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Días de sol y niebla
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Libro electrónico131 páginas2 horas

Días de sol y niebla

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El amor une a Blanca y José, dos adolescentes de distinta condición social. La novela pone de manifiesto la pugna entre las esperanzas y sentimientos desinteresados y légitimos y una realidad a veces cruel en injusta contra la cual luchan los protagonistas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 feb 2020
ISBN9789561812086
Días de sol y niebla

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    Días de sol y niebla - Enriqueta Flores Arredondo

    Días de sol y niebla

    Enriqueta Flores Arredondo

    Edición y diseño equipo Edebé Chile

    © Enriqueta Flores Arredondo

    © 1999 Editorial Don Bosco S.A.

    Registro de Propiedad Intelectual Nº 107.835

    ISBN: 978-956-18-1208-6

    Editorial Don Bosco S.A.

    General Bulnes 35, Santiago de Chile

    www.edebe.cl

    docentes@edebe.cl

    Primera edición digital, febrero 2020

    Diagramación digital equipo Edebé Chile

    Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos, electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

    Índice

    Capítulo I: El encuentro

    Capítulo II: Días de Sol

    Capítulo III: Temores de niña

    Capítulo IV: Las nanas vienen del sur

    Capítulo V: El albor de una ilusión

    Capítulo VI: ¿Por qué?

    Capítulo VII: Siempre es primavera

    Capítulo VIII: Como el paso de las gaviotas

    Capítulo IX: Un instante en la eternidad

    Capítulo X: Interlunio

    Capítulo XI: El color de las lágrimas

    Capítulo XII: Una noche singular

    Capítulo XIII: Intihuatana

    Capítulo XIV: Días de niebla

    Capítulo XV: Mensaje de amor

    Epílogo

    Capítulo I

    El encuentro

    Algo inusitado ha sucedido. Las voces acallan el murmullo acompasado de las olas que se estrellan contra los roqueríos y no dejan oír el graznido de las gaviotas. Pasos apresurados bajan los peldaños de dos en dos, pero son pisadas alegres, acompañadas de risas menudas. Alguien ha abierto una ventana y el aire fresco de la mañana ondea los visillos e inunda la galería con el olor penetrante de las algas impregnadas de sal. Nadie se ha acordado de Blanca, que, en medio de su habitación, peina sus cabellos del color de la miel con una escobilla de cerdas cristalinas. Una y otra vez, hasta llegar a cien, pasa el cepillo sobre las ondas sedosas y cuando cree que es suficiente, procura descubrir qué está pasando en la casa. Unas carcajadas trituradas, tal vez por el viento, que mueve el oleaje, se han dispersado y le llegan sin que pueda identificarlas. Abajo, sobre la grava del camino, se ha detenido un vehículo. ¿Cómo no lo escuchó venir? Un vaho a bencina, desagradable al olfato, la hace estornudar. Dicen que Blanca es muy sensible a las emanaciones que circulan por el aire; por eso decidieron que permaneciera todo el año en la casa de la playa, acompañada por la nana Mela y por la señorita Velia.

    Hoy es martes y nadie ha anunciado visita. La casa es enorme, es cierto, pero tiene todos los dormitorios ocupados; las primas y los primos duermen en camarotes. Ellos son tremendamente desordenados, inquietos, bulliciosos y –¿por qué no decirlo?– desagradables; apenas pueden ser controlados por sus padres o por algunas de las niñas de turno. Las niñas son las nanas que cuidan a los pequeños y, aunque son de cierta edad, se creen muy tiernas. Una de ellas fuma escondida cuando sabe que las señoras están durmiendo siesta, pero Blanca empieza a toser y todos se dan cuenta de que alguien o algo está perturbando sus delicadas y sensitivas narices. Pero ahora una persona desconocida ha llegado y esa presencia altera tanto a los chicos, que sus chillidos suben al segundo piso. Blanca deja el peine transparente sobre la mesita de noche para ocupar ambas manos en taparse los oídos, presionándolos con sus finos y sonrosados dedos. Cuando considera que ya ha transcurrido un lapso prudente, despliega las frágiles yemas y los sonidos la inundan como una marea repentina. Puede distinguir palabras entre los gritos de los niños –¡cállense, cierren la boca, silencio!– dichas por las tías y las nanas.

    Hay movimiento en el camino, como si bajaran maletas o bultos. Pero, ¿quién puede haber llegado? Nadie ha venido a anunciárselo. Ni siquiera la nana Mela, que parece haberse extraviado en algunos de los intrincados recovecos de la casona o que, simplemente, no desea presentarse por alguna razón muy justificada. Ahora la tía Javiera se ha puesto frenética y alza la voz por sobre la de todos:

    –¡Pepe! ¡Qué maravillosa sorpresa! ¿Por qué no avisaste que vendrías? ¿Y quién es este jovencito?

    Blanca mueve los brazos, aleteando, y empieza a girar como si formara parte de una invisible ronda. ¡Ha llegado el papá! ¡Ha llegado el papá! Empieza a reír con carcajadas breves y siente que un grato calor la inunda entera y se le queda pegado a las mejillas. Entiende la razón de porqué la nana Mela no ha venido a verla; ella adora a su niño Pepe y por nada del mundo se perdería darle el beso de bienvenida. Y el papá se sentiría desilusionado si ella no estuviera aguardándolo; él la llama mama o sólo Melita, porque lo vio nacer y lo crió hasta que creció tanto que ya no podía vestirlo ni amononarlo sin que a él le diera vergüenza. Blanca empieza a detener su giro; sabe que entre las voces se escuchará la de su padre preguntando por ella.

