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De la vida y la muerte
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Libro electrónico199 páginas2 horas

De la vida y la muerte

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El protagonista de esta historia vive sin memoria. Cada vez que despierta olvida lo vivido anteriormente. Vive en una mansión siniestra con la única compañía de un ama de llaves que le recuerda la idea más horrible del mal, mientras le atormentan horribles pesadillas y trata de encontrar la verdad en una angustiosa cuenta atrás.

IdiomaEspañol
EditorialEllorian
Fecha de lanzamiento18 jun 2024
ISBN9798227773548
De la vida y la muerte

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    De la vida y la muerte - Ellorian

    De la vida y la muerte

    Ellorian

    Copyright © 2015 Ellorian

    Registro de Propiedad Intelectual de Safe Creative:

    1509175182621

     A mi padre. Nada de cuanto me propusiera, era lo suficientemente fantasioso como para no contar con tu apoyo e inquebrantable convicción acerca de mi éxito. Ni si quiera cuando yo mismo dudaba. Eres mi espejo, mi ejemplo, mi capitán. Espero que esto te haga sentir orgulloso.

       A Abel. Tú me enseñaste, ¡hace ahora tantos años!, a interiorizar la naturaleza del horror, pues no sabía describirla. Tú me enseñaste el discurso y el método, y me abriste las puertas de la técnica a través de una lectura con sentido.

     La semilla que plantaste ha germinado.

     A Amparo, mi mujer.

     Cuando navegaba a través de procelosos mares, cuando el cielo plomizo no dejaba ver el sol, cuando bogaba a la deriva, fuiste mi mástil, mi vela, mi compás, la luz que iluminaba mi camino, mi esperanza, mi felicidad. Fuiste el amor.

     Nada me hace sentir tan orgulloso como verme junto a ti, nada tan feliz como una sonrisa tuya. Nada ambiciono más que caminar cada día de mi vida sosteniendo tu mano.

     A ti, que me has dado convicción, seguridad, esperanza, que has hecho de mi sueño más íntimo, algo que parecía posible, que has dado sentido a los esfuerzos, que has hecho irrisorias las dudas. A ti, luz de mi vida, pues sin ti, nada de esto sería posible.

    Contents

    Title Page

    Copyright

    Dedication

    1. El naufragio

    2. El funeral

    3. El vigilante del cementerio

    4. Insomnio

    5. La visita

    6. El mal

    7. El sanatorio

    8. El doble

    9. La muerte

    10. La vida

    About The Author

    Books By This Author

    1. El naufragio

    La tormenta arrecia. El cielo, iluminado de vez en cuando por un relámpago, aparece como la negra bóveda de los lamentos; las olas, gigantescas, imposibles de abatir, y una frase alzada al cielo, no sé por quién dice que cualquier tiempo pasado fue mejor.

    La brújula, desorientada, baila al son de las batientes, y el timón es la comparsa de su delirante baile. Ya muchos se arrojaron al mar o fueron arrojados a él, mientras que el capitán, colérico de envidia por tan pronta muerte, debe luchar con los elementos.

    Qué incertidumbre tan vertiginosa, qué desazón tan solitaria.

    Nadie contesta al servicio de telégrafos y sus operarios han perdido toda esperanza.

    Nadie, ni el primero de abordo, ni el telegrafista, ni el timonel, ni el contramaestre, ni tan siquiera el capitán, saben qué rumbo está tomando la nave. En alguna dirección ha de estar la salvación, pero ¿dónde? Ellos solos no lo pueden saber. No son más que un leve suspiro en la eternidad, un fuego fatuo en la inmensidad de la noche, parte del decorado de una obra que no hubieran ido a ver. Se ha desligado la trabazón que los unía a sus destinos, y ahora, perdidos, se han hallado frente al abismo, al caos, y no pueden escapar, pues al cortarles los hilos de la vida, cayeron inanimados con la vana esperanza de que una entidad bondadosa les insuflara la acción de que fueron desprendidos. Pero todas las esperanzas parecen vanas, ya que del escenario nadie se mueve hasta que la obra haya concluido.

