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Historia De Tres Raptos
Historia De Tres Raptos
Historia De Tres Raptos
Libro electrónico290 páginas4 horas

Historia De Tres Raptos

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Historia de Tres Raptos comprende la evolucin de tres historias de amor entrelazadas por los impredecibles lazos del destino. Una nia de diecisis aos conoce el primer amor y se entrega a un hombre atormentado por un terrible secreto y la sed de venganza; a slo das de su boda, un joven soador descubre la relacin amorosa entre su prometida y el inescrupuloso dirigente espiritual del momento e intenta rescatarla de su error con la ayuda de recin descubiertos y no tan rectos familiares; un joven universitario y libertino decide cambiar el rumbo de su vida al conocer la chica de sus sueos sin sospechar los escollos y sorpresas que encontrar en el camino...
Utilizando un lenguaje sincero, y a travs de situaciones y personajes que a veces rayan en lo tragicmico, el autor nos presenta una versin sospechosa y oscura del corazn humano en la cual el amor, la fe y la familia parecieran existir amalgamados, y sin posibilidad de redencin, a su propia anttesis universal; la decadencia urbana, la traicin y el abuso de poder.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento21 nov 2011
ISBN9781463306144
Historia De Tres Raptos
Autor

José A. Figueroa

José A. Figueroa (Puerto Rico, 1962). Médico especialista en oncología e investigación clínica. Algunos de sus relatos y poemas han sido publicados en antologías de concursos literarios tales como el Primer Concurso Internacional de Poesía: Más Allá de las Fronteras (Ediciones Nuevo Espacio, 2003), los concursos poéticos Días de Sol y Vientos del Pasado (Centro de Estudios Poéticos, 2006 y 2007) y el XXX Certamen Literario Latinoamérica Escribe; Antología de Poesía y Narrativa Breve (2007), así como en la revista literaria Narrativas (Julio, 2008). Ha publicado el volumen de poemas Anisotrópico (Trafford, 2007) y, próximamente, El Lado Oscuro, su primera colección de relatos. Actualmente reside con su esposa Ivelisse y sus hijos, Alejandro Jose, Ivelisse Marie y Esteban Enrique, en Lubbock, Texas. Historia de Tres Raptos es su primera novela.

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    Historia De Tres Raptos - José A. Figueroa

    Copyright © 2011 por José A. Figueroa.

    Portada: Pintura al óleo de Emilio Caballero, 1999

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:     2011912625

    ISBN:                        Tapa Dura                                          978-1-4633-0613-7

                                      Tapa Blanda                                       978-1-4633-0615-1

                                      Libro Electrónico                               978-1-4633-0614-4

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

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    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

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    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    320528

    CONTENTS

    DEDICATORIA

    ADVERTENCIA AL LECTOR

    ACERCA DEL AUTOR

    DEDICATORIA

    A mi esposa Ivelisse, por su amor y fortaleza

    A mis hijos, Alejandro José, Ivelisse Marie y Esteban Enrique,

    fuente total de mis logros, felicidad y temores

    9781463306137_TXT.pdf

    ADVERTENCIA AL LECTOR

    Los eventos, situaciones y personajes aquí presentados son un producto exclusivo de la imaginación del autor. Cualquier parecido o semejanza con personas, personajes o eventos reales, aunque posible, es pura coincidencia. Es por eso que nada en este relato deberá interpretarse como una versión fiel y verdadera de acontecimiento alguno ocurrido de este lado de la realidad.

    9781463306137_TXT.pdf

    . . . hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos.

    Juan Carlos Onetti, El Pozo.

    9781463306137_TXT.pdf

    El joven escuchaba la conversación entre los dos hombres con interés, la seriedad en su rostro y la firmeza del cuerpo denotando cierta ansiedad (o quizá impaciencia) ante los argumentos ventilados en aquel espacio repleto de vasijas con flores y cuadros de estampas bíblicas. Al verlo, Agustina pensó que aquel desconocido parecía más una estatua de mármol curtido que un hombre de carne y hueso.

