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La guerra dorada
La guerra dorada
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Libro electrónico440 páginas6 horas

La guerra dorada

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Tarde o temprano, decidirás a quién debes matar.

Cuando Kate mira tras la ventana de su habitación, sabe que aquello que todos temían se hace realidad: la guerra dorada. Los medios pretendían advertir a sus espectadores de que una extraña y claramente imprevisible invasión asolaría la Tierra, pero solo unos pocos fueron lo suficientemente valientes como para hacerles caso.

Armas, reservas, búnkeres, todo cuanto pudieron para salvar sus vidas del supuesto ataque. Tal como dijeron, unos seres llamados «luminosos» llegaron desde el punto más lejano del cielo y lo arrasaron todo a su paso, incluidos a aquellos que dudaron de su existencia.

Pero, meses después del asalto, Kate descubre lo que probablemente nadie jamás pudo soñar: la guerra dorada no era extraterrestre, sino una invención del presidente de la CIA, Christopher Golden, quien controla y asesina al país que lo vio crecer.

¿Es el presidente realmente malvado, o solo hizo tal masacre para poner a su población a prueba? ¿Podrá Kate averiguar qué hay detrás de ese nombre tan famoso? El temor es notable entre los pocos supervivientes que perduran, y solo ella podrá llevarlos hacia la verdad... O quizá no sea tan inocente como cree.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento11 feb 2020
ISBN9788418018930
La guerra dorada
Autor

Paula de Santiago

Paula María De Santiago Guillamón, cuya primera obra editada se titula La guerra dorada, es una chica dedicada a sus historias y viviendo en un mundo de fantasía, gracias al cual puede imaginar novelas ligeramente fuera de lo común, llenas de aventura y misterio.

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    La guerra dorada - Paula de Santiago

    Capítulo 1

    Me incorporo de la lona esperando encontrar una gran metralleta a mi lado, pero todo lo que logro ver es la agobiante arena que me rodea. Camino en círculos en busca de mi arma hasta que la encuentro; la arena la había enterrado, aunque ya me he acostumbrado a la ansiedad que me produce este lugar.

    Recojo la lona y emprendo una búsqueda de algo para desayunar; es casi imposible encontrar comida en el desierto, pero no me queda otra que intentarlo, aunque vuelva con las manos vacías.

    Me cargo la mochila y empiezo a caminar, cada día más dolorida de dar un solo paso más que el anterior y, como es lógico, con más de cincuenta grados a la sombra —ojalá hubiera sombra—. El sol comienza a aturdirme, pero me basta con escuchar un leve sonido para salir de mi estupor.

    Me agacho de un modo casi mecánico, casi sin creer mi infinita suerte; un estúpido antílope en frente de mis narices, alimentándose de los penosos hierbajos que casi no pueden salir de entre la arena y, como es lógico, le disparo. Aunque creo que mi golpe de suerte traerá consecuencias, decido cocinar un trozo del animal y guardar todos los pequeños trocitos que me podrían haber cabido nunca en la mochila.

    Llevo ya varias semanas intentando buscar algún indicio de vida humana.

    Menuda locura.

    Mejor explico lo que está pasando antes de que alguien más pierda la cabeza.

    Al grano: hace algo más se cinco meses, nos invadieron unos bichos —aliens— asesinos llamados «luminosos». Estos seres no solo vinieron y nos arrasaron como quien mata moscas con la raqueta eléctrica, sino que, además, ya sabíamos que iban a venir. El único problema es que, de algún modo, no pudimos complacer a nuestros enfadados amigos y decidieron asesinarnos cruelmente. Y, cuando digo que ya sabíamos que iban a venir, me refiero a que un par de semanas antes no dejaban de sacarlos por la televisión, anunciando que los luminosos llegarían, aunque no contaron con que nadie los creyera. Puede sonar raro, muy raro, tal vez incluso un poco increíble, en el mal sentido de la palabra, pero así fue. Nadie los tomó en serio.

    Y entonces vinieron.

    Los vi a través de la ventana de mi habitación, en algún lugar de Phoenix, Arizona. Intenté advertir a mi familia, pero desgraciadamente decidieron creer que estaba tomándoles el pelo.

