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El pasado no debe condicionar el modo de vivir presente.

Daniel ha dejado una especie de diario en el que, entre otras cosas, le dice a Paula que no le ha contado toda la verdad sobre su vida. Y que no lo ha hecho por no romper la cuerda de la felicidad que les une. Y que Carlos le revelará su secreto.

Además de conocer aspectos nuevos sobre la vida de su amado que ni podía imaginarse, el destino la obsequiará con varias sorpresas, alguna muy agradable, con las que no contaba.

Su hermano Diego dejará de ser un hombre apocado y hasta pusilánime y se lanzará a vivir la vida. Conocerá a una mujer de la que se enamorará y con la que pretenderá vivir una vida en común.

Pablo logrará por fin hacer realidad uno desus sueños: formar parte de un grupo musical en los años de la movida madrileña.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento17 jul 2017
ISBN9788491129684
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Autor

José Retortillo

José Retortillo (Villaumbrales, Palencia, 1952) trabajó en su juventud para pagarse los estudios en diversos oficios, estudió bachillerato en la Universidad Laboral de Zamora y se licenció en Lenguas Románicas en la Universidad de Salamanca. Ejerció la docencia primero en varios centros de Madrid, para trasladarse luego a Cantabria. Dará clase en un instituto de Torrelavega y, finalmente, en otro de Santander, ciudad en la que actualmente reside. Esta es su segunda novela y es continuación de la primera, titulada: Dime que no es verdad. Si hay algún rasgo que pueda definirlas, bien podría decirse que ambas son un canto a la amistad, al amor, a la solidaridad y a las ganas de vivir.

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    Estación apeadero - José Retortillo

    Paula

    Las manos le temblaban hasta el punto de no ser capaz de leer ni una línea del diario que Daniel le había dejado escrito. Le costó, pero al fin pudo contener el llanto. Se secó las lágrimas con un pañuelo que extrajo de su bolso de mano, que anteriormente había depositado sobre la mesa del despacho de su padre, y recuperó la calma. Observaba aquellas cuartillas y le parecía que de un momento a otro, y como por arte de magia, se fuera a hacer presente la figura de su amado. Eran demasiadas emociones en poco tiempo y no se sentía con fuerzas para soportar una más. Habían sido unos días tremendamente duros, tanto física como emocionalmente, y estaba muy cansada. Aunque bien es verdad que el agotamiento que inundaba su cuerpo y mente no era la consecuencia puntual de la celebración de los funerales e incineración del cuerpo de Daniel sino que era producto de los meses que había soportado la angustia de saber que se moría como si tal cosa no fuera a suceder jamás.

    Con los codos apoyados sobre la mesa, se sujetaba el rostro con las manos y miraba a su alrededor. La mente la retrotrajo a épocas pasadas y, aunque las lágrimas le nublaban la vista, se vio a sí misma, aún muy niña, cobijándose entre los brazos de su padre. Añoró aquel tiempo y deseó regresar a él para poder refugiarse de nuevo en su regazo en demanda de ayuda, pues se encontraba tan sola y desvalida como una paloma en medio del desierto.

    Inclinaba la vista hacia el cuaderno de pastas negras y aquella letra le traía de forma reiterativa a la mente la imagen de su amor, desaparecido tan tempranamente. Y se decía que no podía ser verdad que en tan poco tiempo le hubiera sucedido tal cúmulo de desgracias. Pues se le habían ido las dos personas a las que más había querido y a las que más necesitaba hoy en día, sobre todo, ahora que albergaba en su vientre el fruto del amor. ¡Cómo le habría gustado a su padre conocer a la criatura que crecía día a día en su seno! Y no digamos a Daniel. Se daba cuenta de que sus figuras entablaban un combate en su mente y corazón por ver quién de los dos ocupaba el lugar preeminente. Y ella no podía decir quién era el preferido porque no lo era ninguno y los dos al mismo tiempo. Amaba a ambos con todas sus fuerzas y los añoraba con toda el alma.

    Decidió dejar la lectura de la carta de Daniel para el día siguiente. Estaba a punto de abandonar el despacho de su padre para irse a acostar, cuando Cecilia se asomó a la puerta:

    —¿Qué tal estás? ¿Necesitas algo? — le dijo desde la distancia, como si no quisiera inmiscuirse en sus pensamientos por no molestar.

    —Bien, Cecilia, bien… No necesito nada, gracias… Pero pasa, no te quedes ahí.

    Entró y se colocó a su lado. Se apoyó en el reposabrazos del sillón y la abrazó con todo el amor y la ternura de que fue capaz y que en tantas otras ocasiones ya le había demostrado. Paula no pudo contener el llanto, que de nuevo cegaba su vista, y se aferró con fuerza al cuerpo de Cecilia.

    —Tranquila, mi niña, que todo lo superarás, más pronto que tarde. Eres fuerte y, por muchas dificultades que el devenir de la vida te depare, sabrás salir a flote. Además, no estás sola, tienes a tu madre y hermanos y aquí estoy yo para lo que necesites.

    Paula se separó de ella y le contestó:

    —Gracias. Siempre he sabido que podía acudir a ti en busca de ayuda. Han sido tantas las ocasiones en que me has socorrido.

    —Así es, niña mía.

    Se quedó un rato pensativa y luego continuó:

    —¿Sabes que una de las cosas que más me gustaba cuando erais pequeños tus hermanos y tú era el que vinierais a mí en demanda de auxilio si algo os iba mal? Me hacía sentirme parte de la familia y puedo decir con total sinceridad que eso fue, si en alguna ocasión tuve intención de marcharme de vuestro lado, lo que me empujaba a replantearme la situación y a continuar viviendo en esta casa en la que llevo ya tantos años que ni recuerdo el día en que llegué por primera vez.