    -Le digo don Ignacio… La ofrenda debe ser voluntaria, no se puede obligar a la gente. No me parece bien-dijo Cecilio en tono enérgico frente al escritorio de caoba labrada.

    Don Ignacio lo observó desde el otro lado del escritorio con incredulidad. Era un hombre alto, de huesos altos y delgados, para algunos bastante apuesto y para otros casi cómico. Lucía lentes redondos de diseñador y el cabello negro aplastado hacia atrás a manera de los años treinta. Un fino bigote apenas se asomaba sobre los gruesos labios. Mientras escuchaba la posición de Cecilio, don Ignacio permanecía echado hacia atrás en la mecedora forrada con piel de ovejas sudamericanas, impecablemente vestido (traje azul de rayas grises, camisa de seda blanca, corbata roja con figuras geométricas azulosas, zapatos negros y puntiagudos de diseño italiano) y sujetando en la mano derecha una Biblia gruesa de páginas amarillas con bordes dorados.

    Aldo observaba la escena en silencio desde su lugar junto a la pared rosada, escuchando detenidamente los argumentos de don Cecilio mientras su cerebro promulgaba sus propias respuestas e intentaba dominar los deseos inmensos de intervenir en aquella conversación de viejos. Desde el otro lado del salón Agustina no pudo evitar que sus ojos se fijaran en el pecho firme y erguido de aquel muchacho, en los brazos fornidos y velludos insinuándose a través de la chaqueta gris y aquellos ojos, oscuros y enigmáticos, ocultos tras la abultadas cejas…

    -Lo que ocurre es que confundes la gimnasia con la magnesia, Cecilio-dijo don Ignacio levantándose de la mecedora.—El Maestro fue muy claro en su mandato. En su sabiduría absoluta estableció el diezmo como mecanismo para que las almas puedan agradecer las bendiciones que vienen de arriba. Para mí está más claro que el agua. Por eso me sorprende que un hombre como tú, conocedor de las Escrituras, le busques cuatro patas al gato. Además, recuerda que la confusión es la madre de las rebeliones y pronto viene Nuestro Señor. Entonces será el lloro y el crujir de dientes-terminó diciendo don Ignacio, acariciándose el pequeño bigote y dando golpecitos sobre la tapa de la Biblia con los dedos de la otra mano mientras mostraba un adelanto de la sonrisa perlada de bicarbonato que lo caracterizaba.

    Sin nadie esperarlo, don Ignacio giró bruscamente sobre la mecedora y se volteó hacia el joven que continuaba recostado y silencioso contra la pared rosada del despacho pastoral. A Cecilio le pareció que la fisonomía del líder eclesiástico (más propia de jugador de baloncesto que de un siervo de Dios) hacía lucir a aquel joven insignificante, un poco más enano de lo que en realidad era.

    -¿Tú que opinas, Aldo?-preguntó don Ignacio, abriendo de par en par los ojos saltones e inexpulgables.

    El joven vaciló una fracción de segundo.

    -Con todo respeto, señor…

    -Su nombre es Cecilio-adelantó don Ignacio mostrando una vez más la perfección cuadrada de sus dientes.

    -Claro, con el respeto de don Cecilio… Estoy de acuerdo con usted, don Ignacio. Pienso que el diezmo es crucial para la viabilidad de la Iglesia. Es el sacrificio mínimo de los creyentes para demostrar su fe conforme a las Buenas Nuevas del Evangelio.

    -¡Bien dicho, muchacho! Ya ves Cecilio, hasta este joven entiende las cosas mejor que tú. Si supieras que acaba de llegar de los Estados Unidos, creo que hace una semana o un mes. ¿No es así? Allá fue algo así como un seminarista. Como era de esperarse terminó cansándose de las liturgias católicas, los vitrales empotrados y los santos de yeso y ahora anda metido hasta el cuello en los verdaderos caminos del Señor. Hace unas semanas decidió regresar al país luego de dos años en el extranjero rodeado de manuscritos medievales e ideas idólatras. Tan pronto supo de nuestra misión se unió de inmediato a nuestra congregación ¡Enhorabuena!

