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La pintora de Sitges
La pintora de Sitges
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Libro electrónico138 páginas2 horas

La pintora de Sitges

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La pintora de Sitges. Diario de una ausencia no dejará indiferente a quien se adentre en sus páginas. Habrá momentos en los que se le encogerá el corazón, pero también su sonrisa se ensanchará.
Bienvenidos al trabajo más intimista del autor que ha querido plasmar sus pensamientos y sentimientos más profundos para compartirlos con todos nosotros.

Dimitri Rodatos nació en las Oiníadas (Grecia) y vive en Sitges desde 1980. Es capitán de la MM, con postgrado en estudios hispánicos y literatura por la UB, articulista/historiador y periodista en el periódico griego Aixmi, miembro fundador e investigador del grupo homerista Homericithaca y colaborador del portal Geography of Odyssey. Ha publicado varios libros de ensayo, prosa y poesía en español y griego y ha adaptado poesías al español y al griego. Desde hace años mantiene el blog bilingüe (español-griego) bilinguay.com. Este es su primer libro intimista y primero de la trilogía El Año De La Lechuza.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ene 2024
ISBN9791220149112
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    La pintora de Sitges - Dimitri Rodatos Major

    PREFACIO & PRELUDIO

    La vida nunca continúa de la misma forma. Nunca vuelve. Nunca se repite. Es ondulada, irregular y sorprendente. En su transcurso, unas veces se trunca sin avisar y otras se desvanece suavemente, pero la mayoría de las veces, cuando nadie lo espera, ¡se gira, voltea, vuelca y se invierte! El principio se hace final y el final, principio. Y lo que se acaba vuelve a renacer de otra forma, de otra manera, sin parecerse ni un instante. La pena, el duelo y la soledad prestan su sitio a la ilusión, la espera, el deseo y el entusiasmo. La noche, breve y oscura, deja su sitio a un día luminoso y largo. Parecen dos esencias diferentes, pero no lo son, pues pertenecen al mismo ente, a la misma realidad, el mismo elemento. La vida de cada uno se parece a la dama de diamantes, de corazones, de picas o de espadas de una baraja. Una dama invertida con dos cabezas, dos pechos, dos corazones y un único vientre. Esta historia amarga pero divertida, punzante pero indulgente e inquietante pero alentadora se escribió como si se dibujase una dama de diamantes con dos cabezas, arriba y abajo, delante y detrás, para que se lea por ambos lados, por separado, con dos títulos, con dos almas, con dos principios y con dos finales. ¡Una dama de dos corazones rojos!

    Uno de los sinónimos de intimista es poético, lírico. Sin embargo, es así cuando el argumento es oportuno y a veces pretencioso. Cuando es subjetivo, intransferible y personal es intimista. Y cuando todo existe: los sentimientos, los colores, los hechos, la laguna, las mascarillas, la soledad, los zarapitos, la cueva de los gigantes, el aterrizaje…

    Es arrepentimiento, tristeza y desánimo. Y, entonces, no tienes el valor de construir una poesía. Solo quieres quedarte tus sentimientos. Adentro, muy adentro. Sentarte sobre tus cuclillas y abrazar a un muñeco de nieve hecho de guijarros.

    I

    LÁGRIMAS QUE CONTAMINAN. UNA AURÍCULA INERME

    Un escabel minúsculo de madera lacada de verde con un respaldo aún más corto donde era imposible descansar mi sufrida espalda durante esos cuarenta minutos interminables al lado del inmenso cilindro que parecía un moderno lagarto preparado para engullirme ocupaba mi único pensamiento mientras aguardaba con paciencia la resonancia de Eva. Cuarenta minutos interminables que, por carecer de reloj por recomendación médica, tuve que ir contando por el largo de las canciones que, mezcladas en una sinfonía de percusiones y silbidos de un defectuoso sintetizador, sonaban a través de los gigantescos auriculares que nos habían entregado. Tres minutos y medio de promedio. Eso es lo que dura una canción aceptable de Víctor Manuel.

