En Madera Seca
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Los personajes y lugares, invitan a recordar a un hermano, primo, amigo, vecino o simplemente a alguien que alguna vez conocimos, escuchamos o pudiendo ser a veces nosotros mismos.
Los recuerdos regresaran a nuestras mentes a travs de los sentidos, al ver una foto, al sentir algn objeto, al saborear un bocado, al escuchar un sonido o simplemente al percibir el aroma de la madera seca.
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En Madera Seca - Manuel Anthony Ruano
Copyright © 2011 por Manuel Anthony Ruano.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2011932835
ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-0383-9
ISBN: Tapa Blanda 978-1-4633-0384-6
ISBN: Libro Electrónico 978-1-4633-0385-3
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
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352718
CONTENTS
De los tiempos idos y que nunca volverán.
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
El Último.
. . . A mis hijos Ricardo, Melanie y Justin, a mis abuelos Manuel y Lucrecia y al pueblo de San Gabriel, el reflejo de mi vida . . .
Manny
De los tiempos idos
y que nunca volverán.
Varios años después, el cachiporrero estaba en el mismo lugar, a la misma hora, ya nadie de su tiempo quedaba, no lo reconocían, mas de un cuarto de siglo atrás fue ese su deseo, ser un extraño, el nuevo en el pueblo, deseando que la tierra se lo tragara.
Una mala maniobra al caer la batuta tricolor en la empedrada calle del parque central, le dio ganas de salir corriendo y no regresar jamás.
Terminado el desfile del 24 de mayo, el sudor frío fue su cobija de regocijo, ella se le acercó, con la mirada coqueta y dulce, no le dijo ni una sola palabra al chocar contra el, tras el empujón de su mejor amiga. A el le volvió a correr el frío sudor, y se quiso quedar para siempre en sus ojos, veinticinco años mas tarde, no la encontró.
Imagen%201.jpgUno
Ya para septiembre cuando comenzaba el ciclo escolar, había llegado desde muy lejos, el pueblo se abrió en la noche para dar paso al transporte que llegaba de la capital.
En luna llena y fría brisa, las maletas fueron a parar en la esquina del cuarto del balcón a la calle, ese rincón seria desde siempre el lugar de los sueños, malas noches y cobija de sus amaneceres.
No pasaba de las ochenta y seis libras y del uno veinte de estatura cuando los Andes le comenzaron a quitar la fuerza, el pálido metropolitano ya tenía el cari colorado por dentro, las bufandas y el poncho fueron el consuelo de su tiriteo crónico.
Con nata y pan se sirvió el café al día siguiente por la mañana, la humeante tasa traía el café negro recién colado por las maternales manos de la sirvienta de toda la vida, la tulpa calentaba el cuarto de cocina con los carbones que ya en cenizas sobrevivieron la madrugada pastuza.
Ya con el día contempló la frescura del lugar, de paredes blanqueadas con cal, los sócalos de cemento trabajado, el patio en el centro de la casa con su piedra de lavar y los maceteros de geranios de muchos colores en las esquinas.
Las tapias eran de casi un metro de ancho, el soberado de bareque, las puertas de madera seca con sus aldabas y bisagras de hierro martillado.
Un silencio de soledad eterna en los pasillos se despedía en esa fecha.
Por los balcones se colaba la luz en abundancia, desde ahí se veían los tejados de color de barro quemado, el musgo también paseaba en los canales de zinc de los alares.
La calle angosta, adoquinada, alfombra de pasos lentos, calle por donde comenzó a pasar la vida de Antonito de las Flores.
El pueblo de los Tusas se alzaba en los estribos de la cordillera, asentado en el fondo de una batea boca abajo, cuatro horas de camino separaban el último renglón de sus recuerdos, para comenzar aquí su nueva historia.
Tras cruzar calurosos valles de riveras húmedas y prosperas, rodeadas de sequedad tórrida, y pasar lomas verdes llenas de chilca, cocuyo y moras, la carretera iba besando la orilla del camino viejo, empedrado en minga por los próceres del trabajo, la cangagua aparecía de vez en cuando como queriéndole quitar la historia a las yuntas de bueyes que enjaezadas con las banderas de los barrios desfilaron una y otra vez hasta romper la cordillera.
La entrada del pueblo era acogedora como eran sus noches, las puertas grandes de calle siempre abiertas de par en par dejando salir el aroma de aguardiente hervido con canela, para el frío el mejor remedio.
La plaza de la pelota de viento, llena estaba los sábados y domingos, las raquetas de tablón y pupos de caucho, batiendo la bola de un extremo al otro, a los lados dos gradas de molón y cemento llenas de apostadores y seguidores de este deporte, vistiendo ternos de casimir, poncho de lana y sombreros Borsalino, también vendedores de colas, frunas y cigarrillos marcaban el horizonte.
Las dos calles principales eran igual de viejas y largas, Antonito se las aprendió de memoria, sin dejar ningún detalle, desde la plaza de la pelota hasta el único cementerio, y las transversales desde el río donde se cayo el puente, la casa de los cueteros y hasta la casa de las queseras, los cuatro puntos cardinales se los podía ver desde el campanario de la iglesia matriz.
La escuela estaba del otro lado de su casa, desde su balcón se escuchaba la campana del recreo y el himno nacional los lunes a las siete.
Las veredas angostas y delgadas, estampadas en líneas y rombos daban la comodidad a los cansados niños por las tardes luego de acabar de jugar al fútbol, a la chiva chi-chiva o a las quemadas.
Quedaron muy pocos ventanales sanos o quizá ninguno, de las patadas bestiales a las pelotas de caucho de Colombia y en las tardes se rompía el silencio del moribundo frío.
Los adoquines rectangulares formaban una franja simétrica en el centro de la calle, a los lados los ordenaban a lo largo en tres filas y en el medio atravesados, las orillas eran de piedra redonda de