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ErenTsA. Verano de 1997
ErenTsA. Verano de 1997
ErenTsA. Verano de 1997
Libro electrónico482 páginas7 horas

ErenTsA. Verano de 1997

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Erentsa es un pueblo pequeño, imaginario pero a la vez muy real. En esta novela coral, los distintos habitantes de la localidad cuentan de primera mano sus vidas, corrientes en muchas cosas, extraordinarias por las circunstancias que les ha tocado vivir. Un reflejo fiel de un mundo no muy distante en el tiempo que sin embargo ya pertenece al ayer.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ene 2021
ISBN9788418261879
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    ErenTsA. Verano de 1997 - Txema Asencor

    1997.

    I

    Ibañots

    Si alguien piensa que el Ibañots es uno de esos ríos nerviosos, infantiles, de menos de cincuenta kilómetros, de aguas cristalinas, que tanto abundan en los valles de la cordillera cantábrica, sea en su oriente u occidente; que corren entre árboles y piedras limpísimas, sin apenas ver la luz del sol, que a veces se deja cruzar sin dificultad incluso por los caminantes más torpes, pero si quiere te puede engullir como un ogro, en aguas inexplicablemente profundas; que saben tener también sus remansos, con guijarros que saltan tres, cuatro veces sobre la superficie del agua, como si estuviera hirviendo, como si fueran las palabras en una conversación entre personas sabias; uno de esos ríos que cuando empiezan a tomar consciencia de sí mismos se funden, mansos o entre olas, con las aguas saladas del mar… hay que decirle que se equivoca, que conoce únicamente una parte de la realidad: nuestro río en los años iniciales de vida.

    No solo es, con una constancia lunar, un riachuelo alimentado por regatas y arroyos, en sus primeros kilómetros; también él se deja caer, salta de peña en peña, salpica a las hierbas que le hacen reverencia, como un pájaro se sacude las gotas de rocío de la madrugada. El terreno, los mínimos cauces, juegan con el riachuelo como un crío caprichoso con un globo de agua. Sin embargo, aquel continuo fluir de agua no es inocente; sabe que el tiempo le dará la razón, que si dentro de cien mil años la Tierra no cesa de viajar por el universo, su infinita paciencia será capaz de decirle: «Tú jugarás conmigo, pero yo te moldeo a ti, como al húmedo barro». El nuestro es un río tan viejo como las montañas que le daban vida y él, generoso, se la devolvía llenando sus orillas de berros o juncos. En su corto correr por tierras amigas recibía el apoyo de arroyos que veían en él un buen final para sus vidas, incapaces, por sus propias fuerzas, de llegar al mar. Cuando se creía lo suficientemente fuerte para desembocar en la eternidad, sin saber cómo ni por qué, descubre multitud de hombres y mujeres trabajando en sus orillas; incluso fábricas o talleres. Ya tiene un nombre en los atlas de geografía, le han dado su DNI fluvial, aunque sea una rayita temblorosa, tan fina como un trazo descuidado de tinta azul sobre el papel. Inesperadamente, él mismo se convierte en tributario de otro río más importante, más ancho, más viejo, con más historia, más tranquilo. Se arrodilla, como un sacerdote ante Su Santidad. Mezcla sus aguas frías y ruidosas de la montaña con otras desconocidas, como el adolescente que hace el amor por primera vez, aguas lentas que hablan un idioma difícil de entender. Habrá de responder por otro nombre, se sentirá extraño viviendo en un cuerpo que no reconoce como suyo. Se siente un dinosaurio, grande, lento, quiere volver a ser una lagartija, pero no puede; es imposible. Conoce la quietud y cuando menos se lo espera se crece como un gigante que no tiene lecho suficiente y roba sus tierras a los campesinos, pero eso ocurre raras veces, casi nunca. Conoce en la adultez lo que se le negó en la infancia: la placidez de las aguas calmas durante cientos de kilómetros y el reflejo pálido de la luna llena. Conoce el sol tímido del amanecer y su impertinencia cuando domina la cúpula del cielo. Difícilmente podía imaginar en su impetuosa infancia que moriría recordando sus montañas, rodeado ahora de gente extraña. Las lejanas aguas que se batían llenas de entusiasmo contra las rocas siguen viviendo por toda la eternidad como una añoranza, como un alma fugaz o una estrella inmortal en el cielo abierto del Mediterráneo.