    —Eva, ¿te gusta la música? —le preguntó la más delgaducha con temperado cariño—. ¿Qué música te gusta más?

    Hacía más de dos años que mi hija ya no contestaba a nadie. Pasaba. Movía la cabeza de arriba abajo y de izquierda a derecha solo para demostrar que escuchaba, pero que no tenía ninguna intención de contestar. Estaba harta, después de treinta y tres años de visitas médicas, de diagnósticos, pinchazos, electrodos y pastillas. Muchas pastillas de todos los colores: marrón, crema, blancas y algún que otro líquido viscoso. Y ahora esto: una resonancia magnética. Metida en aquel tubo con los imanes, transportada por una camilla sobre raíles. Y, además, aún no sabía si habría de aceptar la desaparición repentina de su madre o seguir rastreando las habitaciones, los armarios y las terrazas por si seguía allí agazapada y escondida para sorprenderla.

    Frunció el ceño antes de que yo me precipitase a contestar en su lugar:

    —La música buena. Cualquiera. Basta que sea de calidad.

    —Aguantará mejor así la espera —sentenció la otra joven que completaba el dúo de sus nuevas torturadoras—. ¿Verdad, Eva?

    Esta vez, ni se dignó a contestarle aún con aquel fruncido desafiante. Se puso los cascos y se tumbó con autoridad en la camilla mecánica.

    «A ver —pensó hastiada de tantas carantoñas—, cuanto antes empecemos, antes me iré. ¿Qué pinto aquí si lo sabemos todo desde hace tiempo?».

    Las dos jóvenes de bata blanca le colocaron dos ristras de cables cruzados, le taparon el pecho con dos asimétricas rejillas de plástico y la introdujeron en el interior del cilindro. Luego, una se acordó de la visera —hecha por espejos para que pueda verse y verme al final del túnel— y tiró de nuevo de la camilla hacia fuera. Le colocó los espejos en la corona de la cabeza y la volvió a empujar hasta estar totalmente cubierta por la blanca y luminosa sombra del escáner.

    La música que habían elegido no era de Víctor, sino pop británico suave y soso, pero eso a Eva y a mí ya no nos preocupaba. Solo pensábamos en empezar a contar las notas para medir el tiempo, con el agravante de que cuando algo no es de merecer, se hace eterno.

    Pensé que quizás no llegaba ni para ser la banda original de mis recuerdos. ¡Y qué mejor sería que fueran pasando desnudos!

    La sorpresa de su nacimiento fue tan frustrante para nosotros que tardé días en reaccionar. El chico más duro y resistente que había conocido mi madre —según sus propias palabras— se había derrumbado en pocos minutos.

    —Por favor, explícamelo bien. No entiendo.

    Llamaba cada día para enterarse de la dolencia —la psíquica y la física— de su nieta. Esa niña que se presagiaba que sería tan querida por todos como lo fueron sus progenitores.

    —Te lo enviaré por carta.

    No me veía con fuerzas para explicarle por teléfono tan delicada situación. Además, en aquella época aún no había los medios de comunicación modernos que existen hoy. Correos seguía siendo el rey entre los tuertos de una época ilusionante y fresca después de años de oscuridad y de residuos sociales por la maldita dictadura de los cuarenta años.

    «El día en que viniste me sentí morir…». Me vino ese estribillo a la cabeza, acompañando el lánguido folk británico.

