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El Gen del Guerrero. Libro I.
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Libro electrónico436 páginas4 horas

El Gen del Guerrero. Libro I.

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Han terminado las clases y Alma está dispuesta a pasar un verano inolvidable con sus amigos, pero viejos secretos de familia serán desenterrandos y, junto a estos, ciertas habilidades heredadas que cambiarán su vida por completo.

IdiomaEspañol
EditorialL.H Sánchez
Fecha de lanzamiento21 feb 2020
ISBN9780463845455
El Gen del Guerrero. Libro I.
Autor

L.H Sánchez

Creció en un pequeño pueblo del Valle Esgueva, en Valladolid (España??), junto a su hermana mayor. ?? Rebelde dede sus primeros pasos y amante de los animales. Es vegetariana desde 2018, aunque durante su adolescencia ya habría probado dicho estilo de vida. ¿Será esa la razón por la que sus ojos son verdes? ? Empezó Derecho ??‍⚖en 2016 y tiene la esperanza de acabar algún día. Es tauro ♉ y, como tal, una cabezota en potencia. Llena de creatividad, a menudo abandona la realidad para envolverse con su propia imaginación, olvidado por completo que el resto del mundo existe.?Entre sus hobbies favoritos están el patinaje⛸, bailar?? y hacer tartas ?. El amor de su vida ❤, como ella dice, es su perro?, Ron; pero no la tachemos de alcohólica (por el momento), en este caso Ron es la abreviatura de Ronald. ¿Os es familiar el apellido Weasley? Tiene un peculiar sentido del humor? al que acompaña con una risa mongólica.? Es una binger (adicta a las series). ?Los emojis que más emplea en WhatsApp son: ???‍♀️; su insulto por excelencia es cara de culo ?; dice mucho la palabra tronca ? y, acaba de escribir su biografía en tercera persona.??

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    El Gen del Guerrero. Libro I. - L.H Sánchez

    EL GEN DEL GUERRERO

    LIBRO I

    L.H SANCHEZ

    A mi hermana.

    Mi nombre es Alma Espósito,

    y soy lo que los humanos denominarían cazador.

    La cuestión es, ¿de qué?

    Pero no nos adelantemos;

    como toda historia,

    la mía también tiene un principio.

    CAPÍTULO I

    Abrí los ojos por primera vez en nueve meses sin ayuda de ninguna alarma. Era oficial, el verano había empezado. Suspiré. Ya hacía casi dos años desde que dormí por primera vez en aquella cama; uno desde que nos dejaron los padres de papá, Isabel y Luis; y, pronto, haría otro desde que nos habíamos mudado a Graza con mis abuelos maternos, Carina y Andrés.

    Me incorporé y caminé hasta el baño. Abrí el grifo de la bañera y dejé que se llenase. Sonreí al recordar la primera vez que estuve en esa casa.

    Mis abuelos maternos se acababan de mudar a Graza, una ciudad a cinco horas de Olva, donde todos vivíamos. Aquel año, las vacaciones de papá y mamá coincidieron una semana durante el verano, así que, decidieron que debíamos aprovechar esos días para hacerles una visita.

    Aunque el tren tardaba dos horas menos en ir de Olva a Graza, papá prefirió ir conduciendo. Ya habíamos hecho una parada, por lo que solo nos faltaban dos horas y media.

    Alma, cariño – dijo mama girándose hacia los asientos de atrás - ¿Me has oído?

    ¿Qué? – Me quité los cascos.

    Digo que la abuela te ha instalado en el ático.

    ¿Voy a dormir en el desván? – Fruncí el ceño.

    En el ático – repitió – que ahora, es una preciosa habitación.

    Y esa ‘preciosa habitación’, ¿tiene baño? – Pregunté.

    Mamá hizo una mueca.

    O sea, que además de dormir en el desván, ¿voy a tener que bajar hasta el segundo piso para hacer pis?

    En realidad – dijo mamá – hasta el primero.

    ¿En serio?

    La próxima vez habrá baño…

    Genial, íbamos a volver.

    ¿Por qué coincidirían sus vacaciones? Me volví a poner los cascos. Sonaba ‘Blinding lights’, de The Weeknd. Apoyé la cabeza contra la ventanilla y cerré los ojos. Dos horas después, papá detuvo el coche.

    Aquí está – anunció – el número seis del barrio San Bartolomé.

    Me asomé a la ventanilla.

