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Alicia en el país de la alegría
Alicia en el país de la alegría
Alicia en el país de la alegría
Libro electrónico593 páginas9 horas

Alicia en el país de la alegría

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Información de este libro electrónico

El relato de Nieves Álvarez se vertebra en torno a los recuerdos de una niña para quien la vida, a pesar de lo sórdido de la época en que transcurre su infancia, es un jardín lleno de luz y de misterios. Con una gran habilidad, la autora construye un espacio lírico en el que la memoria fluye como un caudal narrativo que arrastra anécdotas, peripecias y vivencias de unos personajes zarandeados por el destino y su inclemente ventisca. (…) Nieves Álvarez realiza un ejercicio literario de recreación histórica a partir de sus propias experiencias vitales. Llegados a este punto, sospecho que la novela es, de algún modo, una confesión. (…) Alicia en el país de la alegría es una novela con muchísimos méritos. Una novela a la altura de las que nos regalaron otras grandes escritoras sobre la misma temática: Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Almudena Grandes, Josefina Aldecoa, Carmen Laforet… Quien se asome a sus páginas no se sentirá defraudado en ningún momento. Más bien al contrario. Hallará en ellas un laberinto de emociones y de experiencias humanas que son, que fueron o que pudieron ser las nuestras, o las de nuestros compañeros de viaje en la aventura de sobrevivir al franquismo. Nadie quedará al margen de esta historia. Todos formamos parte de ella en mayor o menor grado. Y ese es, ni más ni menos, el legado que nos dejan las gran- des obras de la literatura universal. (J. R. Barat)
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 sept 2020
ISBN9788412233056
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    Alicia en el país de la alegría - Nieves Álvarez

    brazo.

    EN LA CAMA DE MI ABUELA

    Todas mis amigas tienen dos abuelas: la madre de su padre y la madre de su madre. Yo no tengo ninguna. Mi madre dice que las he tenido, pero que ya no están porque se han ido al cielo. No sé si será por eso, pero me gusta mucho mirar al cielo. Quisiera ver a mis dos abuelas allí, juntas, contando historias.

    No tengo ninguna abuela porque la madre de mi padre se fue al cielo cuando él era muy pequeño, y la madre de mi madre cuando yo tenía dos años. Y, claro, era tan pequeña que no la recuerdo. Ella dice que me tengo que acordar, porque pasaba las horas muertas en su cama, jugando. ¿Por qué se llamarán horas muertas? A mí me parece que deberían llamarse horas vivas, pero nadie me hace caso.

    Mi abuela, durante esas horas muertas tan vivas, me contaba cuentos, jugaba conmigo al veo-veo, dibujábamos... Un día, haciendo un collar de escaramujos, me tragué unos cuantos y me puse mala. Como no encontraron al médico, fueron a llamar a doña Irene. Ella es la que más sabe de remedios que lo remedian todo: uñeros, torceduras, clavos, alcaparras. Los de Madrid las llaman garrapatas y yo no sé por qué, no chupan la sangre de las patas, sino de debajo del sobaco, las muy cochinas.

    Doña Irene dijo que había que lavarme el estómago y el intestino. Nadie sabía cómo se podía hacer eso, pero ella sí. Tuve que beber un potingue que sabía a rayos. Se llama aceite de ricino. Estuve varios días que me iba por la pata abajo. Me pasaba horas en el corral de mis abuelos. Tuve que beber mucha agua y comer acederas, para no deshidratarme. Mi hermana tenía siempre lleno el botijo y mi padre fue al prado de arriba, donde están las mejores acederas; debe de ser por eso que no me gusta verlas ni en pintura.

    Aprendí la lección. Del campo se comen muchas cosas: acederas, panecillos de la Virgen, zapatitos del Niño Jesús, pipas de girasol, calabaza, melón, sandía, espigas (cuando están verdes), zarzamoras (que son moras de zarza) y las moras de árbol (a las que todo el mundo llama moras, a secas, pero yo llamo arbolmoras); bueno, pues todo eso se puede comer, pero los escaramujos, no.

    Si tengo suerte y está de buen humor, mi madre me cuenta alguno de los cuentos que solía contarme mi abuela.

    Había una vez una familia pobre, muy pobre, tan pobre que solo tenía una gallina. La gallina ponía todos los días un único huevo. Ellos, unas veces cambiaban el huevo por pan y otras veces se comían el huevo sin pan. Incluso, algunas veces, cambiaban el huevo por pan y dejaban el pan para poder comérselo con huevo al día siguiente.

    Mi madre, en este punto del cuento, siempre dice lo mismo:

    —Un huevo para dos no está mal. Hay gente tan pobre que tiene que repartir un huevo para tres o para cuatro.

    Tengo mucha suerte de poder comerme un huevo entero.

    Tuvieron una hija y decidieron dar el huevo a la niña. Ellos se las arreglaban recogiendo en el campo todo lo comestible. Pero un buen día, de pronto... ¡Vaya sorpresa! Vieron que el huevo ¡era de oro! Se pusieron tan contentos, que bailaron, cantaron y besaron a su hija, mucho, mucho, mucho, más que nunca. Luego, fueron al mercado, lo vendieron y compraron comida: leche, pan, huevos, de todo. Desde entonces, todas las mañanas, encontraban un huevo de oro. Su suerte había cambiado: pudieron comprar comida, ropa, zapatos, incluso un colchón y una cama, porque la que tenían estaba muy vieja. Eran muy felices los tres juntos con su gallina de los huevos de oro. La cuidaban, la alimentaban bien, la acariciaban. Todo era perfecto. Pero un día, el padre comenzó a pensar y pensar y pensar. Tras mucho pensar, dijo a su esposa: ¿por qué tenemos que esperar al día siguiente para conseguir un nuevo huevo de oro? Es mejor abrir a la gallina y sacar de una vez todo el oro que tiene dentro. La mujer no estaba de acuerdo, tenían todo lo que necesitaban ¿para qué querían más? Porque así no tendremos que esperar al día siguiente, nunca más, dijo el marido. Dicho y hecho. Sin que se enterase su mujer, abrió por la mitad a la gallina. Pero... ¡Dios mío!, para su desgracia, la gallina estaba muerta y no tenía dentro oro, sino lo que tienen todas las gallinas del mundo: carne, sangre y huesos. La niña, que le había cogido mucho cariño a la gallina, se puso a llorar y a llorar y a llorar. La madre no podía consolarla: las dos estaban muy tristes. El padre no sabía qué hacer. Ninguno de los dos pudo consolar a la niña: habían matado a la gallina de los huevos de oro, que además, hacía feliz a su hija. No les quedaba nada. Pasó el tiempo, se les acabó la comida y comenzaron a echar de menos a la gallina que les daba cada día un huevo normal para poder alimentarse. Pero así son las cosas: la avaricia rompe el saco. Y colorín colorado por la chimenea se va al tejado, y colorín colorete, recoge la palabra y vete.

