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Sagrado colegio
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Libro electrónico231 páginas3 horas

Sagrado colegio

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Algunos sostienen que el Sagrado Colegio de la Señora de Nuestro Señor no es en verdad un colegio, sino un parque temático cuyo tema es la educación. En cualquier caso, en este centro que cuenta con confortables aulas, bedelía, oficina de admisión, cantina, atrio de salutación, espacios para ceremonias de premiación o de expulsión, penitenciaría, jardín, jungla y hasta un «salón de los cursos perdidos», y está dirigido no se sabe si por un director, por una comisión o por autoridades de poca monta, encontrará el lector abundantes opiniones (políticamente correctas, incorrectas y de las otras) sobre temas educativos, así como promociones de una tarjeta de crédito que promete hasta un treinta por ciento de mejora en las calificaciones de los alumnos que la usen. Tendrá ocasión también de pispear en actividades deportivas o extracurriculares como un concurso de poesía y un congreso de la lengua, con la participación de destacados conferencistas y reguladas por un jefe de protocolo y por inspectores de educación, en un marco donde la seguridad está garantizada por la mirada siempre vigilante del detective de esta prestigiosa casa de estudios. ¡Inscríbase ya!
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ene 2014
ISBN9789974862814
Sagrado colegio

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    Sagrado colegio - Leo Maslíah

    A Laura Linares

    (la muchacha de los cabellos de lino)

    Señor, usted disculpará… pero el Colegio del Niño Descuartizado, que sostenemos Las Hermanas del Sombrero de la Virgen, está pasando por momentos terribles…

    Fray Mocho

    , «La caridad… que empieza por casa»

    1

    —¿Está usted informado de que si adquiere la tarjeta Suplicard puede obtener hasta un treinta por ciento de mejora en sus calificaciones?

    La pregunta, formulada por una suerte de veinteañera vestida con una desgracia de trajecito que parecía haber venido al mundo junto con varias centenas de congéneres del mismo género y con igual corte e idéntica confección, destinados a albergar a otros tantos cuerpos con caras de facciones surtidas, iba dirigida a un hombre de edad mediana y barba de bicho, que estaba sentado en uno de los bancos del pasillo, la cabeza enfundada en algo que podía ser un turbante o un vendaje resultante de cuidados recibidos luego de habérsele practicado una lobotomía.

    —Disculpe —le contestó el hombre, casi sin mirarla, pero mirándola, por tanto, en la cantidad resultante de restar del total la cantidad en que no la miraba—, pero no soy alumno de este… establecimiento.

    —Colegio —precisó ella—. Las autoridades gustan de llamar a esta escuela «colegio», y en todos los memorándums y repartidos que entregan a las firmas que, como la tarjeta Suplicard, trabajan conjuntamente con ellas (las autoridades) para el mejoramiento de la calidad de vida de los educandos, se refieren a este lugar como «Sagrado Colegio de la Señora de Nuestro Señor», completando a veces la fórmula con el apellido del señor en cuestión, o dejando que quede por ésa, si la tutela del… establecimiento, como lo llamó usted, está sin… sin…, bueno, si no hay tutela.

    —Pero ese señor es… digo… ¿puede ser cualquiera? ¿No es «señor» en un sentido religioso?

    —¡Claro que no, por Dios! Ese puesto puede ocuparlo cualquier señor, o mejor dicho, la señora de cualquier señor. Y quién sabe si no me está gastando una broma y es precisamente usted el próximo señor cuya esposa esté llamada a meter la cuchara en todo cuanto se haga aquí.

    —No estoy gastándole una broma —dijo él—. Ni siquiera sé si tiene usted bromas que yo le pueda gastar.

    Al hablar, el hombre miraba cómo los senos de la muchacha quedaban realzados por la presión que desde abajo ejercía una tabla que ella sostenía contra sí, y sobre la que se veía una planilla con el logotipo de la tarjeta Suplicard.

