Hijos de los vientos
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Soledad Morillo Belloso
Venezolana, periodista de profesión, desde su primer cuento a los nueve años, Los besos de Beto, censurado por las monjas del colegio. Soledad Morillo Belloso (n. 1956, Caracas, Venezuela) se ha pasado la vida escribiendo. Cuentos, relatos, novelas, artículos, ensayos, poemas, sainetes, discursos y textos publicitarios arman su portafolio de escritora. Ahora nos presenta su tercera novela, Hijos de los vientos.
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Hijos de los vientos - Soledad Morillo Belloso
Hijos de los vientos
Soledad Morillo Belloso
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
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© Soledad Morillo Belloso, 2020
Prólogo: Carolina Jaimes Branger
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
Fotógrafo @MimaRiascos
www.universodeletras.com
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418233005
ISBN eBook: 9788418234385
A mi impaciente marido
A mi exigente familia
A los amigos que siempre ayudan
A los jóvenes que me alumbran la vía
A los que escriben
A los que leen
A los que escuchan
A los que no se rinden
Prólogo
Esta novela de Soledad Morillo Belloso no solo se leerá con deleite, sino que se comentará. Con deleite porque ella es una gran escritora, de prosa segura, amena y sagaz. Siempre he pensado que la diferencia entre un buen escritor y un escritor excepcional está en el ritmo. Hay escritores que son eruditos, de vasto vocabulario, pero que carecen de ritmo, ese ingrediente que engancha a los lectores desde la primera línea.
Se comentará porque los venezolanos, una vez que salgamos de esta pesadilla, no podemos pasar la página así nomás. En palabras de la autora, estamos obligados a sacar la basura debajo de las alfombras
mientras existan hilos de poder teñidos de pasado
. Escrita en un lapso entre el pretérito cercano y el futuro —comienza en 2019 y termina en 2023— se desgrana entre la esperanza y la turbulencia de la Venezuela que renace de las cenizas de la revolución. De hecho, es una novela contemporánea, un nuevo temario en el que seguramente insistirá la autora, quien nos tenía acostumbrados a cuentos y novelas históricas. Y tiene que ser así, porque ella, como gran Comunicadora Social que es, ha sido una de las voces más autorizadas, firmes y valientes en la lucha contra la tiranía y tiene un acervo de hechos y recuerdos relevantes que debe escribir.
Es de notar que los protagonistas —los hijos de los vientos— son nietos de inmigrantes, de esas maravillosas personas que vinieron de países desolados por la guerra a ayudarnos a construir un país donde todo estaba por hacerse, y lo hicieron. Venezuela no llegó a ser el país más desarrollado de América del Sur solo por el petróleo. Lo fue también porque contó con una inmigración de recia estirpe, trabajadora, animosa, cuya prosperidad crecía paralelamente a la prosperidad del país.
Las descripciones de Soledad son tan ricas que casi sentimos que tenemos a los personajes frente a nosotros, que somos como espías de su cotidianidad. Vascos, asturianos, gallegos, italianos, canarios que trajeron 2000 años de cultura en sus maletas. Sus sueños, sus logros, sus tristezas. El españolito nerd quien sufre de bullying
en el liceo. El canario a quien la muerte de la esposa le destroza la vida. La Candelaria de los españoles. El Chacao de los italianos.
No quiero entrar en detalles porque ésta es una novela que vale la pena leer y disfrutar, como yo la disfruté. Solo quiero añadir que, para la Venezuela que viene, su lectura es un faro de luz para que la honestidad, la decencia, el trabajo, la libertad y, por encima de todo, la justicia, sean los valores rectores en el país que soñamos quienes, como Soledad, hemos puesto nuestras energías y procederes para lograrlo.
Carolina Jaimes Branger
Hay un antes de un después
Las tormentas hacen surgir los recuerdos, igual que dejan cosas flotando en la playa. Son cosas que uno piensa que han desaparecido para siempre hasta que, repentinamente, aparecen allí: descoloridas, gastadas, pero allí, otra vez.
El invierno de Frankie Machine
Don Winslow
A veces la mar está tan revuelta, tan desordenadas las olas, tan encrespados los vientos, que nadie consigue pescar en sus aguas. Un remolino se carcajea de unos y otros y se traga todo, desde la fe hasta la soberbia. Y luego esas aguas se cansan de herirnos y por donde vinieron se van. Y los que nos quedamos vemos que todo luce yermo. La tierra llena de palos en estado de quebradura. Los sobrevivientes nos miramos a los ojos, azorados, sin atinar a pronunciar palabra. Rabia, desazón, hartazgo. Un cansancio de color gris y de telas raídas se nos instaló.
Nos ponemos de cuclillas en esa tierra yerma. La tocamos con nuestros dedos arrugados. Levantamos la mirada; oteamos. Buscamos en el horizonte, en esa línea que solo existe en nuestro imaginario. A Dios, a la vida, al hermano con quien reconstruir. Ya no gritamos, ya no lloramos ni pedimos ayuda, ya para qué. No estamos tristes. Hasta el derecho a la tristeza nos afanaron los cuatreros que se llevaron nuestro dinero, la leche de los niños, las medicinas para los enfermos, las lápidas de nuestros ancestros.