    Cuando mi madre termina de contarme el cuento siempre dice lo mismo:

    —Así que ya lo sabes, Alicia, debemos conformarnos con lo que tenemos. Si somos pobres no es bueno querer ser ricos; podríamos llegar a ser más pobres aún.

    Pero mi padre no es de la misma opinión y, si está presente, cuando mi madre me cuenta el cuento, afirma:

    —No digas eso, mujer. Mira, Alicia, yo conozco otro final para ese cuento: la madre, que era muy previsora, había guardado el último huevo de oro de la gallina. Con lo que le dieron de su venta compraron varias gallinas y sembraron trigo. Así consiguieron un trabajo, tuvieron pan y huevos para comer. Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad.

    Luego mi padre me acaricia el pelo y mirando a mi madre dice:

    —Alicia estudiará, labrará su futuro y si encuentra la gallina de los huevos de oro no la matará, administrará su suerte, con generosidad y honradez, ¿verdad, Pitusina?

    Yo digo que sí, porque quiero estudiar, eso lo tengo muy claro. No entiendo qué significan las palabras honradez y generosidad, pero debe de ser tan bueno como mi padre: todo el mundo dice que mi padre es un hombre honrado y generoso. Lo del futuro tampoco lo comprendo; además, falta mucho para que llegue. Pero mi padre dice que el futuro acaba llegando, aunque siempre vivamos en presente. Y si él lo dice, debe de ser verdad.

    Según mi madre, mi abuela contaba tan bien los cuentos, que daba gusto escucharla. Además, no estábamos solas, había otros niños y niñas. A veces, venía a jugar conmigo y con mi abuela un niño que se llama Sergio y vive en Madrid. Solo viene para las fiestas, no siempre, y casi todos los veranos. Tienen una casa en la plaza. Antes de que yo naciera, mi familia vivió en esa misma casa. Es grande, con dos pisos, como la nuestra. Tiene corral y un pozo que está cerrado con una piedra redonda encima y un gran cerrojo. Dicen que allí, hace muchos años, se ahogó un chico joven que no quería ir a la mili. Pero de eso no se habla. Mi madre dice que es mentira y mi padre dice que, sea mentira o verdad, es agua pasada y agua pasada no mueve el molino.

    En verano, Sergio y su familia se quedan más de dos meses en el pueblo. Unos días antes de que lleguen, mi madre y tía Federica limpian la casa a conciencia. Hay mucho polvo, pero no hay pelusa. La pelusa solo se esconde en los rincones y debajo de las camas en las que vive gente ¿no te parece curioso?

    El padre de Sergio no viene nunca. Yo ni siquiera lo conozco. Dicen en mi pueblo que antes venía. Era amigo de mi padre. Pero de eso tampoco se habla.

    Algunos niños de mi pueblo son un poco brutos, sobre todo con las niñas. Si nos descuidamos, vienen por detrás, nos suben las faldas, nos bajan las bragas y echan a correr. Nos tiran piedras o nos llaman y se esconden. Una vez leí un cuento de los hombres prehistóricos y son igual de brutos.

    Sergio es diferente. Él no hace ese tipo de cosas. Le gusta leer, hablar, escuchar. Dice Mari Puri que es un soso, pero no es verdad, solo es de otra manera. Por eso me gusta hablar con él.

    Cuando Sergio viene al pueblo, me pongo muy contenta, pero no se lo digo a nadie. Es mi secreto.

    No recuerdo cómo era Sergio de pequeño, cuando venía a jugar conmigo a la cama de mi abuela y juntos escuchábamos cuentos. Ahora no lo veo mucho y, cuando lo veo, aunque me gusta hablar con él, me da mucha vergüenza. Siempre lleva ropa de domingo. Bien peinado, serio y con gafas, parece mayor. Pero es que lo es: tiene cuatro años más que yo. Por eso, él sí que se acuerda de los cuentos que contaba mi abuela. Es un suertudo.

    Ver los dibujos que forman las estrellas es muy divertido. Mari Tere, Mari Loli, Mari Puri y yo, jugamos todos los veranos. Nos tumbamos boca arriba sobre la hierba y miramos al cielo. Para jugar solo se necesita imaginación.

    Mi madre dice que a mí me sobra imaginación y me falta cordura. O sea, que estoy loca. No me importa estar loca, pero no quiero que me lleven al manicomio como a la tía de Mari Loli, que un día comenzó a dar voces y su familia avisó a los loqueros, le pusieron una camisa para que no pudiese escapar y se la llevaron a la fuerza.

    Yo no quiero que eso me pase a mí. Además, si es por dar voces, se tendrían que llevar antes a mi madre y a mi hermana, ellas son las que más voces dan de toda mi familia. Pero tampoco quiero que se las lleven a ellas, yo sé que no están locas: son así, lo mismo que yo.

    A la tía de Mari Loli se la llevaron hace más de un año y no la han vuelto a traer. Lo de su tía es para siempre y eso debe de ser mucho tiempo. Al infierno también se va para siempre y allí se escucha el llanto y el crujir de dientes. En el manicomio debe de ser igual: locos gritando todo el día, para siempre. Yo no quiero ir para siempre a ningún sitio, quiero quedarme para siempre en mi casa, con mi familia.

    Pensar estas cosas me pone muy triste.

    —¿Qué pasa, Pitusina?

