Defunctos ploro
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Con un estilo impecable, Alejandro Molina construye un escenario costumbrista en que muy fácilmente nos adentramos en el alma de sus protagonistas y en donde, a través de brillantes y lúcidos diálogos, se nos muestra diferentes reflexiones en torno a la idea de la muerte, tanto de carácter filosófico, religioso o metafísico.
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Defunctos ploro - Alejandro Molina Carreño
Defunctos ploro cuenta las vidas cruzadas de varios personajes cuyo nexo común consiste en la vinculación que sus oficios poseen con la muerte. Así encontramos, entre otros, a Ginés, un enterrador ateo casado con una mujer de profundas convicciones religiosas, o a Laura, una joven antropóloga recién incorporada a una empresa de seguros de vida que se cuestiona la ética de su empleo.
Con un estilo impecable, Alejandro Molina construye un escenario costumbrista en que muy fácilmente nos adentramos en el alma de sus protagonistas y en donde, a través de brillantes y lúcidos diálogos, se nos muestra diferentes reflexiones en torno a la idea de la muerte, tanto de carácter filosófico, religioso o metafísico.
Defunctos Ploro
Alejandro Molina Carreño
www.edicionesoblicuas.com
Defunctos Ploro
© 2013, Alejandro Molina Carreño
© 2013, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-15824-43-5
ISBN edición papel: 978-84-15824-42-8
Primera edición: noviembre de 2013
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
www.edicionesoblicuas.com
El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él.
Tristes Trópicos, Claude Lèvi-Strauss.
1
Que la vida hay que ganársela, pase, pero (un gran pero) tener que ganarse la muerte…, eso es otra cosa. Como si no fuese suficiente con la pantomima del pan y el sudor de la frente, también fallecer deja deudas; de modo que más allá de la muerte, ¡sorpresa!, no hay amor, Quevedo, sino tu viejo conocido: don Dinero. Un muerto es caro, y lo es porque hay un vivo, que así se les llama hoy día a los esclavos, necesitados de ganarse el pan con un sudor nunca sudado. Blasfemos y herejes idolatran las tablas del derecho romano, se amparan a ellas después de inventarlas y obligan al respetable a vaciar su bolsillo para cubrir el hueco que en su corazón ha quedado, porque el cuerpo tiene que ser retocado, y eso, cuidado, necesita del arte, que nace libre y se vende caro; necesita una reunión en torno a sí, cuando ya no es sino la representación de un nombre, tácito, implícito en el aire en forma de recuerdos; necesita una caja de pino, escogida con máxima presteza, aquella que la falta de posibilidades facilita, el único traje a medida que muchos lucirán un día que ya no es día para ellos; necesita ser desplazado con la solemnidad que se otorga a lo que ya no es, a menudo mejor tratado que cuando podía conjugar eso de siendo; y necesita, sobre todo, un lugar en esa pared blanca que configura, como una enorme orla de licenciados en vida, ascendidos o degradados, doctores en ausencia, en mitad de las amapolas, que son tan pocas, quizá bajo los pasos de los vivos, ¡pobre corral de muertos!, allí donde los gusanos son sastres, allí donde ya no hay tiempo. Porque no puedes enterrar a tus seres queridos en el jardín de casa, ni bajo el árbol que tanto amaba; no puedes quemar sus cuerpos, como tantos otros ardieron, bajo la intimidad de dos ojos, entre la admiración de la multitud, quizá en medio del océano, quizá sobre una pira, quizá entre incienso. No, todo eso es ahora estruendoso terreno del cremulador o sereno paraje desértico, una parte más de nuestras vidas industrializadas. Y es que sólo los que poseen dinero tienen derecho a silenciar la muerte, a actuar como si nunca hubiera ocurrido, o a convertirlo en accidente. El resto, pobres mortales, a la cola, desconcertados, conducidos como rebaño mohíno a seguir artificiales pasos dictados por vete tú a saber quién, un quién bien distante, que nada tuvo que ver con la alimentación del hijo perdido, el cariño en él volcado, el tiempo empleado, las esperanzas depositadas, los sueños soñados.
Ama de casa la mujer, maestro de pueblo el marido, ancianos ambos, de rostro desvalido, pater y mater nostrum, la familia Bailón se conduce al completo a la iglesia, por san Agustín patrocinada, y a donde todavía no ha llegado el invitado de honor, de flamante pino, exangüe hasta lo exquisito sin necesidad de manteca o pepino. Quien sí estaba allí, y antes que ninguno, era Ginés, que a las ocho en punto abrió las puertas del cementerio. Enterrador desde los dieciséis años, el Ginés de treinta y siete contaba cientos de cosechas, todas infructuosas, pues nada salvo cardos, brezos y magardas brotaban de lo plantado. Ginés fue padre el mismo día que el suyo dejó de serlo, cruento destino, si queremos pensar que no tienen los hados otra cosa mejor que hacer que guiar nuestros pasos. Pasados dos años fue padre de nuevo, y como lo breve es dos veces bueno, o algo así, que Ginés no se sabía muy bien, dio por bueno el par y echó el freno. De genética neoliberal, los rasgos de Ginés pasaron a ambos varones, dejando a la madre el color de ojos, como una sutil ofrenda, la más valiosa de todas. Así, Juan Ignacio (como el abuelo) tenía la nariz chata, de gladiador griego, cara recta rematada en un hoyuelo y frente ancha, clara, sin dudas, la base perfecta para el negro pelo, lacio y un pelín grasiento. Por su parte, Diego (como el otro abuelo), el pequeño, poseía la calma de espíritu y la resolución de pensamiento de su padre, alojadas a saber en qué parte de su cuerpo.
Desde la muerte de Juan Ignacio abuelo, Ginés se había hecho cargo del cementerio sin más ayuda que la del jardinero y los albañiles de rigor, cuando aparecían por allí, claro. Estuvo solo un tiempo hasta que el hijo mayor, Juan Ignacio, demostró que se le parecía al padre tanto que incluso cualquiera diría que nació