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Espantos y aparecidos: Cuentos de Guatemala
Espantos y aparecidos: Cuentos de Guatemala
Espantos y aparecidos: Cuentos de Guatemala
Libro electrónico156 páginas2 horas

Espantos y aparecidos: Cuentos de Guatemala

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Mantener viva la tradición oral ha sido una de las principales labores de los escritores y eso es precisamente lo que logran los veintidós cuentos que conforman «Espantos y aparecidos: Cuentos de Guatemala». Es así como encontramos en este libro a personajes como el Cadejo, la Sigüanaba, la Llorona o el Sombrerón; pero, a diferencia de los mitos tradicionales, el autor no solo actualiza el contexto de la leyenda a la Guatemala del siglo XXI, sino que también construye una trama interesante con personajes bien trabajados que atrapan al lector en una prosa fluida. Además, no todo es folclore local en la obra de Jorge García, pues también hay cuentos que crean su propio mundo onírico, como «Bajo las sombras de los cerros», donde se atisba una clara influencia lovecraftiana, o «Pinturas», que nos recuerda el estilo de Edgar Allan Poe.

«Espantos y aparecidos: Cuentos de Guatemala» de Jorge García pertenece a la colección Voluta, la cual consiste en libros de escritores latinoamericanos nóveles cuya calidad literaria respalda la editorial Cazam Ah.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 ago 2021
ISBN9781005082659
Espantos y aparecidos: Cuentos de Guatemala
Autor

Jorge García

Nací y crecí en la ciudad de Guatemala rodeado de tradiciones; desde pequeño escuché las leyendas que, poco a poco, cautivaron mi atención y a las que dediqué muchas horas de lectura y estudio. Mi niñez transcurrió en un hogar formado alrededor de tres figuras matriarcales: mi abuela, mi tía y mi madre; un hogar donde al hablar de espantos se hacía con respeto, pero también con cotidianidad. Fue allí donde mi interés por la tradición oral guatemalteca creció y se fortaleció hasta llegar a ser parte fundamental de mi vida. Escribo sobre todo ello desde que tengo memoria; incluso ahora, en la adultez, sigo haciéndolo y disfruto de los cuentos y leyendas de Guatemala, como desde aquel día en que escuché el primer relato de mi abuela.

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    Espantos y aparecidos - Jorge García

    Conocí ya hace algunos años a un señor que era propietario de una casa en zona 1. Casa antigua, bellísima y enorme, con muchísimos cuartos. Los alquilaba casi todos y, gracias a eso, recibía buenos ingresos. Pero era sumamente desconfiado; tanto, que cada día se levantaba, se bañaba, se cambiaba, tomaba dos mochilas y las llenaba con sus pertenencias más valiosas. Luego, sin importar el clima, se ponía dos chumpas, un pantalón estilo comando (de esos con muchas bolsas) y llenaba todo con sus cosas. Así salía a donde tuviera que ir, no sin antes, claro, poner seis candados en su puerta y echar doble llave. De esa forma lo veíamos por la calle.

    Para quienes lo conocíamos ya era algo normal verlo con sus mochilas y su ropa llena de sus cosas; no era indigente, pero lo parecía: de esos que cargan cosas por no tener en dónde dejarlas. Pero él sí tenía, tenía una casa entera para hacerlo, mas no confiaba en sus inquilinos. Tenía una hija, que al cumplir cierta edad, comenzó a hacer lo mismo que su padre. Salían juntos y caminaban por la zona 1 con todas sus pertenencias o, al menos, las más valiosas a cuestas. Siempre, siempre cargaban mucho dinero. En una ocasión se le hizo un trabajo de cerrajería. Quería una chapa más en su puerta, pues no quería que cualquiera entrara a su casa y, menos, a su habitación. Yo me ofrecí a ir y fue allí que me contó por qué lo hacía, la razón de su desconfianza, el motivo por el que cada día, si tenía que salir, lo hacía con sus cosas más valiosas a cuestas. No le creí al principio (y aún hoy tengo mis dudas), pero, ¿quién soy yo para desvirtuar la historia de don Jacobo?

