa pulsión de escribir emerge ante una imagen que nos resulta impactante o conmovedora, a raíz de una conversación que escuchamos, una reflexión que revolotea imprecisa en nuestra mente o un personaje que se nos antoja particularmente interesante. Entonces un engranaje se pone en marcha; lo advertimos porque algo dentro de nosotros se remueve con un sonido que apenas percibimos, pero que da paso a una obstinación que no cesará hasta descubrirnos desafiantes frente a la página en blanco. De eso se trata este oficio.
A un narrador siempre lo agobiará el dilema sobre cómo contar sus historias, qué privilegiar, dónde poner la mirada y cuál es la perspectiva que le dará al relato. Jeremías Lawson, sin embargo, parece no haber sucumbido a estos agobios, o haberlos resuelto desde el momento mismo en que concibió el cuento, para después decantarlo dentro de su cabeza con la paciencia de un guerrero que se sabe imbatible ante la inminencia de un combate. Esto se advierte no porque existan omisiones o falencias en la estructura de estos cuentos, sino, por el contrario, porque se intuye certeza y convicción, aunque haya fisuras de otra índole que aun así no alteran los relatos. Me parece verlo frente a la pantalla, alentado por la idea de que es imperativo escribir antes de que estos personajes se diluyan por la aparición repentina de nuevas ideas.
Lawson recupera la intención primigenia de los contadores de historias, antes de que el arte narrativo impusiera sus matices; entonces se aplica a contar un cuento en toda la dimensión de la palabra, atendiendo a un ritmo que le llegó desde el momento mismo en que una imagen, un personaje o una reflexión lo sedujeron. En estos cuentos nos encontramos con personajes que sostienen con el destino una amarga discordia, como aquel hombre que soñaba que soñaba, atesorando en su imaginación aquella realidad que lo evadía con una resolución exasperante, o ese payaso que tranzaba con quien le saliera al paso la posibilidad de hacerlo sonreír, o aquel profesor al que le abatía la constatación de cómo con el tiempo se le esfumaba esa virtud de hacer reír a los niños. Se percibe, también, una visión del amor desde su perspectiva más hostil, por la presencia de aquella que todo lo trastoca o que no trastoca nada, lo que vendría a ser lo mismo. Personajes que observan alrededor con extrañeza, que escrutan a alguien más como si ahondaran en sí mismos, procurando desentrañar misterios, como el de aquel hombre que preservaba el tiempo entre las manos, siendo testigo de su tránsito apacible, mientras se aplicaba sobre los mecanismos y engranajes de un reloj, o aquel músico que no comprendía las reflexiones sobre la relatividad de lo real o la memoria de un individuo que parecía confrontarlo desde el pasado en el vagón de un tren, mientras él regresaba afligido a casa porque su música no le concedía su lugar en el mundo, aunque aquella noche los acordes de su guitarra hubiesen hecho vibrar constelaciones lejanas.
El lector descubrirá cuentos que parecen haber sido concebidos como una excusa para reflexionar, que le hará cuestionar asuntos que siempre han logrado escurrirse por entre los pliegues de esa cotidianidad empecinada en privilegiar la premura. El autor hizo lo suyo, dejando sobre la mesa aquellos temas que lo inquietan como si los dispusiera para una disección colectiva. A Lawson le preocupa esa nefasta capacidad del hubiera, que nos persigue con su susurro ensordecedor para recordarnos lo que habría sido de nosotros de haber optado por la alternativa que descartamos, por el camino no tomado. No menos lo inquieta cómo la experiencia se decanta en los hombres con el paso de los años, aunque su cuerpo los presente apocados y anodinos.
Estamos ante un autor obstinado tanto en la construcción de la atmósfera como de la lógica o el algoritmo vital que subyace al relato. Jeremías Lawson es un contador de historias, un narrador, un ciudadano del mundo que observa y analiza con un rigor que no es usual en estos tiempos, para después destilarlo a través de una prosa no menos meticulosa que sus obsesiones.
Andrés Mauricio Muñoz
Bogotá, febrero de 2020
CINE FRANCÉS
Silba la tetera. Él abandona el cigarrillo sobre un pequeño cenicero de mármol apoyado en el alféizar. El humo se eleva jugando con la luz; las brasas se encienden y apagan al ritmo del vaivén en las cortinas. Se acerca a la cocina.
Con tan poca distancia se podría creer que alcanzaría pronto la tetera y, aun así, el silbato atormenta por minutos que parecen horas. El péndulo del reloj fabricado en 1923 —regalo de su abuelo— oscila junto al retrato en sepia de su familia: él mismo, todo ojos grandes y tristones, sentado entre su padre: alto, delgado, bigote oscuro, cabello partido al medio, rostro adusto y mirada opaca y su madre: menuda y regordeta, tez de porcelana estirada sobre facciones duras, cabello rizado y ojos verdes: de mirada extraviada.
El departamento perteneció a su madre, quien a su vez lo heredó de la suya. Allí vivió al enviudar, dejándoselo en herencia luego de perder la batalla contra una enfermedad que no pudo sanar.