    Cecilio observó a Aldo de arriba a abajo. Había algo en aquel joven que no podía definir, algo imperceptible y casi atractivo, pero al mismo tiempo equívoco y extraño. Se acercó a él, sujetando con la mano izquierda la de su hija, y extendió la derecha para concertar aquel primer saludo.

    -Cecilio Fuentes, para servirle.

    -Aldo Andrades. El gusto es mío.

    -Ésta es mi hija Agustina.

    -Un placer, don Aldo-dijo Agustina sonriente, los ojos celestes muy abiertos y el cabello amarillo chorreando sobre los hombros.

    -Niña… Más respeto. El joven se llama don Andrades-corrigió Cecilio con seriedad.

    -No faltaba más, don Cecilio. No son necesarios los formalismos. El placer es mío, señorita. Y por favor, llámeme Aldo, sin el don.

    9781463306137_TXT.pdf9781463306137_TXT.pdf

    A Manuel le pareció que el nuevo departamento finalmente se encontraba en perfecto orden. Todo lucía tal como él lo había previsto y planeado durante aquellos dos larguísimos años. En la recámara observó con algo de soberbia la cama nupcial construida bajo las estrictas especificaciones de su prometida; espaldar de cedro rojizo en forma de abanico español con bordes en espiral, cuatro gruesos pilares terminando en ápices a manera de burbuja morisca y bases en forma de garras de león, el colchón ortopédico (tamaño extra-grande) vistiendo sábanas brocadas de corte europeo y un edredón grueso y mullido arropando los cuatro almohadones rellenos de plumas de faisán importado. Sobre la cama descansaba una mesita de plata con cubiertos, también plateados, y dos tazas de porcelana fina donde ambos disfrutarían del desayuno alguna mañana de ocio luego de hacer el amor. Aquel enjambre de cosas diseñadas para el buen dormir había sido ensamblado y arreglado en el extremo norte de la habitación en perfecta armonía con el color verde menta de las paredes y los arcos balaustrados de las ventanas. Allí también había gruesos armarios y gaveteros de caoba, dos espejos redondos con marcos dorados, mesitas de cedro labrado en combinación con la cama y sobre las cuales descansaban vasijas de cristal fino llenas de flores amarillas. Al fondo de la recámara dos sillas estilo Luís XV revestidas de terciopelo (una verde y la otra naranja) descansaban sus patas de leopardo frente a la chimenea de rejilla dorada.

    Manuel se recreó en aquella obra maestra de decoración y pensó que lo único que sobrepasaba la grandeza de la recámara nupcial era el gran ventanal con marco francés revelando el milagro del patio interior del complejo, sus verdes palmas y flores, veredas de piedrecillas blancas y las dos pequeñas fuentes rodeando la impresionante alberca de aguas turquesas recordando un paraíso tropical. En ese instante pensó que los muchos sacrificios durante aquellos dos años de ahorros y trabajo incesante habían valido la pena. Por fin veía y palpaba los frutos de aquel sueño hecho realidad. Sin embargo, aquello era sólo el comienzo de su nueva vida. Muy pronto despertaría todas las mañanas junto a Dulce, ambos desnudos sobre la cama de pilares y rendidos ante el inmenso amor que les abrazaba el pecho como un carbón llameante…

    De camino al trabajo decidió pasar por las oficinas ejecutivas de la Iglesia El Rebaño del Pastor donde Dulce trabajaba como secretaria particular de don Ignacio Sepúlveda, el autodenominado Pastor Menor. Eran las ocho y treinta de la mañana cuando volteó en la Avenida Chardón y se encontró de frente con el edificio de la Iglesia, una joya arquitectónica construida en acero, mármol y cristales azulosos, dominando el paisaje de la capital. Manuel pensó que a esa hora Dulce no estaría muy ocupada y que quizá podría invitarla a desayunar en el café de la esquina el emparedado de jamón serrano que tanto le gustaba.

