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Los talleres de la vida
Los talleres de la vida
Los talleres de la vida
Libro electrónico535 páginas7 horas

Los talleres de la vida

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Los talleres de la vida es una novela que aborda el tema de la expansión social y urbanización a mediados del siglo XX en el Norte del país. El autor utiliza el estilo costumbrista que permite retratar el resultado de una vida gestada a partir de la transición entre las zonas rurales y las urbes. La minuciosidad con que el autor entreteje la obra permite vislumbrar desde aspectos dialectales del español de México hasta la nueva configuración de la idiosincrasia y los valores sociales que marcarán el desarrollo posterior de la segunda mitad de siglo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 nov 2015
ISBN9786071633729
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    Los talleres de la vida - Ricardo Elizondo Elizondo

    Mexico

    I

    LA NOCHE ANTERIOR:

    DE LAS 20 A LAS 23 HORAS

    —¿Cómo quieres el huevo? —de pie al frente de su casa, bajo la abrasadora oscuridad del anochecer canicular, Estela, la esposa de Julián Ortega, llamaba a su hijo—. ¡Jesús Manuel, te estoy hablando! ¿Cómo quieres el huevo?

    —¡No quiero huevo! —respondió gritando un niño moreno, bañado en sudor, desde el redondel de la luz del foco del poste, a media cuadra de distancia.

    —¡Ven para acá, muchacho atrasado, ya es hora de cenar! —Estela se metió a su casa sintiendo el golpe de calor detenido.

    Unas cuadras más allá, Sandra, la hija mayor de Roberto y Cupertina Anguiano, ponía un comal en una hornilla y meneaba en otra la fritura de papas con tomates. Hasta la cocina llegaba atenuado el canto de las niñas que jugaban en la calle a Los talleres de la vida.

    Vamos a ver

    los talleres de la vida

    que hacen así,

    así las peinadoras —imitaban a Miriam Danilo—,

    así las peinadoras

    y así me gusta a mí.

    Vamos a ver

    los talleres de la vida

    que hacen así,

    así los cantineros —imitaban a Jiménez—,

    así los cantineros

    y así me gusta a mí.

    —¡Papá, ya está la cena! —Roberto, en camiseta, sentado bajo la parra del patio, dejó a un lado el librito de ajedrez del que ensayaba jugadas, apagó la luz y se fue a la cocina.

    Estela en su casa, frente a Jesús Manuel sentado a medias sobre una pierna, le sirvió un huevo frito y una cucharada de frijoles. Apenas iba a darle el vaso de leche fría cuando, cruzando la desolación de su patio y metiéndose por la ventana de la cocina, le llegaron los gritos airados de Rosita Alvarado, su vecina del fondo.

    —¡Cabrón es lo que eres! ¡Infame y arrastrado, poco hombre! ¡Ya me tienes cansada! ¿Por qué bebes tanto? ¡Te has vuelto un animal! ¡Que te atienda tu abuela! —al sonido del trancazo de la puerta mosquitero, que se oyó como bofetada, siguió un rechinar furioso de las llantas del coche de Sam.

    —¡Come despacio, Jesús Manuel! ¡Acábate la leche! ¿A dónde vas con tanta prisa? —Estela, sin desatender a su hijo, tenía el oído bien puesto en dirección a la casa de Rosita y Samuel, pero ya no se oyeron más voces, sólo el poderoso chorro de la manguera chocando contra los arbustos y sobre las banquetas. Imaginó a Rosa encendida de furor desquitándose el coraje con azotes de agua. Luego de la estampida de Jesús Manuel hacia la calle —con ese calor no lo podía detener dentro, ni siquiera con la televisión—, tomó el mismo plato y se sirvió un poco de huevo, otro tanto de frijoles y una taza de café, todo sin dejar de poner atención hacia la oscuridad del fondo.

    —Rosita no anda bien —le comentó más tarde a su marido, a la hora de acostarse—, desde que dio los chicotazos cada vez se oye más nerviosa, más enojada, más desesperada.

    —Y a ti qué te importa —le contestó Julián.

    —Bueno, es una conversación, si no quieres, ya no te cuento nada.

    INDAGACIONES SOBRE EL ENTORNO:

    COLONIA AMPLIOS LLANOS

    Y ABUNDANTES MONTES

    En 1940 toda aquella tierra de la colonia y sus alrededores era una espaciosa llanura, amplia como la esperanza y dilatada hasta las faldas de los cerros. Además engañosa, porque era mucho más grande de lo que se calculaba a simple vista; mediría quince kilómetros de profundidad por diez de anchura. La hermosa planicie estaba ocupada por abundantes montes, más altos que un hombre a caballo, tan silvestres aún que entre los matorrales de acacias y retamas podían encontrarse viejos encinos de cien años, infinidad de gruesos mezquites y un mar de retorcidos huizaches. Por esa naturaleza le viene el nombre a la colonia: Amplios Llanos y Abundantes Montes. Pero muy pronto las arboledas desaparecieron por la insaciable devastación de los muy humildes y de los muy ricos; son de nadie, pensaban ambos, y los talaban para cocer elotes los unos, o para fraccionar con saña los otros. Si la ambición hubiera estado algo contenida, bien podían haberse conservado algunas hectáreas de un bosque magnífico, que poco a poco fue mermando, pero que todavía en la década de los sesenta sobrevivía en aislados trozos, sobre todo en torno a los riachuelos. El esposo de Estela, Julián Ortega, sacó de por esos lares los costales de boñiga que desgraciaron su jardín.