    Hui lo más rápido que pude de la casa, me subí a la bicicleta del garaje y hui de esos horrorosos bichos como alma que llevaba el diablo. A medida que pedaleaba, escuchaba alaridos suplicantes de los transeúntes, pero ya era muy tarde para ellos.

    Arrastro los pies por la rojiza arena hasta que el sol vacila por abandonarme, así que saco la fea lona de la mochila y me tiro sobre ella.

    El día siguiente me lo paso caminando todo el día en busca de algo que no parece llegar nunca: un oasis. Al darme cuenta de que ese momento no llegará, me detengo a descansar un poco; el sudor me cae por la frente y no tengo nada para beber. Entonces escucho otro ruido, no parece el regular y pesado andar de un animal, sino otro más desaliñado.

    Me quedo donde estoy, en vela, esperando a escuchar algo más que ese anormal andar de lo que sea que esté ahí, pero, al no escuchar nada más allá de eso, levanto la cabeza de la montaña de arena que tenía justo delante de mis narices y me encuentro con algo inesperado: un humano. Un adolescente, para ser más exactos. Lo primero en lo que me fijo es en la ropa que lleva, aunque podría haberme fijado en algo más útil. Lo único que me ha llamado la atención, casi al instante, es el jersey azul que lleva en la mano, ¿de dónde vendrá? También lleva otras cosas en las manos, como una bolsa negra e incluso una navaja bastante afilada.

    No era consciente de que me había interceptado hasta que le oigo decir con voz áspera y ligeramente ronca:

    —No dispares, por favor.

    Lo dice con un tono de voz que me asusta bastante, como si tuviera la seguridad de un adulto, pero, sin embargo, ocupe el cuerpo de un niño. De alguna manera, consigo apiadarme del muchacho, dejo mi arma en el suelo, con cuidado de dejarla visible, y espero a su reacción.

    —¿Quién eres, qué haces aquí, de dónde vienes, chaval? —le digo al no recibir respuestas por su parte.

    Deja de caminar y tira la bolsa negra en el suelo a la vez que hunde las rodillas en la arena, sofocado.

    —Espera. —Se pasa las manos por el pelo una y otra vez—. ¿Eres de verdad?

    —Claro que sí, ¿y tú?

    Se limita a asentir un par de veces. Tiene la cara casi morada bajo los sesenta grados del desierto y cuenta con numerosos cortes en las mejillas, pero tomo la decisión de no ayudarle hasta estar plenamente convencida de que no es una amenaza.

    —Tienes que ayudarme, mi hermano no podrá aguantar mucho más aquí. —En cuanto dice eso último, se descuelga a un niño muy pequeño de la espalda y lo apoya con cuidado entre la arena para no despertarle—. Por favor, tienes que ayudarme —me repite con desesperación—, mi hermano es lo único que me queda.

    A pesar del tono de súplica, su modo de hablar se sigue mostrando superior y bastante confiado. Deja a su hermano donde está y se acerca a mí como si estuviera seguro de que soy inofensiva.

    —Me llamo Eric Jeyt. —Trata de esbozar una sonrisa torcida—. Llámame Eric.

    —Vale, Eric —le digo después de aceptar la mano que ha suspendido en el aire—, yo me llamo Kate.

    Sus ojos verdes como esmeraldas de alguna manera consiguen perderme por unos momentos, como si solo mirándome pudiera decirme una compleja frase. Lo suelto y me vuelvo hacia mi metralleta, la cual agito para quitarle la arena.

    —Espera, ¿a dónde vas? ¿Qué vas a hacer?

    —Si quieres acompañarme, deberás responder a mis preguntas, Eric: ¿de dónde vienes?

    —No creo que eso importe mucho —me echa en cara—, pero venimos que Catalina Foothills, en Tucson.

    —¿Cómo que a dónde voy? —le suelto a mi vez—. Estoy buscando un lugar en el que merezca la pena estar si no quiero morir.

    —En ese caso, iremos contigo.

    —¿Qué? Ni de coña.

    —No sobreviviremos por separado, en serio —retoma su ofrenda sin inmutarse de que ya he salido andando.

    —No pretendo ser maleducada, Eric, pero ahora mismo me tomo mi vida como algo de crucial importancia, por lo que mi supervivencia es una prioridad.

