No es el diablo
Por Gerardo Lima
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son encontrados en un barrio de Tlaxcala, en el jardín de un oficinista,
acompañados de extraños grafitis. Tal es el hecho de partida y el nodo a
partir del cual van emergiendo, a manera de variaciones en torno a
temas interconectados, los distintos fragmentos de esta escalofri
Gerardo Lima
Gerardo Lima Molina (Tlaxcala, 1988) es licenciado en Relaciones Internacionales por la UPAEP. Actualmente estudia la Maestría en Literatura Hispanoamericana en la BUAP. Ha colaborado con algunas revistas, digitales y físicas, como Ágora COLMEX, Playboy México, LETRARTE, Tierra Adentro o Río Grande Review. También ha participado en varias antologías, incluyendo Seamos Insolentes (Destino, 2011) Breve manual del libro fantástico (UAM, 2020), Proyecto Cthulhu (Raíces Latinas, 2020), Flores abiertas a la noche (La Tinta del Silencio, 2021) o No entren al 1408 (Editorial El Conejo, 2021). Ha sido becario del PECDA en la disciplina de novela (2013-2014 y 2018-2019) y del FONCA en su programa Jóvenes Creadores, en el área de cuento (2016-2017, 2021-2022). Ha obtenido la Mención Honorífica en el XXXIV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción. Asimismo, ha ganado el Premio Estatal Dolores Castro de Poesía 2014 con Ya no hay tokiotas, el Premio Tlaxcala de Narrativa 2017, el Premio Emanuel Carballo de Ensayo con De qué hablo cuando hablo de horror (próximo a publicarse), además del Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2018 con el libro Cosmos Nocturno (FETA, 2018). Su libro de cuento más reciente es Megaloceros. Libros del Ciervo (Paraíso Perdido, 2021).
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No es el diablo - Gerardo Lima
La primera en hablar
Las vi, a las tres. Estaban jugando juntas. En realidad, hacían otra cosa, no lo sé. No parecían muy felices. ¿Qué edad tenían? Alrededor de quince, dieciséis años. La edad feliz. Por eso me extrañó que no rieran. Se comportaban como si estuvieran en una obra de teatro, la Gran Obra del Jodido Teatro que es nuestro Mundo, como escuché alguna vez en una representación. ¿No lo cree? De eso se trata, de ponerse la máscara. Hay por ahí una película, es vieja. Hablan de lo mismo. La palabra, el diablo de la palabra, la frase, la persona. Tal vez usted la haya visto. Si lo piensa, es algo macabro. Tres niñas balanceándose, pretendiendo que sus cuerpos actúan de manera normal, danzando y retorciéndose. ¿Cómo se llama ese juego, señor?
También vi al hombre. Me dio, cómo dicen, mala espina. Sentí que la garganta se me llenaba de grumos y la respiración me faltaba. Todo me dio vueltas, señor. ¿Ha tenido esa sensación muy próxima a la muerte? Es parecida a la de un juego mecánico. Pero qué estúpida, sigo hablando de juegos. ¿Creerá usted que es mi cabeza, o algo vi en ellas, en sus cuerpos moviéndose al mismo tiempo, untándose como si fueran unas putillas? Usted perdone la expresión. A veces pienso que a ellas les pasa esto por descuidadas. Incitan a ese Diablo que vive dentro de los hombres. Si yo lo sabré. Estuve casada. Hace muchos años, es verdad, pero sentí esa clase de espinita, esa que lleva la sangre muy caliente y que apunta a la parte baja del estómago. La sentí y no pude sacármela. No creerá que soy una de esas. Sólo con mi esposo. Siempre le fui fiel. Alguna fantasía, claro, pero eso era todo. Me bastaba con sus manos endurecidas, con los gruesos vellos de sus brazos. Era un buen hombre, si uno le rasca un poco lo encuentra, lo encontraba. Hace mucho que yace ahí detrás.
