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El oro y la sangre
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Libro electrónico274 páginas10 horas

El oro y la sangre

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El Oro y la Sangre es un microcosmos del país. Un indígena emberá halla una mina de oro y sobre su comunidad se precipita una legión de aventureros, comerciantes, estafadores y guerrilleros. Después de los primeros muertos la ambición por el oro desemboca en una guerra en la que los contendientes y las víctimas los ponen los indígenas.

Entonces interviene todo el mundo: la Iglesia, el gobierno, la policía, el ejército, la comisión de paz, la de asuntos indígena, la de derechos humanos… Mientras tanto el rosario de muertes se sigue desgranando. Enloquecidos por la súbita bonanza, los indígenas descubren un día el avión y se dedican a volar días enteros, o a comprar prostitutas por docenas y a mandarse a teñir el pelo del color del oro. En el tránsito final, un comando guerrillero logra imponer un ilusorio período de calma.

Juan José Hoyos recupera con este libro el olvidado género de la crónica periodística. Su relato está construido sobre una minuciosa investigación y escrito con la directa y cruda fuerza de los hechos. En el estilo de periodista que sabe narrar, que le ha valido un merecido prestigio con las crónicas que publicó cuando fue corresponsal de El Tiempo y con sus novelas Tuyo es mi corazón y El Cielo que perdimos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2021
ISBN9789585516731
El oro y la sangre
Autor

Juan José Hoyos

Nació en Medellín en 1953. Periodista y escritor egresado de la Universidad de Antioquia, considerado uno de los grandes cronistas de nuestra época. Fue corresponsal y enviado especial del periódico El Tiempo, director y editor de la Revista Universidad de Antioquia y es columnista de El Colombiano. Fue profesor de periodismo en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia y trabajó como editor en la colección de periodismo de la editorial de la misma universidad. Ha publicado las novelas: Tuyo es mi corazón y El cielo que perdimos. Y los libros de reportajes: Sentir que es un soplo la vida; El oro y la sangre, con este libro ganó en 1994 el Premio Nacional de Periodismo Germán Arciniegas; Un pionero del reportaje en Colombia. Francisco de Paula Muñoz y El crimen de Aguacatal; Viendo caer las flores de los guayacanes y El libro de la vida. También ha publicado los libros: Escribiendo historias. El arte y el oficio de narrar en el periodismo y La pasión de contar. El periodismo narrativo en Colombia 1638-2000, libro que contiene una profunda investigación sobre el periodismo narrativo en nuestro país y una selección de textos de más de cien autores.

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    El oro y la sangre - Juan José Hoyos

    I. EL ORO

    1

    El 11 de junio de 1978, en la región de Dabaibe, junto a un campamento minero situado en Río Colorado, en las selvas del Alto Andágueda, un helicóptero de la empresa Helicol fue atacado a balazos por un grupo de más de cincuenta indígenas emberá, armados de machetes, cuchillos, escopetas, revólveres y cerbatanas.

    El helicóptero había despegado esa mañana del aeropuerto Olaya Herrera, de Medellín, al mando del capitán Alberto Jiménez –un veterano piloto de Avianca conocido entre sus colegas como «El Culebro»– y había sobrevolado la Cordillera Central hasta llegar al nudo de San Fernando, situado en los farallones del Citará, en los límites de Antioquia y el Chocó. El capitán Jiménez iba buscando un lugar señalado en el mapa como la confluencia de los ríos Colorado y Azul, en la parte alta del río Andágueda, en territorio del municipio de Bagadó.

    En ese sitio funcionaba una mina de oro conocida con el nombre de Morrón desde la época de la Guerra de los Mil Días. En 1975, en los alrededores de la mina, un indígena había descubierto una nueva veta de oro, bastante rica, de la cual se estaban extrayendo grandes cantidades de mineral. La nueva mina era explotada por el hacendado antioqueño Ricardo Escobar González, sus hijos Luis Fernando y Alejandro y algunos socios de la familia. Los indígenas de la región alegaban que la veta recién descubierta era de su compañero Aníbal Murillo y habían tenido algunos problemas con la policía por barequear en las riberas del Río Colorado. Murillo había denunciado su hallazgo en la alcaldía de Bagadó, en 1975, pero la familia y los socios de Escobar alegaban que le habían comprado el derecho.

    El helicóptero que comandaba el capitán Jiménez tenía la misión de transportar hasta la mina a un ingeniero y recoger en Río Colorado un cargamento de oro para llevarlo, de regreso, a Medellín, donde iba a ser vendido en una casa de fundición.

    La nave aterrizó junto al río y el geólogo bajó a tierra. «El Culebro» apagó los motores y también bajó para descansar un poco. Mientras esperaba que trajeran la carga, estiró un poco los músculos e hizo algunos ejercicios para desentumecer los brazos y las piernas. Mientras tanto, varios trabajadores de la mina salieron del campamento con el oro. En ese momento, como si hubieran brotado de la tierra, un montón de indios armados los rodearon. Un muchacho blanco que los comandaba, y que empuñaba un revólver, hizo abrir las puertas. En un abrir y cerrar de ojos, los indígenas se apoderaron del cargamento de oro y huyeron. El cargamento era de siete libras, según los dueños. Los indígenas sostienen que sólo era de dos.

    Otro grupo obligó al piloto y al geólogo a subir al helicóptero. Aunque todavía estaba muy asustado, el capitán Jiménez no dudó en intentar un decolaje rápido, y lo logró, a pesar de que no tenía mucho campo abierto. Después de sobrevolar otra vez los farallones, acompañado por el ingeniero, esa misma tarde pudo aterrizar ileso en el aeropuerto de Medellín.