    —Veo que es usted un hombre audaz y de férrea iniciativa. Diríase que en cualquier momento va a decidir tomar a Suplicard por tarjeta de crédito, para amarla y respetarla hasta que la mora los separe.

    —Lo que no entiendo —dijo él, sin intención de desviar la conversación, o mejor dicho sin querer específicamente que ésta volviera a desviarse, pero trabajando en ese desvío como único modo de que ella (la conversación) retomara el derrotero anterior— es por qué el colegio es «sagrado» si cualquier mentecato puede ser su señor.

    —Es que lo sagrado no es el señor ni la señora que tenga, sino el colegio en sí. La enseñanza, la educación. Eso es lo sagrado. ¿No está usted de acuerdo con ese principio?

    Como el hombre no respondía, ella, soltando la tablita, lo agarró por las solapas y lo sacudió.

    —¿Eh? ¿No está de acuerdo? —lo apremió.

    —No sé. Tal vez no haya tenido yo suficiente educación como para poder formarme opinión sobre eso.

    —¿No pensó en matricularse aquí mismo, para subsanar eso? —la muchacha adoptó un tono sensual, como si hubiese pretendido dar a entender que el matricularse en el colegio, además de permitirle el acceso a la educación que le faltaba, le daría la posibilidad de entablar relaciones sexuales con ella.

    —No lo pensé —dijo él, intentando un beso que la muchacha esquivó—, pero cuando me encuentre en condiciones, voy a hacerlo.

    Ella lo soltó y recuperó la tablita.

    —Sígame —dijo—. Voy a llevarlo a la bedelía, donde hay gente que va a poder asesorarlo mejor que yo. Pero, sea lo que sea lo que le digan, recuerde que la sola posesión de la tarjeta Suplicard, además del beneficio en las calificaciones que le mencionaba antes, le otorga una capacidad de captación de las enseñanzas de los maestros que supera en un doce por ciento a la de los poseedores de otras tarjetas, y en un diez a los que, inexplicablemente, todavía no poseen ninguna.

    La muchacha caminó por ese pasillo y por varias de sus adyacencias, mientras enumeraba ventajas y propiedades adicionales de la tarjeta. Pero no se dio cuenta de que el hombre de la barba de bicho no la seguía. Cuando llegó a la bedelía vio la puerta abierta y se propuso gentilmente ceder el paso a su acompañante, cuando descubrió que, en algún incierto momento del trayecto, aquél había dejado de ser tal.

    —¿Qué se te ofrece, Elizabeth? —le preguntó el bedel, viéndola en ese conflictivo trámite de reconocimiento del vacío.

    —Lo que se me ofrece o no —dijo ella— depende de quiénes quieran ofrecérmelo. Veamos qué tienes para ofrecerme tú. ¿Qué tienes tú para ofrecerme?

    —Yo —dijo él, mirando uno de los cuadros que adornaban la pared a la que estaba enfrentado su escritorio, que representaba un paisaje costero, con aves palmípedas, peces acantopterigios y grupos de dos especies humanoides disputándose el fruto de la pesca obtenida por individuos de una tercera— yo tengo para ofrecerte una cabaña en lo alto de la montaña, con una cabra que nos proveería de leche y de carne todos los días del año, y una pequeña huerta que cubriría nuestras necesidades y las de todos nuestros hijos, a medida que los fuéramos teniendo, a intervalos de tiempo suficientes como para que algunos se fueran independizando de nosotros y aprendiendo a ganarse la vida por sí mismos mientras otros, recién nacidos, nos requirieran para su manutención. ¿Qué te parece, Elizabeth? ¿Estás dispuesta a intentarlo?

    —Déjame estudiar primero otras opciones —dijo ella, y se retiró.

    El teléfono que estaba sobre el escritorio del bedel sonó, y él atendió.