    Esa década de los cuarenta la ciudad creció un poco por el lado de aquella llanura. Primero se trazaron y pavimentaron las calles que unían la nueva urbanización con las anteriores, se tendieron las redes de agua potable, el alcantarillado y los drenajes, después se fueron señalando las manzanas y bordeándolas con cordones de concreto. Sólo esperaban a que se instalaran los postes de la electricidad para empezar a vender, porque la publicidad ya aparecía en los periódicos con llamativas frases, como: Fraccionamiento Amplios Llanos, nueva colonia campestre suburbana del mejor nivel o Fraccionamiento Amplios Llanos, el vergel de la ciudad, con las comodidades citadinas y los atributos del campo. No se pavimentaban todas las calles, sólo algunas en ciertas colonias, en las demás sólo se aplanaba la tierra; sin embargo Amplios Llanos sí estuvo completamente pavimentada desde un principio. En esa luminosa meseta antes jamás poblada, a partir de los años cuarenta fueron creciendo varios desarrollos habitacionales, cada uno un universo, cada uno un enredo de pasiones y relaciones, pero el primero fue la colonia Amplios Llanos y Abundantes Montes.

    El primer acceso al recién creado fraccionamiento —luego cambió por el actual— fue por la casa de Sabás Treviño, que ya vivía ahí desde antes, aunque entonces en un jacal con techo de palma. Sabás ya habitaba el lugar porque cuidaba unas labores donde crecían verduras y rosales. Las parcelas desaparecieron para dar paso a la urbanización, pero él y su familia permanecieron ocupando ese lote. En pocos años, donde antes era soledad de monte y llano, la humanidad empezó a reír, caminar, presumir, jugar, frecuentarse unos a otros, pelearse, ligarse o disgustarse para siempre. También a cuidar jardines, pájaros en jaulas, macetitas rojas sobre la barda exterior y perros llamados Boby o Káiser, y a ignorar cotidianamente la regla imposible de amar a Dios por sobre todas las cosas. Hubo bancas aborrecidas, esquinas preferidas y lotes baldíos con escombros clandestinos. Fueron sembrados naranjos, limones, rosas de la paz y crespones. Se impermeabilizaban los techos, se pintaban las fachadas y los jóvenes bailaban y se hacían novios en las kermeses organizadas por la Junta de Mejoras Materiales y Morales. Cada vecino en lo suyo y al mismo tiempo con los demás, cada quien en los quehaceres que tiene la vida.

    EUSEBIO ABURTO: CHEBO CHORIZOS

    OFICIO: empleado de la empresa

    DOMICILIO: Monte Seco 15¹

    El señor Aburto formaba parte del departamento jurídico de la empresa, tenía que ir a trabajar con camisa blanca y corbata, por eso podía resultar extraño que lo apodaran Chebo Chorizos, pero existen razones. A las ocho de la mañana llega a las oficinas generales, recoge los pendientes, organiza el trayecto que va a seguir y se va a la calle, porque finalmente no es más que un mensajero con cierto aparato, pero mensajero. Recorre oficinas de notarios, despachos de funcionarios, dependencias públicas y organismos privados, y deja o retira actas, acuerdos, escrituras y edictos, o timbra contratos y recibos, y entrega cartas poder y órdenes de pago o depósito. Su trabajo consiste en dar vueltas, en no extraviar los documentos y en cumplir con los plazos, porque la ley es inflexible en los plazos. Hacia las tres de la tarde regresa a la empresa, hace su reporte diario, pasa a que se lo firme su jefe inmediato, que es del Distrito Federal, y vuelve a su casa muy fastidiado de tanto caminar y tanta calle, dice siempre.

    Eusebio procreó cinco hijos en su matrimonio con Sara, y con lo que gana completaría para mantenerlos si no tuviera la obligación de sus padres, que viven en El Pilón con una vieja hermana soltera. Lo que comen o visten no es la carga, eso se arregla fácil, lo que más cuesta son las enfermedades y las medicinas de los ancianos, ambos llenos de achaques. Era lo que se dice un buen hijo pero, por lo mismo, a veces no tan buen esposo o padre. Su mujer Sara es su prima —ella llama de tíos a sus suegros y de prima a su cuñada Mela—, por eso el asunto se complica, porque los dos se enredan en la misma telaraña, sólo que Sara no tiene necesidad de ayudar a sus propios padres porque sus hermanos ahora son ricos, hicieron fortuna con camiones de volteo.