    Valiente insensatez pretender que interaccionaban con el mundo, cuando sólo fueron el juguete de la desdicha y nada más que eso.

    Vana palabrería era la que afirmaba que estaban seguros de sí mismos y que conducirían sus vidas como mejor estimaran.

    La ayuda no llegaba, o ellos no la veían, y mientras tanto, la vela mayor se rasgaba, el casco crujía y el barco iría a abismarse, y no, al capitán nada se le ocurre,  sólo contempla con ojos desorbitados el avatar de los acontecimientos, abre la boca y ni tan si quiera es capaz de gritar. Únicamente puede arrostrar el temporal de forma impasible, como un decorado, como el juguete de la desdicha, y entre tanto el barco se hunde, se hunde.

    Había vuelto a quedarme dormido. El sudor bajaba por mi frente como gotas de rocío, mi nublada vista contemplaba cómo se iba atenuando el temblor de mis pálidas manos. Mi cena, aún intacta ante mí, se enfriaba a la luz de la vela. La larga mesa se prolongaba fundiéndose en las tinieblas de aquella gran sala. La llama, a punto de consumirse, a punto de ahogarse entre la fusión de la cera que ella misma había provocado, luchaba por mantenerse con vida.

    Cuando la encendí bailaba con alegría, de igual modo que durante la ensoñación de mi psique.

    Ahora, desesperada, se debatía, agónica y desamparada como un pequeño punto de luz dentro del cosmos, implorando mi ayuda.

    Podría ver su propio reflejo en mi impasible mirada, podría ver mi rostro, bañado todavía en el sudor del tormento de mi sueño.

    Finalmente se sacudió por última vez en pleno auge de su estertor y expiró, y se hizo la más completa y absoluta oscuridad. Sí, fui capaz  de salvar su graciosa existencia sólo con un gesto de mi mano, con un gesto de mi voluntad. Una pequeña variación electro-química de mi mente la podría haber salvado de tan terrible extinción. Pero, toda mi persona, apática, permaneció totalmente imperturbable desde el momento en que mis ojos se abrieron. Y mis ojos ya no reflejaban aquella llama, ya no reflejaban nada.

    En ese momento fui consciente del reino en que me hallaba, donde el amo y señor era el silencio, la oscuridad, el manto que todo lo envolvía, y los lindes, por no poder alcanzarlos mi mirada, infinitos o inexistentes.

    Mi psique volvió a hundirse en aquel terreno fangoso de mi sueño, donde no quería hallarme. Mi cuerpo volvió a quedar flácido y mi cabeza volvió lentamente a colgar de mi cuello, como cada vez que cruzaba el portón que separa la realidad del sinuoso camino que conduce a la alegoría de la inconsciencia.

    Los cortantes arrecifes rasgan mis carnes, mientras la violencia de las batientes arrastra mi cuerpo entre las espumosas carcajadas de Neptuno.

    Entre tanto, la nave ha desaparecido entre las embravecidas olas. La ayuda del cielo no ha llegado. Por otra parte, ¿Qué clase de convicción hace a un creyente pensar que actuará una acción milagrosa rasgando el tejido de la realidad del que nos hemos amamantado, aniquilando las reglas de la tangibilidad, del pragmatismo, con que fue forjado nuestro mundo? ¿Qué clase de loca fantasía haría pensar a cualquier persona que su vida tiene un objetivo, un fin, y que no pudiendo perecer en una situación así, la tormenta acallaría, las olas achicarían y el barco llegaría a buen puerto? Y si esto hubiera ocurrido, ¿no habría reforzado esta falsa convicción, de forma que algún individuo se sintiera más fuerte, más confiado, casi intocable?

    Pero nada de esto ocurrió. Las leyes de la naturaleza no se vieron ofendidas por la actuación de la materialización de la Fe de unos ni las ilegítimas pretensiones de otros. No se rasgó el tejido de la realidad, y las reglas del pragmatismo y la tangibilidad permanecieron como siempre, inamovibles.