    La casa de los abuelos era enorme. Tenía la fachada blanca, un porche con sofás y, la puerta de la entrada era de color rojo.

    Cierra la boca y ayuda a sacar las maletas – mamá estaba fuera, junto al coche, golpeando mi ventanilla.

    Asentí.

    Mientras papá y yo bajábamos el equipaje, mamá se adelantó para abrir la puerta de la casa. Era domingo, así que, los abuelos no estaban. Seguí a papá hasta el porche e imité a mamá, quien se disponía a fisgonearlo todo.

    La primera planta estaba repartida entre la entrada, en la que había unas escaleras de nogal que daban al segundo piso, la sala de estar, un baño, la cocina y el comedor. En el segundo piso, estaban las habitaciones de los abuelos y de mis padres separadas por una especie de biblioteca en la que había unas segundas escaleras de nogal, las que daban al ático.

    Al terminar de subir el segundo tramo de escaleras, llegué a un pasillo que giraba hacia la derecha. Según le iba atravesando, me fijé en que había una puerta a ambos lados, una daba al vestidor y la otra, estaba vacía. El futuro baño, pensé, y seguí avanzando hasta llegar a una amplia habitación.

    Allí me encontré una cama doble con sábanas azules y un montón de cojines, bordeada por dos mesillas blancas, a juego con el canapé sobre el que reposaba el colchón. La cama estaba más bien contra la pared derecha, evitando así tapar una ventana que daba a la calle y bajo la que había un banco mullido con otros cuantos cojines. Contra la pared de la izquierda, un escritorio, también blanco, acompañado de una silla transparente sobre la que había una manta de pelo artificial del mismo color. En cuanto a las paredes, las habían pintado de color gris.

    Me enamoré de aquella habitación en cuanto la vi.

    ¿Qué te parece? Ya sabes, para ser un desván – mamá apareció por el pasillo.

    Es perfecta – contesté. – Por cierto, ¿quién le ha chivado a la abuela Carina que mi color favorito es el azul?

    Culpable – levantó la mano mientras avanzaba hasta la cama. – Parece cómoda… - se dejó caer – sí, creo que me va a costar sacarte de aquí.

    Me tiré a su lado.

    ¿Cuándo vuelven los abuelos? – Pregunté.

    Puf – se levantó. – Seguro que a la hora de cenar.

    Podríamos pedir pizza…

    Si deshaces la maleta y colocas la ropa en el vestidor.

    Hecho.

    Se alejó por el pasillo y desapareció en las escaleras.

    Me incorporé y fui hasta el banco. Al asomarme por la ventana, me fije en la casa de enfrente. Era bonita, pero no tanto como la de los abuelos. Dejé de mirar la calle y empecé a deshacer la maleta.

    Una hora después, por fin había colocado la ropa en el vestidor. Eran las siete de la tarde cuando bajé al segundo piso, donde mamá deshacía su equipaje en la habitación.

    Ya he acabado – dije mientras me tumbaba sobre su cama.

    ¿Por qué no vas a dar una vuelta por el barrio?

    ¿Yo sola? – Fruncí el ceño.

    Papá está en el porche, llévatele – sonrió.

    Me levanté de la cama y bajé hasta el primer piso.

    Papá – salí al porche - ¿vienes a dar un paseo?

    ¡Claro! – Respondió desde uno de los sillones.

    Se incorporó y caminó hasta mí.

    Me agarré a su brazo y empezamos con la vuelta de reconocimiento. El barrio San Bartolomé era bastante amplio, incluso había un supermercado, aunque estaba a veinte minutos de nuestra casa. Vimos un montón de parques, pero ninguna parada de autobús. Llevábamos una hora caminando cuando decidimos regresar.

    Al llegar, los abuelos se estaban bajando de un monovolumen plateado.

    ¡Álvaro! ¡Alma! – Gritó la abuela al vernos.

    ¡Carina! – Saludó papá.

    Hola, abuela – sonreí.

    La estaba dando un beso cuando el abuelo se acercó.

    ¡Ranita! – Exclamó.

    ¡Abu! – Corrí a abrazarle.

    El abuelo me llamaba así desde que era pequeña.

    Andrés – dijo papá al verle – te veo bien.

    Álvaro – el abuelo le estrechó la mano.

    ¿Y Lidia? – Preguntó la abuela.

    En casa, deshaciendo la maleta – contesté.

    Caminamos hacia la casa.