    —Mañana temprano me voy a El Pilón —le dijo Sara a su marido—, recojo los huevos y los quesos y me regreso. Sólo que haya pan, entonces me espero para traerlo también.

    —No te olvides de llevarle a Mela la medicina, dile que se la dé a mamá como dijo el doctor, que no la vayan a tirar ni a desperdiciar porque salió muy cara.

    Para ayudarse con el gasto de la casa, Sara y Eusebio vendían entre los vecinos chorizos, huevos, quesos, pan y, en temporada, chile del monte y conserva de naranja, todos productos del campo hechos artesanalmente. Con eso sacan para que no falte el pollo en el caldo, o un bistec de res a la semana. Sara, mujer que creció con hambre y condicionada por las privaciones, es un tanto miserable con las raciones de comida, de jabón, de papel, de todo, es poquita, es roñosa.

    —Fíjate —le comentó a su marido al llegar esa noche de El Pilón—, ¿te acuerdas del hotel de paso que está en el entronque, antes del puente viejo?

    —Sí —le contestó Eusebio.

    —¿A quién crees que vi entrando en su carro, muy acompañado?… A Samuel García, iba con la vecinita muy tapada con una pañoleta; ligera es lo que es, nada más los tontos como tú no lo aceptan…

    Eso sucedió semanas antes del segundo problema de Rosita. Sara regresaba de la villa de El Pilón y el destartalado camión en que viajaba se detuvo junto a la carretera, en las orillas de la ciudad, justo un poco antes de la entrada del motelito de paso, y ella vio con bastante claridad el taxi de Samuel García entrando en el establecimiento, acompañado de una cabeza cubierta con una pañoleta que conocía bien, porque era la misma pañoleta que su vecina colgaba en el tendedero, exactamente por encima de la barda de su patio, y que era inconfundible porque su dueña compraba la seda y se las hacía ella misma, por eso nadie más las podía traer.

    Eusebio no se queja de la vida, ahí la lleva. Entre tropezones económicos crecen sus hijos, procurando enfermarse hasta el fin de mes. Sólo Sara, a veces, siente codicia por la ropa bonita, pero más que nada una envidia atroz, y hasta coraje, por la regalada vida de su vecina Leticia Barba, la dueña de la pañoleta.

    MARÍA TERESA AGUILAR: TERE AGUILAR

    OFICIO: empleada de tienda de ropa

    DIRECCIÓN: Monte Serrano 10

    —Hay días llenos de premios y otros que son un cargamento de amargura —dijo Tomás, cabizbajo.

    —Eres muy soflamero —respondió Tere, su novia.

    —No sabes lo que dices —la atajó Tomás, irritado—, para ti es muy sencillo, todo es sencillo: te levantas, te arreglas, vas al trabajo, regresas a comer, vuelves a la tienda, de nuevo a tu casa y en la tarde compones tu ropa o te limas las uñas. La vida es complicada y difícil para todos, menos para ti.

    —Sólo conozco a una persona que piensa como tú —replicó Tere—, y ése eres tú. Mi familia, mis vecinos, mis compañeras de trabajo, tienen problemas pero no se echan la falda a la cabeza por cualquier cosa.

    —¿Eso piensas entonces? ¡Chula esposa voy a tener! Si eso es ahora, qué será después, me vas a mandar a los leones para que me coman…

    Tere mejor agachó la cabeza y se entretuvo en el estampado de su blusa, en acomodarlo de tal manera que cada payasito perdiera el pecho y sólo tuviera piernas. Era una tarea ardua, porque el pliegue de la tela tenía que ser preciso. La concentración le abstrajo de tal modo la atención que lo último que escuchó de Tomás Bocanegra, su novio eterno, fue la frase cortante:

    —Mira, mejor aquí lo dejamos. Tú por tu lado y yo por el mío. Lo siento, pero no puedo convivir con una persona tan insensible.

    Tere enderezó la cabeza, lo miró, y nada contestó. Tomás se levantó y se fue.

    —Otra vez lo mismo —se quedó pensando Tere, observando los payasitos, inmóvil bajo la gran mata de madreselva que cubría la mitad de la casa—. ¿Hasta cuándo voy a aguantar?

    María Teresa Aguilar era dependienta en una prestigiosa tienda de ropa y tenía fama de bien vestida. Decían:

    —Tere siempre usa la bolsa y los zapatos haciendo juego: claros y blancos en tiempo de calor y oscuros o negros en tiempo de frío. Ha de tener muchos porque le he contado como siete.

    —En la mañana la vi, traía una falda de medio paso con un tabloncito abierto por atrás, se le veía preciosa, con su blusa blanca, fajada por dentro, y un cinturón ancho con hebilla. Es la mejor vestida de toda la calle.

    —De toda la colonia más bien.