    —Siempre te hemos considerado de la familia. Cuando te hacía rabiar, y se enteraba mi padre, me reprendía diciéndome: no te olvides de que Cecilia es de casa y le debes el máximo respeto. Y tú sabes que no es que no te respetáramos, es que éramos niños y nos gustaba jugar, aunque a veces las bromas que te gastábamos eran demasiado pesadas. Sin embargo, tú aguantabas sin enfadarte. Recuerdo que corrías detrás de mí a lo largo de todo el pasillo y, como tu zancada era mayor que la mía, me alcanzabas enseguida y, al llegar a mi altura, me sujetabas mientras me dabas un cálido abrazo. Yo escondía el rostro entre tus brazos y esperaba que me riñeras; pero lo único que hacías con tu abrazo era, además de impedir que continuara molestándote, mostrarme cuánto me querías. Siempre he admirado tu saber estar, lo paciente que eras incluso cuando lo que el cuerpo te pedía quizá era dar un grito.

    —Querida Paula, las mujeres de mi generación hemos sido educadas de una forma muy distinta a como lo habéis sido vosotras. Y yo, aunque tuve la suerte de caer en esta familia a la que tú perteneces, siempre he sabido cuál era mi papel y nunca he pretendido desempeñar otro distinto. Tus padres me dieron siempre muestras de confianza suficiente para saberme querida y para sentirme a gusto con vosotros.

    —Por cierto — dijo Paula —. Nunca me habéis contado ni mi madre ni tú cómo fue el que vinieras a vivir con nosotros. ¿Os conocíais ya anteriormente?

    —No sé si es el momento apropiado para recordar el pasado, es ya muy tarde… Otro día quizá.

    Hizo una pausa y añadió:

    —¿No sería mejor que te fueras a acostar para así descansar un poco, que buena falta te hace?

    —Sí, creo que lo mejor es que me vaya a la cama aunque no sé si seré capaz de dormir y descansar. Tanto dolor se agrupa en mi costado, que diría el poeta, tanta la desazón que anega mi alma, que no soy consciente de si vivo o muero.

    —¡No digas eso, por dios! Tienes que seguir viviendo con ilusión pues eres aún muy joven y llevas en tu vientre una criatura que va a necesitar de una madre en perfecto estado y con todas las fuerzas disponibles para cuidarla y darle la educación que se merece.

    Al mismo tiempo que así le hablaba, apagaba la luz del despacho del padre, mientras Paula ya se encaminaba pasillo adelante hacia la que siempre fue su habitación y que su madre conservaba tal cual ella la había dejado cuando se casó por primera vez. Y, de la misma manera que cuando era niña, aquella noche dejó que Cecilia le ayudara a quitarse la ropa y la introdujera en la cama y la arropara igual que hacía por entonces, a pesar de que sabía que su padre vendría luego y repetiría la operación de meter las mantas por debajo del colchón y subirle el embozo hasta casi cubrirle el rostro y que a ella tanto le gustaba pues dentro de las sábanas y mantas se sabía totalmente protegida y no tenía miedo a nada ni a nadie. Hoy se sintió niña de nuevo y por un momento disfrutó de la atención de su querida Cecilia. Había entregado en los últimos tiempos todo su amor y cuidado a Daniel y quizá por eso hoy necesitaba la protección y el cobijo de otro ser. Le dio un beso como cuando era niña, apagó la luz, le dio las buenas noches y salió. Paula poco a poco, mientras recorría de nuevo la senda de la península de Mataleñas y lanzaba al viento las cenizas de Daniel, se fue quedando dormida.

    La carta de Daniel

    La vida comenzaba a resultarle demasiado monótona. No estaba habituada a permanecer en casa sin tener nada que hacer. Era un privilegio que su madre y Cecilia le hicieran la vida tan fácil, pero ella necesitaba acción. Era vital expulsar de la mente los malos pensamientos. Pero para ello, debía prestar atención a otros menesteres distintos a los que ahora la ocupaban. Incluso aumentaba su tristeza el que los días fueran cada vez más cortos y la noche hiciera acto de presencia a hora más temprana. Y, aunque temía no ser capaz de soportar el peso de la soledad, se decía que ya era hora de volver a su casa y de reintegrarse al trabajo. No era plan de permanecer más tiempo encerrada entre cuatro paredes. Debía volver a ser partícipe del mundo que la rodeaba y hacer vida normal. Así que le comunicó a su madre que regresaba a su domicilio. Rosario le hizo ver que estando con ellas al menos podía distraer la mente y ahuyentar los malos pensamientos y hasta olvidar que Daniel ya no estaba.

    —Sí, mamá. Tienes razón en que aquí me encuentro más entretenida y me viene bien no tener que preocuparme de nada y que todo me lo deis hecho. Pero también tengo que hacerme a la idea, pues tarde o temprano debo enfrentarme a la realidad y eso solo lo lograré cuando vuelva a mi casa y conviva con mis fantasmas. Además, las clases me ayudarán a superar el trauma y mitigarán la ausencia de Daniel.

    Su madre tenía miedo de que la soledad la empujara hacia la depresión, algo poco recomendable en su estado.

    —¡No! No me deprimiré. Sé que tengo que ser fuerte. Soy consciente de que ya no soy yo sola. Tengo claro que hay otra persona en ciernes que me necesitará y que tendré que estar por ello en perfecto estado de salud física y mental.

    —Me alegra oírte hablar así y me tranquiliza al mismo tiempo. Sé que eres fuerte y valiente y que nunca te has acobardado por nada. No obstante, si sientes que el alma te flaquea, aquí estaré para ayudarte a recuperar las fuerzas necesarias.