    Mientras tanto, los indígenas emberá, comandados por el muchacho blanco, se reagruparon, se tomaron la mina por la fuerza y obligaron al administrador, Horacio Vélez, y a los 150 trabajadores blancos y negros contratados por los Escobar a abandonar las instalaciones. Los emberá también se apoderaron del campamento situado en la montaña, el molino, la planta de cianuración y los cobertizos tanto de la mina vieja, ya clausurada, como de la nueva, en plena producción. Según las denuncias presentadas por la familia Escobar ante la policía del Chocó, los indígenas se quedaron, además, con 57 reses que pastaban en los potreros de Río Colorado y con 14 mulas enjalmadas que habían ido esa semana desde Andes hasta la mina, por el camino de La Argelia, transportando víveres y provisiones.

    Esa noche, por el mismo camino de herradura por donde habían entrado las mulas, el oro robado en el helicóptero fue sacado hasta la población de Andes, en el suroeste de Antioquia, y luego fue llevado en un carro hasta Medellín, donde se vendió al mejor postor con el fin de comprar lo antes posible varios fusiles.

    Lo de los fusiles, según los indígenas, fue idea del muchacho blanco que les ayudó a tomarse la mina. El muchacho había prestado servicio militar en un batallón especializado en lucha antiguerrillera y en él se había distinguido por su arrojo y su destreza en el manejo de las armas. Se llamaba Jaime Montoya y era nieto de «El viejo» Guillermo Montoya, antiguo dueño de la mina de Morrón. Hasta el día de la muerte del viejo, Jaime había escuchado por boca de su padre las acusaciones que el abuelo hacía a los herederos de Guillermo Escobar, quienes según él habían defraudado sus derechos y los de sus hijos en la explotación de la mina. Los dos abuelos –Montoya y Escobar– se habían asociado desde 1927. Los problemas comenzaron cuando murió el viejo Guillermo Escobar, en la década de los cincuenta, y los herederos trataron de sacar de la sociedad a Guillermo Montoya. Por ese motivo la mina estuvo cerrada muchos años, pero finalmente se reabrió después de un acuerdo verbal entre las partes. Cuando murió el abuelo de Jaime, no había ningún papel que garantizara el acuerdo y los herederos del viejo Escobar desconocieron lo pactado. Desde ese momento, Jaime había comenzado a planear su venganza.

    Jaime era sobrino de Eduardo Montoya, uno de los herederos del abuelo que más había batallado contra los Escobar. Por eso conocía de cerca el problema y estaba seguro de que la pelea iba a ser larga. Los Escobar –él lo sabía mejor que nadie– no se iban a quedar cruzados de brazos después del ataque a la mina. Para dar esa pelea, en nombre de su padre y de su abuelo, derrotados en los papeles por el hijo y los nietos del viejo Escobar, Jaime se alió con los indígenas de Río Colorado expulsados de su propia tierra y perseguidos por los hombres de Ricardo Escobar González y sus socios después del hallazgo de la mina nueva.

    Con la ayuda de Jaime y de un grupo de muchachos blancos que conocían algo de minería y que llegaron de Andes por esos días, los emberá reanudaron la explotación de oro en la veta nueva al día siguiente del asalto. Cuentan que al cabo de una semana, en la primera lavada, lograron sacar más de dos libras de oro. En la mina empezaron a colaborar también los mestizos Humberto y Orlando Montoya, primos de Jaime e hijos de Eduardo Montoya y de la indígena emberá Ligia Estévez, y por lo tanto nietos del abuelo Guillermo Montoya, aunque de sangre indígena. Ambos, a pesar de su juventud, eran mineros expertos y conocían muy bien el manto de la mina que los trabajadores de los Escobar estaban explotando.

    Esa misma semana –el 17 de junio–, tal como lo había previsto Jaime, un destacamento de 36 policías llegó a la región de Dabaibe con la misión de detener a los culpables del ataque al helicóptero y recobrar las instalaciones de la mina para devolverlas a los antiguos dueños.

    Cuando se enteró de que los policías se acercaban a Dabaibe por el camino de La Argelia, y supo cuántos eran, Jaime Montoya se encargó él solo de organizar la defensa del campamento de Río Colorado, primer lugar que podía ser atacado por el destacamento. Para ello se valió de todas las artimañas que había aprendido en el ejército en un batallón de contraguerrilla.

    Con el propósito de desconcertar a los agentes, Jaime organizó a lado y lado del camino a un grupo de tiradores todavía inexpertos que tenían la misión expresa de hacer fuego cruzado con las pocas escopetas que tenían y los tres o cuatro fusiles AK-47 que habían logrado traer desde Medellín esa semana, después de vender el oro.

    El fuego graneado de esas armas logró contener la primera avanzada de siete policías que se atrevió a llegar hasta el campamento, poco después de las doce del día. La acción de las balas fue reforzada luego por otro grupo de indígenas que comenzó a disparar dardos envenenados con sus temidas cerbatanas.

    Durante la refriega, Jaime se apertrechó detrás de un árbol, muy cerca del camino, y con un revólver Magnum 357 que había comprado antes del asalto a la mina reforzó el fuego cruzado contra los policías.

    De esta forma, los emberá lograron hacer creer a los agentes y al oficial que iba al mando que estaban armados hasta los dientes y que podían resistir combatiendo durante muchas

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