    El Ibañots es un río que lleva en él mismo el germen de la discordia y la división. En el Ibañotz todo es controvertido; le pasa lo mismo que a su amigo, que antes de acabar siendo, por fin, Etzegarate, tuvo que pasar por Etxegarate y por Etsegarate. Fue necesario que un consejo de lingüistas, unos tipos de barbas largas, levita y sombrero, recorriera caserío por caserío, buscando a los ancianos del lugar, y una aprobación del Colegio Interestatal de Ingenieros en Carreteras, Canales y Puertos para que nuestra polémica montaña llegara a tener una denominación razonablemente definitiva. Cuando ya tenían un nombre para designarla en los mapas catastrales, pudieron construir, por fin, una carretera para subir y otra para bajar. Las excavadoras, como gigantescos pelapatatas, mondaron su epidermis de musgo, helechos, ramas de pinos, zarzas, maleza en general y pinos que sobraban para cubrirla de duro asfalto y dejar que circulen automóviles y camiones. Ya podían esperar a la nieve.

    Es una discusión recurrente la que se provoca cuando se trata de concretar cuál es el auténtico y cuál el falso nombre del río; cuál es etimológicamente perfecto y cuál es un bastardo, una corrupción fruto de la ignorancia de los que hablan creyendo saber o de un secretario municipal mal de oído.

    Ibañotz versus Ibañots. Los defensores de la primera denominación apuestan por vincular el nombre del río con la frialdad de sus aguas, cosa cierta e indiscutible en cualquier época del año, incluso en septiembre, cuando el deshielo de la primavera ha quedado lejos y aún quedan rescoldos del calor del verano. Su argumento etimológico es: ibai, río. otz, frío. La ñ surge de la contracción de las dos palabras, Ibaiotz, se transforma en el habla coloquial en Ibañotz. Entre los defensores de Ibañotz encontramos a los puristas que, matizando y buscando la razon última del porqué de la ñ, afirman que el frío del agua es detectado con pie. Su argumento: ibai, río. Oña, pie. Otz, frío. Todo junto, Ibañotz. Sin embargo, esta teoría no ha cuajado en el entender popular.

    Entre los de la segunda denominación, en la diagonal del cuadrilátero, encontramos a quienes saben que no estamos hablando del frío del río, sino del ruido con el que sus continuos saltos golpean incansablemente las rocas que se ponen en su camino. Se ha llegado a concretar que el nombre original del río nació del caserío Korta, una hermosa construcción para cuatro familias del siglo XVII, propiedad del señor de Loynaz, uno de los pocos, pero muy poderosos, señores feudales de territorio, y arrendado a los Errotaxo, los cinco hijos de Tiburcio Sebaste. El incesante caer del agua hizo que los sucesores del patriarca se dividieran entre los que acostumbraron sus oídos al incesante ruido y, por lo tanto, no lo escuchaban, y aquellos a los que el ensordecedor sonido les expulsó de la casa paterna en busca de tierras, más silenciosas, donde pudieran escuchar los grillos o las cigarras por la noche. «Prefiero mil veces vivir junto al martillo de la forja que soportar el incansable caer del agua» dijo uno; «me pone más nervioso que el silbar del viento entre las ramas de los olmos una noche de cuarto menguante», se justificó otro al llegar a su tierra de adopción. Los atónitos oyentes no podían menos que hacerse cruces. Ibaiñots, cómo diablos si no se iba a llamar aquel maldito río. Ibai, río. Ots, ruido.

    Una cosa era indiscutible en esta eterna disputa. Nadie lo llamaba de una u otra manera indistintamente. A efectos de la narración, nos vamos a permitir denominar a este río Ibañots o Ibaiñotz indistintamente, aun a riesgo de asumir que se sufrirá la inquina de ambos bandos y la comprensión de ninguno. No hace falta decir que si a alguien, por ignorancia, despiste o simplemente desinterés, se le ocurría decir Ibaiñotx, recibía las miradas de desprecio y conmiseración que solo se le dirigen a un apestado o a un vagabundo sin patria.

    Los partidarios de Ibañots se habían extendido por la parte más alta de los valles que acompañaban al río a lo largo de su existencia entre nosotros, como un sembrador lanza a voleo su semilla en los campos de secano. Aunque llevaran generaciones o incluso se hubieran ido a vivir lejos de Bailara, no podían olvidar que el sonido del agua cayendo ocupaba un lugar en sus genes, como el tinte sonoro de una maldición.

    Corría entre sus aguas el rumor del desprecio del propio río hacia los que pronunciaban Ibañotx. Los och, como se denominaba despectivamente a los advenedizos. Gentes que habían venido a instalarse en el valle de Bailara atraídos por las mujeres o la industria, sin miedo ni respeto por el río milenario. Sibilinamente, entre la fría niebla o las ruidosas aguas, podía llevarse la vida o el espíritu de los que le insultaran. Los forasteros no lo sabían.

    En Erentsa no era difícil distinguir a las familias que huían del mínimo rumor del Ibañots de las que consideraban el suave pasar del agua, sobre todo de noche, cuando todos callaban, como una especie de banda sonora arrulladora para sus vidas; estos eran los del Ibaiñotz.