    Al entrar, mamá bajaba las escaleras.

    ¡Mamá! – Gritó al ver a la abuela.

    Cariño – respondió ella mientras la abrazaba.

    Papá – se giró hacia el abuelo y le dio otro.

    Después del reencuentro, los cinco nos sentamos en la sala de estar.

    Estuvimos poniéndonos al día hasta que llegó el repartidor de pizza. Papá fue a recibir el pedido y yo acompañé a la abuela hasta la cocina para coger servilletas y refrescos. Aquella noche cenamos en la sala de estar mientras veíamos una de las películas que la abuela guardaba en el mueble de la televisión.

    Eran las once y media cuando aparecieron los créditos en la pantalla; mamá y la abuela siguieron viendo la televisión y el resto salimos al porche. No llevábamos mucho sentados cuando un coche aparcó en la casa de enfrente.

    Son los vecinos – dijo el abuelo – también se acaban de mudar.

    Los tres miramos como bajaban del coche y se metían en la casa.

    Yo no tardé mucho en imitarlos; pues, aunque hacía una noche estupenda, estaba cansada del viaje.

    Cuando llegué arriba, recordé que mi baño estaba en el primer piso. Suspiré. Tenía que volver a bajar para hacer pis y lavarme los dientes. Agarré el neceser y arrastré los pies hasta la escalera.

    Solo tienes que aguantar hasta el domingo – susurré.

    Al llegar abajo, atravesé el arco de la cocina y me metí en el baño.

    La próxima vez acuérdate antes de llegar arriba, pensé mientras salía para volver a mi habitación. Me puse el pijama y, tras echar un último vistazo por la ventana, apagué la luz y me metí en la cama. Solo son siete días. Cerré los ojos.

    Me despertó un rayo de sol en la cara. Estiré el brazo hacia la mesilla, donde había dejado el móvil, y miré la hora. Las once de la mañana. Me estiré y bajé hasta el primer piso.

    ¡Buenos días! – Grité para que todos me oyeses.

    Y caminé hasta el baño.

    Al salir, encontré un croissant y un vaso de leche sobre la isla de la cocina. Terminé de desayunar y fui hasta la sala de estar, donde todos parecían embrujados con un documental de la sabana. Me hice hueco en el sofá entre mamá y la abuela y me acurruqué.

    Estuvimos allí hasta la hora de comer, bueno, yo abandoné el barco un poco antes, cuando la abuela se levantó para preparar la comida.

    ¿Te ayudo? – Pregunté siguiéndola a la cocina.

    Claro – sonrió.

    Esperé a que se pusiera su delantal de flores y nos pusimos manos a la obra.

    Cuando acabamos de preparar la comida, llamamos al resto y nos sentamos a la mesa. Después, papá me ayudó a llevar los platos a la cocina mientras mamá los enjuagaba y metía en el lavavajillas. Estábamos terminando cuando la abuela entró.

    Alma – dijo – quiero que conozcas a alguien.

    Le di los últimos platos a mamá y caminé tras ella hasta el porche.

    Alma, esta es Audrey, la hija de los vecinos.

    Hola – me saludó una chica rubia.

    Hola – respondí.

    La abuela se metió en casa y nos dejó solas.

    Audrey era más bajita que yo, quizá no llegaba al metro sesenta y cinco; tenía una melena rubia ondulada y unos preciosos ojos azules. Yo medía unos siete u ocho centímetros más, tenía el pelo castaño y los ojos de Elizabeth Taylor. Vamos, que, si nos parecíamos en algo, era en que ambas poseíamos un bonito color de iris.

    Después de examinarla detenidamente, la invité a sentarse en los sofás del porche. Por lo menos, no tendría que pasarme otra hora mirando a los leones.

    ¿De dónde eres? – Me preguntó.

    De Olva – respondí.

    ¿Está muy lejos?

    A cinco horas en coche.

    ¿Es bonita?

    ¿Olva? No sé, supongo.

    Tu abuela me ha dicho que somos de la misma edad.

    ¿Quince? – Pregunté.

    Audrey asintió con una sonrisa.

    ¿Vas a quedarte todo el verano? – Preguntó.

    No, solo esta semana.

    Nos quedamos calladas.

    ¿Te gusta el helado? – Audrey rompió el silencio.

    ¿Los peces necesitan agua para sobrevivir?

    Intercambiamos una mirada y empezamos a reír.