    —Como quieras.

    Su reacción me pilla por sorpresa. Se encoge de hombros y agita la cabeza para regañarme.

    —No lo pillas, ¿verdad que no? Podemos ayudarnos el uno al otro para salir de aquí, está más que claro lo que deberíamos hacer.

    Finalmente, no lo acabo viendo demasiado loco porque, me guste o no, esto es supervivencia, y debo ayudar a estas personas a salir adelante, ignorando mi ráfaga de pensamientos egoístas por unas décimas.

    —Sí, ¿por qué no? Podría funcionar.

    Podría.

    —Pues venga —empieza a decir Eric—, ahora yo te ayudo. Creo que sé dónde podríamos encontrar un oasis.

    Hunde también las manos en la arena y se las pasa por las yemas describiendo pequeños círculos.

    —Por allí. —Señala a alguna dirección—. O, al menos, esa es la idea.

    —¿Estás seguro?

    —La seguridad es incierta, ¿no crees?

    Menudo chaval más raro, pero probablemente sea un genio por lo que acaba de hacer, así que decido seguirle hasta donde se dirige. Los primeros doscientos metros me dan a pensar que es muy probable que se haya equivocado, pero, no mucho después, alcanzo a ver una baja palmera y, en el centro de unas pocas palmeras más, un pequeño lago.

    —¿Cómo lo has hecho? —le digo sin acabar de creerlo—. Estaba… muy cerca. ¿Vienes de aquí o algo así?

    —De hecho, vengo de la dirección opuesta. —Camina hacia el centro del oasis—. Por eso mismo, porque sabía que por aquí debía haber alguna fuente de agua, por no hablar de las visiones que genera el calor, claro.

    —Comienzo a pensar que tú formas parte de mis visiones, Eric.

    —¿Y tirarte mágicamente a un oasis? Más bien, sería un ángel de los cielos.

    Y lo más sarcástico de todo esto es la realidad de esa última frase, ¿qué habría sido de mí si no me hubiera encontrado con este chaval? Probablemente, estaría muerta.

    Se me queda mirando hasta que reacciono.

    —¿Qué?

    —Vamos, siéntate. —Él ya lo ha hecho, en la orilla del lago y con su hermano bajo una frondosa palmera—. Te vas a achicharrar.

    La noche se cierne sobre el oasis en menos de cinco minutos —o, al menos, esa es la impresión que me da—, así que me levanto de la orilla y me tumbo bajo otra palmera. Eric también se levanta un rato después y me sigue hasta la palmera, pero no se sienta, sino que se cruza de brazos.

    —Lo siento, creo que esto ha sido muy egoísta por mi parte —susurra como si se regañara a sí mismo, pero, sin embargo, sé que me está hablando.

    —¿Egoísta? —Levanto la mirada—. ¿De qué hablas?

    —No estoy muy seguro de que tus prioridades se cumplan con nosotros aquí, Kate.

    —Lamento lo que dije, no era cierto. —La verdad es que sí que lo era en ese momento, pero ahora no estoy muy segura de ello—. Quizá haya sido yo la egoísta. —No dice nada, mira a su hermano unos segundos y vuelve a mirar al suelo—. ¿Cómo se llama tu hermano?

    —Daniel —dice solamente—, ¿tú tienes hermanos?

    —Pues antes de todo esto tenía una hermana, pero Dios sabe dónde estará ahora mismo. —Entierro la mano en la arena—. Se llamaba Rachel, tenía diez años cuando esto ocurrió, pero creo que su cumpleaños ya pasó.

    —Lo siento. —Mira de nuevo a su hermano—. Ojalá que la encuentres, Kate.

    —Vete a dormir, anda.

    —No —me responde como un rayo—, prefiero ser yo quien haga guardia, tú descansa.

    Llega hasta la palmera en la que duerme su hermano y se sienta, con la mirada perdida. Algo me dice que confíe en este chico, espero estar en lo cierto.

    —No te muevas, ¿vale? Tú quédate aquí.

    —¿A dónde vas?

    —No me iré muy lejos, tú confía en mí.

    Ninguna de esas voces se dirige a mí, levanto la cabeza del tronco de la palmera; me duele la espalda. Eric abraza a su hermano y se acerca lentamente al lago.