    Las primeras familias que llegaron a Bailara, huyendo de la tortura del ruido, se establecieron a media montaña. Había entre ellas cierta solidaridad con los habitantes primigenios, hartos de sufrir los enfados del río cuando este venía crecido. El senderillo de tierra que les comunicaba con el pueblo poco a poco se convirtió en un camino de bueyes que se embarraba con las continuas lluvias, después en uno empedrado y finalmente en una pista de cemento incapaz de ofrecer dificultad a los todoterrenos. La creencia en su arraigo a la tierra desde los tiempos del Paraíso Terrenal, el orgullo al mirar Erentsa a sus pies cada mañana, o lo que les resultaba más satisfactorio, contemplar el pueblo desaparecido en la niebla algodonosa las frías mañanas de invierno, les confería un aire de superioridad que solo ha remitido en las últimas generaciones.

    Las tardes melancólicas se suceden siempre a la celebración del funeral de los vecinos más populares. Nadie está locuaz hasta la semana siguiente, cuando se hace más patente la falta del compañero de mus, o su ausencia dando cuenta de la cazuelita o la fiambrera que le había preparado su mujer para cenar en su rincón favorito de la sociedad. Es en aquellos atardeceres cuando se reviven viejas anécdotas gracias a los jóvenes que, tímidamente, como patos acercándose a beber a un estanque, ponen el oído en las historias que rechazan escuchar en sus casas.

    Ya vinieron pues aquellos sabios, sin que nadie les hubiera llamado, a decirnos cuál era el verdadero nombre del río. ¿Os acordáis? Escucharon a unos y a otros, a los del tz y a los del ts. Por supuesto que cuando alguien, tímidamente, reivindicó el tx, ellos se dieron la vuelta con toda la indiferencia de que les dotaban sus doctorados.

    Era el pistoletazo de salida, todo el mundo tenía algo que aportar a aquella anécdota sucedida cuando todos eran más jóvenes y tenían más ganas de reír.

    Unos decían que era Mitxelena, porque lo conocían de una vez que estuvo en la televisión, otros que habían oído hablar de un tal Agudo, pero la mayoría defendía que a gente tan importante no se le había perdido nada en el pueblo y que el nombre del río les importaba un pimiento.

    Tuvieron que pasar unos pocos años para que, en el vespertino Unidad, viesen el rostro de los dos sabios presentando su libro sobre toponimia de la región. El alcalde había ofrecido un pequeño ágape a los dos doctores después de pasarse varios días preguntando a los vecinos por el nombre de aquella regata, de ese arbolado, de la pequeña colina y, por supuesto, de nuestro río. Ellos tomaban nota y grababan lo que decían y cómo lo decían, cuál era su entonación, las inflexiones de su voz. A la hora de la merienda-cena, el alcalde les preguntó por el resultado de sus investigaciones, todo fue como la seda, en perfecto acuerdo hasta llegar a la pronunciación del nombre del río. Koldo Mitxelena se mostraba más partidario de Ibañots. Manuel Agud, sin embargo, pensaba que la pronunciación correcta debía de ser Ibaiñotz. Al principio, uno y otro echaban mano de sus conocimientos filológicos para defender una u otra pronunciación. Sin embargo, conforme una moza guapa quitaba y ponía platos en la mesa, con el vino, como diablo que suelta la lengua y mitiga vergüenzas, la conversación fue aumentando de tono. No hace falta decir que los allí presentes, con una postura ya tomada desde antes de nacer, jaleaban al sabio que les daba la razón a ellos, a sus familias y a sus antepasados.

    Pero la gresca no quedó ahí. Batzurde, el bertsolari del pueblo, recostado en el mostrador, con el codo apoyado en la barra y un vasito de vino tinto en la mano, miraba la trifulca con sus ojos pequeños, irónicos y media sonrisa. Sin más ni más, empezó a echar unos versos. Él se consideraba un bertsolari de segunda división, nada que ver con los grandes que llenaban frontones, se presentaban a campeonatos y tenían el reconocimiento y la admiración de todos los amantes de la cultura popular. Él no. Justo se movía por Bailara, amenizaba alguna cena a la que era invitado, cantaba en la boda de algún amigo. Batzurde se guardaba sus bertsos para sí. Pero él no se podía morder la lengua ante aquellos dos sabios. Cayendo en la tentación de entrar en la discusión en la que estaban enzarzados los erentsarras desde hacía siglos y con los profesores discutiendo como dos campesinos iletrados, su voz sonó potente. Se hizo silencio en la taberna. A los dos doctores les crecieron los ojos. El público, entre risas, coreaba los últimos versos de cada estrofa.

    Terminado lo que tenía que decir, Batzurde apuró el vaso de vino, se secó los labios con el dorso de la mano, dejó unas monedas encima del mostrador, les deseó buenas noches a todos, se caló la txapela y, con las manos en los bolsillos, salió del establecimiento entre carcajadas que tardaron en extinguirse y comentarios de admiración del resto de los parroquianos.