    —Pero después de Leticia…

    Su mamá la peinaba cada mañana; entre las siete y las siete y media se las veía por la ventana, porque la recámara de Tere daba al jardín del frente. Le pulía unas vueltas de cabello a cada lado de la cara, asimétricas, y luego por atrás las guedejas bien acomodadas, amplias, sedosas. A mediodía le refrescaba el peinado antes de regresar al trabajo. Doña Irene vivía para su hija; le bordaba pañuelitos, le hacía puntilla en los cuellos, le repasaba toda la ropa y le planchaba que era una lindura, con almidón, horas invertía en eso. Tenían buena posición económica porque don Efraín era oficinista en la empresa, ganaba buen sueldo, y con una sola hija, que para remate también trabajaba, les alcanzaba para todo, hasta para viajar una vez al año por dos semanas. Los Aguilar fueron de los primeros en cambiarse por ahí, en un terreno doble, llegaron cuando en la colonia había muchos lotes vacíos, manzanas enteras pobladas de retamas y huizaches. Tere estaba grandecita cuando llegó, ya era una señorita que trabajaba. Al principio, como eran tan pocos vecinos, no resultaba rentable una línea de camiones, entonces entre todos le pagaban a un camioncito para que los llevara hasta el entronque, donde circulaban los autobuses urbanos. Era una lata, pero para el año instalaron la derivación de una ruta, lenta y desvencijada, pero mejor eso que nada.

    En cierta forma Tere era como un símbolo de la colonia. Si se hubiera tenido que elegir a una representante, ésa sería Tere; trabajaba fuera de casa, sana, bien hecha, pulcra, vestida con decoro.

    —Una representante sí, pero una reina no —comentaba doña Licha desde la ventana de su cocina—, porque una reina, lo que se dice una reina, ésa nace así, es reina siempre, y de ésas sólo hay una en esta colonia; no quiero decir el nombre porque todos sabemos quién es, pero comoquiera lo voy a decir, esa reina es Leticia Barba, sin duda.

    Muchos del barrio pretendieron a Tere pero a ninguno le hizo el menor caso. Un día acompañó a una prima a la graduación del novio y ahí conoció a Tomás Bocanegra.

    —Que no se acerque —oyó que decían—, es un amargoso, echa a perder todo —pero Tere no pudo resistir el impulso y lo siguió mirando; finalmente bailó con él y empezaron a salir.

    Fue un mal negocio, una pérdida de tiempo, un error sin caminos, fue comprar entregos diarios de angustia y desazón, tormentos. Algo insano —dulce, en el caló de la colonia— había en Tere para sentirse, pese a todo, tan atraída. Una y otra vez se prometía no volver a verlo. Se lo llegó a decir a Tomás varias veces, despidiéndolo para siempre, pero noches después, al divisarlo parado frente a la tienda, esperando su salida, no podía resistirse y caía, y otra vez lo mismo.

    A los ocho días de la despedida flagrante bajo la madreselva, que según Tomás era para siempre, como a las nueve de la noche, ya con la bata puesta, Tere y sus padres oyeron afinar los muy conocidos acordes de guitarras; inmediatamente después un trío llenó la oscuridad del jardín con la queja de Tomás, que quería cantar y gritar que la quería, porque era la gema que Dios convirtiera en mujer para bien de su vida,² y luego, tras una brevísima pausa, las voces cantoras la empezaron a llamar cariñito azucarado que sabe a bombón, amorcito consentido de mi corazón,³ y no pudo resistirse y fue a pararse junto a la puerta de entrada, luego caminó hasta la mecedora de dos plazas, bajo la desmesurada madreselva envuelta en sombras, y por último se dejó estrechar por los brazos del hombre que no podía convivir con una mujer tan incomprensiva como ella, pero que elevaba su voz bendiciendo su nombre y pidiéndole amor.

    Volvieron al noviazgo, a ir al cine con los boletos que le regalaba Homero Niño, pero a las tantas semanas…

    —Tú de plano eres inconsciente o eres malvada —le dijo Tomás. Tere lo miró fijamente, como lo hacía siempre que se vislumbraba un disgusto y quería silenciarlo—. Y claro, no puedes contestar —siguió Tomás—, no puedes defenderte porque sabes que tengo razón. No sé qué estoy haciendo contigo, a mí me sobran las mujeres, buenas mujeres, compañeras de verdad, solidarias, amigas.

    —¿Y por qué no te largas con ellas? —le dijo Tere—. Hace mucho que te hubieras ido a ver si ya puso la marrana. Fíjate que yo tampoco te necesito, es más, ya me cansé. Vete y no vuelvas: nada de tríos, nada de flores, nada de quedarte con cara de hambre enfrente de la tienda, no quiero verte más.

    Se levantó y ahora fue ella la que se fue. No por mucho tiempo se fue, porque regresaron de nuevo. Había una liga entre ellos muy resistente pero que ni sexo tenía.