Le agradezco su interés, y también la paciencia, no crea. La gente como yo es muy dada a soltar la lengua y dejar que se agite como una pinche serpiente. Le digo, soy un poquito mal hablada, y bien hablada también. Estudié, verá. Espero no quitarle su tiempo. Claro, trataré de recordarlo todo.
Tarde no, no sé quién le habrá dicho eso, si la de aquí enfrente no le crea, esa señora se inventa todo. No era tarde, como le digo. Había sacado la ropa de la lavadora. Tendía algunos harapos. Tengo perro, no hablo de mi ropa. Y fue precisamente él quien me alertó. Se puso como esos animales de las películas, apuntando con el hocico como la flecha de una veleta. Me extrañó su comportamiento. Quería salir, pero no estaba juguetón conmigo. Buscaba algo el condenado, sabía. El instinto, ya se sabe. Se quedó junto a la puerta y se puso a aullar. Quería que lo sacara. No tuve otra opción, le abrí y salió tan rápido que apenas pude seguirlo. Pronto lo encontré en la casa del vecino, de él. La malla de su jardín es un poco más alta que la mía, pero a veces me da por el chisme. Soy muy mirona, desde niña. No hay tarde que no observe al cielo y a las nubes y trate de descubrir alguna criatura, un cuento, si es que lo hay.
No vi nada extraño. Seguí mirando de puntitas junto a mi perro, esperaba encontrarme una zarigüeya, que las hay por estos rumbos, es por el río; e incluso pensé en un triste gato. ¿Qué más podía explicar la actitud de mi perro? No había nada, pero ahí me quedé. Una risa, después otra. Eran, al menos, dos chiquillas quienes jugaban. Eso debió tranquilizarme, pero no lo hizo. Como le digo, debí calmarme con eso, pero un toque frío, como el de un dedo helado, recorrió mis tobillos, ascendiendo hasta llegar a mis muslos. Yo nunca siento escalofríos en la espalda, siempre los he tenido debajo del cuerpo, no piense mal.
Me dieron ganas de orinar, esa es la verdad, así que regresé a casa y fui al baño y ahí me entretuve, no le contaré más detalles. Quince minutos, alrededor de un cuarto de hora, sí. Me lavé, pues soy muy meticulosa, y al salir del baño todavía me entretuve con el perro, soltándole algunas lonchas de salami. Soy muy quisquillosa con la comida, a veces me da por comprarme algunos gustos y no privo a mi mascota de ellos, es casi un miembro de la familia.
Por fin salí. Le repito, era media mañana, así que no pensaba encontrar nada fuera de lo común, un par de niñas que se habían ido de pinta, amigas que habían tenido el día libre y decidieron compartir la mañana con sus juegos, yo qué sé. Caminando no me encontré a nadie. No tuve tiempo de espiar por las ventanas, buscando a alguna de mis amiguitas. Sentía que algo me guiaba hacia los ruidos de las niñas. Así que caminé con mayor prisa de la acostumbrada.
Al llegar a la casa de… de él, no quiero llamarlo mi vecino, escuché un sonido fuerte, como el que hace una sandía al caerse. No sé cómo explicarlo mejor. Podría haber sido cualquier cosa, pero siguió un gemidito, como el de un gato en éxtasis, algo agudo, una rata agonizando. Juro que eso pensé, ahora me arrepiento, claro. Después me acerqué al jardín, la puerta exterior estaba abierta, y me acerqué a la entrada principal. Por las ventanas no pude ver gran cosa, las cortinas estaban echadas, eso me puso en alerta. En el vecindario somos muy confianzudos. Todos tenemos dos pares de cortinas, unas delgadas para que la gente no abuse del chisme, y otras más gruesas para dormir o hacer vida privada. Busqué un espacio por donde pudiera ver lo que pasaba dentro, aunque sabía que el sonido provenía del jardín trasero. En la puerta, una parte del vidrio no estaba bien esmerilada, así que pegué el rostro. Debí haberme visto como una loca, pero no me importó, mis muslos seguían igual de fríos, y temblaban. Algo pasaba en esa casa.