    El hijo pequeño del caserío de Batzurde Bekoa falleció hace un tiempo, que pocos se atreven a precisar, pues para eso hace falta relacionarlo con algún suceso que haya quedado en la mente de la gente: la muerte de un personaje famoso, una riada espectacular o unos Juegos Olímpicos a los que nadie acudió. La falta de proyección pública de Batzurde se debía en realidad a su mujer, de la que nunca cantó nada en público. A Joxepi la traía por la calle de la amargura que aquella vida de bertsolari medio bohemio lo alejara de las responsabilidades del trabajo y la familia. «Eso para solteros», le solía repetir, «mira a Lazkao Txiki». Por no querer enfadar a su madre, a Leonardo, su único hijo varón, nunca se le ocurrió entonar un solo bertso, ni en casa con motivo de cualquier celebración ni a petición de sus amigos, siendo su padre quien era. Su nieta, sin embargo, con un mal genio que comenzaba a ser legendario, le ha tomado el relevo, pero no con los bertsos como era de prever, sino con esa música de ritmo machacón importada de los Estado Unidos: el rap. No tiene la timidez de su abuelo, pero sí su agudeza, la llaman de un sitio y otro porque a la gente joven le gusta escuchar a una chica que es capaz de humillar con la palabra a cualquier gallo que se crea más chulo que ella, aunque venga de pueblos lejanos y traiga su clac de colegas para jalear sus intervenciones. Batxu, como se hacía llamar la joven de cabellos azules o naranjas, comenzaba, igualmente, a hacer sus incursiones en el mundo del grafiti. Quienes observaban la vida del pueblo, sabían que, a Batxu, Erentsa pronto se le iba a quedar pequeño.

    La actuación del improvisado bertsolari calmó los ánimos de los dos expertos. Terminaron la cazuela de barro, carne cocida con tomate y el arroz con leche que siempre hacía Miren para las grandes ocasiones y ahora sí, el alcalde hizo un gesto al tabernero, dándole a entender que le apuntase el precio del convite. Sosegados, echando mano de argumentos filológicos que habían sido orillados por la pasión, se encaminaron, junto a la máxima representación municipal, al 600 recién comprado que les llevaría a la capital, donde, dicen, duermen los sabios.

    Tomax

    Las Viejas Montañas o Mentzarrak, como también las llamaban, indistintamente, estaban a varios días de camino de Erentsa. Aunque se utilizaran la ruta de los leñadores y varios atajos sin señalar que dictaba el sentido común, llegar a las Viejas Montañas implicaba dormir más de una noche bajo las estrellas.

    Tomax llevaba los últimos meses obsesionado por llegar a aquellas montañas donde nacía el Ibañoitz, tanto como los expedicionarios británicos del siglo XIX deseaban llegar a las fuentes del Nilo. Solía subir a la cumbre del monte Aintza, el más alto cercano a Erentsa, con los prismáticos tomados prestados a su padre, y repasaba los entresijos de aquellas montañas con la atención de un militar ante la sospecha de que allí se ocultaran tropas enemigas. Su primera impresión fue que aquellas grandes colinas se parecían demasiado a los cuerpos abatidos de media docena de venados sobre la tierra: marrones, suaves, redondeados… y muertos. Mirando con más atención, descubrió una serie de pliegues irregulares, aparentemente poco profundos. Por aquellas cicatrices, probablemente, resbalaba —se dejaba caer— el agua de la lluvia, compañera inseparable de Bailara. ¿Cuántas torrenteras eran necesarias para dar vida al Ibañots? Él tenía que saberlo.

    Gracias a los castigos, regañinas o chantajes emocionales por parte de todos los adultos que decían preocuparse por su educación, Tomax había llegado a la adolescencia reprimiendo su ansia de libertad, de vivir según sus instintos. En el fondo de su mente más salvaje, únicamente quería preocuparse por lo que le parecían necesidades básicas, rechazando todo lo artificial y utilizando lo que la naturaleza le ofrecía: agua, sol, productos de la tierra o los árboles. La civilización, había llegado a la conclusión, conduce a la guerra. Él quería vivir como los hombres primitivos, los que habitaron aquellas mismas tierras miles de años atrás, los que hicieron círculos con piedras en lo más alto de las colinas y nosotros llamamos cromlechs. Cada día estaba más convencido de que su auténtica casa no era en la que vivía con sus padres y hermano, rodeado de electrodomésticos, sino el bosque donde estaba construyendo una chabola con sus propias manos, un refugio donde pudiera ver llover sin mojarse y del que pudiera decir que, con todas las incomodidades del mundo, era su hogar.