    —Es raro todo esto —pensaba Tere—; con Rosita entiendo que ella se disguste y luego busque reconciliación, porque siente celos de Sam —el matrimonio formado por Rosita y Samuel vivía al lado—, pero ellos hacen la vida juntos; en cambio lo de Tomás y mío es aire, son puros pleitos sin vida. ¿Será capricho? ¿Por aburrimiento será?

    Una vez, cuando venía en el camión de regreso de la tienda, viendo la prematura noche de invierno caer a las seis de la tarde, fría, lloviznosa, Tere meditaba; para nada quería tener una casa propia con un hombre pura-demanda, y las obligaciones de un marido, no, eso nunca.

    —¿A poco voy a cambiar por Tomás lo calientito de la casa de mamá? ¿Y su comida? ¿Y que al llegar una haya galletas recién hechas y ropa y sábanas limpias? ¡N’hombre! No hay quien valga tanto. ¡Que se vaya a la porra!

    Tere Aguilar siguió siendo guapa más allá de la menopausia. Siguió guapa incluso hasta los sesenta, cuando ya se había comprado un coche Chevrolet que parecía carroza, y sacaba a pasear a su papá y a su mamá, ancianitos tembleques pero tan indestructibles como su noviazgo con Tomás, que la seguía buscando por el día de su cumpleaños, pero ya sin serenata, y en Navidad le mandaba una caja de talco Chanel o un disco de Los Violines de Villafontana —ella jamás escuchó rock o los ritmos que siguieron, como twist y go-go, no los entendía, aunque sí a los Platters—. Para la década de los ochenta, cuando después de mucho batallar los vecinos por fin consiguieron tener líneas telefónicas por montones, Tere ya se veía rara, era una belleza antigua, fuera del tiempo que corría. Siempre fue cursi, pero ahora se veía extraña con sus vestidos moda Arrivederci, Roma, porque nunca, ni por mientes, usó una minifalda, con su cuerpo pretendidamente parecido al de Loretta Young, que ya nadie recordaba, pero envejecido, con peinado de ondas de los años cincuenta y zapatilla balerina de los años cincuenta, y todo en su casa de los cincuenta: la mecedora colgante de dos plazas bajo la gran enredadera de madreselva, el refrigerador marca Coldspot, el carro como un gran barco en la cochera y la televisión de pantalla ovalada en blanco y negro, con puertitas de madera, que aunque el cinescopio ya no servía, el mueble seguía en su lugar preferente en el recibidor, junto a un reloj en forma de rombo colgado en la pared y un juguetero cargado de estúpidos animalitos de porcelana.

    EZEQUIEL ALMARAZ

    OFICIO: mesero de restaurante de cabrito al pastor

    DIRECCIÓN: Monte Seco 4

    —No regreses muy noche, bien sabes que cuando no estás es cuando me da el dolor —Ezequiel se peinaba y su madre lo veía y con su voz llenaba el aire de reparos—; eres muy inconsciente, es horrible estar sola esperando que me llegue el mal, acuérdate cuando me caí, mira, todavía tengo la cicatriz.

    Ezequiel callaba y le daba una última cepillada a sus zapatos. Hombre pulcrísimo, cuando pasaba impregnaba la acera con el perfume de lavanda del agua de colonia Cyd que producía don Carlos Dueñes. Siempre rasurado pulidamente, con el pelo engominado, camisa blanca reluciente, pantalones negros y zapatos igual pero hechos un espejo, cualquiera diría que era un miembro de la sinfónica, pero no, era mesero, mesero en un restaurante de cabrito, puro cabrito, sólo cabrito.

    —¿Me estás oyendo, Ezequiel?

    —Te estoy oyendo, mamá.

    —Sí, pero con una oreja aquí y otra no sé dónde…

    —Bien sabes que es la temporada de beis y que los miércoles hay juego —contestó Ezequiel poniéndose los pantalones; primero se calzaba los zapatos y luego se enfundaba los pantalones; ¿cómo le entraban los pies calzados por las piernas?, quién sabe, pero él así se vestía.

    —Tú divirtiéndote y mientras yo aquí, sola, esperando el dolor, que yo sé que me va a dar, eso lo sé porque lo sé…

    —No estás sola, mamá, Luis está contigo, además si te sientes mal te vas a la clínica del Seguro —Ezequiel se metió la cartera en la bolsa de atrás y se vio una última vez en el espejo.

    —Tu hermano es como si no estuviera, le da lo mismo lo que me pase; a ver cuando yo les falte, a ver qué van a hacer, ya los quisiera ver…

    —No me esperes, mamá, duérmete, no sé a qué hora iré a llegar —las últimas palabras las dijo ya fuera de la casa, en la banqueta, cerrando la verja de malla de alambre.

    Al salir Ezequiel, su mamá, con bata suelta de tela simple y sin mangas, caminando con un exagerado sufrimiento, se fue hasta el fondo de la casa. Bajo la verde anchura de la higuera, lago de sombra, el epiléptico Luis leía el periódico en una descansada mecedora.