    Aquella fue la primera vez que nos reímos juntas y, cuando decidí, que Audrey iba a ser mi amiga. Después de ese día, pasamos el resto de las vacaciones de mis padres juntas. Ella hizo que cada día fuese increíble. Luego llegó el domingo y, volvimos a Olva.

    Durante el resto de las vacaciones de verano y el siguiente curso, Audrey y yo hablábamos todos los días por teléfono. El siguiente verano, ya era mi mejor amiga. Fue entonces cuando ocurrió el accidente.

    Dos días después de que acabase el curso, la policía llamó a casa.

    ¿Es usted Álvaro Espósito? – Preguntó un agente cuando papá abrió la puerta.

    Sí – respondió confuso.

    ¿Sus padres son Luis Espósito e Isabel Vega? – Continuó el policía.

    Sí – repitió papá. – ¿Ha pasado algo?

    Se han visto implicados en un accidente de tráfico – dijo un segundo agente.

    Algo hizo que papá se quedase blanco.

    ¿Dónde están Nana y el abuelo? – Pregunté asomándome a la calle.

    Lo siento – ambos agentes intercambiaron una mirada con mis padres.

    Mamá puso su mano en mi hombro y negó con la cabeza.

    No…

    Esquivé a todos y corrí calle abajo.

    Al llegar a la casa de los abuelos, entré y los llamé. No recibí respuesta, así que empecé a buscarlos por todas las habitaciones, hasta acabar en el jardín. No estaban.

    Iba a derrumbarme cuando escuché la puerta. Alguien estaba entrando. Corrí hacia la entrada con la esperanza de que hubiese otro Álvaro Espósito cuyos padres se llamasen Luis Espósito e Isabel Vega.

    Alma – papá me había seguido.

    Tragué saliva.

    No están, papá – susurré – no están.

    Él me abrazó.

    Sentí un nudo en mi garganta, apretándome, y mis ojos se llenaron de lágrimas. Mis abuelos, las personas que me habían cuidado durante esos dieciséis años, porque papá y mamá se pasaban el día trabajando, se habían ido. El nudo pasó de la garganta al corazón. No volvería a oír sus voces, ni sus risas. No habría más partidas de cartas los viernes por la noche, ni más abrazos.

    Al día siguiente, tras un bonito funeral, nos despedimos de ellos, para siempre. Y, dos días después, papá y mamá me metieron en un tren con destino a Graza. Iba a ser el primer verano que pasaba fuera de casa; ahora nadie podía cuidarme mientras ellos trabajaban.

    Ese verano, Audrey y yo pasamos todas las horas de todos los días juntas, excepto los domingos, cuando los abuelos me llevaban al club, una especie de cabaña de gran tamaño con un enorme campo de golf.

    Cuando acabó el verano, los abuelos me metieron en otro tren con destino a casa; aunque no pasé mucho tiempo allí. Mamá se iba a trasladar a una sucursal de Graza y papá, él había dejado su bufete para unirse a otro de allí. A los quince días de llegar a Olva, volvimos a Graza, junto con un montón de maletas. Nos mudábamos con los padres de mamá.

    Lo que más les preocupaba a los cuatro, era que tenía que empezar en un nuevo instituto, pero Audrey me lo puso fácil.

    Durante el curso, el abuelo Andrés nos llevaba al instituto por las mañanas y la madre de Audrey, María, nos recogía a la salida. Hasta que el alcalde de Graza decidió ampliar la línea de autobús e incluyó al Barrio San Bartolomé.

    Aquel año, aparte de descubrir que mi mejor amiga era una friki intensa de la tecnología, conocí a los gemelos BB: Bárbara y Bruno. Ella era morena, de estatura similar a la de Audrey y, en mi opinión, demasiado coqueta. En cuanto a él, era bastante alto, de pelo castaño y adicto a los videojuegos.

    Y luego estaba Oliver, un chico moreno, también alto, cuyo padre trabajaba en el mismo bufete de abogados que papá, miembro honorario de los Tiburones del Santa Bárbara, el equipo de baloncesto que las Aletas, el grupo de animadoras del que pasé a formar parte, se encargaban de apoyar.

    Todos ellos hicieron que mi año fuese increíble…

    ¡Mierda! – Exclamé al ver que el agua empezaba a desbordar la bañera.

    Me había quedado pensando en lo que me había llevado a estar allí en ese momento y, había inundado el baño.