    Sentado en una piedra, a resguardo del aguacero, oyendo el gotear de la lluvia en el plástico milagrosamente aparecido de la nada que hacía las veces de tejado impermeable, había decidido hablar con Rufino, el pastor. Seguro que le dejaría pasar con él este verano en su chabola de la montaña, aprendiendo a ordeñar ovejas, a hacer queso, a conocer las características de identificaban una oveja de otra, aunque tuviera quinientas a su cuidado. A vivir sin electricidad, yendo a por agua a la fuente. A limpiarse el trasero con hojas frescas. A vivir igual que hace mil años, en la naturaleza, no en un piso de ochenta metros cuadrados. Sin tener que aguantar la música a todo volumen de los vecinos, disfrutar del viento insistente entre las hojas o las ramas de los árboles, los cencerros lejanos de las ovejas inquietas y esos cielos que se rompen en azules pálidos las noches de tormenta. Tomax quería ser pastor, tener un perro fiel y prescindir de la ciudad.

    Realmente, ¿era buena idea pasar los previsibles ochenta años de su vida entre aquellas montañas, en aquella chabola, como un eremita? ¿No se podía convertir aquella naturaleza, tan amada al principio, en una especie de cárcel, en la que él mismo se hubiera encerrado para siempre, una cadena perpetua autoimpuesta? Con veinte, cuarenta, sesenta años… Siempre es mucho tiempo, toda la vida. ¿Toda la vida ordeñando, haciendo queso, malvendiéndolo a gente a la que no quería mirar a los ojos, silbando a su perro, gritando a las ovejas, mojado por la lluvia?

    ¿Por qué no lanzarse a los caminos, como un peregrino medieval? Sin coches, ni autobuses o trenes: andando. Quedarse trabajando por la comida y la cama en cualquier pueblo o caserío y la mañana menos pensada calzarse las botas de nuevo y seguir hacia adelante por un nuevo sendero, por carreteras secundarias. Solo necesitaba un cuaderno para escribir sus pensamientos y describir lo que le rodeaba. ¿A quién le puede interesar? Siempre habrá un pueblo donde llegar, los arcos de una iglesia donde refugiarse, un trabajo por hacer, un trozo de queso por comer, una persona por escuchar o un cuento por narrar.

    Por fin había llegado el verano que durante tanto tiempo había estado esperando. Alguna noche se van a conjurar los astros con sus deseos: su padre y su madre coincidirán haciendo el turno de noche, cada cual en su trabajo; no es imposible. Las líneas paralelas llegarán a tocarse, el infinito está ahí delante —pensaba— y entonces él podrá hacer realidad su deseo de pasar una noche en la montaña y como un lobo aullar a la luna, desnudo si esa noche es de viento sur. Era cuestión de estar atento como un cazador a la espera de su presa.

    Rotativos

    Entraron de noche, despacio, en silencio, como un ladrón que no tuviera prisa, como un tramo de procesionaria entre los pinos, como un mimo de puntillas. Los autos quedaron aparcados a la entrada del pueblo, ni los puentes de luces estaban encendidos, nada denotaba su presencia protegidos bajo los árboles. El ruido de los motores apenas rompía el silencio de la madrugada; no tardaron en callar. Dando la espalda a la línea de casas, el río no cesaba en su continuo sonar. Ibañots. Hacía unos diez minutos que una dotación había atravesado el pueblo, colocado un control que solicitaba identificación a los pocos automóviles que circulaban a esas horas. Quién sabe si aquella red colocada al azar entre los árboles podía cazar alguna paloma despistada. Pero un miércoles a las cuatro de la madrugada solo el reflejo de la luna se dejaba notar en el asfalto mojado.

    El último vehículo de la comitiva desempeñó idéntica misión, como un cirujano corta con sus pinzas la circulación entre dos puntos de una arteria para intervenir en ella.

    La sorpresa y las protestas de algún noctámbulo insomne fueron rápidamente acalladas por los agentes que le pedían la documentación y que le ponían cara a la pared como antaño se hacía con los alumnos díscolos. A pesar del sigilo, más luces de las previstas se encendieron en aquel preciso momento en que el Cuerpo de Intervención de la Guardia Civil estaba tomando Erentsa.

    Cada uno de aquellos individuos vestidos de oscuro y armado como un pirata para el abordaje de un barco enemigo sabía perfectamente cuál era su cometido. Quién tenía que tomar posición alrededor de la casa, una de las pocas que mantenía apagadas todas las luces de los cuatro pisos. Quiénes se tenían que mantener en la calle atentos a cualquier actuación hostil en su contra. Quiénes debían permanecer al costado de su vehículo como responsables. Quiénes, con el mismo sigilo de gato con el que habían entrado en el pueblo, abrían la puerta del portal para, como fieles hormiguitas, subir hasta el tercer piso. Quiénes habían de tapar las mirillas con precinto para evitar las miradas curiosas de los vecinos. Quiénes debían entrar en el 3.º A y quiénes debían evitar que nadie intentara asomar sus narices curiosas en una fiesta a la que no había sido invitado; pocos minutos de sueño les iban a quedar aquella noche.