    —Ya se fue tu hermano, es un desconsiderado. Una aquí, todo el día encerrada aquí, y él que no llena de calle, pura calle todos los días; tengo ganas de verlo aquí, sin salir. Nada más falta que tú también me digas que te vas, porque así son, ingratos los dos. Lo que sí les digo es que un día van a llegar y nada de mamá, mamá ya está muerta y dura, tiesa, fría. ¡Ay, Dios de mi alma! ¡Qué vida la mía! —ante la nula respuesta de Luis, la señora gruesa tomó su llavero y le dijo al silente lector—: Voy a casa de Luz, porque contigo no se puede, tú no eres compañía. Voy a pedirle un poco de alguna hierba para estos dolores que no me dejan —Luis tampoco le respondió, inmerso en el periódico, pero cuando ya iba llegando a la puerta, le gritó:

    —No te preocupes por la comida, mamá.

    La señora gruesa no se regresó, hizo como que no oyó.

    —Yo ya no les hago nada —se salió murmurando, disculpándose, argumentándose—, ya trabajé bastante, estoy muy trabajada yo, por eso me vienen los males que tengo. A mí de seguro Luchita me convida un taco, a ver él qué come, en el refri hay comida, nada más que caliente, hay cabrito, y están el queso y los huevos que le compré a Chebo…

    La mujer decía padecer de alta presión y aseguraba que es el mayor mal que puede sobrellevar una mujer: jaquecas, inapetencia, dolor en las coyunturas, unos vahídos de muerte, un puro sufrir. Ezequiel traía cabrito todos los días, en el refrigerador había siempre: asado, en fritada, deshebrado y hasta guisado, porque a veces lo traía preparado en salsa de tomate. Así que Luis comía cabrito a diario, y no se cansaba porque las flojeras de él y de su madre eran mayores. Todo el cabrito que se les iba quedando, porque imposible comerse tanto, más los huesos que su hermano también traía, Luis se los llevaba a los perritos de Leticia Barba: el Toco y la Yama.

    —Qué ingenio el de la señora Leticia —comentaba, sin percatarse de lo enamorado que estaba—, mira que ocurrírsele esos nombres para los pequineses, el Toco y la Yama, si los pegas hacen Tocoyama, un nombre de por allá de la China, de los japoneses, de donde vienen esos perros.

    Cuando Luis se enteró de que Leticia había recibido cintarazos por todo el cuerpo, se juró a sí mismo vengarla y hasta planeó la forma de hacerlo, pero luego vino el segundo problema de Rosita Alvarado y ya no le quedó sino alegrarse. No fue el único que quiso vengar a Leti, muchos pensaron igual. Así es como fue.

    ROSITA ALVARADO

    OFICIO: ama de casa

    DIRECCIÓN: Monte Serrano 8

    Pocas mujeres tan comunitarias como Rosita Alvarado, siempre dispuesta a la ayuda y a participar en los proyectos en beneficio de todos. Lo mismo se quemaba la punta de los dedos doblando enchiladas en la kermés de la Junta de Mejoras Materiales y Morales de la colonia Amplios Llanos, que sin falta salía, martes y jueves a las cuatro de la tarde, a recorrer las calles aledañas con una alcancía de madera, con la estampa de la Santísima Trinidad, para recoger limosnas para la construcción del templo del barrio. El gerente de la fábrica les prometió a ella y a otras vecinas limosneras que por cada peso que juntaran la empresa aportaría cinco. Sin embargo el templo nunca se ha levantado porque la gente es muy descreída, dan veinte centavos cada mes, y así, nunca.

    A Rosa le dicen Rosita, pero de chiquita o endeble no tiene nada, antes al contrario, es maciza, fuerte, de mediana estatura, con unos pies que pueden apoyar al mundo, pero por lo suave que es, por eso la llaman Rosita. Por sobre todas sus cualidades, algunos sospechan de su mirada, dicen que es ladina y taimada. Su casa siempre rechina de limpia, hasta los barandales de la barda sacude, y ni qué decir de lavar los suelos o limpiar con un trapo húmedo las hojas de las julietas que usa como matas de interior, cada una en su maceta roja, sobre un plato y encima de una almidonada toallita de ganchillo. Cada mañana barre y riega la calle y la banqueta del frente, pasa la escoba hasta donde ya no le corresponde, hasta la casa de Tere Aguilar por un lado, y a la mitad del terreno baldío, por el otro. Su ropa deja a su paso el aroma del jabón, y es cosa de admiración que ella misma, afanando tanto, se vea siempre fresca, aunque también nerviosa, suave pero como contenida, apacible por imposición, pero con un rictus de obsesa que nunca pierde. Esposa de Sam García, el taxista, tiene un solo defecto, pero qué gran defecto: es perturbadoramente celosa. Todo lo buena que puede ser en lo demás, no le quita lo matrera en ese punto. En parte con razón, porque su marido es mujeriego, pero en parte por sus complejos.