    Tiré unas cuantas toallas al suelo para secar el agua.

    ¡El grifo!

    Me apresuré a cerrarlo.

    Saqué el vaso donde reposaba mi cepillo de dientes junto a un tubo de pasta, y empecé a vaciar la bañera. Cuando vi que el volumen del agua había disminuido lo suficiente como para poder meterme sin que volviera a salirse, me desnudé y me metí en la bañera.

    Acababa de terminar mi primer año de bachiller en el nuevo instituto. Había sido un año fantástico y, para que el verano no fuese menos, Audrey y yo nos las ingeniamos para ir ampliando la hora de llegar a casa durante todo el curso, hasta que dejaron de ponérnosla. Además, ya teníamos diecisiete, así que, además de no tener horarios, podríamos ir a la ‘Mad Dance’, la discoteca más popular de la ciudad. Sonreí. Ese verano iba a ser perfecto.

    Retiré el tapón y me incorporé. Mientras el agua se iba por el desagüe, estiré el brazo para alcanzar una toalla y, tras envolverme en ella, salí de la bañera. Agarré el cepillo y abandoné en el baño camino del banco de mi ventana, donde había acostumbrado a desenredarme el pelo.

    En eso estaba cuando vi como Audrey cruzaba la calle en dirección a mi casa. Me levanté y corrí hasta el vestidor para coger algo de ropa, y regresé al baño.

    ¡Buenos días! – Gritó Audrey para que supiese que estaba allí.

    ¡Hola! – Saludé saliendo ya vestida.

    Tu abuela me ha pedido que te transmita un mensaje – carraspeó – ‘como no bajes en cinco minutos, no hay desayuno’.

    Entonces será mejor que vaya – me froté la tripa.

    Caminé hasta las escaleras y bajé seguida de mi mejor amiga.

    Buenos días, abu – me asomé a la sala de estar, donde el abuelo leía el periódico en su sillón.

    Buenos días, ranita – levantó la vista y me dedicó una sonrisa.

    Seguí hasta la cocina.

    ¡Ya era hora! – Dijo la abuela al verme.

    Bueno días – besé su mejilla y me senté en uno de los taburetes que bordeaban la isla.

    La abuela me había preparado un tazón de fruta, una tostada y un vaso de leche.

    Audrey se sentó junto a mí y esperó a que terminase de desayunar. Después, ambas salimos al porche.

    ¿Qué vamos a hacer hoy? – Preguntó sentándose en el sofá.

    Me acabo de levantar…

    Ya pienso yo.

    Nos quedamos en silencio.

    ¡Ya se! – Exclamó. – Podemos ir al centro comercial a ver tiendas, ¿qué dices?

    ¡Sí! Además, necesito un bañador…

    No se hable más, después de comer te paso a buscar y vamos – sonrió.

    ¿Cuatro y media? – Sugerí.

    Está bien, a las cuatro y media.

    Chachi.

    Chocamos la mano en señal de acuerdo.

    El resto de la mañana estuvimos holgazaneando en el porche, hasta la hora de comer, cuando Audrey regresó a su casa y yo entré. Caminé hasta la cocina, la abuela ya había hecho la comida; cogí un mantel y fui al comedor. Repetí el recorrido con los platos, vasos y cubiertos, y luego llamé al abuelo. Al terminar, ayudé a la abuela a recoger los platos y me subí a mi habitación. Agarré el portátil y me lo llevé a la cama conmigo. Hora de Sitsee’.

    Cuando me quise dar cuenta, faltaban diez minutos para que Audrey apareciese por casa. Paré la película y cerré el ordenador. Después de maquillarme un poco, fui hasta el vestidor para cambiarme.

    ¿Desde cuándo usas bragas de encaje?

    ¡Audrey! – Me asusté.

    Las mías tienen gatitos – agarró su ropa interior y tiró levemente de ella para mostrármela.

    Ya…

    Me terminé de vestir y, tras preparar mi bolso, bajamos.

    ¡Nos vamos! – Grité mientras abría la puerta de casa.

    ¡Pasadlo bien! – Respondieron los abuelos desde la sala de estar.

    Cogí las llaves del mueble de la entrada y cerré.

    Siete minutos más tarde, llegamos a la parada de autobús. Esperamos cinco más a que llegase el siguiente y, media hora después, nos bajamos frente al ‘CCG’.

    Son las cinco y cuarto – informé tras mirar el reloj. – Tenemos cuatro horas y media para babear en las tiendas.