    —¿Hola? —dijo—, ¿sí? ¿Quién habla? Ah, señora Títelbaum, cómo está usted. Qué dice, qué cuenta de bueno. Sí, recibí su solicitud, pero ¿sabe qué pasa, señora Títelbaum? Que desgraciadamente el período de inscripciones ya expiró. Y para peor, no quedan plazas en ninguno de los… No, Títelbaum, no quedan plazas, y aunque quedaran, sucede que ninguna línea de ómnibus ni de ningún otro medio de transporte tiene ya en su itinerario nuestro colegio. Sí, lo sé, señora Títelbaum, pero no puedo hac… No, señora Títelbaum, lo que usted pide es imposible y… No, no, señora Títelbaum. Bueno, puede intentarlo si quiere, pero ¿cómo haría para llegar hasta aquí? Ya le dije que no hay líneas de ómnibus ni… No, señora Títelbaum. Sí, señora Títelbaum. No, señora Títelbaum. Sí, señora Títelbaum. No, señora Títelbaum. Sí, señora Títelbaum. No, señora. Sí, señora Títelbaum. No. No, acabo de decirle que no, señora Títelbaum. ¿Cómo dice? ¡Ah, señor Títelbaum! Sí, claro, acabo de tener el gusto de conversar con su esposa sobre el tema. Sí, yo le decía que por desgracia el colegio tiene… No, señor Títelbaum. Sí, señor Títelbaum. No, señor Títelbaum, nuestro establ… perdón, colegio, nuestro colegio no cuenta con ese tipo de servicio de transporte para los… Sí, señor Títelbaum. No es eso, señor Títelbaum, se trata de que no habría por dónde ll… Sí, señor Títelbaum. Haremos todo lo posible para… No, señor Títelbaum, haremos todo lo posible para hacerle entender a usted que no es pos… Sí, señor Títelbaum. No, digo sí a que no, señor Títelbaum. ¿Cómo dice? ¿Señora Títelbaum? Ah, verdaderamente es un placer volver a escuchar su voz, señora Títelbaum. Casualmente estaba yo conversando con su marido, hace apenas unos momentos, y… No, señora Títelbaum. Sí, fue conmigo con quien usted tuvo la deferencia de hablar antes, señora Títelbaum, pero… No, justamente es lo que trataba de hacerle comprender a su marido, el señor Títelbaum. Sí, a él, señora Títelbaum. ¡Pero no lo dude usted ni por un instante, señora Títelbaum! ¿Cómo dice, señora Títelbaum? Ah, no, eso puede estar segura de que no va a poder ser, desafortunadamente. No, señora Títelbaum. No, señora Títelbaum. No, señora Títelbaum. No, por favor, no insista, señora Títelbaum. Bueno, pero yo no tengo más remedio que repetirle eso si usted se empecina en… Sí, señora Títelbaum. No, señora Títelbaum. No, señora Títelbaum. No, es que cuando yo le digo que sí, señora Títelbaum, simplemente estoy queriendo decir que entendí lo que me quiso decir y que lo tomo muy en cuenta, pero no significa que esté a mi alcance la posib… No, señora Títelbaum. Sí, pero usted a su vez debe comprender que no existen medios como para… No, señora Títelbaum. No sé, no sé si debería usted tener hijos o no, creo que eso es algo que deberían determinar usted y el señor Títelbaum. Sí, señora Títelbaum. No, señora Títelbaum. Bueno, digamos que sí y no, señora Títelbaum. Sí. Sí. Sí. No, eso no fue lo que dije, señora Títelbaum. Sí, pero ¿qué haría usted si estuviera en mi lugar? No, señora Títelbaum. No, no podría porque… Sí, señora Tít… No, señora Títelbaum. ¿Cómo? ¿Señor Títelbaum? ¡Pero por supuesto, es un placer inesperado volver a conversar con usted, señor Títelbaum! Y voy a decirle lo que su señora estaba ya a punto de comprender, pese a… Sí, señor Títelbaum. Sí, sería una contrariedad, sin