    Cuando Rosa comprobó el enredo de Leticia Barba con su esposo —y que su hermana María Luisa le calentó la sangre, como sólo una hermana puede hacerlo—, silenciosa como es, pero trabadas las mandíbulas y con la piel verdosa, con la ira fuera de control fue a su patio y descolgó un lazo de los que se usan para tender la ropa a secar, lo mojó con agua y lo dobló en tres vueltas. Luego fue y tocó a la casa de Leticia Barba, la llamó hasta fuera de la reja, y una vez las dos en la calle, sin aviso alguno le dio una golpiza infamante, una mecatiza que dejó el cuerpo de Leti lleno de verdugones. Rosita, maciza y fuerte, fue tan rápida que para cuando se acercaron corriendo los empleados de la Tienda Nueva, Leti ya tenía el cuello, los senos, los brazos y las piernas con muchos golpes. Una hora después, al acudir la policía para testificar la agresión, Leticia les tenía unos costurones enrojecidos que parecían venas saltadas, sanguijuelas enmoretonadas.

    Ni María Luisa Alvarado, su hermana, mostró jamás furia como la de Rosa, y eso que tiene el hígado negro —días después de la tunda, Luisa pasaba burlona por la casa de Leticia, con su rostro descarado que se niega a avergonzarse—. Por eso resulta extraño que con el antecedente de la conducta de María Luisa, y luego los extremos a los que puede llegar Rosita, nadie hubiera tratado de encauzar esa perturbación que luego atrajo tanto mal. Pero es que en la vida privada no se puede, la vida privada es privada.

    MARÍA LUISA ALVARADO

    OFICIO: enfermera y tablajera

    DIRECCIÓN: Monte Seco 5

    —¡Usted es una tarada! ¡Inútil! ¿Qué no se fija lo que hace? ¡Deberían despedirla por inepta, por estúpida!

    El señor Benito Zambrano, con la cara enrojecida hasta el blanco de los ojos, fuera de sí, porque de diario era correcto y mesurado, le gritaba eso y más a María Luisa Alvarado. Le dijo que la clase trabajadora no estaba dispuesta a mantener a sujetos como ella, y que estaba muy equivocada si pensaba que sus contactos eran tan poderosos como para detener la queja que iba a poner al comité, para que la desocuparan de inmediato. Y María Luisa, en perpetuo disgusto con la vida, en lugar de silenciarse, salirse, o al menos pedir una disculpa, nada de eso, adoptó una actitud por demás altanera, cínica incluso, sin darse cuenta de que había testigos, porque otros pacientes contemplaban la escena, y además olvidándose del cúmulo de quejas contra su desempeño. En el colmo, cuando el señor Zambrano, alto jerarca del sindicato, se salió de la enfermería sofocado por el disgusto y con su hijo caminando con mucha dificultad, María Luisa vociferó:

    —¡Pinche viejillo pedorro, me hace los mandados! —fue su fin.

    Desde un principio, bueno, desde que estaba en la escuela primaria, hubo quejas contra María Luisa, porque nunca conoció el respeto. A ella y a su hermana Rosita —la esposa de Samuel García— su papá les dio la carrera de enfermería. Ambas, cuando eran estudiantes, pasaban por la calle envueltas en la suntuosa capa azul con el interior rojo que usaban las de su profesión, y ambas, cuando Rosa aún no se casaba, impresionaban con su pulcra marcialidad.

    Uno de los días cercanos a su graduación, a medianoche despertaron a su familia para que una de las dos acudiera a poner una inyección y a dar auxilio en lo que pudiera a Paco Canales, que recién acababa de arrojar una piedra que trajo deslizándose por la uretra desde la una de la tarde. El hombre aún estaba algo adolorido y sudoroso cuando María Luisa llegó y, aunque jetona y modorra, lo atendió bien. Entre otras cosas, al amanecer le estuvo agarrando allá abajo mientras el convaleciente también la sobeteaba. A la semana siguiente los chavos de la esquina empezaron a murmurar que Paco Canales se estaba empinando a María Luisa Alvarado —aunque la metáfora era la usual, para el caso resultaba materialmente justa, porque el gusto de Paco era entrar por la puerta de atrás, pero como su mujer se lo impedía, siempre andaba buscando otra casa. Con María Luisa, por muchos años encontró la vereda dispuesta—.