Entre el barro seco algo brilla. Lo miramos con un miedo que todavía nos escuece. Nos atrevemos a tocar. Es un espejo. El espejo que enterramos. Volvemos a mirarnos en él. Y al fin entendemos que somos nosotros los que hemos sufrido la devastación, nosotros los vapuleados y humillados. Somos nosotros los que hemos de salir del barro y con ese barro rehacer y rehacernos.
A construir de nuevo. A descubrir en ese barro seco las letras de grandes que en el medio del griterío necio y el sinsabor extraviamos. Tantos que existieron antes de nosotros y se dejaron las huellas sobre infinitos papeles intentando explicarnos y alertarnos, mientras nosotros los ignorábamos colocándolos en estanterías que no visitábamos más. A buscar esas letras, a rellenar el país de pizarrones, de bibliotecas y verdades.
La mar revuelta dejará de estar revuelta. Tocará armarse de todavía más coraje, más empeño, más sudor. Hay que bien venir nuevos aires. Soñar nuevos sueños. Abrir las ventanas para que la mar, esa que nos golpeó y revolcó, nos regale vientos de resurrección.
San Florencio
"Vamos a embarcar, amigos, para el viaje de la gota del agua.
Es una gota, apenas, como el ojo de un pájaro."
Andrés Eloy Blanco
2019
En medio de la tempestad, el barco dio tumbos justo frente a la playa de San Florencio. Todo ritmo se perdió. Las olas golpeaban por babor y estribor. El timón se salió de su eje. Las velas se desencajaron y salieron volando hacia la inmensidad. Las sentinas se inundaron y los motores colapsaron. El viento largó su poder llevándose las cargas. Los marineros trataban de aferrarse a las piquetas. Varios oficiales de mayor y menor rango atinaron a tomar los botes salvavidas y huyeron antes de que el caos se apoderara de todo. Desoyeron las voces que les ordenaban continuar en la locura. Algunos tripulantes corrieron a intentar meter en sacos de lona lo que sabían era de mucho valor. Les pudo más la codicia y sus cuerpos sin vida aparecerían luego flotando en la mar cuando cesó la tormenta. Porque todas las tormentas tienen final, todas acaban; ninguna sabe de eternidades.
Cuando amainó el temporal, las aguas se apaciguaron. Los cielos volvieron a pintarse de azul, las nubes negras viajaron montadas en otros vientos de agua. Los ojos se desempañaron. El barro que oprimía los párpados dejó de cuadricular las miradas. Y las gentes de San Florencio pudieron al fin ver con claridad.
En el pueblo, calles inundadas, las casas con los portales llenos de escombros, las ventanas desencajadas y los techos abiertos. Árboles caídos, postes de luz sobre varios automóviles. La estructura de las antenas de los servicios de telefonía celular destruida. El pueblo está incomunicado. No hay electricidad ni agua. Tampoco gas por tuberías. El puente que comunica el pueblo con la playa sobrevivió. Nadie sabe cómo ni por qué. Y los saqueos. Lo que no hizo la naturaleza, lo hizo el hombre. Cristales rotos, estantes destruidos, arrancadas de cuajo las luminarias.
Pasa el tiempo, ese que nunca deja de pasar. Tomó meses la recuperación de calles y comercios, de la escuela y el liceo. El ambulatorio hubo que hacerlo de nuevo. Y la gente olvidó. Recordar hubiera sido demasiado.
En las rías secas, el barco, encallado. Como una escultura de escombros. Las lapas expuestas en el casco escorado. Silente. Inmóvil. En días apenas el aire hizo su trabajo y el óxido comenzó a carcomer todo. De cuando en vez el viento lo mueve, unos centímetros. Y cruje. La pintura se le cae en cáscaras, como piel despellejada. Las gaviotas hacen nidos entre las ruinas y unos niños logran encaramarse y entre griteríos y consignas de héroes contra villanos juegan a los piratas.
Desde el pueblo las personas ven el barco. Al principio le prestaban mucha atención. Recordaban lo que había sido, ese poderío que mostraba, ese miedo que imprimía en las almas de todos, esos gruñidos de fiera. Hay fotos amarillentas de esos tiempos; ya nadie las ve. Toneladas de sonidos que nadie escucha. Cientos de miles de horas en fotogramas que ni valor de souvenir de plaza tienen. Ya no. Ya es un pasado irrelevante, un detrito que de a poco se ha ido consumiendo el tiempo, el viento, la arena y el salitre.