duda alguna, pero en contra de todos mis deseos debo categóricamente soslayar que… No, déjeme terminar, señor Títelbaum. Sí, señor Títelbaum. ¿Cómo dice? ¿Téitelbaum, es? Ah, bueno, disculpe, señor Téitelbaum. Sí, señor Téitelbaum. No, señor Téitelbaum, es que, usted sabe, el estado de las líneas telefónicas deja mucho que des… Sí, señor Téitelbaum. No, señor Téitelbaum. Sí, su señora me hizo un comentario al respecto. Sí, señor Téitelbaum. Pero, señor Téitelbaum, yo no creo ser la persona más indicada para aconsejarlos sobre… Sí, señor Téitelbaum, sé que traer una criatura a este mundo no es cosa fácil. No, señor Téitelbaum, no es eso. Sí, señor Téitelbaum, sé cómo se hace, pero… No, señor Téitelbaum. Pero señor Téitelbaum, ya le dije que eso es imposible, no contamos con… Sí, señor Téitelbaum, tenemos todo un equipo de asistentes sociales y sic… No, señor Téitelbaum, no contamos con esa especialización en nuestras aulas. Sí, señor. No, señor Téitelbaum. Sí, señor Tít… perdón, Téitelbaum. Sí, Téitelbaum, con acento en la primera «e». Sí, «i» latina. No, señor Téitelbaum. No, señor Téitelbaum, es con eme final. No, con EME. Eme de «maxilar». Sí, eso es, señor Téitelbaum, «maxilar», o «máximo», tanto da. No, señor Téitelbaum, es con equis. Equis de Anaximandro. ¡Pero, señor Téitelbaum, ya le dije que no hay ningún medio de transporte que p… No, señor Téitelbaum, le dije Anaximandro sólo como ejemplo de palabra con… No, Ana, Ana como la primera parte de Ana María. Sí, así es, señor Téitelbaum. No, temo que no me está comprendiendo bien, señor Téitelbaum. Sí. Sí, ¿podría tener la amabilidad de pasarme con su señora, señor Téitelbaum? Tal vez, si se lo explicara a ella, usted podría luego… ¿Cómo? ¿Soltero? No, no es que me parezca mal, señor Téitelbaum. Sí, claro, señor Téitelbaum. No, yo no creo que haya ninguna edad específica para casarse. Sí, señor Téitelbaum. ¡Pero claro! Estoy seguro de eso. ¿Cómo? No, no creo que haya aquí ninguna joven que pueda aspirar a ese honor, señor Téitelbaum. Sí, hay algunas alumnas avanzadas que… Sí, pero el problema, señor Téitelbaum, es que no hay ningún medio de transporte que pueda efectuar el traslado en ninguno de los dos sentidos, ya que… No, señor Téitelbaum. Sí, es una pena, señor Téitelbaum. Sí, claro que si se presentara la posibilidad, yo no dejaría de hacérselo saber inm… Sí, señor Téitelbaum. ¿Cómo? ¿Está seguro? No, dije Téitelbaum, con «e», como «Ethel». No, dije «e», «e» latina, y no épsilon griega. ¿Qué dice? No, dije «griega», con ge, como «Groenlandia». Sí, eso es. No. No, no tengo inconveniente en que tome nota si le parece oportuno. Sí, señor Téitelbaum. No, señor Téitelbaum. Y… si usted lo quiere… No, señor Téitelbaum, yo no estoy en posición de pronunciarme sobre si debe usted publicar o no esas notas. ¿Cómo dice, señor Téitelbaum? ¿Se refiere a la editorial del colegio? No puedo saberlo, debería usted consultar con ese departamento. Sí, señor Téitelbaum. No, no conozco el número de interno, comuníquese con la central. Pero sí, señor Téitelbaum, claro que esto es un internado, pero yo le hablaba del interno telefónico. No, señor Téitelbaum, hay una telefonista; no son las internadas quienes atienden el teléfono. Sí, teléfono, con «t», como «Téitelbaum». No, «Téitelbaum» —como el otro no entendía, el bedel le deletreó el apellido.