    Por ese entonces —en la radio sonaba mucho El yerberito, en la voz de una Celia Cruz recién llegada de Cuba—, Paco era esquirol en la empresa, el jefe de todos ellos, y tenía bien consolidada una exitosa carrera de malversaciones y rapacerías, además daba protección a quien le pagara el precio, un precio que podía ser cubierto en vales de despensa, o de ropa, en recetas de botica o en mercancías, incluso en objetos, como juegos de sábanas o herramientas para el coche. Era un valentón aprovechado, pero él y su familia —y María Luisa luego— conocieron todas las comodidades y fueron dispendiosos, aunque igualmente supieron de la envidia de los camaradas y el desprecio de los obreros. Usando sus influencias, Paco de inmediato le consiguió trabajo a María Luisa, beneficiando de manera indirecta a Rosita, su hermana, porque gracias al ingreso de ese sueldo en la familia ella pudo desentenderse y casarse con Samuel García, obrero de bicicleta.

    El mismo verano en que el hombre pisó la luna, la carrera delictiva de Canales peligraba más de lo que él suponía. Casualmente fue uno de esos días cuando María Luisa, con su ya famosa desconsideración tenaz, al hijo adolescente del líder Benito Zambrano le arrancó de un tirón el vendaje, seco y pegado, que el cirujano le había colocado en la delicada herida de su reciente circuncisión. El muchacho pegó un alarido que se oyó hasta la calzada. Al oír el grito el señor Zambrano se precipitó dentro de la enfermería para ver lo que pasaba, y contempló a María Luisa, burlona, con la gasa en la punta de la tenaza, y a su hijo lamentándose y goteando sangre por la cabeza del miembro. Ahí comenzó la cuenta final para Paco y toda su ascendencia, descendencia y amistades.

    A los pocos días el muladar de Canales salió hasta en la prensa y él huyó para Chicago. A María Luisa la desocuparon de manera instantánea y fulminante por negligencia profesional, sin derecho a indemnización alguna e impedida legalmente para ejercer la enfermería, pero ningún caso hizo porque igual aplicaba inyecciones y sueros. Siguió siendo vecina, pero después de su implicación en el crimen desapareció de esas calles. Luego se supo que trabajaba en el rastro municipal tasajeando costillares de puerco y dejando su trasero libre, para quien se lo pidiera.

    ROBERTO ANGUIANO

    OFICIO: empleado del departamento de compras

    DOMICILIO: Monte Negro 16

    Roberto y Cupertina Anguiano tienen dos hijos y dos hijas, entreverados. Roberto trabaja para la empresa, en el departamento de compras, ahí fue donde conoció a su compadre Elías, que ahora trabaja para Peltres y Esmaltes, también en el departamento de compras. Elías le consigue muy buen descuento en ollas y cacerolas, fuentes y cucharas, platos hondos y cafeteras, todo hecho de peltre esmaltado. Es verdad que algunas piezas vienen con defecto —una ralladura, un borde de más, una chuecura—, pero es nada por el precio que cuestan. Roberto y Cupertina comercian con un barbarismo, porque venden loza de peltre. Puede asegurarse que toda la colonia tiene en sus cocinas vasijas y vajillas de peltre vendidas por Cupertina, que por ganarse un peso es capaz de caminar como hormiga de un lado para otro. Cada tarde recorre las calles, un día por una acera y otro día por la otra, de casa en casa. Carga unas inmensas redes que cuando camina suenan porque los cacharros entrechocan, y eso que los trae envueltos en periódico —de uno por uno los envuelve, hasta las cucharas—; comoquiera sus dos bolsas suenan campaneras, por eso los malvados le pusieron la Vaca, porque se anuncia con el cencerro.

    En la kermés de la colonia los Anguiano donan platos soperos para la rifa de la lotería, siempre y cuando los dejen instalar su puesto de vasijas de peltre. Las jarrillas para el café se venden mucho, junto con los tanques haciendo juego; vienen en blanco con el filo rojo o azul. También se venden bien los platos hondos para el caldo o para el menudo, y los muy extendidos y grandes, siempre con decoraciones de hermosas rosas en guirnaldas o en ramos. Mirita Reyes, que de plano parece que la bajaron del cerro a tamborazos, hace sus guisos en platos hondos; su estufa se ve muy agraciada con tan bellos y extraños sartenes. Pero lo que más venden son los portaviandas, porque todos los obreros y oficinistas de la empresa llevan su comida al trabajo. Los hay hasta de cuatro pisos, con cucharilla y división para las tortillas; su forma es bastante ordinaria aunque lleven un nombre tan elegante que hasta parece de gente con muchas luces.

    Roberto Anguiano es responsable en la empresa de la misma tarea que en su día tuvo don Efraín —el papá de Tere Aguilar—. Ellos son amigos, aunque hay una gran diferencia de edad entre uno y otro, pero los une el conocimiento de un mismo trabajo y el ajedrez; tres noches a la semana juegan en una mesa que para eso tiene don Efraín en su gran jardín. Han tratado de organizar un club, pero los demás no perseveran, sólo ellos dos, aunque muchos han desfilado por esa mesa. Roberto regresa de jugar cuando la colonia empieza a silenciarse, y no una, sino varias veces le tocó oír las discusiones de Rosita Alvarado con su marido.

    Cupertina la Vaca, junto con la sirvienta Céfira y el

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