    —Claro, mamá. Desde siempre he sentido una gran paz de ánimo porque sabía que estabais papá y tú detrás para brindarme todo vuestro apoyo. Y eso no ha cambiado aunque él ahora no esté. Y los mimos de Cecilia los necesito casi como el comer. Así que, estate tranquila que estaremos en contacto cada día.

    Al introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta, presintió que adentro iba a encontrarse con un mundo nuevo y le dio hasta miedo entrar. Cerró la puerta tras de sí, depositó el bolso de mano sobre el sofá y la bolsa de viaje en el suelo y permaneció parada en medio del salón el tiempo suficiente como para tomar fuerzas y decidirse a pasar a la habitación donde Daniel y ella se habían amado con tanta pasión como ternura. Tomó de nuevo la bolsa de viaje y entró en la habitación. Se cambió de ropa de forma maquinal y se puso cómoda. Regresó al salón y abrió el bolso de mano. Extrajo el cuaderno de Daniel y, con él fuertemente pegado a su pecho, se sentó frente al ventanal de sus ensoñaciones. Lo colocó sobre la mesa y con gran delicadeza lo abrió por la primera página. Por fin estaba dispuesta a conocer los secretos que guardaba. Fijó la vista y comenzó a leer:

    "Aquella mañana acababa de darme un baño fantástico. Me había duchado y esperaba a secarme. Mientras miraba distraído hacia el mar y pensaba en mis cosas, la voz de una joven extraordinariamente bella, que acababa de llegar, me sacó de mi ensimismamiento al decirme con sumo respeto, pues me trata de usted, y sonriente, con esa sonrisa que sólo tienen las personas de mirada franca :

    —¿Va a estar mucho rato aquí? ¿Podría cuidar de mis cosas mientras me doy un baño?

    A lo que yo respondí:

    —Si tú me dices ven, lo dejo todo.

    Ella sonrió de nuevo y dijo:

    —¡Qué simpático es usted!

    Dio media vuelta y se fue a bañar.

    Este fue nuestro primer encuentro y bendito encuentro me digo yo ahora. La verdad es que estuve tentado de marcharme pues no veía motivo para permanecer allí como un pasmarote cuidando la ropa de una desconocida que se estaba dando un baño. Pero algo me decía: espera, merece la pena, esa joven es especial, tampoco pierdes nada aguardando a que vuelva…

    Y llegaste y me volviste a sonreír y me dijiste que el agua estaba fresquita pero agradable y yo sonreí porque esa es la frase que digo siempre y nos fuimos a comer y aquella anoche nos amamos y a la mañana siguiente desaparecí y…

    Pero estaba claro que el destino deseaba que nuestras vidas volvieran a cruzarse y me mandó esta enfermedad que me obligó a ir a Madrid, a tu encuentro sin yo sospecharlo siquiera. Y conocí la verdadera felicidad por tenerte y también el dolor más intenso por saber que iba a perderte.

    Cuando leas esta carta, ya habré muerto. No quiero que sufras por ello. Deseo que sientas que estoy vivo en tu corazón y que, como tantas veces has explicado en clase con el soneto de Quevedo, nuestro amor transciende a la muerte. Y yo estaré muerto pero nuestro amor seguirá vivo. En estos momentos siento la necesidad de escribirte y, aunque lo sabes porque te lo he dicho muchas veces y porque he intentando demostrártelo cada uno de los pocos días en que hemos vivido uno junto al otro, de recordarte que no hay nadie ni nada en el mundo a quien ame más que a ti. Y que he sido muy feliz desde el día en que te conocí pero sobre todo desde aquella noche en que nos volvimos a encontrar en el restaurante de mi amigo Carlos. He pensado a lo largo de los meses transcurridos desde la operación que mi vida no habría sido igual de no haberte conocido. Has sido para mí un sostén que me ha ayudado a soportar el sinsabor de la enfermedad. Primero porque pensé que iba a curarme y por tanto me alegraba el alma el imaginar pasar el resto de mi vida a tu lado. Luego, cuando comencé a dudar de que tal cosa fuera a producirse y cada vez fui más consciente de que iba a morirme, porque al estar a mi lado me diste fuerza y ánimo suficientes para disfrutar de la vida como no lo había hecho antes.

    Y, si hubo momentos en los que mi ánimo flaqueaba porque me daba cuenta de que no mejoraba mi estado de salud, bastaba con mirarte a ti, observar cómo corregías los ejercicios de tus alumnos o como hacías cualquier cosa, para que me sintiera de nuevo con fuerzas renovadas para continuar la lucha contra la enfermedad. Y era cierto que se producía una contradicción en mi interior pues sabía que ese bienestar y felicidad que inundaba mi cuerpo y alma no tardando mucho los perdería para siempre. Pero a continuación me decía que era una dicha y un privilegio poder irme de este mundo habiendo vivido unos meses llenos de felicidad a tu lado.

    Siento que la enfermedad hace cada día más mella en mi cuerpo. Y presiento que el final se acerca. Hoy estoy cansado y voy a dejar de escribir. Mañana volverás de Madrid de examinar a tus queridos alumnos y quiero estar fuerte por lo que debo descansar. ¡Deseo disfrutar tanto los momentos que me quedan por vivir junto a ti!

    Vuelta al trabajo

    Paula dejó de leer a pesar de que, después de un pequeño espacio en blanco, el texto continuaba. Las lágrimas habían hecho acto de presencia en sus ojos y no deseaba llorar más, ya lo había hecho suficientemente en los últimos tiempos. Es más, los momentos de llanto y de tristeza superaban con creces a los de alegría y de gozo.