    Junto a los individuos uniformados, dos hombres, el juez de guardia con un exhorto de la Audiencia Nacional y el secretario judicial que debía levantar acta, esperaban en el portal a que se les autorizara a subir. Hablaban cuchicheando, nerviosos, no era su primer registro, pero les era difícil disimular su inquietud ante una actuación judicial de esas características. Siendo un caso de terrorismo, nunca sabían con qué se podían encontrar. La misma tensión les impedía bostezar.

    Era una detención en principio rutinaria. No se trataba de un piso franco, ni se esperaba una respuesta armada por parte de los que, hasta entonces, se suponía que dormían, una familia normal y corriente. El padre trabajaba de encargado en la fábrica química. La madre, enfermera en una residencia de ancianos de Leku. Un mozalbete de quince años más aficionado a pasarse el día en la montaña que quemando cajeros automáticos con sus amigos y el pájaro a quien iban a detener: Xabier Soroa Mendiluce, alias Zanpa. Que se supiera, era simplemente colaborador de la banda terrorista, pero nadie podía garantizar que no tuviera bajo la almohada alguna pistola que vigilara sus sueños. El informador que tenían en el pueblo había hecho su trabajo. Siempre es mejor ir sobre seguro.

    El teniente coordinador del operativo sabía que su mejor arma para dirigir esta operación, además de sus años de experiencia policial, era la adrenalina que le mantenía atento, con los cinco sentidos alerta; sí, el estrés le podía salvar la vida siempre que lo mantuviera bajo control. Tensionado ante cualquier eventualidad. Esta noche, sin embargo, era distinta; su nivel de adrenalina en sangre era mínimo. Imposible concentrarse en su trabajo. Funcionaba, como suele decirse, por inercia, casi mecánicamente, como por la rutina que crean las acciones repetidas una y otra vez. Lo había aprendido en los cursillos antiterroristas y él lo había repetido a sus subordinados: no fue la curiosidad lo que mató al gato, sino la relajación.

    Su cabeza estaba pendiente del SMS que debía de enviar su mujer cuando Inés, su hija, llegara a casa. Antes de bajar del Patrol había consultado su teléfono móvil por última vez. Ninguna novedad ¿Dónde diablos estará una cría con diecisiete años a estas horas? ¿Tirada borracha en un callejón? ¿Dándose el lote con algún batasuno? O simplemente durmiendo en casa de una amiga: «Lo siento, papi, tenía mucho sueño y se me olvidó llamar a casa», se justificará al día siguiente como si aquí no hubiera pasado nada. «Céntrate en tu trabajo y deja de lado a la cría, ahora no es momento de ocuparse de ella. Aquí te estás jugando tu vida y la de tus hombres», se dijo el mando a sí mismo.

    Subieron lentamente los peldaños de terrazo, como un marido que llega bebido a las tantas de la madrugada, preocupándose de que no se apague la luz, oyendo únicamente el lejano tictac del reloj de la escalera en el silencio de la noche. Llegaron al rellano con las armas montadas, sin el seguro; se colocaron a derecha e izquierda de la puerta del 3.º A. El encargado del ariete lo balanceó con fuerza, cogió impulso y descargó sus catorce kilos de peso, toda su fuerza, contra la cerradura, que saltó por los aires. La puerta quedó hecha astillas. Tras un fuerte empujón, los agentes entraron entre gritos cavernosos, intimidatorios a esas horas de la madrugada. Se movían por la casa como si fuera la suya propia. El oficial no tuvo necesidad de desplegar el plano de la vivienda que tenía bien doblado en el bolsillo del pantalón, conocían la distribución de la vivienda al dedillo. Era una operación bien preparada.

    Un hombre somnoliento, despeinado, con los ojos entrecerrados, legañosos, vestido únicamente con un pantalón corto y una camiseta de propaganda de un taller de chapa y pintura de la localidad, descalzo, intentó alcanzar a la puerta de su habitación. No llegaba a la cincuentena de años.

    —¿Qué pasa aquí? —En el rostro del individuo se reflejaba la perplejidad que estaba viviendo. Recibió un fuerte empujón que le golpeó contra la pared del pasillo. La vivienda comenzó a llenarse de gente armada y enmascarada. Una vez considerado que estaba la situación bajo control y sin oposición de resistencia, el capitán dio orden de avisar al juez y al secretario.

    —Soy el juez De la Cuesta, tengo un exhorto de la Audiencia Nacional para detener a Xabier Soroa Mendiluce, alias Zanpa. Tenemos igualmente una orden para el registro de su domicilio. —Le pusieron delante de la cara un papel con membretes, sellos azules y firmas orgullosas de sí mismas. Los policías, antes temerosos y con la tensión propia del cazador que sabe que se arriesga ante su presa, paseaban ahora arrogantes y satisfechos por el barco apresado.

