Tres veces la mujer de gris
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Tres veces la mujer de gris - Carmen Pacheco
Tres veces la mujer de gris
Carmen Pacheco
Contenido
Portadilla
1 Don Roberto
2 Una triple calamidad
3 El complicado arte del espionaje
4 Oscuridad total
5 Algunas pistas
6 «Mermelada»
7 Recuerda
8 El plan de Róber
9 Por fin
Créditos
1 Don Roberto
HACÍA YA UN RATO que los tonos naranjas del atardecer se habían extinguido, dejando el aire del parque frío y azul. El viejo detective don Roberto se subió el cuello de su abrigo de pana.
Desde que se había jubilado y su esposa había muerto, contemplar el mundo sentado en un banco del parque era su pasatiempo favorito.
Y no porque le gustara la charla de otros jubilados, ni porque quisiera reposar relajado bajo el sol. Digamos que la suya, aunque no lo pareciera a simple vista, era una intensa actividad contemplativa.
Sus ojos, a pesar de que por desgracia ya no eran los de antes, escudriñaban, a través de sus gruesas lentes, cada detalle de la realidad. Percibía los pequeños cambios que nadie más advertía. Los demás reparaban un buen día en que las hojas de los árboles se habían tornado marrones y, sin embargo, don Roberto seguía su evolución a diario. Advertía cómo se iban deteriorando lentamente las instalaciones del parque y los desperfectos que de repente surgían una mañana, y que delataban la indeseable actividad nocturna de aquel lugar. Podía reconstruir los hechos sin mucho esfuerzo: uno de esos «botellones» de jóvenes inconscientes, una pelea entre mendigos, un vendaval...
Pero lo que más le gustaba observar a don Roberto eran las personas. Esa era su especialidad. Podía adivinar la clase de vida que llevaban en tan solo unos segundos, mientras pasaban frente a su banco. Reconocía a las madres que empujaban los carritos de sus bebés en su paseo diario por el parque y sabía si ese día estaban más nerviosas de lo habitual por cómo caminaban o cómo se llevaban la mano al pelo.
Observaba a los dueños de los perros, algunos muertos de sueño por la mañana, y otros tan sumidos en sus pensamientos que parecía que era el perro el que los paseaba a ellos. Distinguía fácilmente, por su aspecto, qué tipo de personas eran (ordenadas, escrupulosas, desenfadadas), y no se dejaba guiar por su vestimenta o sus peinados, que podían ser falsas apariencias, sino por detalles como la manera de moverse, el tipo de manos que tenían y la cara que ponían cuando tenían que recoger la caca de sus perros o no recogerla, que también los había muy guarros.
Pero había algo que a don Roberto no le gustaba mirar, que le desagradaba y que intentaba ignorar a toda costa, a pesar de que, tratándose de un parque, era prácticamente imposible: los niños.
Don Roberto odiaba a los niños porque no había nada interesante en ellos. No había vidas que pudiera imaginar o reconstruir a través de su análisis, ya que los niños eran transparentes, no ocultaban nada y su vida se reducía a poco más, según don Roberto, que sus juegos en el parque. Y sobre todo los odiaba porque eran completamente imprevisibles. Aún recordaba con disgusto el pelotazo sufrido hacía semanas, por culpa de dos niños que improvisaron un absurdo partido de fútbol en el lugar equivocado, y a aquel desconsiderado bebé que, sin previo aviso, había virado en su incierta trayectoria de pasos caóticos y había escapado de su madre para ir a aterrizar entre las piernas de don Roberto. Tras una inocente sonrisa, le había vomitado encima. ¡Malditos niños!
Don Roberto, satisfecho, se arrebujó de nuevo en su abrigo, más confortado por saber que era la hora en la que desaparecían del parque aquellas molestas personitas que por el calor de la pana.
No es que don Roberto no recordara que él también había sido niño. Era una persona extremadamente lógica y esa reflexión no se le podía pasar por alto. Es que no recordaba haber sido así, haber tenido aquella vida despreocupada que mostraban los niños felices del parque. En su tiempo, a la palabra infancia se la había tragado la guerra, la había masticado con ganas y después solo había escupido miseria, hambre y supervivencia. Así que don Roberto no recordaba haber sido niño. Recordaba simplemente haber sido más bajito y mirar el mundo desde abajo, pero, ya entonces, con los mismos ojos escudriñadores y la misma facultad práctica y analítica que le habían mantenido con vida. Si a eso se le sumaban los treinta y cinco años que había servido en el cuerpo de policía y todas las cosas horribles que había presenciado, era lógico pensar que no fuera una persona muy dada a mirar hacia el pasado y que se mantuviera bien atento al presente.
Y, por supuesto, era lógico pensar que no sintiera ninguna simpatía hacia los niños.
Don Roberto ya se levantaba del banco, con la lentitud propia de quien tiene los huesos débiles y ninguna prisa, cuando una mujer vestida con un chándal gris pasó haciendo footing por su lado. Don Roberto se paró en seco y la observó. No es que le sonara su cara, es que estaba seguro de que la había visto antes aquel día. Dos veces. La primera, entre las diez y las once de la mañana, cuando fue a comprarse una bufanda a unas galerías comerciales. La mujer, vestida con vaqueros y jersey gris, deambulaba por la sección de paraguas sin detenerse a mirar nada. La segunda vez la vio en el autobús, a media tarde, cuando cruzó la ciudad para asistir a un concierto de música clásica. Ella, en esta ocasión, vestía un traje de chaqueta gris y un abrigo del mismo color, llevaba un maletín y miraba por la ventanilla. La recordaba bien, porque le había resultado extraño el cambio de aspecto que se había operado en ella de la mañana a la tarde.
Cualquier ojo no experimentado la habría tomado por dos mujeres distintas o ni siquiera se habría parado a observarla, pero don Roberto era un experto fisonomista y nunca se equivocaba reconociendo a alguien.
Y ahora volvía a ver a la mujer, por tercera vez en el mismo día. En otro lugar, con otra ropa. «Qué extraño», pensó don Roberto; coincidir dos veces con la misma persona en una ciudad tan grande era una casualidad relativamente sorprendente, pero tres veces... eso no le había pasado nunca.
Don Roberto volvió a su casa dando un paseo. Intentó distraerse contando otra vez las veintisiete farolas que alumbraban su camino, pero no podía dejar de darle vueltas a su triple encuentro con la mujer de gris. Eran lugares demasiados distintos y en un horario que no casaba con ninguna reconstrucción que don Roberto pudiera hacer de la vida de la mujer. «Tendrá un trabajo raro», pensó, aunque, desde luego, si él no hubiera sido un jubilado sin importancia, habría creído que se trataba de una espía. Pero ¿quién querría seguirlo a él? Además, los espías no se