    En la entrada lo esperaba el eterno guardia vestido de azul que lo dejó pasar luego de revisar su carnet de identidad. Al fondo del pasillo de mármol encontró la oficina de recepción y a Dulce sentada en el escritorio ejecutivo detrás de pilas de papeles y sobres timbrados con el logo institucional de la Iglesia, un trío de ovejas rojas pastando frente a una cruz morada.

    -¿Qué hay, guapa?

    -Manuel… Qué sorpresa. ¿Pero, qué haces aquí?

    -Iba camino al trabajo y pensé que quizá podríamos desayunar juntos, ya sabes, jamón serrano, manchego, un café bien cargado…

    -Ay, mi amor, me encantaría, pero no es posible… A las doce en punto tengo una reunión con el Pastor Menor, un almuerzo de esos con pasta Alfredo y milanesa. La verdad es que no quiero comer nada más antes del mediodía, ya sabes, tengo que cuidar la figura… Será en otra ocasión, mi amor.

    -No te preocupes, preciosa. La semana entrante podemos almorzar donde quieras. Quizá hasta me tomo un día libre y nos vamos al campo por la ruta panorámica. Allí podríamos sentarnos frente al río, rodeados de bambúes y con nuestra cesta llena de pan francés, salami y gruyere . . . Quizá hasta nos tomamos un buen vino tinto para celebrar y de paso ayudar la digestión. ¿Te imaginas?

    Manuel mismo se sorprendió de su cursilería. Las cosas que uno hace y dice cuando se está enamorado, pensó.

    -Suena prometedor… -contestó Dulce con algo de desgano.

    -Por cierto, vengo de nuestro departamento y es mi deber informarle que está divino… Tal y como lo hemos soñado durante estos dos años-dijo Manuel intentando desviar la conversación hacia el tema que más le interesaba.

    -Qué bueno, Manuel, me alegro mucho. Me imagino lo lindo que debe estar… Ahora me tienes que disculpar, se me hace tarde para la reunión preliminar con el Pastor Menor antes del almuerzo, ya sabes, el trabajo aquí nunca termina. Háblame en la noche, como a eso de las ocho. A esa hora espero estar en casa.

    Manuel se acercó a Dulce con una sonrisa traviesa, miró a ambos lados y le estampó un besó en la mejilla con la picardía de un niño de diez años.

    -¿Qué haces, Manuel? ¡A ver si respetas un poco! Ésta es la casa del Señor y si el Pastor Menor nos ve… No sabes cuan estricto es con eso de los besos, las agarradas de manos y todo lo demás. No se te ocurra jamás hacer algo semejante en este santo recinto, te lo pido de favor.

    Manuel la miró sorprendido, su sonrisa pícara dando paso a una mueca de desconcierto.

    -No es para tanto, primor…

    -Así es, Manuel, aquí hay que respetar.

    -Entonces no hay más que hablar. Te dejo tranquila y nos vemos en la noche. Ah, y por favor, salúdame al santo Pastor cuando lo veas.

    -No te burles, Manuel. Ni siquiera lo conoces.

    -Por supuesto que lo conozco. ¿Acaso no tengo tele? Lo he visto muchas veces en su programa, vendiendo libros didácticos y proclamando la salvación a través del diezmo… En fin, cada loco con su tema. ¡Qué disfrutes de tu reunión!

    Dulce no dijo nada y Manuel comenzó a resbalar sobre el mármol amarillo en dirección al estacionamiento. Se sentía triste por el fracaso del plan de desayuno y un sabor a cobre, como de moneda vieja, le bañaba la boca. Mientras caminaba pensó que los escrúpulos exagerados de Dulce quizá tenían sentido, después de todo aquel era su lugar de trabajo y no un parque al aire libre donde podía hacer lo que le viniera en gana. Ella siempre tiene la razón, pensó, orgulloso de la sabiduría de aquella mujer que muy pronto llamaría su esposa, mientras ponía en marcha el Colt.