    —Que no quiero ir al manicomio ni al infierno, para siempre. ¿Tú crees que estoy loca y que soy mala?

    —Por supuesto que no ¿quién te ha dicho eso?

    —Mami. Dice que estoy loca y que todo lo hago mal.

    —Tu madre lo dice cariñosamente. Quiere decir que eres un poco traviesa.

    Menos mal que tengo a mi padre para interpretar lo que quiere decir mi madre.

    —A ti lo que te pasa es que te has enterado de lo de la tía de Mari Loli, ¿a que sí? —asiento con la cabeza—. Pues no te preocupes, no voy a permitir que vengan a por ti para ponerte una camisa de fuerza y llevarte al manicomio. Tampoco te preocupes por el infierno, que allí no van a dejarte entrar, lo pondrías patas arriba, ¡menuda eres tú! Además, la eternidad se pasa volando, ¿lo ves?

    Entonces mi padre coge un molinillo de viento y dice:

    —Mira, Pitusina, ¿ves estas semillas de dientes de león?

    —¿Dientes de león? ¿Se pueden sembrar los dientes de un león? ¿Cómo les quitan los dientes a los leones? Además, aquí no hay leones.

    —No, Pitusina, no son dientes de león, son plantas.

    —¿Si no son dientes de león, por qué les llamas dientes de león? Es que claro, así me hago un lío.

    Mi padre me explica que los molinillos de viento se llaman así porque las hojas de la planta tienen forma de dientes de león. Luego sopla el molinillo y los dos observamos cómo las semillas vuelan por todas partes, sin control, hasta que desaparecen.

    —Lo ves, eso es la eternidad: un movimiento continuo. Ahora, las semillas que han caído en la tierra, echarán raíces y nacerán otras plantas; de esas plantas surgirán nuevos molinillos de viento que volverán a deshacerse, cuando alguien las sople o las mueva el viento, para seguir volando y volando y volando. Nacen, mueren y vuelven a nacer. Esa es la eternidad. Una eternidad muy hermosa ¿no te parece?

    Digo que sí y le doy muchos besos.

    Mi padre explica las cosas como si fuesen cuentos. Bueno, pues lo mismo hace Sergio. Cuando habla parece que me está contando un cuento, pero no mentiras, sino historias que son verdad. Eso es lo que pasó ayer, cuando vio las estrellas con Mari Loli y conmigo. Mientras nosotras decíamos lo que veíamos (un niño, una campana, un huevo, un tren), él nos contaba historias de estrellas que forman figuras, constelaciones y caminos en el cielo: Constelación de Orión, Vía Láctea, Osa Mayor, Osa Menor. Mientras habla, a mí me parece que los tres estamos flotando por el universo. Esto también debe de ser la eternidad. Una eternidad que me gusta mucho.

    Los ojos de Sergio brillan, se transforman, mientras nos cuenta cosas de las estrellas. Mari Loli dice que lo que pasa es que Sergio me hace tilín, que me gusta, vamos. Yo le digo que no, que eso es una tontería y me pongo colorada como un tomate. Pero, aunque diga que no, creo que Mari Loli tiene razón: me gusta mucho ver las estrellas con él, estar cerca, tan cerca que puedo aspirar su aroma. Huele muy bien y sabe mucho, casi tanto como mi padre, que ya es decir.

    Esta noche he soñado con Sergio y las estrellas. Los dos, cogidos de la mano, flotábamos, éramos estrellas. Desde lo alto, nos podíamos ver a nosotros mismos, tendidos boca arriba sobre la hierba, contemplando el cielo. Y claro, como estábamos volando, quise buscar a mis abuelas. Quería preguntarles muchas cosas y darles los besos que no les he dado durante tantos años sin ellas. Pero no pudo ser, me desperté antes de encontrarlas.

    Como es domingo mi padre está aquí, en casa. Me levanto, le doy muchos besos y abrazos y le cuento lo que he soñado, sin hablarle de Sergio, por supuesto. Mi padre, una vez más, me cuenta una historia:

    —Cuando yo era pequeño, tan pequeño como tú, hablaba mucho con mi padre. Tu abuelo era sastre y un hombre bueno y trabajador. A veces, después de morir tu abuela, los dos nos sentábamos a la puerta de nuestra casa a mirar las estrellas y yo (como tú haces ahora conmigo) aprovechaba para preguntarle cosas que no entendía. Un día le pregunté:

    Padre, ¿tú sabes dónde está madre?

    Él me abrazó, miró hacia arriba, señaló una estrella, la más luminosa del firmamento y dijo:

    Ahí, en esa estrella está tu madre.

    Me gusta mucho lo que me está contando mi padre, tanto que lloro de alegría. Entonces, es verdad, mi abuela no está muerta, sigue viviendo en una estrella. Eso es estupendo.

    —¡Qué alegría!, Mapa, pero... ¿cómo podemos verlas nosotros? —pregunto—; no las podemos ver ahora, así, mirando hacia arriba, ni tampoco las he podido ver mientras flotaba por el cielo en mi sueño. ¿Crees que podré verlas cuando me muera? ¿Yo también tengo una estrella, reservada para mí?

    —Despacio, Pitusina, despacio. No puedo contestar a todas tus preguntas al mismo tiempo. Porque mira, ahora que soy mayor, que he leído mucho, sé que las estrellas también mueren, pero no sé adónde van y ya no está mi padre para poder preguntárselo. Nadie me ha podido responder a esa pregunta, nunca. Lo importante, Alicia —cuando mi padre me llama Alicia es que me va a decir algo muy serio—, es el tiempo que estamos aquí. Durante ese tiempo, que es nuestro tiempo, tenemos que ser honestos, trabajadores y no pasar por encima de los demás, ¡nunca! ¿Comprendes, Alicia?

    Yo digo que sí, pero cuando mi padre habla en serio, no termino de comprender lo que dice.

    —Mira, Pitusina, mira ¿quieres tener tu propia estrella?

    —¿Mi propia estrella? Sí, Mapa, sí. ¿Es posible?

    —Claro. Mira, esta noche, los dos juntos buscaremos en el cielo una estrella para ti. Tienes que fijarte muy bien, para poder buscar tu estrella siempre que quieras. Le puedes poner un nombre. Esa, la que tú nombres, será tu estrella.