    —Eric, ¿qué haces?

    Pega un brinco y me chista.

    —¿Ves eso? —susurra señalando al otro extremo del lago—. Es un caballo.

    Me levanto crujiéndome la espalda y me acerco a él.

    —¿Qué vas a hacer?

    —¿Tú que crees? Voy a atarlo a una palmera, podría servirnos de transporte a la ciudad.

    —¿Qué ciudad?

    —Shhhh —me chista de nuevo—, si sigues haciendo preguntas, lo espantarás.

    Tiene una soga entre las manos, probablemente la llevaba en la bolsa negra. No me hace falta preguntarle nada más. Eric rodea el oasis y se escabulle entre las palmeras hasta desaparecer y, unos segundos más tarde, corre hacia el caballo y, pillándolo desprevenido, le enrolla la soga alrededor del cuello. Le entra la risa.

    —¡Mira, Daniel! —le dice a su hermanito—. ¡Mira el caballo!

    Daniel no cabe en sí de la emoción.

    —Eso ha sido alucinante —suspiro.

    Lo ata a una palmera no muy lejos de nosotros y se vuelve a sentar junto a su hermano. En ese momento recuerdo el hambre que me recorre por todo el cuerpo y agarro mi mochila.

    —¿Quieres? —Le ofrezco saneando la bolsa del antílope troceado.

    —¿Y tú? —me pregunta—. Pareces hambrienta.

    Cojo un trozo de carne y le lanzo el resto.

    —Quédatelo, ya sabes, por ayudarme a encontrar el oasis. —Le sonrío—. Ahora me toca devolverte el favor.

    Asiente avergonzado y entonces descubro lo poco que le gusta estar en deuda con la gente. En cierto modo, le entiendo porque yo soy exactamente igual.

    Me voy a mi palmera y lleno completamente mi arma de balas, nunca se sabe lo que podría pasar en mi atareada misión. El caballo bufa un par de veces, pero yo sigo con mi misión hasta que me aburro y me hago un ovillo en la arena.

    Un rugido rasga mi fino hilo de tranquilidad. Más bien, un inhumano rugido procedente de las extensiones del desierto; hay alguien más aquí.

    —Mierda —digo solamente.

    No es alguien, sino algo lo que se aproxima: luminosos.

    Capítulo 2

    Me incorporo y corro hacia Eric.

    —Eric, escúchame, tenéis que salir de aquí. Daos prisa.

    —¿Por qué? —Me mira como si le estuviera traicionando—. ¿Qué sucede?

    —¡Luminosos! ¡Decenas de ellos! ¡Salid de aquí, id a la ciudad! Yo me ocupo de ellos.

    —Kate, no podría dejarte aquí, de verdad, yo…

    —Mis prioridades ahora son otras, Eric. —Lo agarro por los hombros—. Tenéis que salir de este lugar.

    —Puedes venirte con nosotros, no es necesario que te quedes.

    —Sabes muy bien que solo tenemos un caballo y también sabes que los luminosos corren a cincuenta por hora. —Gracias, anuncios televisivos de última hora—. No hay otro modo, debes entenderlo.

    Coge todas sus cosas y corre hacia el caballo, asegurándose de que su hermano va por delante.

    —Nos veremos, Kate, te lo prometo.

    Ya me empezaba a caer bien, espero que no sea un adiós.

    —Corre. —Agito la mano—. Nos vemos, Eric.

    Corta la soga del caballo y desaparece a lomos de él. En un santiamén no se ve más que la nube de polvo que ha levantado el animal; ahora mis problemas son otros.

    Son luminosos, feos, pringosos y blancos. Cuentan con dos largas orejas que les rozan los tobillos y más de siete docenas de colmillos afilados y finos como agujas. Sus pequeños ojos apenas se ven, pero sé que son naranjas gracias a los anuncios televisivos que todos ignoraron en su tiempo.

    Corro por las palmeras y me escondo bajo el tronco de la más gorda que encuentro. Los bichos se acercan al oasis como petardos en Noche Vieja. Aproximadamente, una decena de ellos se tira a las translúcidas aguas del oasis hasta dejarlas grises y espesas. Unos segundos después, unos pocos miran a sus alrededores, como si pudieran oler mi miedo, pero los muy imbéciles no se dan cuenta de que estoy a menos de unos metros de ellos. De hecho, la distancia es una clara ventaja.