    –¿Dónde está mi niña? ¿Dónde está mi cielo? ¿Dónde está mi reina?

    Blanca está radiante. Su padre la ha encontrado más alta y muy bella; sabe que son halagos vanos, porque los ha oído de sus tías, cuando estas no saben que las está escuchando. Temen que algún día Blanca llegue a ser más hermosa que la sirena que canta sobre la roca en el plenilunio de mayo. Por lo menos, así lo asegura la nana Mela, aunque la señorita Velia menea la cabeza haciendo un chasquido audible sólo para Blanca; porque la señorita Velia no cree en nada que tenga un toque mágico; por esa causa es la profesora de Blanca y permanecerá a su lado hasta que ya no tenga nada que enseñarle. Pero eso no interesa en esos momentos. En exactamente ocho zancadas, estuvo el papá abrazando a Blanca; sobre el lecho aún cruje el papel que encubre algún regalo diferente a todos. Para el cumpleaños fue un gigantesco oso blanco, con el vientre cruzado por un cierre; dentro traía una camisa de dormir de algodón muy suave y perfumado; para Navidad le había regalado un collar de treinta redondeadas perlas con un broche de oro.

    –¡Ese no es obsequio para una chiquilla que no tiene quince años! –había reclamado la tía Toña.

    Pero Blanca sabía que la opinión ajena no le importaba a su padre y ella se había sentido dichosa al palpar la tersa superficie de cada perla. ¿Qué le habría traído ahora? Con paso breve, Blanca va hasta la cama; instintivamente toma la cinta, la tira y el paquete se abre como la flor del suspiro al beso del Sol. Con las manos ávidas recorre la superficie de una enorme caja hasta que halla la tapa; dentro hay un sombrero de frágil paja, con el ala enorme para proteger el rostro del viento salino y de los rayos implacables que bajan desde el cielo.

    –¡Ayúdame a ponérmelo, papá! ¿Cómo me veo? ¿Verdad que me encuentro bien? ¡Gracias, papacito!

    Y Blanca lo abraza de nuevo, lo besa en la cara áspera y él queda con un corazón húmedo en la piel.

    De pronto, Blanca recuerda lo que había escuchado y le pregunta:

    –¿Con quién más viniste, papá? La tía habló de un jovencito…

    –¡Ah! Esa es una sorpresa que le tenía reservada a mi mama… ¿Sabes que le he traído al nieto mayor? La Melita casi se desmaya de la impresión. Ya lo vas a conocer; es un chico muy despierto y, sobre todo, muy caballerito…

    Su papá era así; si una niña era muy damita, podía contar con él para siempre; ahora el nieto de la nana Mela había ingresado a la categoría de caballero y eso le auguraba un buen futuro. Por lo menos mientras estuviera bajo el alero protector de la casa de don Pepe.

    Pasada la euforia, Blanca empezó a apartar sonidos; lo hacía bajando los párpados para concentrarse mejor, aunque ese era un gesto inútil para los demás. Lentamente penetró el ruido del oleaje por la ventana y una bandada de gaviotas dejó vibrando en el aire la estela de su paso. Fue entonces cuando nuevas voces subieron hasta ella. Una era la inconfundible de la nana Mela. La otra no la había oído nunca. Tenía el apresurado ritmo de una melodía desconocida, ingrávida y, sin embargo, grata. No logró captar el sentido de lo que decían, porque la brisa se llevaba algunas palabras más allá de donde el río se entrelaza con las olas o, tal vez, más allá de las dunas que se pierden en el mar. La voz, que llegaba traída por el suave viento, estaba henchida de ternura y de cadencias nuevas; debía pertenecer al nieto de la Mela, porque sólo los hijos de los hijos pueden destilar miel de sus labios. Blanca guardó sus pensamientos para que no interfirieran cuando subiera la nana Mela, acompañada de esa voz que vendría de un cuerpo que, lentamente, iría Blanca adivinando cómo era. Erguida, delante de la ventana que filtraba el Sol, Blanca comenzó a esperar.

    Capítulo II

    Días de Sol

    Cuando Blanca sintió los pesados pasos sobre los peldaños, sabía que su nana venía subiendo; eran diecisiete suspiros que se le escapaban desde la opulencia de su pecho y, seguramente, cuando llegara al pasillo se quejaría de lo vieja y cansada que estaba. Pero en cuanto abriera la puerta, una risa bonachona acabaría con sus lamentos. Siempre era así; pero no en esta oportunidad; otros pasos lentos, tímidos, venían tras la Mela, alcanzándola. Un murmullo y un golpecito apenas perceptible en la puerta:

    –¿Se puede pasar, corazoncito?

    Y la pregunta quedó aguardando una respuesta. ¿Desde cuándo actuaba ella con tantísima consideración?, reflexionó Blanca y no contestó. Otra llamada con los nudillos, esta vez más enérgica, la obligó a decirle que pasara. Una carraspera absolutamente forzada brotó de la garganta de la nana Mela, mientras dos respiraciones débiles permanecían inmóviles. Entonces Blanca entendió. La Melita tenía junto a sí al nieto menor, ese de quien tan orgullosa se sentía porque había dado la prueba de actitud.

    –Aquí le traigo al José, mijita, pa’que lo conozca. ¡Ya, niño, no seai corto, mira que la Blanquita no te va a comer!

    Y con un leve empujón, una mano tibia se alargó hasta alcanzar la que se le ofrecía. Ni una sola palabra; apenas un apretón rápido, de compromiso.

    No le agradó a Blanca el silencio del muchacho,

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