La travesía azul
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Esta historia también se ocupa de mostrar cómo Eva desenreda los nudos y sale a flote reinventándose a partir de lo sucedido; es la constancia de un fenómeno producto de las nuevas posiciones de algunas mujeres frente a los lugares a ocupar, vivido por esta protagonista que se interroga y se contesta, regresa al pasado, titubea en el presente y sale airosa en un porvenir que tiene que ver con el hoy.
El lenguaje de Sandra es ante todo poético y, a veces, rotundamente opuesto a la acartonada forma de la prosa narrativa, es más el flujo del rio en su discurrir, donde la voz de Eva puede deliberar a su voluntad.
Sandra Castrillón Castrillón
Sandra Elena Castrillón Castrillón. Escritora. Doctora en Educación, Magíster en Investigación Psicoanalítica y Psicóloga de la Universidad de Antioquia. Es profesora titular de la Facultad de Medicina de la misma universidad. Ganó el Concurso Nacional de Cuento Cámara de Comercio de Medellín para Antioquia en el 2006 con el libro Odios, que fue reeditado por la Editorial Universidad de Antioquia en 2007. También es autora de los libros de cuentos Ellos (Fondo Editorial Universidad Eafit, 2016) e Improntas (Editorial Universidad de Antioquia, 2021). Ha publicado cuentos en libros conjuntos y publicaciones de la ciudad. Artículos suyos relacionados con su hacer clínico, docente e investigativo han sido publicados en revistas indexadas.
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La travesía azul - Sandra Castrillón Castrillón
ISBN:
Impreso: 978-628-7543-77-5
ePub: 978-628-7543-78-2
La travesía azul
© Sílaba Editores
© Sandra Castrillón Castrillón
Primera edición: Medellín, Colombia, septiembre de 2023
Editoras: Lucía Donadío y Alejandra Toro
Corrección de textos: Rubelio López
Diagramación: Magnolia Valencia
Fotografía de carátula: Marcela Sánchez
Diseño de carátula: Érica López
Distribución y ventas: Sílaba Editores
www.silaba.com.co / silabaeditores@gmail.com
Carrera 25A No. 38D sur-04. Medellín, Colombia
Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento.
A las mujeres Evas,
por ser primeras
en el sentido de reinventar su lugar
con libertad e ingenio
De modo que cuando os pido que ganéis dinero y tengáis una habitación propia, os pido que viváis en presencia de la realidad, que llevéis una vida, al parecer, estimulante, os sea o no os sea posible comunicarla.
Virigina Woolf
A las seis de la tarde, casi a las siete, un ruido de llaves, un entrechocar del metal entre los dedos que alistan la espiga que va a retorcerse en el cerrojo.
Nada más.
La mano y las llaves dejan de existir.
Parece el remedo de lo que ocurría a esa hora en la que un festín de llegadas las embriagaba a ambas; Eva giraba la cabeza, la niña soltaba el dedo o el pezón, un movimiento de cuerpos se producía y daba inicio a un rugir de contracciones asimétricas. Los cuadros y las plantas crujían con cierta emoción, un temblor de tierra solo concerniente a esa casa. A las dos.
Ahora la quietud persiste a pesar de la llave tintineando, porque ha sido elegida en medio de otras cuatro, esa llave se convierte en campana y anuncia algo, aunque Eva no se mueva, sigue sentada en el sofá, la pequeña sujeta a su pecho, bebiendo las gotas de ese alimento primero. Y no obstante hay emoción, se camufla con la hora del fin de la luz, el atardecer que se da prisa en cerrar el telón. Cuanto antes.
Un hombre sube la escalera con la llave elegida entre el índice y el pulgar.
Eva huele los cabellos de su hija, aspira profundamente el olor de las nubes oculto en esa cabeza torneada y oblicua, aspira esa novedad de bosque mientras levanta autómata la cabeza e inquiere por la sospecha de lo conocido, los restos de una historia esfumándose en los recovecos de un armario, en la fisura de una pared.
Sabe que no es él.
Y, sin embargo, vuelve a escuchar la llave de sus llaves al girar el cerrojo, los zapatos entrando a la baldosa, la maleta yendo a parar a un sillón.
–¿Y dónde están mis mujeres? –preguntaba Juan.
Eva y la pequeña allegaban sus palabras hasta aquella puerta y había un cruce alocado de historias, una pupa perdida, un oso de peluche mojado, media página leída, el esbozo de un poema rehecho, el escondite aprendido y las primeras trampas de la pequeña estrenadas en mitad del salón.
Ellas dos se peleaban la palabra frente a ese hombre que aprovechaba la confusión para rastrear un beso de amor. Si Juan se acercaba bastante a aquella alegoría de discursos, podía descubrir una sorpresa rezagada, una dicha de última hora.
Hay algo más en aquel déjà vu, en ese alargamiento de la memoria para escarbar en lo ya visto, para rondar entre fantasmas: Juan se ríe, despliega los músculos de la boca que edifican a la fuerza esa respuesta mimética. Se ríe, tratando de entrever a qué obedece el rastro del granizo, la nevada que circunda estas imágenes desde sus propios ojos. Algo velado que no comprende, un paso afuera del círculo que lo detiene según su voluntad.
En la memoria de Eva, es una risa que la premura de la tarde se empeña en arrastrar, una colisión de brisa y estática.
La risa del que ahora le molesta.
Y luego Juan buscaba a su hija que otra vez estaba en los brazos de Eva, pegada a su pecho, y apenas si podía girar un poco la cabeza, no fuera a perder el pezón.
Un beso para esa mujer que era Eva.
Y la distancia se arroja e inunda la posibilidad de recordar desde la pose de la nostalgia, de volver a traer esos pedazos de sucesos que fueron un día de carne y tiempo. La realidad le quita de tajo la sensación y se queda con ese otoño afuera de la ventana, con la noche apagando y prendiendo el murmullo de los búhos secretos, con el embeleso de su hija que mira obcecada los dibujos animados de unas niñas que aman los gatos.
Mientras arrulla el pequeño cuerpo, se arrulla a su vez, mece el montón de fotos desplegadas sobre la mesa como un abanico expuesto, ante las cuales es imposible cerrar los ojos. Posterga las imágenes en un eterno escenario donde se narran en voz alta, dejando caminar a esos personajes, esos que ella también fue.
Asiente al olor de su hija que le da raíces, líneas de tierra para distinguir el techo del cielo.
Lo señaló con el dedo y tiró el dardo.
Dijo: es él y una oruga se convirtió en mariposa. La tierra tembló en Egipto. Cayó derrocado un camello en Siria. Vacilante y pausada se desprendió una hoja de un eucalipto de su calle.
Los dados bailaron en su mano y se la jugó hasta el cuello en aquel tablero ajedrezado de enigmas y recovecos.
Le mandó a decir que ya era hora. Y esa decisión se hizo pasos y palabras en lo alto de la terraza de un café. Esa noche es clara y nítida, igual que la historia que escribió; apenas si le quedó un tiempo a solas, después de abrazarse y confundirse en un para siempre indudable. Punto por punto, recitó la travesía de los segundos. Vio cómo los días juntaban una sucesión de milagros. Estuvo allí porque inventó cada suceso.
Así que los estruendos de estos vidrios rotos le conciernen.
Le atañe lo que Juan dijo apenas la empujó para que rodara de una vez por todas:
–De ese pozo saldrás un día, ya verás.
No ha de extrañarle tanto batir de palomas, el enredo de plumas que aún no aterrizan, esa danza de satín frente a las horas del día.
–Ahora te parece que morirás allá abajo, Eva,