    En eso, de pronto, la puerta de la bedelía se cerró.

    —Perdone usted, señor Téitelbaum —el bedel colgó el tubo y fue a abrir la puerta para ver quién la había cerrado, ya que había sido cerrada desde el exterior. Pero, una vez en el pasillo, olvidó lo que había ido a hacer allí, y movido por la fuerza del deber, fue a hacer una ronda por los salones de clase. Se le había encomendado la misión de recorrerlos para ver si alguno de los profesores (Fenelongo, Babá o cualquiera de los otros) necesitaba algo que no tuviera a mano, y también para controlar que las clases se estuvieran desarrollando con normalidad, sin disturbios provocados por estudiantes con inclinaciones antisociales (integraran o no ciertos destacamentos especiales de estudiantes revoltosos, que venían asolando algunas de las alas del edificio), o pro-sociedades erigidas en base a sistemas de valores diferentes de los que habían propugnado los fundadores del Sagrado Colegio de la Señora de Nuestro Señor.

    En un recodo, sobre un pedestal, el busto de uno de los fundadores del colegio le dirigió una mirada severa, como queriendo decirle que su desempeño (el del bedel) contaría con su aprobación (la del fundador) sólo mientras no se apartara (el bedel) de velar por el fortalecimiento del sistema de valores propugnado por él (el fundador).

    En el recodo siguiente, dos niños se hallaban en actitud de darse mutuamente clases, movidos no por el afán de enseñar, de aprender, o de recibir por ello cierta remuneración, sino por simple diversión, seguramente imitando los pormenores de alguna clase recibida en alguno de los salones de que el colegio disponía a tales efectos.

    —El volframio —decía uno de ellos— es, de los elementos más reticentes a la evaporación, el que se funde a la temperatura más alta.

    —¡Eso no es lo que os enseñé la clase pasada! —protestó el otro—. Eso lo habéis oído en casa, o en algún tugurio de los que frecuentáis cuando faltáis a clase.

    —No es verdad, lo dijo usted. Si ahora piensa que no es así, admítalo, pero no niegue haberlo dicho. Un profesor puede equivocarse, como cualquiera, como una limpiadora, o como el director, o como el bedel. ¿No es así, señor bedel? —el niño buscó la aprobación de él (el bedel).

    —¡Claro que podemos equivocarnos, pero ésa no es la cuestión! —aulló el otro niño—. Yo no puedo haber enseñado nada sobre el volframio, porque acá no tocamos ese tipo de temas. Acá lo único importante es la educación, carajo. Ese es el único tema que debe ocuparnos. La educación en sí misma, que es lo único sagrado. ¿No estáis de acuerdo con ese principio? Un niño sin educación no vale nada; no vale ni el abono mensual a la clínica donde vino al mundo.

    —Qué están haciendo fuera de clase, niños —los interrumpió el bedel—, ¿están castigados? Si el profesor los echó de clase, no deberían estar aquí. Deberían ir al despacho del director.

    —No sabemos ir solos —dijo el que había conferenciado sobre el volframio.

    —Además, no estamos castigados —dijo el otro.

    —Si no están castigados, vuelvan a su salón de clase.

    —No sabemos volver, nos perdimos.

    —¿Sí? Díganme sus nombres —el bedel buscó en vano algo para anotar.

    —Yo me llamo Héctort —dijo el que había declarado su incapacidad (de él y del otro niño) para ir solos al despacho del director.

    —Y yo Volframio —declaró el otro.

    —¿Volframio? —preguntó el bedel con cierto tono de sorna—. No, tú no te llamas Volframio. Y tú… —escudriñó al otro como si le hubiera sido posible deducir el nombre a partir de la apariencia.

    —Yo me llamo Héctort. Si no me cree, pregúntele a Volframio.

    —Bueno, ya vamos a ver eso después —dijo el bedel—. Ahora los voy a llevar a su salón de clase. ¿Recuerdan qué año están cursando?

    —No nos importa el año —dijo el autoproclamado Héctort—. Nos importa lo que nos enseñan,

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