    —Xabier no está. Llamó diciendo que pasará un par de días fuera, en Coruña creo que dijo. Como es autónomo aprovecha si tiene algún reparto lejos para hacer algo de turismo. No me dio más explicaciones.

    Nada en la decoración de la casa podría vincular a aquella familia con unos terroristas. Un gran cuadro en relieve imitando a madera labrada y pintada con los escudos de las siete provincias de Euskal Herria presidía el salón, justo sobre una televisión que, como una reliquia, llamó la atención de más de un guardia.

    —Esta orden nos autoriza a registrar su casa y llevarnos aquellos objetos que consideremos relevantes para la causa que se incoa contra él.

    —¿Incoa?

    —Contra su hijo. —No ser recibidos a tiros dio cierta tranquilidad a los agentes.

    —Señálenos cuál es la habitación de Xabier —le indicó el guardia que parecía dirigir la tropa, el que llevaba la voz cantante. El paisano caminaba delante, haciendo sin saberlo la función de escudo.

    La comitiva entró en un dormitorio relativamente grande para el tamaño de la vivienda. Una cama bien hecha. Un armario ropero. Una torre de ordenador en el suelo, su monitor y teclado sobre una mesita de trabajo más o menos en orden. Una pared con pósteres, la mayoría de ellos relacionados con la izquierda abertzale y modelos famosas en bañador, como recuerdo de una adolescencia que no hacía mucho había superado. Sobre la cama, en el lugar de la pared que ocupaba un crucifijo en casa de sus abuelos, el dibujo que diseñó Chillida en los años 70 para Gestoras Pro Amnistía. El logo estaba orlado con las fotos adosadas de media docena de jóvenes. En una estantería, novelas best seller del Círculo de Lectores, un ejemplar de Amaya o los vascos en el siglo VIII y el libro de Joseba Elósegui Quiero morir por algo. La habitación de cualquier joven de veintidós años que vive con sus padres. Los policías comenzaron a hacer su trabajo.

    —Mi mujer tampoco está en casa. Esta semana tiene turno de noche en la residencia. —La puerta del dormitorio de matrimonio estaba abierta. Una cama doble en la que había dormido una persona. Su ropa interior estaba tirada de cualquier manera sobre un tocador. La ventana estaba abierta, olía la noche dentro de aquella habitación.

    El sentimiento de vergüenza le duró poco a Juan Mari. «No tengo que dar explicaciones a estos invasores. Esta no es una visita de cortesía precisamente», pensó.

    —Me van a dejar la casa patas arriba —protestó, entre el enfado y la resignación.

    —Es lo que tiene criar a un terrorista.

    «Mi hijo no es ningún terrorista», pensó responder, pero se calló; no quiso entrar en discusión con un individuo armado rodeado de sus lacayos. Él sabía muy bien cómo había educado a su hijo.

    Tomax dormía siempre con el sueño profundo de los adolescentes. Más de una tormenta se había descargado sobre el valle, teniendo en vilo a todo el pueblo, con toda la parafernalia de truenos y rayos —alguno cayó sobre el campanario de la iglesia que estaba enfrente de su casa con el estruendo de un obús—, pero el chico no la oía, acaso se giraba para cambiar de postura.

    Cuando su padre encendió la luz y su habitación, más pequeña que la de su hermano, se llenó de uniformados y pudo abrir por fin los ojos, se preguntó ante aquella visión de lo increíble:

    Zer da hau, aita[1]?

    —Despierta, muchacho, que tenemos que hacerte unas preguntas —dijo un agente sin contemplaciones.

    Tomax se fijó en la pistola que tenía a pocos centímetros de su cara y en los inquietantes ojos azules que tenía el individuo enmascarado. «Este tío parece un marciano», le dio por pensar entre sueños.

    —¡Yo no he hecho nada, aita! —Miró suplicante a su padre—. ¿Qué quiere esta gente que entra en mi habitación a estas horas de la madrugada?

    Tomax se sentó en la cama, el contacto con la pared le dio cierta seguridad.

    —Han venido a detener a tu hermano. —La noticia le terminó de despertar.

    —Xabi no ha hecho nada —exclamó, rabioso.

    —¿Oye, tú sabes dónde está?

    —No. Él siempre está por ahí con sus repartos, es su curro.

    Mientras tanto, su intimidad era violada. Abrían los cajones de la mesita de noche, el contenido caía al suelo, revolvían entre su ropa blanca con guantes sucios. Golpeaban el fondo del armario buscando sonido a hueco, revolvían sus libros del colegio, cuadernos, buscando algo que les llamara la atención. Su mesa de trabajo, el altillo del armario, debajo de la cama… nada escapaba a aquellas manos ansiosas. Un ejemplar de Tom Sawyer-en abenturak[2] cayó al suelo, un guardia sin rostro lo ojeó rápidamente.

