A este lado del mundo
Por Nina Bokesa Camó
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Atrapa en estos relatos la condición humana porque te transformará.
Algunos de estos relatos tocan las costumbres ancestrales de un pueblo escondido en una isla, la obstinación, el rechazo a ciertas normas que anegan al ser humano, el maltrato, el amor más allá de la vida... Forman parte de las historias con las que te podrás encontrar A este lado del mundo.
Nina Bokesa Camó
Teopista Bokesa Camó (Nina B. Camó) nació en Basakato de la Sagrada Familia (Bioko-Norte, Guinea Ecuatorial). Creó, junto con varias mujeres, la Asociación de Mujeres del Mundo de Leganés. Estudió Imagen y Sonido (con un premio de fotografía en su haber), Escritura Creativa y participó en varias antologías. Ha publicado recientemente en colaboración con otras mujeres guineoecuatorianas el libro Baiso.
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A este lado del mundo - Nina Bokesa Camó
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.
A este lado del mundo
Primera edición: diciembre 2017
ISBN: 9788417120566
ISBN eBook: 9788417164393
© del texto
Nina Bokesca Camó
© de esta edición
, 2017
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España - Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Por mi madre y mis hijos. Mi familia y amigos.
Por supuesto
El elegido
Cuando las tradiciones bubis todavía no habían sido profanadas porque los bubis entonces las veneraban y hacían todo lo que les decían los batëribbos
o ‘espíritus del bien’, éstos elegían a los hombres y les situaban a través de un estado de tránsito
entre el mundo de los vivos y el de los muertos. De esta forma transmitían las necesidades todavía existentes de los muertos, así como el trabajo inconcluso que hubieran podido dejar. Pero sobre todo enviaban los mecanismos de protección hacia los suyos, para que su vida por este mundo estuviera alejada de cualquier mal posible.
Aun cuando la isla de Eri pasó a ser colonia española, esta costumbre fue respetada por los propios colonos al descubrir que, en todos los casos, significaban una ayuda para todos.
Cuando los bubis de Eri no habían dejado atropellar sus derechos más humanos y tradicionales, ocurrían cosas como las que me contaron mis padres y que yo he decidido relatar aquí:
Los batëribbos
habían anunciado días antes en el pueblo, cuyo nombre prefiero no mencionar aquí, la llegada de la ‘Diosa de la Fertilidad’.
Hacía un par de años que no visitaba aquel poblado, pero ese año lo iba a hacer. Por lo tanto, un día antes y por la mañana, temprano, congregaron a todo el pueblo en el ròhiáa
del más poderoso de los batëribbos
, para untarles con el Isöpö
, la ‘Piedra del Bien’, dotándoles de una mayor protección.
Lo más importante: no deberían salir de sus casas en noche cerrada, de doce de la noche a seis de la mañana.
Antes en el pueblo se había hecho este tipo de bojulá
o poder, que en este caso se otorgaba al pueblo. Se sabía que nadie podía salir, ni para mear, así que la gente se llevaba a casa el orinal, para los que lo tenían; o algún cubo, para los que no.
Sin embargo, fuera por lo que fuera, el pequeño Ekäbölelé, con tan solo nueve años, alto para su edad, y delgado como un bastón de mano, decidió salir a mear aquella noche. Dejó la puerta entornada, por si acaso. Aunque a él le importaba poco cualquier otra cosa que no fuera infringir las reglas.
Tenía mala reputación en el pueblo. Según se decía de él, era tan malo, tan travieso y tan avispado que, a sus casi diez años, consiguió vender unas botellas de plástico por un precio tres veces mayor de su valor a los mismos que, unos días antes, compró. Dicen que lo único que hizo para ello fue pintarlas y decorarlas, aun sin tener pinturas, y que, además, no se desteñían con el agua. Nadie se preguntó jamás cómo consiguió hacerlo, pero todos le llamaban truhán
por haberlas vendido a tan elevado precio.
Ekäbölelé estaba al corriente de todo lo que en el pueblo ocurría, como los comentarios que se hicieron después de que consiguiera embolsarse una gran suma de dinero por las botellas vendidas. También sabía que a algunas madres les molestaba que sus hijas se acercaran a él, pero todo aquello le daba igual, excepto las ganas que tenía de dejar de estudiar, sobre todo por la insistencia de sus padres, que últimamente, como hijo único que era, habían pensado que tal vez la mejor solución sería ingresarle en un orfelinato. En un centro fuera del pueblo, o sea, en la ciudad. Y si fuera necesario en cualquier otro lugar, pero siempre lejos de allí.
Y él no quería irse de su pueblo, aunque tampoco sabía cómo hacérselo ver a sus padres, y caía una y otra vez, de trastada en trastada.
Por eso todas sus pesquisas y, sobre todo, su actitud fueron premeditadas. Solo que, tal vez por su corta edad, la insensatez le llevaba sin remedio a situaciones poco recomendables.
En ocasiones, su madre se llevaba las manos a la cabeza y miraba al cielo preguntando qué le pasaba a su hijo. Por qué se merecía aquel calvario, si para colmo su padre, al volver del campo, dedicaba unas horas a estudiar con él, cosa que se sabía que nadie hacía con sus hijos por la ardua tarea que suponía el trabajo en el campo. Ambos acababan, día sí y día también, en una enardecida discusión que hacía pensar a Sitaité que acabaría mal, y que, en efecto, acababa mal; con sucesivos castigos para el pequeño Ekäbölelé.