    —¿Así de fácil? El nombre de mi estrella será Alegría; ¿te gusta? Pero... ¿qué puedo hacer con mi estrella?

    —Un nombre muy bonito, Pitusina. Cuando elijas tu estrella, podrás mirarla, acompañarla, sentirla, sonreír cuando la veas. Escribir historias en las que tu estrella será la protagonista.

    —Oye, Mapa ¿tú tienes una estrella?

    —Mi estrella es la estrella en la que dijo mi padre que vivía mi madre. Esa estrella me ha hecho mucha compañía. Sobre todo, cuando estoy solo y triste. Mi estrella se llama Estrella Polar, es la que más brilla.

    —Tú no estás solo, Mapa, estás con nosotros. ¿Puedo compartir contigo la Estrella Polar?

    Mi padre no contesta, yo creo que no me ha escuchado, está triste. Tal vez se acuerde de cuando murió su madre o su padre. Le doy un beso y él me toma del hombro. Yo coloco mi cabeza sobre su pecho y escucho cómo le late el corazón. Entonces sé que me quiere tanto, tanto, tanto, como yo lo quiero a él. Esa sí que es la eternidad que más me gusta de todas las eternidades que conozco.

    Puede que un día, cuando sea mayor, lo comprenda todo y descubra adónde van las estrellas cuando mueren. Incluso, puede que ese día encuentre a mis abuelas.

    A LA HORA DE COMER

    En mi casa nunca sabemos cuántos seremos a la mesa a la hora de comer. Mi madre, por si las moscas, siempre echa al puchero un puñado más de lentejas, garbanzos, pipos, arroz o cualquier comida que piense poner al fuego para el primer plato. De segundo (somos muy afortunados, porque tenemos todos los días un segundo, lo que no sucede en todas las casas de mi pueblo) suele poner albóndigas, croquetas, empanadillas, tortilla; pescado o pollo solo los domingos. No siempre alcanza para todas las personas que nos sentamos a la mesa, pero mi madre lo arregla con un huevo, un trozo de chorizo, unas patatas fritas. El postre, casi siempre, es fruta: naranja, manzana, sandía, melón. Los días especiales hay natillas, flan, leche frita o bizcochos de soletilla con nata y confites muy pequeños, por encima. A mí, el postre que más me gusta es el flan con mucho caramelo. Además, cuando mi madre hace flan, también hace un caramelo para mí. Ese caramelo es el más rico de todos los caramelos ricos que he comido nunca.

    Si no sabemos cuántos vamos a ser para comer, no es por culpa de nuestra familia. Nosotros somos cinco: mi padre, mi madre, mi hermano, mi hermana y yo. Aunque, claro, a veces ni mi padre ni mi hermano comen en casa. Mi hermano porque estudia en Ávila y se lleva la comida, y mi padre porque esté trabajando en la cantera grande o en el Canto del Bollo, que están lejos del pueblo, o cuando va a otro pueblo y, entonces, no puede venir a comer, ni a cenar, ni a dormir, ni a desayunar. Pero eso mi madre lo sabe todos los días por las noches, antes de expurgar las lentejas, los garbanzos o los pipos para ponerlos a remojo.

    Además, aunque mi padre no venga a comer, si está en nuestro pueblo le llevamos la comida. Suelen ir mi hermana o mi madre, pero a veces vamos las tres. A mí me gusta mucho ir a la cantera y que comamos los cuatro allí, a mi padre también. Mi madre tiene tres cestas de mimbre para eso: una con la comida, que la lleva ella; otra con el hule, los platos, los vasos y los cubiertos, que la lleva mi hermana; y una cesta pequeñita con el postre (casi siempre fruta), que la llevo yo. También llevamos un botijo con agua fresquita. Al llegar, mi madre extiende el hule sobre el suelo o encima de alguna piedra que hace de mesa. Luego comemos y reímos, sobre todo si no hace mucho frío o mucho calor.

    Normalmente, mi madre no sabe cuántos seremos a la hora de comer por culpa de mi vecina. Ella tiene muchos hijos, tantos que algunos días se olvida de dar de comer a uno, a dos o a tres. Cuando los niños van a su casa y no hay qué comer, vienen a la mía para ver si pueden comer con nosotros. Y claro, mi madre siempre dice que sí. Chispita viene todos los días a comer a nuestra casa. Yo creo que es porque le gusta más la comida que hace mi madre, que la que hace la suya.

    Mi vecina tiene un hijo cada año. Por eso, siempre tiene leche para darles de mamar y para mi dolor de oídos. Es que a mí me duelen mucho los oídos y cuando me duelen, mi madre dice:

    —Alicia, ve a casa de la vecina y pídele, por favor, que te dé un dedal de leche.

    Siempre que voy a casa de la vecina, ella está dando de mamar a algún niño. A veces a dos: al pequeño y al segundo más pequeño. Cuando me ve con el dedal, dice:

    —¿Otra vez con dolor de oídos? Pobre Alicia, el dolor de oídos es peor que el dolor de parto —y ella debe de saberlo muy bien—; toma, aquí tienes.

    Me voy a casa rápidamente, con mucho cuidado para que no se caiga por el camino ni se enfríe. La leche sale caliente de las tetas de mi vecina y para el dolor de oídos es muy buena la leche caliente.

    Cuando llego a casa, me arrodillo junto a mi madre y coloco la cabeza sobre sus rodillas. Ella, con mucho cuidado, va echando la leche –gota a gota– dentro del oído que me duele. Su calorcito me consuela y después de unos minutos, casi siempre, me deja de doler.

    Algunas veces, cuando mi vecina no tiene leche o no está en casa, mi madre corta un poco de tocino y me lo pone en el oído que me duele. Dice que es para que se calme el gusano culpable del dolor de oídos. A mí me da mucho asco y mucho miedo pensar que tengo gusanos en el oído y que les gusta la leche y el tocino. Sería terrible que un día quisieran comerme a mí.