    Saco la metralleta y, al tiempo que uno de ellos me mira y estira sus garras, comienzo a disparar. Además de los gemidos que reproducen al chapotear en el agua, ninguno levanta la cabeza. Prefiero morir deshidratada antes que beber de ese agua.

    La noche sigue absorbiendo la poca luz que queda, por lo que me tumbo en la arena y me duermo. No consigo soñar demasiado, pero lo poco que memorizo me aterra. Estoy en una de mis inspecciones de policía novato. En mi comisaría, cuando eres novato, como yo, te mandan a hacer algunas inspecciones con los más experimentados, para que sepamos qué hacer y tal. Hoy nos han mandado a un lugar extraño, diferente: una fábrica abandonada. Parece una fábrica de zapatos.

    A través de los walkie-talkies de mis compañeros, escuchamos que se sospecha de tráfico ilegal de armas tras esas estropeadas puertas correderas que tenemos delante. Liam, uno de los policías que llevan esta misión, se acerca lentamente a las puerta y corre una de ellas hacia la derecha; esta se abre con un silbido. Liam nos hace gestos con las manos para que nos acerquemos, y los graciosos de sus compañeros deciden que la novata —yo— acceda al edificio la primera. Voy a negarme, pero sé que si lo hago lo más probable es que me echen del cuerpo de policía, así que los aparto y paso tras las puertas alzando mi metralleta hacia la oscuridad.

    El olor a hierbas extrañas y a zapatos viejos me inunda los sentidos y siento ganas de vomitar. Escucho que alguien se acerca cuando una sombra se aproxima a mí, pero no soy lo bastante rápida como para disparar a tiempo. El estruendo de lo que podría ser el arma del enemigo soltando una bala de su arma se interrumpe cuando un cuerpo se pone delante de mí, en la trayectoria, quien acaba cayendo al suelo y agonizando frenéticamente: Liam. Entonces me despierto.

    El sol me revienta la cara y me veo obligada a levantarme.

    Los gruñidos aumentan hasta el punto de sentirlos en los huesos; hay más luminosos. Se localizan en torno a sus fallecidos amigos aliens, cabizbajos y enfadados, como si de verdad sintieran el dolor de perder a alguien.

    Creo que me he levantado demasiado rápido. En cuanto enfoco la vista, veo a una manada de luminosos corriendo hacia mí. Repto hacia atrás hasta golpearme la espalda con una palmera sin hacer nada más que eso; esperar a que me pillen. Los observo unos momentos con cara de susto y ellos me saludan, enseñándome su puntiaguda dentadura. Corren más y más hasta que los tengo prácticamente encima.

    Unos de ellos salta sobre mí y me empuja contra el suelo. Acto seguido, otros dos más se suben a mi espalda y comienzan a morderme como si fueran pirañas hambrientas; me tienen atrapada. Comienzo a patalear y a quitármelos de encima, pero la estrategia deja de tener eficacia cuando llegan los demás a socorrer a sus amiguitos. Parece el fin, parece que es mi fin de un momento a otro, pero entonces, como en las películas, los alienígenas comienzan a tropezarse unos con otros, cuerpos apilados por todas partes: muertos, claro.

    Levanto la mirada.

    —¡¿Eric?! —bramo; creo que ya estoy en el otro barrio.

    —No puedes estar ni un día sin mí, ¿no?

    Corre a ayudarme y me tiende una mano, como si nada hubiera pasado.

    —Un poco más y acabo hecha papilla —le digo con algo de gracia.

    —¿Te han hecho daño?

    —Claro que sí, son luminosos, ¿recuerdas? Pero igualmente no me pasará nada, estoy bien. Por cierto, ¿dónde has dejado a Daniel?

    —Le dejé en la ciudad, he venido a por ti.

    Observa el modo en el que tiemblo a pesar de los cincuenta grados.

    —¿Estás bien?

    —Sí, no te preocupes —le digo. Entonces algo no me cuadra—. Espera, ¿has dicho la ciudad? ¿Dónde está?