    Al día siguiente se levantó, se duchó, desayunó y se fue a trabajar. Al llegar al instituto, tuvo la sensación de que los alumnos que se encontraban a la puerta actuaban de manera extraña. La saludaron pero apenas si la miraron como si no quisieran entablar conversación alguna con ella. Y es que saber que una persona ha sufrido la muerte de un ser querido produce una especie de respeto casi religioso que hace que no sepas cómo comportarte con ella. Más acuciado es ese respeto si se trata de adolescentes, como era este caso.

    Ya dentro del centro, en la sala de profesores, los compañeros que se encontraban allí trabajando, la saludaron con afecto y consideración, pero también con respeto sin añadir nada a la pregunta — ¿qué tal? — como si nadie quisiera hablar de lo que sabían le había producido dolor y sufrimiento. Es quizá mejor no mentar la soga en casa del ahorcado, se dijo.

    Salió de la sala y fue al despacho del jefe de estudios. Necesitaba conocer el horario y los cursos y materias que iba a impartir. Entró sin llamar pues la puerta estaba abierta y saludó:

    —Hola, buenos días.

    —Hola, Paula. ¡Qué alegría tenerte otra vez por aquí!

    Se levantó y le dio dos besos. Le pidió que se sentara y él se colocó en el otro lado de la mesa.

    —¿Qué tal el verano? — preguntó, aunque de inmediato pareció como darse cuenta de que la pregunta era inoportuna y dijo —: perdona, era una mera formalidad, ya sé que no lo has pasado bien. Y lo único que deseo es que te recuperes cuanto antes y superes este mal momento que te ha tocado vivir.

    —Gracias — respondió Paula —. Agradezco tus palabras. No te preocupes, entiendo perfectamente lo que supone plantarte delante de alguien a quien no sabes muy bien qué decirle. Como puedes imaginar vengo a que me des mi horario y para que me pongas al día de las novedades que haya si es que hay alguna.

    —Hombre, grandes novedades no hay, la verdad. Quizá podríamos resaltar el hecho de que con la muerte de Miguelón, el grupo que se situaba a la puerta del instituto y robaba a los alumnos a la entrada o a la salida ha desaparecido o se ha disgregado. A veces se ve por la mañana a algún miembro solo pero ya no viene toda la banda como el año pasado.

    —Bueno, pues algo es algo — dijo Paula suspirando —. Así podremos al menos entrar y salir del instituto con tranquilidad.

    —Otra novedad, y nada agradable por cierto, es que Fernando sigue hospitalizado y, lo que es peor, sin visos de que mejore su estado de salud. Los médicos siguen sin saber qué es lo que tiene con exactitud. Hablan de una enfermedad infecciosa…

    —¡Vaya, por dios! Supongo que la familia de Fernando lo estará pasando muy mal.

    —Sí, el otro día, cuando vino el padre a decirme que este curso posiblemente no vendrá a clase, le noté un poso de tristeza en el habla muy grande.

    —Es muy duro ver a un hijo consumirse poco a poco sin saber qué es lo que le sucede y sin poder hacer nada por aliviarle el sufrimiento.

    Los dos se quedaron un rato en silencio. El jefe de estudios aprovechó para extraer de una carpeta el horario de Paula y, mientras se lo entregaba, le dijo:

    —Es el mejor que he podido hacerte. Ya sabes que a veces los imponderables son muchos y que quien más quien menos me pide un horario acorde con sus necesidades y no siempre es posible satisfacer a todo el mundo…

    Paula no le dejó acabar, si es que pensaba continuar hablando, y dijo:

    —No tienes que darme ninguna explicación. Ya sé que confeccionar horarios para todo el grupo de profesores, teniendo que atender a sus necesidades y a las de los alumnos, es muy difícil. Jamás he protestado por el horario. Y este año tampoco lo voy a hacer. Quizá al año que viene tenga que pedirte algún favor pero, hasta entonces, todo está bien.

    El jefe de estudios no supo muy bien a qué se refería con lo del año que viene así que no añadió nada más. Paula se levantó dispuesta a salir del despacho, y fue en ese instante cuando él se acordó de que existía otra novedad, por lo que la retuvo un instante más:

    —Espera, que se me olvidaba. Hay algo que no te he dicho y que te afecta directamente: este año tendrás un nuevo compañero. Rufino pidió traslado y su plaza la ocupa Manuel, que así se llama el profesor que le sustituirá, y que, por ser catedrático, será el jefe de departamento.

    —Pues qué bien. Luego supongo que tendré oportunidad de conocerle. Gracias por todo. Hasta luego.

    —Hasta luego. Y… ¡bienvenida!

    Paula se le quedó mirando un instante, le sonrió en señal de agradecimiento y salió del despacho.

    Cuando llegó de nuevo a la sala de profesores, se encontró con Teresa, que, al verla, no pudo por menos que dar un grito de felicidad por ver de nuevo a la amiga del alma. Ambas se fundieron en un largo y afectuoso abrazo.

    —¿Cómo estás, querida? — preguntó Teresa.

    —Bien. ¡Qué ganas de volver a verte! Ya necesitaba oír de nuevo tu voz y escuchar tus consejos.

    —¡Cuéntame! ¿Sientes que ya estás recuperada? ¿El dolor es ya soportable?

    —No sé. A veces pienso que sí. Pero hay otras en que me veo un tanto desvalida y noto demasiado la ausencia de Daniel. Es que ahora que había encontrado al amor de mi vida…

    —Bueno, no hables así. El amor de tu vida a lo mejor no se te ha aparecido aún.

    —¡Qué cosas dices! No creo que vuelva a querer a ningún hombre como a este.

    —Es posible. Pero también puede suceder que aparezca alguien un día que te haga olvidar a Daniel. Nunca sabes lo que te puede deparar el destino.

    —Sí, en eso estamos de acuerdo. Nada hay más incierto que el futuro.

    —¿Y qué tal llevas el embarazo?