    Fue entonces cuando empecé a dibujar versos por esa almita tan minúscula y graciosa que nada tenía de culpa por tener ese laso cromosoma suelto y rebelde ni ese corazón carente de ventrículos y parches. Y en un húmedo papel rayado, intenté explicarle a la desesperada abuela que llamaba todos los días con la esperanza de que fuese perecedero el padecimiento de aquella niña que aún no tenía nombre ni porvenir. Dibujaba y volvía a dibujar su corazón herido, sin válvulas, sin aurículas y sin ventrículos, esas palabras extrañas que acababa de sumar a mi escaso vocabulario ibero, e intentaba, con la ayuda de un joven residente y la melenuda jefa de planta, explicarle de qué se trataba exactamente y cuál era la parte del daño psíquico y cuál la del físico, sin poder confesarle cuál dolía más o cuál era irreversible. Aún guardo aquellas cartas escritas a bolígrafo rellenas de torpes garabatos y de pobres explicaciones científicas que encontré años después en el baúl de la yaya Xancí apenas ella dejó su último aliento irremediablemente en el viejo hospital de Mesologgi.

    «…pero tus ojos rezaban que me quedase». Ya había encontrado el siguiente verso de aquella estrofa que sería la cabecera de bilinguay.com, un blog y un libro figurado que acababa de nacer en mi imaginación neblinosa.

    Había un galleguiño, en el hospital, rechoncho y parlanchín dotado de una energía salvaje que se enamoró de aquel vivo peluchín de ojos grandes y achinados que despertaban ternura y simpatía a todos los de la planta. Venía a todas horas para observar los tímidos movimientos del bebé y para acariciarle la cabeza pelada como una sandía. Me hacía gracia. Lo dejaba corretear por toda la habitación, esconderse debajo de la cama, subirse en ella o toquetear a todo lo que encontraba esparcido por los rincones. La gente que nos estimaba había acudido desde el primer momento y había inundado la habitación de juguetes, plantas y peluches —que fueron los que más habían hechizado al pequeño intruso—, sin dejar de tener nunca como su preferido al peluche humano que aleteaba en su cuna como un polluelo.

    «La llamaremos Peluche», había sentenciado la víspera de su bautizo. Un bautizo en el aire en la propia habitación sobre su cuna, por el miedo a que no sobreviviese otro día más. No la llamamos Peluche, aunque durante años ese fue su apelativo entre los allegados. Tampoco con el nombre de la yaya Xancí, aunque a veces me arrepentí de no haberlo añadido. La dotamos de un nombre corto y fácil de pronunciar: Eva. La primera mujer maltratada por violencia de género masculino, si es que ella existió o simplemente fue un símbolo de esa misma lacra que se apoderó del siglo

    xxi

    . Sea como fuere, nuestra elección solo tuvo que ver con la brevedad y con la fragancia del nombre. Nada de religiones ni de supersticiones.

    La soledad que sucedió el duelo por la desdicha fue interminable. Nació en silencio justo después de la inmensa pero efímera felicidad del acontecimiento y la tensa espera por el nacimiento de Eva. Y es por ello por lo que mi tristeza fue aún más grande cuando pensé en todo aquello que ella nunca llegaría a disponer en su vida. Fue entonces cuando sentí la ausencia de cualquier fe funcional o inmaterial en mi interior. Fue en ese instante cuando me di cuenta de que la sombra de la felicidad nunca nos envolvería. Cuando apareció aquella carita graciosa extraída del útero de su madre, se me partió el único rayo de esperanza que albergaba en mi corazón y que anidaba incrustado como un espinoso rosal en mis sentidos. Y, de repente, sentí cómo gota a gota se desparramaba toda aquella agua de lágrimas que almacenaban mis párpados sobre las mejillas. Y de las mejillas a los labios. Sentí rodar con fuerza dentro de mí, como un río helado y meandroso, la desolación, la tristeza y el desespero, y a la vez el sosiego y la ternura por aquel ser bisoño que apareció por sorpresa. Una sorpresa muy distinta a la esperada.

    Sin embargo, aquella noche planeaba una luz azulada y chispeante alrededor de su cuna. Y, aunque prometo no creer nunca en divinidades ni en hadas ni en polvos mágicos, aquella luz de rayo herido y policromado que se desparramaba desde el cielo se transformó por un instante en una fuente irisada que se hundió en el lago de aquellos ojos melifluos y ovalados. Y yo, sorprendido e

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