    El marido de mi vecina no vive en el pueblo, no puede vivir en mi pueblo porque trabaja en Alemania y Alemania está muy, pero que muy lejos. Hace muchos años que está allí. Todos los meses, mi vecina recibe un giro postal con dinero para que su familia pueda pasar el mes. La vecina se queja: su marido cada año envía menos dinero y la familia aumenta.

    El Alemán (este es su mote porque fue el primero de mi pueblo que emigró a Alemania) viene todos los veranos y trae cosas que no se conocen aquí. El primer año un coche muy grande. El año pasado un reloj fosforescente en el que se puede ver la hora, aunque la habitación esté a oscuras. Este año un bolígrafo de cristal que tiene dentro una mujer rubia. Debe de ser muy guapa porque todos los hombres le piden al Alemán que les enseñe el bolígrafo y cuando lo miran se ríen y dicen cosas picantes. Mi madre, cuando el Alemán viene al bar con su bolígrafo, me dice que suba arriba, no quiere que escuche esas groserías.

    Hoy le he dicho a mi madre que me duele mucho un oído. Ella me ha enviado a casa de la vecina a por un dedal de leche. Mi vecina no está en el portal, pero debe de haber alguien en la habitación viendo el bolígrafo con el Alemán. Lo sé porque escucho palabras verdes. También escucho a mi vecina que dice: más, más, más. ¡Madre mía! Mi vecina quiere que le enseñe más el bolígrafo.

    Pero... qué raro, si el bolígrafo está aquí... encima del pantalón del Alemán. Miro a todas partes. No veo a nadie. Me acerco, cojo el bolígrafo, lo meto en mi bolsillo, vuelvo a mirar y sigo sin ver a nadie. En la habitación se escuchan gritos: sí, sí, ya, ya. Por si acaso, salgo corriendo.

    —La vecina no está —le digo a mi madre— pero se me ha quitado el dolor de oído.

    — Qué cosa más rara. ¿Y cómo se te ha quitado?

    —De golpe.

    —No sé yo, ¿me estás diciendo la verdad?

    Lo sé, sé que parece raro y, como dice mi hermana, en este mes si lo parece, lo es. La verdad es que cuando le dije a mi madre que tenía dolor de oídos, estaba mintiendo, pero quería ir a casa de la vecina para hablar con el Alemán. Un día me contó que en Alemania las niñas van a la escuela a las siete, comen muy pronto, en el colegio (pero no un vaso de leche en polvo y una porción de queso amarillo, como en la escuela de aquí, sino una comida de verdad), y que por la tarde no tienen escuela.

    —Alicia, que te estoy hablando, ¿estás en Las Batuecas o qué te pasa?

    —No, mami, es que no sé qué decir.

    —La verdad, hija, dime la verdad. Quien dice la verdad, ni peca ni miente. ¿Por qué has dicho que te dolían los oídos, cuando no te dolían?

    —Es que, yo, no sé. No sé por qué lo he dicho.

    —Pero hija, ¿no te das cuenta de que soy tu madre y no me puedes engañar?

    —Quería ir a casa de la vecina porque, cuando voy, el Alemán me cuenta cosas de Alemania.

    —Pues a mí no me gusta nada que vayas a casa de la vecina cuando está el Alemán. Y menos aún que digas mentiras.

    No. No puedo decirle a mi madre que acabo de robar el bolígrafo del Alemán. Eso sí que es un pecado y una mentira de las gordas. Tengo que ir a devolvérselo. Pero cuando intento salir de casa mi madre me pilla.

    —Alicia, ven aquí. ¿Adónde crees que vas?

    —A la puerta. Voy a la puerta.

    —No, entra en casa. Está a punto de venir tu padre y vamos a comer enseguida.

    —¿Puedo subir al desván?

    —Sí, pero no lo revuelvas todo.

    —No, mami, no voy a revolver nada.

    —Bueno. Y en cuanto te llame bajas a comer.

    Entro en el desván, cierro la puerta y saco el bolígrafo. Al mirarlo, me doy un susto: ¡madre mía!, ¡la mujer del bolígrafo está desnuda! ¿Qué habrá pasado? ¿Se habrá roto? A lo mejor es que el Alemán tiene dos bolígrafos: uno con la mujer vestida y otro con una mujer desnuda. Miro el bolígrafo, lo reviso, le doy la vuelta y ¡zas! Ahora la mujer ¡está vestida! Muevo el bolígrafo con mucho cuidado y descubro el secreto: si el bolígrafo tiene la punta hacia abajo, la mujer está vestida; pero si la punta está hacia arriba, la mujer está desnuda. Y si se da la vuelta muy despacio, se ve cómo la mujer se va desnudando o vistiendo.

    Me he metido en un buen lío. Cuando el Alemán se dé cuenta, se va a poner hecho una furia. A lo mejor va a la Guardia Civil. Y si saben que lo tengo yo me meten en la cárcel.

    No sé qué hacer, pero tengo que hacer algo. Mi madre me llama para comer. Escondo el bolígrafo en el fondo de mi caja de hojalata. Luego pensaré qué puedo hacer con él.

    Hoy comemos ocho personas: nosotros cinco y tres hijos de la vecina y del Alemán. Chispita está muy parlanchina. Nada más sentarse a la mesa, dice:

    —Menudo lío que hay en mi casa. Mi padre busca por todas partes algo que ha perdido y reparte guantazos a todo el que pilla por delante. Nos hemos venido aquí para que no nos toque ninguna torta en el reparto. Dice que como no lo encuentre nos la cargamos todos, empezando por mi madre que nos tiene muy mal educados.

    —¿Qué ha perdido? —pregunta mi madre, mirándome a mí como echándome la culpa.

    —No lo sé.

    —Un bolígrafo —dice el hijo mayor de la vecina— pero nosotros no hemos visto ese bolígrafo.

    —Dice mi padre que el bolígrafo vale más que todos nosotros juntos —afirma Chispita.

    —Eso es una exageración —comenta mi padre— lo dice, pero no lo piensa. Pronto lo encontrará, no te preocupes.

    Cuando terminamos de comer mi padre sube a echarse la siesta y yo subo con él.

    —Mapa, tengo que contarte una cosa.

    —Ya, Pitusina, creo que sé lo que me quieres contar.