Lo vi y fue espantoso. Ese demonio le había arrancado la cabeza a una de las pobres chicas. Y la tenía frente a él, empezó a subirla por encima de su cabeza. La sangre caía sobre su cuerpo. Sé que en ese momento algo había estallado en mí, y no me refiero a mi bajo vientre, aunque ya ha de saber cómo me encontraron. Fue mi cuerpo sucio el que dio la alerta. Debería sentir vergüenza; aun así, mi debilidad hizo que vinieran, que la atención se centrara en la casa. Pensé que sólo eran dos chicas. De saber que había otra habría hecho todo lo posible para no desmayarme.
Lo que me hizo caer fue lo siguiente: así, empapado con la sangre de la pobre chica, ese diablo sufrió una convulsión. La otra, pobre, debió de estar en trance por lo ocurrido. Esa cosa se abalanzó sobre ella, y con las manos desnudas la tomó de la cabeza y le arrancó la cara.
Cuando empezaron los mordiscos se me desvaneció el mundo.
De entre las anotaciones estas voces
Lo que usted ve no tiene importancia. No es cuestión de perspectiva, de punto de vista, del personaje que está viendo algo que ocurre, o que ha ocurrido
. La importancia radica en el hecho. El hecho lo es todo. Hay, sin embargo, cierta anarquía en la realidad, no sólo en su percepción. A veces cambia. No depende del observador. No estamos ante un experimento cuántico. La realidad misma tiende a torcerse. El mundo, el universo entero, se quiebra, se une en puntos inauditos.
El hecho cambia y, sin embargo, sigue siendo igual de importante.
Ellas no se mataron solas. Tú eres el asesino. Tú carcomiste sus entrañas, tú llegaste hasta las vísceras, relamiéndote los bigotes como un gato cuando absorbiste el tuétano. Violaste a cada una de ellas. Introdujiste tu miembro y tus dedos por la boca, por la vagina, por el recto, y cuando las aberturas naturales de sus cuerpos no te fueron suficientes, laceraste sus pieles como si ellas fueran duraznos apenas maduros, tan suaves que te erizabas al contacto.
Piensa en ellas, hijo, hija, y no sonrías. Tampoco te relamas los bigotes.
Rojas son las capas
Hay una leyenda que es por todos conocida, se convirtió en cuento en la época de los italianos errantes y de los alemanes que paseaban curiosos por los pueblos recolectando material para sus libros. ¿A quién se le habrá ocurrido hablar de cuentos infantiles? El relato es el de una niña que de ser blanca pasará a roja, tan carmesí como el pecado. ¿Ya te suena?
La historia habla de un encuentro, del hallazgo de aquello que supera a la muerte. La mujer que aún no es mujer sale de su casa con un objetivo muy claro: visitar a su abuela que está enferma. Este último personaje, que poco importa, bien puede reemplazarse por un amigo, por el padre o por el novio. Aquí depende, en realidad, de la imaginación de quien la cuente.
La niña saldrá de casa para cruzar la selva oscura, las calles sombrías apenas entrevistas en la bruma. En sus labios lleva la marca del deseo, lo mismo que en su cuello y en el rumor de sus clavículas. Los hombres la miran ansiosos por poseerla, romper el velo de la sudadera escarlata que cubre sus pechos y cintura, arrebatarle los pantalones de mezclilla y alargar la mano. La niña aún no es alcanzada por nadie, aunque hay quienes intentan acercársele. Ella camina rápido, su paso es zigzagueante y sus movimientos la llevan a puertas donde nadie más puede acompañarla.
Por el momento se salva. Los lobos se detienen cerca de ella, sin poder hacer más que revolverse dentro de sus trajes. Si pudieran encontrar a alguien que respondiera por ella, le darían unos billetes y la comprarían. ¿Alguno se pregunta lo que hará cuando termine de usarla? Tal vez la idea no les viene a la cabeza, tal