Las paredes conservaban el triste papel tapiz con el que su madre intentó disimular un verde melancólico que, según ella, le producía sensación de hospital. Para él, el cambio no representó mayor cosa. Si se preguntaba retóricamente cuándo quitaría aquel papel, respondía sin convicción: «cuando tenga tiempo».
Alcanzó la tetera. Se sirvió el agua caliente en una taza de porcelana antigua. Añadió una bolsita de té de jazmín.
El ventilador en el rincón zumbaba con golpeteo irregular...
(13 minutos)
Se percibía en la distancia la trompeta de Miles Davis. Alguien escuchaba jazz. Quizá Blue in Green, quizá Stella by Starlight, quizá… cualquier otra cosa. No lo hubiese sabido; el jazz no le gustaba. Jamás concluiría que escuchaba Autumn Leaves. Para él sería lo mismo.
Dirigió la mirada al pequeño bureau donde solía escribir. La Hispano-Olivetti dormitaba con una hoja estancada a media asta en el rodillo. En el folio podía leerse: «154» ... Le faltaba mucho más que eso para terminar el libro. Lo sabía. Si se preguntaba sin entusiasmo cuándo lo haría, contestaba: «cuando tenga tiempo».
Dejó la taza sobre el cristal de la mesa y tomó un libro de la repisa. No alcanzó a hacer nota mental del título. Se sentó en el bergère y lo abrió. Sus ojos se paseaban apenas por las letras, pues su mente divagaba. Pasaba las páginas leyendo sin leer a Sartre. Se marchaba la tarde...
(12 minutos)
Creyó haberse dormido cuando el timbre del teléfono le hizo dar un salto. Dejó el libro en el mismo lugar donde lo encontró y levantó el auricular. Del otro lado se escuchaba el murmullo de una voz de mujer. Ella hablaba. Él asentía... Cuando la voz de mujer se apagó, colgó y se quedó pensativo, el hombro izquierdo apoyado en la pared junto al ropero. Notó un ligero olor a naftalina proveniente de alguna prenda dentro.
Fue al baño y encendió la luz. Colocó dentífrico sobre las cerdas del cepillo. Intercambió miradas con el espejo. Observó las bolsas oscuras bajo sus ojos. Se lavó el rostro con agua fría y se secó con la toalla de manos que colgaba del toallero. Se aseguró de colocarla en el cesto con la ropa por lavar y puso una fresca en el anillo. Regresó a la sala y acercándose al bargueño, puso en un vaso corto dos cubos de hielo y tres dedos de escocés, del que no bebió una gota. Lo contemplaba y removía mientras pensaba. Los pasos del vecino del ático martillaban en su techo...
(19 minutos)
El timbre tronó a más decibeles de lo usual. Al menos eso le pareció. Al abrir, vio en el vano a una chica delgada, de piel blanca-rosada y cabello negro corto. Extendió el brazo para recibir su abrigo rojo y advirtió que se había pintado los labios del mismo tono. Traía bufanda y boina calada, vestido negro a la rodilla, pantimedias negras y zapatos sin tacón.
Al colocar en el perchero el abrigo que le tendía, percibió su perfume emanando de la prenda. La invitó a pasar, pero ella ya estaba adentro. Él fue encendiendo luces, ya el sol mostraba sus últimos colores. Le ofreció un trago, que ella no aceptó. Metió las manos en los bolsillos del pantalón de velour côtelé y dio unos pasos hacia ella con la cabeza baja. Ella comenzó a hablar, en principio calmada. Él asentía. Mantenía la mirada fija en el parqué; de vez en cuando recordaba alzarla y hacer contacto visual, más para que ella pensara que le prestaba atención que porque tuviera interés en lo que decía.
Conforme el tiempo transcurría, ella se agitaba subiendo el tono. Él golpeaba suavemente el suelo rústico con el tacón de su zapato izquierdo, aun sin mirarla... y asentía. Al cabo de varios minutos de lo que fue un monólogo, ella se echó a llorar y se hundió en el sofá con las manos en el rostro. Él le acercó el escocés que había servido, que ya era más agua que licor. Ella bebió un sorbo, dejó el vaso y se puso de pie. Él le acercó un pañuelo que extrajo del bolsillo de su camisa, mas ella enfiló al baño con el rostro chorreado.
Salió entregándole la toalla, ahora manchada de negro y rojo. Él la colocó en el cesto junto a la otra. Ella se acercó a la puerta y él le ofreció el abrigo. Por la ventana abierta ahora entraba la brisa fría. Ya no se escuchaba a Miles Davis. Se despidieron aun sin mirarse. Ella salió, acomodándose la correa del bolso negro al hombro. Él cerró la puerta, pasó el pestillo, se quitó los zapatos y a paso lento se acercó a la ventana...
(24 minutos)
El bulevar estaba casi vacío. Todos los patrones habían cerrado, con excepción del artista, quien a la tenue luz de una lampara de aceite —hay gente esclava de sus gustos— pintaba. Caía la oscuridad enfrentada solo por las farolas mortecinas. El viento había disminuido su temperatura, pero aumentado la intensidad y de vez en cuando, formaba a su paso pequeños remolinos de hojas castañas.
Alguien sacaba la