    —¿De verdad?

    —Sí, hija, sí. He visto la cara que has puesto cuando los niños de la vecina nos han contado lo del bolígrafo. Por eso, adivino que eres tú la que ha cogido prestado el bolígrafo al vecino ¿a qué sí?

    —Sí, no lo he robado, solo quería verlo. Pero escuché que el Alemán y la vecina estaban gritando en su habitación, me dio miedo y me vine a casa con el bolígrafo. Ahora no sé qué hacer.

    —Sí, sí que lo sabes. Tienes que ir a devolverlo.

    —Pero el Alemán se va a enfadar mucho conmigo.

    —Puede ser, pero es a lo que te arriesgas cuando no haces lo que tienes que hacer. ¿Por qué has mentido a tu madre? ¿Para qué has cogido el bolígrafo?

    —Yo, es que...

    —Ya, tú has hecho una travesura y ahora tienes que arreglar el entuerto.

    —Es que... el bolígrafo no es como parece.

    —Lo sé, Alicia, lo sé. Pero tú tienes que devolverlo. Cuanto antes lo devuelvas mucho mejor.

    Mi padre me da un beso y se mete en la cama para dormir la siesta. Yo entro en el desván, envuelvo el bolígrafo en un pañuelo y bajo las escaleras muy despacito. Mi madre también duerme la siesta, con la cara reposando sobre los brazos apoyados sobre la mesa. Mi hermana está en la cocina, lavando los cacharros. Mi hermano se ha ido a la era, a ayudar a mis tíos a trillar.

    Salgo sin hacer ruido y entro en casa de la vecina. Pongo el bolígrafo sobre la mesa y llamo:

    —¿Se puede?

    —Sí, Alicia, ¿qué quieres?

    —No quiero nada. He venido a devolver este bolígrafo, porque no es mío.

    —¿Lo ves? —dice la vecina—, ¿te das cuenta?, no estaba aquí, tus hijos no lo habían cogido. Seguro que te lo dejaste en el bar y por eso lo trae Alicia.

    —No, no se lo ha dejado en el bar. Yo vine antes y como no había nadie, cogí el bolígrafo para verlo, pero luego, como los escuché gritar, me asusté y salí corriendo con el bolígrafo. Se lo he contado a mi padre y él me ha dicho que se lo devuelva a usted, que le explique lo que ha pasado y le pida perdón. Si quiere darme un guantazo me lo puede dar. Me lo he ganado.

    —¿Nos escuchaste gritar?

    —Sí. Por eso me marché.

    El Alemán y la vecina se miran y se echan a reír a carcajadas.

    —¿Has oído? La hija de Juan dice que nos escuchó gritar.

    —Sí, pobre Alicia ¿pensabas que el Alemán me estaba pegando o qué?

    —Nada, no pensé nada. Pero me asusté y salí corriendo.

    —Bien hecho.

    —Bueno, aquí dejo el bolígrafo, que me tengo que ir a casa.

    —Espera, Alicia, espera, no corras —dice el Alemán, seguro que ahora es cuando me va a dar un guantazo, pero no pienso escapar, lo tengo merecido—. ¿Has visto lo que hace el bolígrafo? ¿Quieres verlo? Te lo puedo enseñar.

    Por lo visto no me va a dar un guantazo, pero yo no pienso contestar a sus preguntas. Por eso salgo corriendo, mientras ellos se ríen a carcajadas y yo no sé por qué. Llego a casa, subo arriba y me siento a pensar. No puedo comprender lo que ha pasado. El Alemán y mi vecina son muy extraños.

    He contado a Mari Puri lo del bolígrafo. Ella, a cambio, me ha contado un secreto. Dice que su padre le ha dicho a su madre que el Alemán tiene otra mujer y cuatro hijos en Alemania. Debe de ser verdad, porque la Guardia Civil se entera de todo y el padre de Mari Puri es el Sargento de la Guardia Civil. Pero, de todas formas, he preguntado:

    —¿Lo dices de verdad? ¿Cuántos hijos puede tener un hombre? Aquí tiene ocho y otro en camino y en Alemania cuatro más.

    —Todos los que quiera. Las mujeres, como mucho, pueden tener un hijo al año, pero los hombres, si quieren, pueden tener cien o doscientos hijos al año, pero, claro, con mujeres diferentes.

    —¡Hala! ¡Qué barbaridad!

    A lo mejor, por eso, el Alemán cada vez envía menos dinero a su mujer de aquí. Tiene que alimentar también a su otra familia.

    —Las mujeres en Alemania también trabajan —dice mi amiga—, pero no como aquí, que solo trabajan las maestras, las limpiadoras o las secretarias. Allí trabajan en los mismos trabajos que los hombres.

    —¿De verdad? Eso sí que no me lo creo.

    —Bueno, allá tú, pero te estoy diciendo la verdad.

    Cuando volví al desván, estuve pensando en eso de que las mujeres en Alemania trabajan fuera de casa. Pero, entonces, ¿quién hace la comida?, ¿quién cuida a los niños?, ¿quién los lleva al médico? Se lo tengo que preguntar a mi padre o a Sergio. Seguro que ellos lo saben.

    Hoy, en mi casa, somos cinco para comer. Mi madre sabe que vamos a ser cinco porque la vecina, el Alemán y sus hijos han ido a Ávila para pasar el día. Pero, cuando estamos a punto de comenzar a comer, entra Chispita y dice:

    —Se han olvidado de mí.

    —¿Se han olvidado de ti o te has quedado tú, aposta?

    Chispita no contesta. Mi madre pone un plato más y listo. Hay lentejas con carne y tortilla de patata. La niña nos mira, mira su plato, se relame y sonríe. En nuestra casa es feliz. Chispita forma parte ya de nuestra elástica familia.

     QUIERO IR A LA ESCUELA

    Una pizarra grande, dos pequeñas, tizas blancas, tizas de colores, borradores, mapas, pupitres, armarios llenos de libros, tiestos, y todas las niñas del pueblo que son mis amigas. Todas menos yo. ¿Qué hago en casa? Me aburro, eso es lo que hago, aburrirme y pensar lo bien que estaría en la escuela, en el recreo, en todos los lugares en que están las niñas que ya van a la escuela. Ir a la escuela es subir un grado: de muy pequeña a pequeña sin muy. Quiero ir a la escuela, lo digo y lo repito. Nadie me hace caso, pero yo estoy todo el día dando la tabarra con el mismo soniquete.