Se escucha que del naufragio hubo supervivientes. Que están en otras latitudes. Temerosos siempre de ser descubiertos a pesar de haberse hecho de nuevos nombres, de las varias operaciones quirúrgicas para alterar las facciones y de hasta las clases de fonética para fingir voces que no revelen quiénes son. La paranoia no da tregua. Ah, se quedaron con mucho oro y ahí están, con dineros en cuentas cifradas, en palacios de insolente abundancia, pero varados en cunetas, solos y extraviados entre multitudes y lenguajes de extranjeros, sin calle conocida de la infancia, sin sonidos de buenos recuerdos, sin ciudad propia, sin patria. Con pasaportes falsos con nombre y foto alterados comprados en las trastiendas de algún tugurio. Atrás dejaron a millones que pasaron de odiarles a ni siquiera recordarles. Pasan sus días, sus tardes y sus noches ahogados en la nada de alcohol y delirios de fatuidad.
En 2019 pudo más el deseo y el afán del pueblo que la tempestad, pudo más que el barco. De a poco San Florencio fue quitándole la costra a la historia. Pintando su piel con nuevos colores. Se llenó la vida de trabajo, de bibliotecas, de fábricas, de escuelas y de posadas. En los campos muge el ganado, balan los carneros, pían los pollitos tras las gallinas cluecas, crece lo que fue sembrado en la tierra que al fin salió del barbecho forzado; el aire está impregnado de buen aroma a flores, a café y cacao, a mastranto y a sudor honesto. No huele a nuevo; huele a país limpio.
En Enero de 2021 los niños juegan en lo que va quedando del barco encallado. Es su parque público de diversiones, uno en el que se tiene claro quiénes son los héroes y quiénes los villanos. Ya ni siquiera se lee en el oxidado casco ni una letra del nombre. Existe en un vacío borroso de la memoria de las gentes. Se lo llevó por delante el tiempo, el desgaste y el olvido.
María Contreras arrastra los pies por el nuevo malecón. Tomó varios meses construirlo. La tempestad había cambiado la geografía. Con esa nueva naturaleza había que amigarse. Seis de la tarde de un lunes de enero. El sol anuncia que se va a dormir. La brisa mece las hojas de las trinitarias multicolores colocadas cada dos metros en cestas de obra limpia. Cada una tiene una inscripción: donado por... como aporte al nuevo San Florencio
. Desde ahí puede ver a los lejos a los muchachitos jugando en la ría. Sobre el casco del barco encallado se enfrentan en duelos de piratas con espadas de palo. Últimos días de las vacaciones de Navidad. Un día para el desfile de Reyes. Dormirán dos veces y estarán de nuevo en los pupitres. Hizo una anotación mental: asegurar que los nuevos pizarrones estén instalados en cada salón. Segunda anotación: verificar que fumiguen la escuela y el liceo.
Agotada de ya diez horas de trabajo, empero María ve que alguien, algún idiota turista inconsciente, ha lanzado a la acera una bolsa repleta de basuras domésticas que, por supuesto, los perros han atacado, desperdigando los desperdicios. Espanta a los perros y como puede recoge el desastre; camina hasta el pipote tricolor colocado apenas a pasos. Cuesta que algunas personas entiendan que San Florencio es de todos y lo tenemos que cuidar todos. Toma tiempo aprender. Es lo que más tiempo toma.
De camino a su casa, esquivando la esquina del mamón, pasa por la bodega de don Antonio. Hoy se fía y mañana también
, reza el cartel en el quicio. Sustituyó a ese que por demasiados años estuvo amenazando: Hoy no fío, mañana sí
.
—Antonio, ¿cómo me le va?
—Mejor, doña María, cada día un poquito mejor. Ya se me quitó la estornudadera y lo que me queda es esta tos necia, pero ahí vamos. ¿Qué le pongo?
—Para esa tos, haga gárgaras con una infusión de toronjil con miel y le pone unas goticas de ron. Póngame cuatro huevos, cien gramos de café, un cuartico de kilo de azúcar y harina Pan, si tiene. Ah, y un jabón azul de panela.
—Sí, claro, doñita. Ayer vino la gente de Polar y me dejó de casi todo un poquito. También tengo queso blanco fresco y puedo venderle mantequilla de hacienda que me trajeron ayer. Ah, y también le tengo guardado un litrico de leche de esa de larga duración.
—Pero me lo va a tener que anotar, que hoy ando corta y no me alcanza para todo. Le pago cuando entre la quincena.
—Quería preguntarle, doña María, si ustedes allá en la alcaldía saben cuándo van a terminar de acomodar las luces de la plaza. Es que a los de por aquí nos gusta reunirnos en las nochecitas a conversar y a echarnos cuentos.
—Hum... Cuentos y sus muchos palitos que se echan. Je, je... Mire, precisamente hoy nos avisaron de la compañía que mañana comienzan a montar las farolas y que eso tarda como dos o tres días. Así que para el fin de semana eso estará listo.
—¿Y habrá ceremonia de reinauguración?
—No, mi don. Qué va. Eso es gastar plata en payasadas. Así se hacía antes, cuando en este país se botaban los reales. Ahora no. La celebración se la dejamos a ustedes. Y