    —Pues bien. Hasta ahora no he notado nada raro. No tengo náuseas y hago vida normal. Ya te contaré si más adelante se produce algún cambio.

    —Mira quién entra – dijo Teresa.

    Era Eduardo. Se acercó a ellas y saludó a Paula con cierto distanciamiento. Aún le duraba la vergüenza por su forma de actuar el último día de curso cuando intentó besarla en la pista de baile. Por eso se dirigió a ella con voz tenue y apenas audible:

    —¡Hola! — al mismo tiempo que le daba dos besos.

    —¡Hola! ¿Qué tal el verano?

    —Bien — dijo con media sonrisa cohibido aún por el recuerdo de aquella noche —. Se hacen cortas las vacaciones a pesar de todo.

    La camaradería y confianza de otros tiempos estaba claro que había desaparecido. Y que posiblemente serían necesarios varios meses para que todo volviera a ser como antes. Y Paula intentó que no pareciera que ella también recordaba con desagrado la escena. Por eso fue la que propuso ir a tomar un café en cuanto sonara el timbre anunciando el recreo.

    —Perfecto — dijo Teresa.

    —Por mí, bien — añadió Eduardo.

    —Pues nos vemos entonces en el recreo. Yo estaré aquí esperando.

    Todo el mundo se fue a clase. Al quedarse sola, se sentó en un sillón junto a la ventana que daba al patio y se puso a pensar en la que se le venía encima. Le daba miedo el saber que pronto sería madre. No estaba segura de ser capaz de cuidar de un bebé recién nacido. La aterrorizaba hasta el tener que sostenerlo entre sus brazos. Y sabía por experiencia lo difícil que es educar a un niño y ella debería enfrentarse a tal tarea sola, sin el padre que le pudiera apoyar. Pero no le quedaba otra que seguir siendo fuerte. Qué remedio, es lo que esperan los demás de mí. No conciben una Paula pusilánime y débil. Aunque, qué duro se hace a veces mostrarse valiente y decidida, a pesar de la endeblez de corazón que todo el mundo tiene en alguna ocasión. Los de fuera te ven como una pequeña heroína, te admiran incluso, porque ellos no son capaces de ser tan valientes como eres tú. Pero lo peor de todo es que se creen que tú no tienes dificultades que vencer, piensan que te resulta fácil actuar como lo haces, con decisión y sin miedo a las consecuencias, o por mejor decir, apechando con ellas, porque es lo que corresponde en estos casos. Y no son conscientes de que a ti también te supone llanto y sacrificio tener que tomar ciertas decisiones y que la soledad es muy dura de sobrellevar. Pero, como tú eres fuerte, no te queda otra que obrar como tal, de lo contrario se llevarían un gran disgusto.

    Y es que los demás obtienen una imagen determinada de una persona y esta se ve impulsada a mantenerla por no defraudarles, a pesar de que en más de una ocasión le darían ganas de mandarlo todo a paseo.

    Un encuentro inesperado

    La entrada en la sala de un profesor, al que apenas miró, vino a sacarla de estas cavilaciones en que se encontraba inmersa. A simple vista calculó que tendría unos cuarenta años; era de estatura media, uno setenta y cinco, se dijo, vestía de manera informal, aunque con americana; de complexión más bien delgada, rostro de tez morena, mirada viva y expresiva, con abundante pelo, aunque con alguna que otra cana, y bien peinado. La miró y la saludó. Cuando Paula escuchó aquel buenos días sintió que dentro de sí algo, que hasta entonces había permanecido callado y adormecido, recobraba vida. Habían sido tantas las veces que había escuchado aquel saludo, que no le cupo la menor duda de que aquel profesor era su profesor, Manu, el preferido, el que le había dejado honda huella en su alma de alumna y adolescente, por el que seguramente ella ahora también se dedicaba a la enseñanza… Era evidente que se había ruborizado, pues el calor que sentía en las mejillas era grande, al mismo tiempo que los latidos del corazón se le habían acelerado. Pero como no quería por nada del mundo que se diera cuenta, se enfrascó en la lectura de una revista que tomó de forma apresurada de la mesita situada a su izquierda.

    Él, después del saludo, se sentó a bastante distancia de donde se encontraba ella. Sacó unos cuadernos y se puso a corregir. No le dirigió ni siquiera una mirada durante un buen rato; tan concentrado estaba en corregir unos ejercicios, que ni levantaba la cabeza. Paula no sabía muy bien qué hacer. Estaba claro que él no la había reconocido, lógico por otro lado, habían pasado dieciséis años desde el curso de COU en que le dio clase.

    Cielo santo, si me parece ahora más joven que entonces… Era tan serio, aunque a veces tan tierno… ¿Habrá cambiado o seguirá siendo igual de buen profesor?... ¿Y por qué habrá pedido traslado a este instituto? .

    Por un lado deseaba darse a conocer, pero temía no ser capaz de mostrarse totalmente serena. Notaba un hormigueo dentro de sí que la mantenía en estado de alerta y no le permitiría actuar con el reposo y la tranquilidad necesaria para el momento que tendría que vivir tarde o temprano. Además, ¡es el jefe de departamento! ¡Madre mía! Otro curso más en el que me va a tocar vivir emociones fuertes, se dijo.

    De pronto sonó el timbre que anunciaba el fin de la clase y la salida al recreo. Manu guardó los cuadernos en la cartera y salió de la sala con un hasta luego, pero sin apenas mirarla. En seguida fueron llegando profesores y profesoras, entre ellos, Teresa y Eduardo. Paula se levantó del sillón, ya repuesta del sofoco, y se fue a tomar café con sus amigos.

    Hablaron de todo un poco, aunque más que conversación fue un pequeño y cariñoso examen al que Eduardo y Teresa sometieron a Paula.