    —¿Y por qué no puedo ir a la escuela, vamos a ver? Todas mis amigas van a la escuela y yo no.

    —No puedes ir a la escuela porque no tienes edad para ir a la escuela. Tus amigas tienen unos meses más que tú, por eso pueden ir a la escuela. Además, ya estás aprendiendo a leer y escribir —dice mi madre—; a la escuela se va para eso y tú lo estás haciendo en casa, ¿qué más quieres?

    —Quiero ir a la escuela, estar con las otras niñas, aprenderme las cartillas, jugar con mis amigas en el recreo, hacer todo lo que hacen las niñas en la escuela.

    Ante mis protestas, mi madre y mi padre dicen siempre lo mismo:

    —Aún no tienes la edad. Podrás ir el año que viene.

    Pero como soy una pesada (eso lo dice mi hermana) y como sigo insistiendo hasta la saciedad (mucho, pero mucho, mucho), mi madre ha ido a hablar con doña Elena.

    La maestra de las niñas pequeñas le ha dicho que en la escuela, en este momento, hay asientos de sobra para que yo pueda ir, pero eso lo tiene que decidir el Ayuntamiento. Dice que mi caso podría sentar un precedente y si todas las niñas de mi edad quieren ir a la escuela, sería imposible. Mi madre le ha dicho a la maestra que no hay más niñas de mi edad en el pueblo, que mis amigas son unos meses mayores que yo y están en la escuela.

    Con las noticias que trae mi madre, mi padre ha ido al Ayuntamiento, para pedir que se me autorice a comenzar la escuela, aunque aún no tenga la edad. Ha tenido que hacer una solicitud por escrito, hablar con el secretario y con el alcalde. Luego, el tema se tratará en una reunión del Ayuntamiento y nos darán el resultado.

    En mi pueblo, nunca nadie había querido ir a la escuela antes de la edad. Todo lo contrario, las niñas y los niños prefieren quedarse en casa, jugando o ayudando a sus padres.

    Hoy ha venido el alguacil y le ha dado a mi madre una carta del Ayuntamiento. Como está a nombre de mi padre, no ha querido abrirla. Estamos seguras de que es la respuesta del Ayuntamiento a nuestra petición, pero tendremos que esperar todo el día para saberlo. Yo estoy muy nerviosa y trato de convencer a mi madre para que abra la carta, pero ella no quiere ni hablar del peluquín.

    Hemos esperado hasta la noche, cuando por fin vino mi padre de trabajar. Nada más entrar por la puerta, mi madre le entrega la carta. Mi padre se sienta, yo estoy a su lado y apenas puedo respirar. Por fin, abre la carta, me mira y dice que no con la cabeza. Tengo ganas de llorar.

    —¿Han dicho que no?

    —No, Alicia, esta carta no es la que tú esperas con tanto empeño, es de la contribución del bar. La pagaré mañana por la mañana; no tengo que ir a la cantera.

    —Cuando vayas al ayuntamiento pregunta por lo mío ¿vale?

    —De acuerdo, Pitusina, pero no te disgustes si te dicen que no ¿me lo prometes?

    Digo que sí con la boca chica. Aunque tengo tantas ganas de ir a la escuela que si me dicen que tengo que esperar me llevaré un buen disgusto.

    Por fin, hoy es mañana. Mi padre me deja acompañarlo al ayuntamiento a pagar la contribución. Al vernos entrar, el secretario dice:

    —¡Vaya! Mira a quién tenemos aquí, pero si es Alicia, la niña que no puede esperar más para ir a la escuela.

    —Buenos días, señor secretario.

    —Buenos días, Alicia. Así me gusta, así, una niña bien educada, sí señor. Eres hija de tu padre, sin duda.

    Quiero decir que sí, pero no digo nada. Mi padre paga el recibo y cuando estamos saliendo por la puerta, el secretario dice:

    —Toma, Alicia, esto es para ti. Y espero que aprendas mucho, que buen trabajo me ha costado convencerlos a todos para que puedas ir a la escuela antes de cumplir los años.

    Me pongo tan contenta que voy corriendo a recoger el sobre que el secretario me entrega sonriente. Y, además, no puedo resistir la tentación y le doy un beso.

    —Gracias, señor secretario, muchas gracias. Aprenderé mucho, todo lo que pueda.

    Cuando llegamos a casa, abrimos la carta y leemos en voz alta. En ella, entre otras cosas que no vienen a cuento, dice lo siguiente: (...) el Pleno Municipal, en sesión extraordinaria, a propuesta del Secretario, acuerda por unanimidad, y sin que pueda servir de precedente, autorizar a la niña que responde al nombre de Alicia, hija de Juan y María, para que pueda incorporarse a la escuela de las niñas pequeñas (...).

    Se lo hemos contado a todo el pueblo. Ahora toca prepararse. En mi casa hay algunos libros, pero no tenemos la cartilla. Mi tía me ha dejado la de mi primo, que hace poco que estuvo en la escuela de los niños pequeños y ya está en la de los mayores. No sé si me servirá. Tal vez sí. Tengo la cartilla, ya solo me falta el resto: cabás, cuaderno, lapicero, sacapuntas...

    No te preocupes, dice mi madre, hoy es sábado, el lunes, cuando vayas a la escuela, lo tendrás. Y mi madre siempre acierta.

    Hoy, mi tío Ernesto, que es mi padrino, me trae un cabás que fue de su hija. Como ella ya no va a la escuela, no lo necesita y me lo da para mí.

    —Aprende mucho, aprende todo lo que no hemos podido aprender nosotros.

    Mi tío lo dice porque él, lo mismo que mi padre, no terminó la escuela. Sé que mi padre comenzó a estudiar (me lo contó un día), pero luego se murieron su madre y su padre (cuando solo tenía once años) y tuvo que trabajar para ayudar a sus hermanas. De todas formas, mi padre siempre está leyendo, por eso, aunque no haya podido estudiar, sabe tanto. Lo de mi tío es diferente: él no pudo estudiar porque a mi abuelo eso de estudiar le parecía una pérdida de tiempo.