Era noche cerrada cuando salió, no se podía distinguir siquiera las casas contiguas de sus vecinos, que algunas tenían pintadas de un blanco de cal. Estaba todo completamente oscuro y su primera impresión fue dar marcha atrás, porque aquella noche se le asemejaba a la boca del infierno. No recordaba ninguna otra igual, sin estrellas ni ningún otro punto de luz. Pero aun así decidió seguir.
Podía haber meado incluso a partir del tercer escalón de los cinco que componían la entrada a su casa, pero pensó que el olor a pis alentaría a sus padres y le reprocharían su rebeldía como siempre, ya que su madre había procurado un orinal para la ocasión. Pero, sobre todo, le preocupaba que se descubriera esa trastada suya por insistir en romper las reglas.
Dejó la puerta entornada, por lo tanto, y caminó unos metros hacia la casa de baños, que como todas las de los poblados se encontraba alejada de la casa principal.
Cuando quiso volver tras aliviarse, no encontraba el camino. Cosa rara, solo abrió la puerta, la dejó entornada y bajó los escalones para mear y, sin embargo, al volver a subirlos todo se había iluminado completamente. Estaba todo tan iluminado, como si de pronto una blanca luz casi móvil, un velo blanco, transparente, cristalino y en movimiento, inundara todo el lugar. Era tan grande su confusión que al no poder ver si quiera los escalones le entró un pánico tal, que comenzó a gritar, patalear y llorar. Pero nadie le escuchaba. Nadie podía oírle.
Al cabo de un rato, todo volvió a su estado normal. Pudo ver por dónde subir las escaleras, aunque la puerta de su casa se encontraba cerrada a cal y canto. Intentó por todos los medios abrirla y no podía. No solo eso, sino que escuchó como si alguien o algo estuviera observándole. Miró con desesperación por todos los lados y no vio a nadie. Intentó abrir la puerta y no podía. Se puso a llorar como jamás lo había hecho. Llamó a sus padres desesperado, cosa que jamás hacía, pero parecía no importarle entonces. Ahora les suplicaba que le rescataran. Que por favor le sacaran de allí. Pedía perdón por todas sus fechorías. Se confesaba autor de todos los malos comportamientos, estaba arrepentido de ser tan incontrolable. Dijo todo lo que había en su mente para que se abriera la puerta.
De pronto se abrió y comenzó a girar lentamente sobre sus goznes para dejarle la abertura adecuada hacia el interior. Entró casi como impulsado y asustado, sintiendo cómo la puerta volvía a cerrarse sola y de un solo golpe. Asustado, y ya dentro, se fue corriendo a su cama, de la cual no salió hasta que sus padres, ya preocupados, se dieron cuenta de que su hijo estaba gravemente enfermo.
Durante dos semanas los padres de Ekäbölelé no repararon en nada. Se iba su padre a la ciudad para comprar medicamentos, que duraban solo unos días. Su madre rezaba todo lo que podía porque su hijo mejorara. Pero aquella mañana, después de la misa del domingo, Sitaité decidió invitar al padre Lucas a su casa, para rezar de forma particular por su único hijo.
El padre Lucas, un hombre alto y de rostro bonachón, accedió con indisimulada alegría. No era normal que las mujeres o los hombres del pueblo le quisieran invitar a sus casas, y menos para rezar. Había observado que los bubis no sabían menos de la religión que él, no podía enseñarles nada sobre Dios. Ellos sabían perfectamente quién era Dios mucho antes de que cualquiera de ellos, los claretianos, llegaran allí. Reconocía que algún que otro había aprendido de aquella cultura y que, en secreto, le habían comentado su fascinación por los trabajos que hacían. En especial a los batëribos
, a los que él, aun sin haberles visto en su estado de trance
por miedo o por no llamar la atención, les consideraba espíritus del bien.
Y sabía más: que tenían una gran estructura social, que funcionaba a la perfección. En alguna ocasión incluso le habían curado de alguna dolencia aquellos a los que los bubis consideraban como los obolabechös, los médicos
. Pero también sabía que él solo estaba para cumplir con la misión que le habían encomendado sus superiores.
A las pocas horas se encontraba en la casa de los Elobe-Beria; una familia humilde, sencilla y buena, según sus propias palabras. Después del rato de oración, el padre Lucas, ya en la calle, les aconsejó ir a los batëribbos
.
—Sé a ciencia cierta que son para bien. Acércate a ellos que seguro te dan la respuesta inmediata que necesitas porque, ¿sabes qué, hija mía?, todos existen por la gracia del Dios Todopoderoso.
Sitaité ya estaba animada por la presencia del cura, pero ahora lo estaba más. No obstante, decidió primero hablar con su hijo.
—Si me cuentas la verdad terminamos antes. ¿Qué te pasa realmente, hijo mío?
Ekälabolelé miró a su madre casi con pena. Se acordó de cuánto la echó de menos el día de los sucesos de hacía ya casi dos semanas.
—He visto en todo su esplendor a la Diosa de la Fertilidad. Eso ha pasado mamá...
Sitaité se puso las manos a la cabeza, literalmente, y a continuación se puso a llorar. Sabía que todo iba a ser inútil, y comprendía que todo lo intentado hasta ahora lo había sido. Entendía entonces por qué el padre Lucas le dio aquel consejo. Igual lo había visto venir. Igual sabía que nada más se podía hacer, pues por lo que ella