CALIFORNIA
"KIKI, DO YOU LOVE ME? Are you riding? Say you’ll never ever leave from beside me"…
Estoy en la piscina de un resort en Palm Springs; un DJ pone Drake a todo volumen para un grupo de bañistas que, más que nadar, chapotean. Calculo unos 84 decibeles, el volumen de una licuadora muy ruidosa y cercana que prepara una ronda de piñas coladas. El ruido ensordecedor me impide escuchar mis propios pensamientos; el mar de sonido que rodea esta tibia tina de hip-hop los apaga. Anhelo una isla silenciosa. Sé que no soy el único.
El sonido –ondas vibratorias que viajan en el aire y chocan entre ellas antes de llegar a nuestros tímpanos– siempre ha sido parte de nuestro mundo. Pero el ruido ambiental es la contaminación de nuestra época: una niebla creada por el ser humano que infecta el entorno. Las conversaciones viajan a 60 decibeles (dB), el zumbido de las aspiradoras a 70, la alarma de los relojes despertadores a 80, mientras que en los estadios se puede llegar a 130.
Esto no quiere decir que nuestro planeta sea silente: el llamado de algunas especies de chicharras puede superar los 110 dB. Los truenos retumban a 120. Los cachalotes producen chasquidos que alcanzan los 230, mucho más potentes que el despegue de un cohete. La propia Tierra emite un murmullo incesante que producen las olas de los mares cuando rompen y cuya frecuencia es 10000 veces menor a la que perciben los seres humanos.
A veces me preocupa que se me haya olvidado cómo escuchar, cómo separar las capas de sonido y explorar las dimensiones audibles en el ambiente. ¿Qué tanto me estoy perdiendo cuando no escucho? Por ello, emprendí una cruzada de 800 kilómetros que me llevó del redoble de la civilización a territorios casi silentes. No escuché el radio, aunque de vez en cuando canté alguna canción. Apenas
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