    —Tenías razón, la ciudad está a menos de media hora de aquí, estamos cerca, pero debemos irnos ya o se formará un botellón de luminosos.

    Camino lentamente hacia el caballo de Eric y me subo sobre el pobre animal. Él se sienta delante de mí y dice:

    —Tú no te preocupes, estaremos allí antes de que te des cuenta.

    Por algún motivo, este paisaje me recuerda a las historias que me gustaba escribir en mi anticuado portátil antes de toda esta locura. La mayoría trataba de las alocadas historias de un vaquero montado en su caballo, el típico con el sombrero del oeste y su par de revólveres en el cinturón, luchando contra sus enemigos en interminables duelos de pistoletazos, de los que siempre salía prácticamente ileso. John Dallas, le llamaban. Una pena que John Dallas jamás viera la luz.

    Abro los ojos y veo una avalancha de rascacielos en ruinas y montañas de arena a los lados del agrietado asfalto que cada vez se parece menos a la palabra que le da nombre. Al parecer me he dormido, por lo que me incorporo lentamente y observo emocionada lo que nos rodea.

    —Ya estamos cerca, allí te curarán.

    Unos minutos más tarde, nos bajamos del caballo y caminamos hacia un lugar como un cubo, hecho de ladrillos azul oscuro. Tiene pocas ventanas y quizá uno o dos pisos.

    —¿Daniel está aquí? —le pregunto acariciando los ladrillos.

    —Sí, al menos, aquí le dejé.

    —¿Le has dejado solo?

    Llegamos hasta la puerta.

    —No, le dejé con alguien.

    —Pero, Eric, ¿cómo sabes que esa persona no le hará algo a tu hermano? Quiero decir, no le conoces.

    —A ti tampoco te conocía, por no hablar de que en mitad del desierto, con luminosos acechando, no creo que sea un problema confiar en otro ser humano. —Se encoge de hombros y añade—: Además, está con mi madre.

    Me quedo callada antes de soltar cualquier tontería. ¿Quiere decir que Daniel está muerto? Quiero decir, si su madre está muerta y Daniel está con ella… Espera, eso no tiene sentido.

    —¿Cómo que está con tu madre?

    —Mi madre ha sobrevivido, lo sé, suena a broma, al principio yo tampoco lo creía.

    —Qué suerte la tuya —le digo sin más—, bien, entremos.

    —Sí, vamos. —Nos acercamos a una puerta y da un par de toquecitos. Cuando una pestaña se abre después, le comienza a susurrar cosas como si fuera un auténtico psicópata.

    —¿Qué estás susurrando? —le digo en el mismo tono.

    —Un código que me enseñaron. No te preocupes, a ti también te lo enseñarán.

    La puerta se abre con un suave rugido, y una mujer sale disparada a abrazar a Eric. Supongo que será ella su madre, pues sus cabellos rubios y sus ojos verdes son iguales que los suyos. La mujer tarda en percatarse de que estamos en mitad de la calle y nos invita a pasar.

    —Mamá, esta es Kate, la chica de la que te hablé.

    La mujer me mira y esboza una sonrisa sincera mientras me estruja la mano con fuerza.

    —Muchísimas gracias, un placer tenerte aquí, cielo.

    —El placer es mío, señora. Su hijo también ha sido de gran ayuda. —Eso suena tan raro que intento compensarlo con un—: Sin él, probablemente, ya estaría muerta o algo así.

    Me siento extraña con esta conversación, así que me limito a soltar su mano y a sonreír. Ella asiente. Probablemente, coincida en eso o puede que me haya estado ignorando, pero la verdad es que me da lo mismo.

    —Yo soy Jeck —se presenta ella.

    Jeck y su hijo caminan hacia una segunda puerta. Esta es acorazada y gruesa, tiene un tosco cristal en forma de rombo en la parte superior y cuenta con una barra en vez de pomo.

    —Aquí Jeck, abrid la puerta —dice su madre.

    La puerta se abre con cuidado y una voz grave, aunque femenina, nos invita a pasar. Jeck pasa delante de nosotros, cruza la puerta y saluda a la voz inclinando la cabeza. Eric pasa y hace lo mismo.