    —Hay que joderse —dijo, dejando caer el libro de nuevo.

    Al contrario que su hermano, tenía pocos libros en la habitación. Justo los escolares; «a mí me gusta leer la naturaleza, no los papeles», se había dicho a sí mismo más de una vez.

    En una gran bolsa de plástico negra metieron el ordenador, varios libros y objetos que les parecían sospechosos y que querían investigar detenidamente: el logotipo de Chillida con las fotos, varios libros sobre montañas de Euskal Herria, algunos sobre Iparralde, un álbum con fotos y unas pequeñas dianas de tiro al blanco con perdigones de copa, agujereadas.

    —Tengo entendido que disponen ustedes de un local o garaje en la planta baja de este mismo edificio.

    —Así es —respondió Juan Mari, entre el miedo y el mal humor.

    —Acompáñenos a registrarlo.

    Una parte de los hombres armados quedaron en la vivienda, con Tomax descalzo, con un pantalón corto sobre los calzoncillos y una camiseta blanca de tirantes; la otra, con su jefe, una docena de hombres y la comitiva judicial, bajaron al garaje. Aquellos individuos, no necesariamente altos pero, sin duda, en buena forma física, se paseaban por la casa como por tierra conquistada; seguían descolgando cuadros, fisgando en los armarios de la cocina, dando patadas a los muebles.

    —¿Es guay quemar cajeros, eh? —dijo uno en tono burlón.

    —Un poquito de gasolina, una cerilla… y hala, viva la kale borroka, ¿se llama así, verdad?

    —No sé de qué me habla —respondió Tomax lo más firmemente que pudo, aguantando el temblor de sus piernas.

    —Lo sabrás cuando vengamos a por ti.

    Tomax los veía pulular por la casa, con derecho a hacer lo que les diera la gana. De repente, pensó que sin la metralleta colgada del hombro ni la pistola del cinto igual no eran tan chulos. Recordó Los Keystone Cops que había visto no hace mucho en un documental sobre los inicios del cine. Si les quitaran los pasamontañas y les pusieras un salacot y un abrigo sujeto por un grueso cinturón, podrían correr dando saltitos, persiguiendo coches prehistóricos o cayéndose en charcos embarrados. Sus pensamientos le llevaron al leve movimiento de labios de una sonrisa.

    —¿Qué, te parece una situación graciosa?

    Tomax tentó al diablo.

    —Es que me estaba acordando de Los Keystone Cops.

    —¿Y qué cojones es eso?

    —Un videojuego de unos policías intergalácticos que van armados con rayos láser y todo eso.

    —Pues yo no conozco ese juego, y juego bastante.

    —Es que me lo han traído de Francia, es en CD-ROM —respondió con miedo de verse pillado.

    Juan Mari bajó con las llaves del garaje en la mano. Se ubicó delante de la puerta abatible. Los policías se situaron a derecha e izquierda de la puerta, por si les recibían con una granizada de balas. La falta de aceite se hizo más patente a esas horas de la madrugada. Encendió la luz. Un Renault Mégane correctamente aparcado, estanterías, cajas… y un fuerte olor a humedad. El Ibañots, a pocos metros, arrastraba hojas muertas, manso entre tinieblas.

    —Ponga punto muerto y empuje el coche hacia afuera. —Era una voz acostumbrada a mandar. Quitó el freno de mano y así lo hizo.

    Cajas con libros, radios viejas, vajilla de cocina, garrafones que habían transportado vino clarete de San Martín de Unx, herramientas de bricolaje, un taladro, botes de pintura, brochas de distintos tamaños…

    —Esa es la pintura que emplean sus hijos para hacer pintadas a favor de la ETA y los presos, ¿verdad?

    —Oiga, esa es la pintura de pintar las puertas de mi casa, Titanlux. Mis hijos no hacen pintadas a favor de nadie. Ahora, que yo sepa, utilizan espray.

    —No se me ponga chulo que le calzo una hostia, ¿eh?

    Abrieron todas las cajas, esparcieron su contenido por el suelo, más de un plato de loza se estrelló contra el suelo y al final le dijeron:

    —Nos llevamos estos disquetes de ordenador, ¡a saber lo que contienen!

    Comenzaba a clarear el día cuando el secretario judicial se dirigió a Juan Mari.

    —Nos llevamos todo esto, firme aquí, por favor, esta copia del acta. Se le comunicará cuándo podrá pasar a recoger estas pertenencias.

    —Gracias por su colaboración —dijo el guardia al mando, en un tono de voz que Juan Mari no supo descifrar si era cínico, irónico o sincero.

    No se molestó en responder. «Yo no soy un colaboracionista», se dijo a sí mismo.

    Con menos orden del que

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