    —Tienes buen aspecto por fuera pero ¿qué tal estás por dentro? — preguntó Teresa.

    —Estoy bien, tranquila al menos. Un poco triste por momentos, como ya te he dicho, si me viene a la mente la imagen de Daniel o la de mi padre, pero… bien; sí, puede decirse que me encuentro todo lo bien que una puede estar en circunstancias parecidas.

    —No te olvides de pedir ayuda si la necesitas — añadió la amiga.

    —Lo haré, no te preocupes, ya sé que puedo contar contigo.

    —Bueno… y conmigo — terció Eduardo.

    Paula le miró y le sonrió:

    —Claro, contigo también, por supuesto.

    —No sé si es el momento pero quiero pedirte disculpas por lo que sucedió el último día de curso. Espero que me hayas perdonado. El alcohol a veces te juega malas pasadas.

    —Olvídate de eso. Es pasado y el pasado ya no existe. Volvemos a ser los amigos que hemos sido durante todos estos años.

    —Oye, ¿cómo llevas el embarazo? — preguntó Eduardo, queriendo cambiar de tema.

    —Pues muy bien de momento. Antes se lo decía a Teresa. No siento náuseas ni tengo caprichos o antojos que dice mi madre. No me doy cuenta todavía de que dentro llevo un ser. Supongo que con el paso de las semanas y de los meses notaré los cambios. Aún es pronto.

    —Te va a cambiar la vida — dijo Eduardo con cierto aire de seriedad —. Un hijo es algo demasiado importante y exige gran atención y sumo cuidado. Y tú sola te vas a encontrar en más de una ocasión con que te faltan las fuerzas para sacar adelante la casa, el trabajo y la educación de tu hijo.

    —Sí, ya lo he pensado más de una vez estos días, pero tendré que sacar fuerzas de flaqueza y tirar para adelante. No me va a quedar otro remedio.

    —En fin, chicos, dejemos de adelantar acontecimientos — cortó Teresa, que no sabía muy bien por qué pero no le estaba gustando el giro que estaba tomando la conversación, pues parecía que Eduardo estuviera proponiéndose como acompañante de Paula o ayuda en la tarea de la educación del hijo y, conociendo a Paula, temía que volviera a repetirse una escena similar a la de la discoteca aunque sin beso de por medio —. Cuando llegue el momento, veremos cómo lo hacemos, ¿no te parece, Paulita?

    Paula sonrió y contestó:

    —Sí, creo que es lo mejor. Además, es hora de volver a clase. Así que vámonos.

    Ya en casa, volvió a abrir el cuaderno de Daniel y continuó leyendo la carta que le había escrito en los últimos días de su vida:

    Vaya noticia que me has dado hoy. Estoy escribiendo y apenas si puedo hacerlo pues no paro de llorar, por momentos de alegría y por momentos de tristeza. ¡Voy a ser padre! ¡Vamos a ser padres! Y yo no estaré aquí para verlo. Siento una gran rabia al mismo tiempo que una enorme tristeza. Y pienso que no es justo para mí pero tampoco para el hijo que vamos a tener, que va a nacer sin poder conocer a su padre.

    Hoy he elegido el traje de boda. Al menos me iré a la tumba, habiendo logrado convertirme en tu esposo. Es un consuelo.

    No sé qué decirte. Estoy tan contento por saber que seré padre que, aunque no podré ejercer de tal, me llena de orgullo. Te pido, por favor, que le hables de mí a nuestro hijo o hija. Dile que le quiero muchísimo y que me hubiera gustado jugar con él, los dos tirados en el suelo. Y que me hubiera encantado llevarle al conservatorio (no te olvides de apuntarle a clase de música) y que, cuando coloque sus dedos de niño sobre las teclas del piano que me ha acompañado durante tantos años, piense que está posándolos sobre las teclas que antes su padre pulsó tantas veces. Y, cuando bajes a la playa del Sardinero, cuéntale dónde nos conocimos y cómo. Y dile que me hubiera encantado pasear por la playa con él y meterme en el agua y enseñarle a coger olas. Dile que, aunque ya sé que no le será fácil entenderlo, estaré a su lado en cada instante de su vida. Y que desde algún lugar lejano me mantendré alerta para que nada le pase y sea feliz junto a ti.

    A ti, querida, tengo que decirte algo que espero que no te moleste. En este tiempo en que hemos convivido, no he sido todo lo sincero que quizá debería haber sido y te he ocultado parte de la verdad. Pero ya no tengo tiempo para contarte mi vida. Además, no creo que importe demasiado. Seguramente rompería la cuerda de la felicidad que nos une y no estoy dispuesto a marcharme para el otro mundo dejando un poso de dolor, por pequeño que sea, en tu alma. Carlos ya sabe lo que debe decirte. Cuando sientas la necesidad de saber a qué me refiero, llámalo y queda con él; te revelará mi secreto. Espero que no me lo tengas en cuenta. Consideré que no merecía la pena hacerte partícipe de ciertos aspectos de mi existencia porque estaba más pendiente de mis visitas al hospital que de otra cosa. Y, luego, cuando comencé a ser consciente de que mi enfermedad no tenía cura, pensé que aportarte algún dato más sobre mi vida lo único que podía hacer era aumentar el dolor que ya albergaban nuestros corazones por la situación que estábamos viviendo.

    Estoy seguro de que me perdonas porque sabes de sobra que no lo he hecho con mala intención. Todo ha sido por no hacerte sufrir más.