    Yo paso y miro con curiosidad; es una mujer de piel oscura, con todo el cabello lleno de largas trencitas negras y con unos ojos fríos como el hielo.

    —Hola, soy Kate.

    —Kara —me dice ella—, Kara Sutchart.

    Me ofrece la mano y yo la estrecho con fuerza. Miro al frente y sigo a Eric.

    Y, después de eso, llegamos a una gran nave llena de literas y de mesas por todas partes, aunque me da la sensación de que, a pesar de la aparente desorganización, es muy probable que lleve un claro orden de los recursos.

    Hay un pequeño cúmulo de personas en torno a una mesa, a la cual Eric se acerca muy seguro y le estrecha la mano a un chaval, como si fueran amigos de toda la vida. Nosotras nos acercamos, y Jeck comienza a hablar con ellos a toda prisa, casi escupiendo las palabras.

    —Esta es Kate —anuncia en cuanto aparezco.

    Un hombre alto de unos treinta años con gruesos tirabuzones rojos se acerca a nosotros con una gran sonrisa.

    —Lonnan White —se presenta con gracia.

    —¡Kate! —aúlla alguien.

    Aparto visualmente a los sujetos que aún se arremolinan en la mesa, dejando a la vista al pequeño Daniel. Daniel no se parece en absoluto a Eric, y tampoco se parece a Jeck: tiene el pelo de un castaño muy brillante, casi negro, y sus ojos azules están tan vivos que tengo que parpadear varias veces para acostumbrarme al brillo.

    —Me alegro de que no te hayan comido los bichitos —masculla torpemente desde su posición.

    Yo le dedico una leve sonrisa y, sin saber muy bien por qué, comienzo a saludarle agitando la mano, como si no pudiera oírle.

    —Kate —me dice Jeck agarrándome del brazo—, ¿conoces a Lonnan? Es muy majo.

    —Sí, acabo de hablar con él.

    —Vale, tengo que presentarte a todo el mundo.

    Nos acercamos al resto de personas y todos se apresuran en presentarse suntuosamente.

    Una chica de mi edad, de cabellos espesos y castaños, y de ojos del mismo color —juraría que es mulata o algo parecido—, se acerca a mí como si le pesaran los tobillos.

    —¿Qué hay?

    —Hola, soy Kate —digo demasiado alto.

    Estoy un poco cansada de tener que presentarme a todo el mundo, así que prefiero obviar mi nombre y aprenderme los suyos.

    —¡Qué modales tengo! Me llamo Wynel Istrack, pero llámame solo Wynel, por favor.

    —Por supuesto.

    Todas las personas que rodean la mesa se levantan y se ponen en fila para estrecharme la mano. Aparece un hombre algo redondo y con unos cuantos pelos blancos sobre su brillante cráneo. Su nombre es Uriel Myers. Tras él, una mujer de un par de años más que yo me acerca la mano y me aplasta la palma con sus fuertes nudillos. Ella es Sira Morgan. Casualmente, también es pelirroja, pero sus ojos son marrones, y no azules como los de Lonnan.

    Después, tres chavales de la edad de Eric —desconozco su edad, pero supongo que unos quince o dieciséis— se acercan a nosotros. El primero, de ojos color agua y cabello negro muy brillante, se llama Kale. Después de él, uno de cabello y ojos marrones oscuros llamado Reed y, finalmente, el chaval con el que al parecer Eric se lleva tan bien, un chico muy agradable de cabello rubio ceniza y ojos marrones casi verdosos. Tiene puestas unas gafas muy afables y tiene los dientes llenos de brackets rojos; su nombre es Sol.

    Y, por último, aparece una pequeña figura frente a mí. Una niña de ojos marrones casi rojos y morena me mira con alegría, rodeo mi mano entre la suya, y me sonríe. Su nombre es Rina.

    —Bien, ahora que ya conoces a todos te buscaremos una litera —me dice Jeck cogiéndome del brazo.

    Me acomodo y dejo mi mochilita sobre el colchón. No quiero perderla por nada del mundo, me da demasiados recuerdos de mi casa. La echo a un lado y me tumbo. Miro a los tablones de la parte baja de la cama superior y me quedo embobada, pero, después de unos segundos, me fijo en la pequeña ventana que hay junto a mi litera. Está realmente sucia y los cristales parecen tener varias capas de mugre de meses, quizá años.