    9781463306137_TXT.pdf9781463306137_TXT.pdf

    De camino a la Facultad de Ciencias Naturales Abelardo vio una vez más el cabello rubio y lacio de la muchacha misteriosa cayendo como una fuente amarilla sobre su espalda hasta cubrir las angostas caderas. Sus piernas, blancas y bien torneadas, emergían con gracia bajo la falda-mahón azul marino mientras caminaba en dirección al edificio con paredes forradas de musgo verdoso, seguramente un poco tarde para su próxima clase y todavía sin revelar el rostro escondido. La acompañaban las dos inseparables amigas, una rubia como ella, otra trigueña como el cobre, ambas con el cabello arreglado en sendas colas de caballo tan largas como la esperanza de un pobre. Abelardo levantó la cabeza como una jirafa, buscando esclarecer el rostro huidizo de la muchacha sin éxito, viendo una vez más como el trío de cabellos largos desaparecía tras la puerta de entrada del edificio de Enfermería sin que pudiera evitarlo.

    Luego del almuerzo, Abelardo no pudo soportar el tono aburrido del profesor y las fórmulas inservibles en la clase de estadísticas y se quedó dormido. Una voz primitiva, casi animal, lo despertó.

    -¡Despierte, bello durmiente!

    Abelardo abrió los ojos y encontró dos pequeños ojos acuosos observándolo a través de gruesos lentes, ambos empotrados en un rostro de ave afilado y con dientecillos amarillos sacados de una pesadilla.

    -Perdone, profesor…

    -Si no le interesa lo que digo, si se aburre con los porcentajes y las curvas en forma de campana, puede retirarse de mi clase de inmediato. Todavía está a tiempo para darse de baja del curso.

    Abelardo sacudió la cabeza como queriendo despertar de algún mal sueño pero el rostro aguileño y casi emplumado del profesor continuó frente a él.

    -Disculpe profesor, no fue mi intención… -dijo, levantándose del pupitre y sonriendo frente a la mirada idiotizada de los compañeros. Entonces, y sin pensarlo dos veces, salió del salón de prisa, pensando que el Dr. Cotorra (como lo llamaban los demás alumnos) sólo le hacía un gran favor al sacarlo de aquel encierro estuporoso de mediodía.

    En el centro de estudiantes Ronel lo recibió con el entusiasmo de siempre.

    -¿Qué hay, Abe?-preguntó la muchacha trigueña de cabello negro y perfumado luego de besarlo en la mejilla.

    -Lo de siempre, nena. ¿Tú qué cuentas?

    -Lo mismo, aquí sentada y un poco aburrida, esperando el fin de semana para ir a la playa y quemarme un poco más…

    -¿Quemarte un poco más?

    -No seas grosero. ¿Acaso no te gusta esta piel hecha de canela y azúcar?-preguntó Ronel con la sonrisa coqueta de siempre. Vestía un tubo delgado de tela azulosa apenas cubriendo sus pequeños senos y dejando al descubierto su esbelto abdomen. La falda negra era muy corta y se le hacía difícil dominarla al sentarse y cruzar las piernas. Abelardo observó su figura de amazona, deseándola.

    -Claro que me encanta, nena. ¿Tienes un cigarrillo?

    -Para usted más que lo conozco-dijo ella con una sonrisa pícara, mostrando la perfección nacarada de sus dientes.

    Ambos permanecieron un rato sentados en las escaleras del Centro de Estudiantes, fumando despacio y rodeados de un silencio incómodo. Ella lo observaba pensativa, la pregunta de siempre dando vueltas en su cabeza, mientras él continuaba haciendo círculos de humo azuloso con los ojos cerrados, todavía hechizado por la visión del cabello largo y amarillo cubriendo las nalgas y caderas apenas perceptibles bajo la falda-mahón.

    -Abe, no me has dicho nada de la otra noche… -preguntó Ronel rompiendo el silencio que comenzaba a hacerse insoportable.

    -¿Qué dices?-contestó Abelardo distraído, intentando apartar de su mente la silueta empotrada en cabellos amarillos y falda-mahón.