    Fue justamente en agosto que sucedió por primera vez. La feria de Jocotenango ya estaba instalada y don Jacobo y su hija decidieron ir a disfrutar de los juegos y la comida. Su esposa falleció cuando la niña tenía apenas dos años y a él le tocó criarla solo. Era eso o irse a Patulul, de donde eran originarios, pero don Jacobo ya tenía su casa en la ciudad y, como él mismo me dijo: «¡Ya no se acostumbra uno al campo ni al calor!».

    Y entonces decidió tomar lo que tenía y hacer con eso una buena vida para su hija. Ambos se vistieron y se fueron a pie a la feria, pues no quedaba tan lejos de su casa. Pasaron una buena tarde y, cuando la lluvia amenazaba con caer sobre la ciudad, emprendieron su vuelta a la zona 1. Habían comido de todo y se habían subido a varios juegos mecánicos. Los dos volvían caminando por la sexta avenida y comían un delicioso elote loco. Llegaron a la cuarta calle y bajaron hasta llegar a la décima avenida, en donde estaba su casa. Vivian de sus rentas, no debían preocuparse por trabajar, únicamente por mantener la casa digna para vivir cómodamente ellos y sus inquilinos. Pero aquella tarde, al volver y abrir su casa, no había nada ni nadie: ni sus inquilinos, ni sus muebles, ni sus bicicletas, ni sus macetas y tampoco las periquitas que tenía en una enorme jaula blanca que yo mismo vi mientras me contaba con todo detalle la angustia que sintieron al creer que les habían robado todo.

    ―¡La casa estaba pelona, usted! Así, sin nada, ni siquiera las macetas. ¡Nada, nada! La pura pared nada más. Hasta los cuadros se habían llevado. Yo estaba inconsolable y mi hija, bien asustada; estaba chiquita la pobre. ¿Se imagina lo que es entrar uno a su propia casa y encontrar algo así? ¡Se quiere morir uno!

    Yo, de vez en cuando, me quitaba los lentes para soldar para que viera que le estaba poniendo atención.

    ―¿Y qué hizo? ―le pregunté con auténtico interés.

    ―¡Pues ir a la policía! Vaya que aquí cerca la tengo. ¡Y que se vienen dos elementos conmigo! De arriba para abajo andaba yo con mi nena, pensando en dónde íbamos a dormir porque ni los sillones nos habían dejado. ¡Triste, usted, triste, triste, triste! Pero cuando vinimos con los dos policías que iban a tomar parte, no mira usted que todo estaba normal. Hasta ropa había en el lazo y todo estaba aquí. Se me caía la cara de vergüenza y los policías me miraban con cara de que yo estaba loco. Pero la nena también les decía que era verdad, que no había nada cuando vinimos. Los inquilinos decían que no, que nunca entramos y que ellos nunca salieron. Pero mire, usted, se lo juro por Dios, su hijo y la Virgen que era cierto. Pero, pues, ni modo. Me tocó darles sus lenes a los policías porque decían que yo por jugar se los había dicho y no, amigo, se lo juro que no. Esa noche la pasé desconfiando. En mi mente me daban vueltas un montón de ideas. Hasta salí a ver las casas de la par para ver si no nos habíamos confundido: ¡Y nada qué ver, usted: esta era la casa y no había nada, nada! Y tampoco me tardé tanto como para que les diera tiempo a los ladrones de regresar todo y ponerlo en su lugar: ¡Si hasta ropa había en el lazo porque ni había comenzado a llover! Pero, como le decía, yo va de imaginarme cosas pasé la noche. Tal vez me estaba volviendo loco, pero es que la nena también lo vio. ¿Y si la nena también estaba loca porque yo se lo pegué? Y así usted: me imaginaba de todo. Hasta pensé que los condenados inquilinos me querían volver loco para quitarme la casa y esas cosas, ¿va, usted? Pero nada tenía sentido ni pude dormir. Pues así me pasé la noche y, al otro día, la nena se fue a estudiar y yo tenía que ir a comprar unas cosas. Me alisté y todo y salí todavía pensativo, con todo eso en la mente. Cerré la puerta de la calle, pero me dio curiosidad y la volví a abrir. Amigo, por poco me vuelvo loco cuando abro y no mira, usted, que la casa estaba otra vez vacía, pues. ¡Pu...chica, usted, entré desesperado y otra vez va de llamar a los inquilinos para ver si me respondía alguno y nada! ¡Silencio, silencio y la casa vacía, vacía! Amigo, yo me puse a llorar porque o me estaba volviendo loco o algo muy malo estaba pasando en mi casa. Busqué en toda la casa y, mire, usted, nada, ni un alma. Entonces me acordé de que un día antes, cuando regresé con los policías, ya estaba normal todo. Me salí y volví a abrir en el instante y nada. Lo volví a intentar y nada, volví a probar y nada, usted. Hasta como a la quinta vez que abrí, de nuevo estaba todo en su lugar. Mire, amigo, yo me sentía volver loco, se lo prometo que sí. Ya no salí a comprar nada y mejor me esperé hasta que fue hora de ir a traer a la nena. Cuando salí, probé varias veces y no pasó nada, pero cuando regresamos: ¡La misma babosada, usted, la misma babosada! Abría y volvía a abrir y no aparecía la gente ni mis cosas. ¡Rara la cosa! Feo eso que se siente cuando uno no puede explicarse lo que está pasando. Pero me consolaba saber que la nena también lo miraba. Y hasta se le ocurrió a ella hacer una marca en la pared para ver si desaparecía también y así fue. Mire, amigo, yo sé que no me está creyendo nada de lo que le estoy contando, ¿verdad? ¿Cómo va con la chapita?