    Estoy nervioso; mañana nos vamos a Madrid y al día siguiente nos casaremos. Cuando volvamos, te escribiré unas últimas líneas de despedida. Aunque ya sabes lo que voy a decirte. Que te quiero con toda mi alma, con todo mi corazón, con todo mi ser…

    En fin, espero que, cuando pasen los años, y ya me hayas olvidado un poco, vengas a esta casa de vacaciones, te acerques al ventanal y mires de vez en cuando hacia el lugar de la playa donde nos conocimos y sonrías mirando al horizonte. Porque yo estaré allí observándote.

    Paseo por el retiro

    Aquél sábado había prometido a su madre que iría a comer con ella y con sus hermanos. Se levantó más tarde de lo que en ella era habitual, (quizá era por culpa de su embarazo el que durmiera más que antes) se duchó, ordenó un poco la casa y se fue para allá. El día era luminoso y un poco frío. Típico día del otoño madrileño, que a ella tanto le gustaba. Según iba en el coche, pensó que era aún muy pronto para ir a casa de su madre, por lo que decidió pasarse por el Retiro y dar un paseo antes de la comida. Cada vez era más difícil aparcar por las inmediaciones del parque, aún así y todo encontró un hueco en una de las calles perpendiculares a la de Alfonso XII que desemboca al lado del edificio de la Bolsa.

    Deambular por el parque sin rumbo prefijado, llegar hasta el Palacio de Cristal y ver alguna de las exposiciones que suele haber o simplemente sentarse al borde del estanque y contemplar a aquellos artistas que intentan entretener a los niños con sus marionetas o engañar a los mayores leyéndoles la mano, adivinándoles el porvenir y recordándoles el pasado que ellos ya conocen, es algo que le encanta. Y es que son muchos los buenos recuerdos que le trae a la mente este maravilloso parque. Pues casi cada domingo o día festivo su padre los traía a los tres hermanos a patinar o a pasear simplemente.

    Subió por el paseo de los Reyes y llegó al estanque. Se fijó en que había mucha gente joven, sobre todo parejas de enamorados, suponía, paseando en barca. Decidió sentarse a contemplar el espectáculo pero el verdadero estaba en otro lado, justo enfrente; y se dio cuenta porque un grupo de personas reía alegremente viendo a dos jóvenes interpretar una escena que debía de ser muy divertida. Se levantó y se acercó, pues deseaba comprobar por qué reía tanto la gente. Y cuál fue su sorpresa al ver que uno de los jóvenes era un antiguo alumno suyo, Juan José, acompañado de otro joven al que no conocía de nada. El número que interpretaban en ese momento (suponía que era por la proximidad de la Navidad) era una imitación de un anuncio de muñecas. Su alumno tocaba la guitarra y cantaba las muñecas de Famosa se dirigen al portal para… al mismo tiempo que el otro andaba pasito a pasito tal y como hacían las muñecas en el anuncio de la televisión. A Paula le encantó el número y se rió del mismo modo que hacían los allí presentes. Cuando finalizó, se retiró y se sentó de nuevo en el poyo del estanque, de lado, para así poder ver a la gente que paseaba en barca. Mientras observaba, le vino a la mente la imagen de una Paula inexistente aún, madre de un niño, vigilándolo al mismo tiempo que él contemplaba cómo dos marionetas que representaban a dos hombres luchaban a brazo partido, uno por proteger a una joven desvalida y el otro por raptarla y llevársela a su castillo. Los niños gritaban ¡no! , al ver que ganaba la batalla el hombre malo, aunque volvían a hacerlo, pero esta vez gritando ¡sí! , pues contemplaban al bueno que se interponía entre la joven y el malvado, al mismo tiempo que este caía derrumbado por los golpes que le había dado. La joven, bella y hermosa, caía rendida en brazos del hombre bueno y todos los niños aplaudían alborozados y llenos de alegría. Pero no era su hijo ninguno de aquellos niños que estaban sentados en el suelo, en corro, frente al escenario portátil de las marionetas. Sin embargo, no tardando mucho, se dijo, tendría que traerlo a que se entretuviera contemplando aquellos espectáculos que tanto gustaban a los niños.

    Hasta ahora no le había sucedido, pero de un tiempo a esta parte era consciente de que le llamaba la atención poderosamente la imagen de una madre con un niño de la mano o una pareja y uno o dos niños a su lado. No digamos ya si veía a una mujer embarazada. Hasta hacía pocos días ni se enteraba de si pasaba a su lado alguna madre con su hijo, salvo que le llamara la atención por alguna razón especial. Y menos fijarse en las embarazadas. No entraba en sus planes ser madre y, sin embargo, ahora sus ojos iban directamente hacia el vientre de las jóvenes que esperaban un bebé. Supongo, se dijo, que es como cuando Carlos me contaba que veía militares por todos lados cuando él estaba haciendo la mili. Y es que no nos damos cuenta de lo que tenemos a nuestro alrededor excepto si nos afecta directamente por algún motivo.

    Miró el reloj y comprobó que eran casi las dos, así que decidió salir del parque, tomar el coche y marchar a casa de su madre. No tardó mucho, los domingos apenas hay tráfico y es un placer circular en coche por Madrid.

    Comida familiar

    Cuando llegó, ya estaba allí su hermano Diego con los niños. Cecilia, como siempre, le abrió la puerta y le dio dos besos. La paró en medio del pasillo, la examinó más que miró, le puso la mano sobre el vientre, al mismo tiempo que le decía:

    —Ya se te está poniendo cara de embarazada. Estás ahora todavía más guapa, que ya es decir.

    —Qué cosas tienes, Cecilia. Cómo se me va a notar tan pronto.

    —Yo sí te lo noto. Tienes la piel más tersa y con más brillo y eso aguapa.

    Paula se echó a reír, la abrazó y fue al encuentro de su madre que estaba, como era costumbre a la hora de la comida, en la cocina.

    Mientras se abrazaban, Paula saludaba a su madre:

    —Hola, mamá.