    Vale, pero yo quiero helado…

    Levanté el dedo pulgar y seguimos hasta la entrada.

    Llevábamos vistas todas las tiendas del primer piso sin suerte. Suspiré y me giré hacia Audrey. Parecía aburrida y algo cansada.

    ¿‘Iceber’s cream’? – Pregunté.

    ¡Sí!

    Sus ojos se iluminaron.

    Caminamos hasta una de las escaleras mecánicas y subimos hasta el siguiente piso, donde cogimos un ascensor para llegar a la tercera planta.

    Las puertas se abrieron frente al ‘Iceberg’s cream’.

    ¿Ese es…? – Empezó Audrey cuando llegamos a la puerta.

    ¡Oliver! – Interrumpí - ¿Estoy viendo bien? – Pregunté al verle con el uniforme azul y rosa de la heladería.

    Muy graciosa – respondió. – No te burles; es la condena por suspender matemáticas.

    ¿Tu padre cree que vas a aprender a sumar preparando helados? – Bromeé.

    ¿Te he dicho cuánto te odio? – Oliver se acercó para abrazarme.

    Definitivamente, el rosa es tu color – susurré entre sus brazos.

    Cesó nuestro abrazo, y se giró hacia Audrey.

    No he venido a por un abrazo – le advirtió – he venido a por un helado.

    No hay helado sin abrazo – sonrió él.

    Está bien – suspiró y le dejo abrazarla. – Ahora quiero mi helado.

    ¿Por qué no os sentáis y os llevo una carta?

    Ambas asentimos.

    Nos sentamos en una de las mesas blancas bordeadas por sillas azules y rosas. Oliver no tardó en llevarnos una hoja plastificada con los diferentes helados. Había tantos…

    Un ‘Chocolate Supreme’ – dijo Audrey.

    Le busqué en la carta.

    Era una copa de helado de tres chocolates, blanco, con leche y negro; con sirope de chocolate, pepitas de chocolate y, una chocolatina en la cima de una montaña de nata.

    ¿Alma? – Preguntó Oliver.

    Una tarrina de helado de coco – respondí.

    Marchando.

    Oliver recogió las cartas plastificadas y desapareció tras la barra.

    Diez minutos más tarde, regresó con una bandeja sobre la que reposaba una copa gigante, una tarrina rosa y dos cucharillas de plástico azul.

    Aquí tenéis; que os aproveche – nos guiñó un ojo y se volvió a marchar.

    Gracias – sonreí. – ¡A comer!

    Levanté la cuchara y choqué con la de Audrey.

    Pasó más de una hora cuando por fin se acabó el dichoso ‘Chocolate Supreme’. Me levanté y caminé hasta la barra para pagar. Al regresar, Audrey miraba de forma extraña su copa de helado vacía.

    ¿Te has quedado con hambre? – Fruncí el ceño.

    Negó con la cabeza.

    Entonces, ¿qué pasa?

    No voy a volver a comer helado en dos semanas – susurró.

    Seguro…

    ¡Lo digo enserio!

    Te creo – levanté una servilleta de la heladería como bandera blanca.

    ¿No querías comprarte un bikini?

    Sí – asentí.

    Pues vamos – se incorporó. – No aguanto el olor del helado.

    ¿En serio?

    Me fulminó con la mirada.

    ¿Ya os marcháis? – Preguntó Oliver antes de que llegásemos a la entrada.

    Llevamos aquí más de una hora – respondí.

    Bueno, pues ya os veré – sonrió.

    Le di un beso en la mejilla y salí del ‘Iceberg’s cream’ seguida de mi mejor amiga.

    Caminamos hasta el ascensor y bajamos al segundo piso para continuar con las tiendas. Debí empezar por ahí, pues en la tercera tienda en la que entramos, conseguí el bikini perfecto y, de mi color favorito. Después de pagar, salimos del ‘CCG’ hacia la parada de autobús.

    A las nueve y media estábamos en el barrio y, siete minutos más tarde, en casa.

    Luego te veo – sonreí.

    Adiós – dijo Audrey mientras cruzaba la calle.

    Miré como entraba y luego seguí hasta el porche.

    Los coches de mamá y papá ya estaban allí. Eres la última. Al cruzar la puerta, todos se disponían a cenar en el comedor.

    ¡Hola! – Saludé.

    Dejé la bolsa en el

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