    No pude evitar reír. Yo, sinceramente, no le creí, pero también estaba muy interesante su relato.

    ―Claro que sí le creo. Esas cosas pasan. Siga contándome. Ya casi termino.

    ―Pues así pasamos varios meses, usted. Entre venir y encontrar todo normal y no encontrar nada. Yo ya me estaba desesperando, pero no había pensado que podía pasar una vez que la nena estuviera aquí y yo, afuera. Eso sucedía cuando se le daba la gana y no cuando uno quería o creía. Y no mira que se llegó ese día, pues. Fui por las tortillas y, cuando regresé, no había nada y la nena adentro. Abrí y cerré esa porquería de puerta y nada. Se me fue la tarde en abrir y cerrar y nada. Por la mente me pasaba el miedo de que no volviera a aparecer y mi nena aquí o allá metida. ¡Yo ya no sé ni cómo llamarle a mi casa: allá o aquí, ya no sé! Hasta como a eso de las diez de la noche volvió a aparecer. La nena estaba en el cuarto con unos vecinos que ya hasta habían intentado contactar a mi familia porque yo no aparecía, pero ella no se sabía la dirección ni el teléfono de nadie. Salió varias veces a la calle y nada, no me veía y yo estuve todo el tiempo allí afuera, abriendo y cerrando la puerta. Ya no volvimos a salir separados: la iba a dejar a la escuela y yo no regresaba hasta que volvía con ella y así. Pero varías veces nos quedamos sin comer o con la comida hecha, pero con la casa vacía y la comida en la casa llena y con el dinero, igual. ¡Una cosa de locos! Y aún me creen loco, pero ella también lo vio. Así estuvimos algunos meses, la casa por dentro aparecía y desaparecía. Y, a veces, dejábamos abierto y se desaparecían nuestras cosas, pero no porque la casa se vaciara sola, sino porque nos robaban esos cabrones. Según los inquilinos, nunca les pasó y nos veían como si estuviéramos locos. Entonces comenzamos a usar candados y a sacar todo lo que nos pudiera servir en caso de que en una de esas, al abrir, no hubiera nadie otra vez. Así dejábamos de parecer locos en la calle abriendo y cerrando la puerta por horas. Estuviera llena o vacía la casa, estábamos preparados. Por eso es que me ve siempre con todas esas cosas a cuestas. Y ahora que ella también aguanta, me ayuda.

    Yo estaba realmente maravillado. Era una historia increíble, pero con total lógica entre lo ilógica que era. Ya había terminado, pero seguía allí parado frente a la puerta escuchando atentamente.

    ―¿Y les sigue pasando?

    ―Teníamos casi dos años de que no nos pasaba nada, pero anoche volvió a pasar. Intentamos algunos minutos y, después de

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