    Paso la manga por ella y aparto un poco la suciedad. El exterior es como lo imaginaba, edificios casi descompuestos, ventanales destruidos y ese tipo de cosas que se suelen apreciar en mitad de un apocalipsis.

    —¿No queda nadie? —pregunto en voz alta.

    Más bien, me pregunto en voz alta, pues no esperaba respuesta alguna, pero, como todo en esta vida, el futuro es inesperado.

    —No nos hemos atrevido a buscar —me responde Wynel como si le doliera el corazón—, no es buena idea mirar por la ventana.

    —Ya. —Me siento de nuevo en mi cama y vuelvo a mi plan anterior; ¿cuántos tablones tendrá esa litera de ahí arriba? Me paso un buen rato jugando con los dedos cuando alguien se sienta a mi lado.

    —¿Qué tal vas? —Eric se sienta a mi lado y analiza mi expresión.

    —Bien, es que… no puedo dejar de pensar en los luminosos y todo lo que pasa.

    —Meditarlo no te servirá de nada, Kate. —Se levanta y mira al suelo—. Ven, estamos jugando a una cosa que se inventaron Daniel y Rina, te gustará.

    Qué equivocado estaba.

    Nos acercamos y veo un paquete de folios sobre la mesa, donde Daniel y Rina están sentados dibujando. Los demás los observan con atención. Me siento entre Eric y Wynel y le susurro:

    —¿De qué va esto?

    —Tenemos que decir letras y Dan y Rina tienen que averiguar la palabra. Nosotros apuntamos una letra y le susurramos la palabra a quien tenemos al lado, así hasta que alguno de los dos averigua la palabra.

    Asiento y observo a Jeck; ha dicho la palabra «L» y le ha susurrado algo a Eric. Él dice la «M» y me susurra:

    —Luminosidad.

    Le miro sin comprender.

    —Luminosidad —me repite.

    —¿Qué pasa? —espeta Wynel.

    —Me tengo que ir.

    Me está entrando el pánico en este lugar.

    Capítulo 3

    —Kate, ¿qué pasa? —me pregunta Eric mientras huyo de la mesa.

    Mis ojos se llenan de lágrimas mientras voy hacia mi litera, cojo mi mochila y corro hacia la puerta exterior sin mirar atrás. Allí aguarda Kale, pistola en mano, vigilando la puerta.

    —Kale, déjame salir.

    —¿Para qué?

    —Por favor, tengo que tomar aire.

    —No puedo dejarte, los luminosos podrían hacerte daño.

    —Voy armada.

    Él medita por unos segundos, mira el arma y dice:

    —Está bien, pero no tardes.

    Escucho a Eric detrás de mí, a lo lejos, gritándole a Kale que no abra la puerta, pero ya es tarde, pues que ya he pasado por ella. Kale la cierra de golpe detrás de mí y corro hacia la siguiente puerta. En esta no hay nadie, así que la abro con cuidado y la cierro a mis espaldas. El calor hace que me dé un escalofrío y la luz me obliga a parpadear varias veces, pero eso no hace que me detenga.

    —¡No, Kate! —escucho tras la puerta.

    Miro tras la rejilla y veo a Eric. Le miro con pena y corro tan rápido como mis piernas me permiten. En cuanto me doy cuenta de lo perdida que estoy, mis pies frenan en seco; está anocheciendo y no sé ni a dónde voy. No sé a dónde voy, pero sé lo que quiero hacer. Tiene que haber supervivientes, no puede ser que de una maldita ciudad hayan sobrevivido trece personas.

    Me paseo por varios edificios con la esperanza de escuchar algo, una respiración, un crujido, lo que sea, pero más tarde recuerdo que no todo sonido tiene que ser de un ser humano. Me cuelo en una casa cualquiera del centro de alguna ciudad de Arizona. Entro en la cocina con las expectativas altas, pero, desgraciadamente, no encuentro nada más útil que un paquete de cerillas. Salgo de allí y me meto en un motel. No es muy grande, pero, como en todos los moteles, me servirá para pasar la

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