    Tía Adoración (que es mi tía preferida) me ha traído un cuaderno de rayas, un lapicero, un sacapuntas y una goma.

    —Lo he comprado yo, pero el dinero me lo ha dado tu abuelo. Tienes que ir a darle las gracias y un abrazo, para que se ponga contento. ¿Lo harás?

    Lo hago inmediatamente, antes de que se me olvide. Mi abuelo sonríe al verme llegar y dice:

    —No sé para qué tanta prisa por ir a la escuela. Las niñas tienen que aprender a coser, a bordar y a hacer las cosas de la casa. Lo demás no sirve para nada.

    —Pero, abuelo, yo quiero estudiar.

    —¿Estudiar? Paparruchas.

    Dice mi tía que el abuelo es así y no se puede hacer nada para cambiarlo.

    Mi padre saca del desván un estuche que ha sido de su padre, luego suyo, después de mi hermano y de mi hermana. Ahora será mío. Es de madera, tiene dos pisos y se abren los dos. Lo ha limpiado, lijado, cepillado y encerado. Parece nuevo. Además, ha pegado un cromo. Es el mejor estuche que he visto nunca.

    —Toma, Pitusina, aquí puedes guardar el lapicero, el sacapuntas y la goma de borrar. Luego, podrás guardar la pluma, el compás, la regla. Pero, no olvides que lo más importante está en tu cabeza. Úsala bien y aprenderás más y mejor.

    Mi hermana ha hecho una bolsa para meter el almuerzo. Es azul oscuro y tiene mi nombre bordado en letras blancas.

    —Ten, hermanita, para que lleves el almuerzo y no tengas que venir a casa en el recreo. Así te quedará más tiempo para jugar. Juega, estudia y aprovecha el tiempo.

    Mi madre me ha dado una lata con asa para que, cuando haga mucho frío, pueda calentarme.

    —Mira, hija, este es tu brasero, me lo regaló mi madre cuando comencé a ir a la escuela. Luego lo usó tu hermana y ahora tú. En esas escuelas antiguas hace un frío que pela.

    A ver si hay suerte y terminan pronto las escuelas nuevas. En ellas seguro que no hace falta brasero.

    Con todo preparado, mucha ilusión y un poco de miedo, comienza el gran día. Llego tan pronto a la escuela que no hay nadie esperando. Por fin, vienen mis amigas: Mari Loli, Mari Puri y Mari Tere. Han venido antes para que podamos jugar un rato.

    —Con lo bien que se está en casa —dice Mari Tere— ¿por qué querías venir a la escuela?

    —Porque estáis vosotras aquí y no tengo con quién jugar.

    —¿Lo dices de verdad? —pregunta Mari Loli—, podemos jugar después de la escuela.

    —Bueno, también quería venir para aprender lo que no puedo aprender en mi casa.

    —Ya me parecía a mí —afirma Mari Puri—, mi madre dice que aprenda un poco de ti. Y mi padre piensa que has armado un revuelo por una tontería.

    —No es una tontería. Sé que a muchas personas les puede parecer raro que quiera estudiar, pero es que quiero ser maestra y cuanto más aprenda, mejor.

    —¡Maestra! —dicen las tres a la vez.

    —Claro —dice Mari Tere— por eso siempre quieres jugar a las escuelas, en lugar de jugar a las familias. Menudo aburrimiento.

    Cuando estamos hablando llega la maestra. Todas las niñas se ponen en fila. Yo me pongo la última, pero ella me llama y dice.

    —No, Alicia, tú tienes que ponerte aquí. Para entrar en la escuela nos colocamos por orden alfabético. No olvides cuál es tu sitio.

    —No lo olvidaré, señorita.

    —Bueno, niñas, ya conocéis a Alicia ¿no? Pues desde hoy vendrá con nosotras a la escuela. Espero que la ayudéis para que se ponga al día.

    Todas las niñas contestan a la vez:

    —Sí, señorita. La ayudaremos.

    La escuela es muy grande, tiene ventanas grandes, pupitres grandes, sillas grandes. La mesa de la maestra es enorme y está sobre un escenario que no es muy alto. Ella lo llama tarima. El encerado no es grande: es descomunal. Y sobre el encerado está un crucifijo y las fotos de dos señores vestidos de soldados.

    Lo primero que hemos hecho al entrar en la escuela es rezar, de pie. Luego la maestra ha dicho mi nombre y mis dos apellidos. Yo me levanto del asiento y digo:

    —¿Qué quiere que haga, señorita?

    Las niñas antiguas se ríen y las niñas nuevas, como yo, se quedan calladas.

    —Nada, Alicia, siéntate.

    Si no quiere que haga nada, ¿para qué me habrá llamado? La señorita dice el nombre y los apellidos de otra niña y ella contesta:

    —Servidora.

    Y así con todas las niñas de la escuela. O sea, que cuando la señorita diga mi nombre tengo que contestar lo mismo que ellas: servidora.

    —Bueno, pues después de rezar y pasar lista, podemos comenzar —dice la maestra—, no quiero que hable nadie, quien hable irá al rincón. Si alguien quiere algo que levante la mano.

    En el encerado está escrita la fecha y una frase: Dejad que los niños se acerquen a mí; esa frase está en el Catón, debajo del primer dibujo del libro. En ese dibujo se ve a un señor con barba y pelo largo (es extranjero, seguro); también hay una mujer con pañuelo en la cabeza y cinco niños. Debe de ser una familia numerosa: el padre, la madre y los hijos. Seguro que les hacen descuento en el tren y en el autobús de línea, como a nosotros, si tienen carné de familia numerosa, claro. Pero, cuando me fijo más en el dibujo, me doy cuenta de que al señor con barba le salen rayos amarillos de la cabeza y se parece al que está en el altar mayor de la iglesia. Debe de ser San Pedro y su familia.

    —Alicia, ¿dónde estás?

    —Servidora.

    Otra vez se

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