    -Lo de la otra noche, en mi cama… ¿Lo disfrutaste?-preguntó Ronel con una media sonrisa.

    -Claro, niña, ¿cómo crees que no?-respondió Abelardo más alerta, la visión de la muchacha rubia ahora difuminada en los recesos de su cerebro.

    -Pues bésame un poquito, así te lo creo-dijo Ronel acercándose hasta que su hombro izquierdo se apoyó contra el de Abelardo.

    -No seas niña, Ronel. Ya hemos hablado muchas veces de lo mismo. Hay que cuidarse en público. No olvides a tu Angelito… Ahora tengo que irme a estudiar un poco, ya sabes cómo es esto… Tengo varios exámenes esta semana. Nos vemos mañana aquí mismo, quizá también por la noche… Ah, y gracias por el cigarrillo-dijo Abelardo, levantándose de las escaleras luego de darle otro beso en la mejilla a Ronel y alejándose rápidamente rumbo a la biblioteca.

    -¡Qué te aproveche, cochino!-dijo Ronel en voz baja mientras observaba la tosca silueta de Abelardo perdiéndose entre los cientos de estudiantes que rondaban a esa hora los pasillos del Centro.

    Al salir de la biblioteca ya oscurecía y el aire de la noche comenzaba a enfriarse un poco. Abelardo no había podido apartar de su pensamiento el cabello largo y rubio, aquel rostro misterioso e indefinido. ¿Cómo eran sus ojos? ¿Cuál era su nombre? En su departamento tomó una ducha y cenó salchichas con pan tostado sentado frente a su escritorio apolillado (el mismo que alguna vez sirviera de tocador a una de sus hermanas), luego encendió un cigarrillo y abrió el libro en el capítulo de ecuaciones diferenciales que describían turbulencias y corrientes fluidas dentro de un tubo elástico. Sin embargo, le faltó concentración para estudiar. Se sentía desganado, sin ánimo para hundirse en libros y fórmulas, preocupado sólo en resolver el misterio de aquel rostro escurridizo y seguramente bello. A través de la única ventana del cuarto admiró las copas de los árboles revoloteando al compás de la brisa nocturna y volvió a ver el rostro oculto de la muchacha junto a las inseparables amigas. Fue en ese instante que se juró a sí mismo buscarla en la mañana hasta encontrarla, costara lo que costara.

    9781463306137_TXT.pdf9781463306137_TXT.pdf

    -Vamos don Ignacio, diga la verdad. ¿Qué opina del muchacho?

    -¿Aldo? Un joven excelente, como pocos. Si supieras que en estos días he notado que se interesa verdaderamente por las enseñanzas del Maestro. A su edad es muy raro ver tanta pasión en un joven por algo que no sean las mujeres y la política.

    -Lo entiendo don Ignacio, pero la verdad es que no me gusta tanta juntilla entre el muchacho y Agustina. Habla mucho con la nena… No olvide que ella es sólo una niña de dieciséis añitos.

    -Vamos, Cecilio, son dos jóvenes…

    -Precisamente es lo que me preocupa. Además, Aldo no es un chiquillo, tiene por lo menos veinte años, quizá más.

    -Pero es un muchacho bueno y correcto, créeme. Agustina sólo lo ve como un hermano, alguien que sabe un poco más que ella de las cosas de Dios y puede quizá contestar algunas de sus preguntas, algo así como un mentor. ¿No me digas que has olvidado cuando rondabas los pasillos de la escuela a tus dieciséis años, las andanzas en la universidad a los veinte?

    -¡Claro que no! Ahí está el problema, los veinte años mezclados con los dieciséis… Pero bueno, si para usted el muchacho es decente y religioso entonces no tengo porqué preocuparme.

    -Así es. Sin embargo, pon todas tus preocupaciones en oración para que recibas dirección de arriba. Eso nunca falla… Claro, siempre y cuando te encuentres al día con el diezmo de Nuestro Señor.

    Afuera de la oficina del Pastor Menor lo esperaban Aldo y Agustina sentados en uno de los bancos de pino que

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