    —Hola, hija. ¿Qué tal estás, cariño?

    —Muy bien. Estupendamente; y más si estoy a tu lado.

    —Ya, pero tú sabes a lo que me refiero.

    —Pues a ratos, como supongo que le sucede a toda persona que pierde a un ser querido. Y de eso tú tienes experiencia. Ahora he estado en el Retiro disfrutando del ambiente que hay y del día tan estupendo que hace; y cada vez que veía a una pareja con niños, me imaginaba a mí y a Daniel con nuestro pequeño. Pero de inmediato me daba cuenta de que eso no va a ser posible y me entristecía.

    —Ya, hija, te entiendo perfectamente. A mí me sucede lo mismo cuando veo a algún matrimonio del brazo por la calle. También pienso en tu padre e incluso miro a un lado para cerciorarme de que efectivamente no me acompaña. Fueron tantas veces las que paseamos por la calle del brazo…

    —Bueno, dejemos las penas para otro momento — afirmó Paula dando por concluida la conversación —. Voy a saludar a Diego y a los niños que no lo he hecho aún. ¿Y dónde anda Pablo?

    —Pues dónde crees tú que puede estar tu hermanito a estas horas siendo sábado.

    —¡No me digas más! ¡En la cama!

    —Qué fácil de acertar es este acertijo, ¿eh?

    Paula salió de la cocina riendo. Entró en el salón y besó a sus dos sobrinos y a su hermano.

    —Ya te he oído decir a mamá que estás bien.

    —Sí, bien. ¿Y tú cómo lo llevas? ¿Te apañas bien tú solo con los niños?

    —De momento me arreglo con la ayuda de la señora que va a casa. Es muy cariñosa y atenta. Siempre está dispuesta a ayudarme, si tengo necesidad. El otro día tuve que viajar a Valencia, por cosa del trabajo, y no tuvo inconveniente en quedarse a dormir en casa con los niños.

    —¿Qué edad tiene?

    —¿Qué, pensando ya si me puedo buscar un apaño, en caso de que sea de mi edad?

    —No, mera curiosidad — dijo Paula riendo, lo cual indicaba a las claras que sí era esa la intención de su pregunta.

    —No lo sé con exactitud pero calculo que alguno más de los sesenta y cinco. Pero se conserva muy bien. Y es muy guapa. A mí me recuerda a mamá. Tiene pinta de gran señora.

    —¿Y cómo la conociste?

    —Por medio de un compañero del banco. Es vecina suya. Me dijo que le venía bien salir de casa y estar activa, que lo estaba pasando muy mal, porque se le había muerto el marido hacía unos meses. Que desde el punto de vista económico no necesitaba el trabajo pero sí le hacía falta desde el punto de vista psicológico. Y que era de toda confianza. Así que me entrevisté con ella y al día siguiente estaba en casa. Sé que tiene un hijo pero no debe de tener mucha relación con él. Un día hablando de los hijos, de lo poco agradecidos que son, se puso casi a llorar. Le pregunté qué le pasaba y me comentó que hacía varios años que no lo veía. Pero no me dio más explicaciones.

    —¡Vaya por dios! Dedicas toda una vida al cuidado y la educación de tus hijos y luego te pagan con el olvido, cuando no con el desprecio.

    —Esperemos que a nosotros no nos suceda. Ella le echa la culpa a su nuera. Que dice que no es buena y que no sabe por qué pero que la odia.

    —Sí, siempre es más fácil culpar a los de fuera. Reconocer que nuestro propio hijo, carne de nuestra carne, es el culpable es demasiado doloroso. Nos hacemos a la idea de que aún nos quiere, y que, si no nos lo demuestra, es por causas ajenas a su voluntad.

    Estas últimas palabras las oyó Pablo, que ya se había levantado, plantado ante la puerta de entrada al salón.

    —Hermanita, querida. ¡Qué alegría verte de nuevo!

    La abrazó fuertemente, la levantó y, con ella entres sus brazos y riendo ambos, dio una vuelta sobre sí mismo, como si de una pareja de baile se tratara. Cuando la posó sobre el suelo de nuevo, ella le besó y le abrazó a continuación, mientras le decía al oído: ¡cuánto te quiero, pequeño!

    Se separó de su hermana y saludó a Diego. El contraste entre el saludo a uno y otro era tan evidente, y fueron tan distintos, este frío y casi forzado, que cualquier persona extraña que hubiera presenciado la escena habría sabido enseguida que entre los dos hermanos varones no existía una relación ni siquiera de afecto.

    El llamamiento de la madre para que se fueran sentando en torno a la mesa hizo que se salvara la situación un tanto tensa que se estaba viviendo en aquel momento entre los hermanos.

    La comida resultó tan aburrida como la de cualquier casa en la que se juntan a comer padres, hijos y nietos. Sobre todo si existe un pacto tácito para no molestar con preguntas que pueden resultar incómodas ni aburrir a los demás exponiendo los propios problemas. Y es que, aunque por las mentes de los presentes rondaban personajes y situaciones comunes vividas en el pasado más inmediato, todos hacían como si no recordaran ya a las personas ni los hechos acaecidos tan recientemente. En el fondo no deja de ser una forma de actuar similar a la del avestruz. Ocultamos la cabeza bajo el ala por no hacer frente a la realidad porque no nos gusta o porque nos incomoda. Claro que a veces sucede que alguien, queriendo amenizar la reunión, va y suelta una que deja a todos los comensales mudos, estupefactos y sorprendidos. Y no porque sea algo sorprendente en sí mismo sino porque por fin alguien toma una decisión que nadie esperaba aunque lo deseara. Y este uno, o mejor dicho, una, fue Rosario, la madre, cuando, aprovechando un instante de silencio,

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