    Cuán duro es enfrentarse a la conciencia de una brusca y prematura muerte, a la anulación  de los sentidos y la extinción del alma. Abandonar la vida que la naturaleza, sólo por casualidad, te regaló. Abandonar proyectos, abandonar el amor, abandonar todo lo conocido y enfrentarse a la  consumición y putrefacción de un cuerpo que has visto día tras día a través  de un espejo. Enfrentarse al olvido e incluso tal vez a las burlescas malicias que puede producir el conocimiento de tu desgracia.

    Este terrible sentimiento se agrava doblemente cuando tienes infundadas esperanzas de sobrevivir, porque, aunque, en un acto de autoprotección tu mente lo niegue, tienes la certeza de que ningún hechizo ni encantamiento trasciende a las tan duramente forjadas reglas de la naturaleza.

    Por eso, mi cuerpo, abandonado a la furia de la gran inmensidad oceánica, es el purgatorio de mi alma, el infierno breve y prematuro  de la conciencia, y mientras, la vida se escapa de mis manos. Oh, qué terrible es sentir cómo la vida se te escapa, oh, cuán terrible es.

    Mi mente volvió a cruzar el umbral. Mi cabeza se enderezó de nuevo y permanecí indiferente mientras se diluía la amarga sensación de mi ensueño que me embotaba, e iba encontrando el hilo conductor, que me ata a la realidad, a través de mis sentidos.

    Fue la suave textura del mantel de seda lo que me devolvió a la realidad, el olor de mi olvidada cena, las gotas  de rocío corriendo por mi frente.

    ¿Qué nos hace merecedores de la vida que poseemos, qué extraño mecanismo la dota de conciencia diferenciándonos así del ratón? ¿Acaso hay una fuente de extrema bondad que nos ofrece esta libertad intelectual, o acaso existe una fuente de extrema maldad que nos castiga con la opresión del intelecto? Porque, si bien la inteligencia nos ofrece la libertad intelectual, el libre albedrío, ¿hasta qué punto es libertad y deja de ser opresión, cuando esa misma conciencia nos castiga con la certidumbre de nuestra muerte, con la certeza de nuestro dolor y con el arrepentimiento de nuestros errores? ¿Hasta qué punto, pues, el menospreciado ratón no es más dichoso que nosotros o al contrario? Pero independientemente de esto, ¿por qué una fuente de bondad o maldad nos premia o nos castiga con este don sin haber obtenido nosotros mérito alguno para su realización? ¿por qué, habiendo animales más nobles y más mezquinos que nosotros? ¿Cómo podría ser premio o castigo, cuando la ética, la moral, son tan solo invenciones literarias del hombre, cuando la naturaleza no se rige ni comprende estas normas, cuando el hombre las acepta tan solo para sentirse seguro? Y si no existe esa incomprensible entidad, ¿qué combinación química, más incomprensible todavía, ha funcionado desde tiempos inmemoriales para conformar todo lo que conocemos por hombre? Y si es así, ¿no nos sentimos aún más perdidos, no se hace todavía más amarga, más trágica la certeza de nuestra muerte?

    ¿A qué fin podrían llegar todas estas reflexiones sino al vacío, a la falta de  respuestas, y sobre todo a la falta de consuelo?

    Me levanté súbitamente. La silla cayó hacia atrás haciendo un ruido sordo. El sudor se enfrió en mi frente. Había oído un ruido en el pasillo. Quedé petrificado, pero estaba seguro. Varios pasos que habían cesado en el momento en que cayó la silla. Miré a mi alrededor, pero no había más que oscuridad. Busqué a toda prisa el candelabro, pero cuando lo encontré se me cayó de la mano, haciendo, a mi parecer, un tremendo ruido delator. Aterrado, me coloqué en cuclillas y me introduje bajo la mesa. Así permanecí abrazando mis rodillas sin atreverme a moverme. El tiempo transcurría muy lentamente. Mi propia respiración me parecía fuerte y trataba de calmarla, pero ahí fuera no se oía nada más. Tal vez estaban escuchando detrás de la puerta. Tal vez habían entrado ya. Me encogí aún más, imaginando con horror una mano cadavérica que se deslizaba por debajo del mantel  hasta helarme con su lúgubre contacto.

    Me imaginé corriendo, escapando de allí, ¿pero por dónde? La oscuridad no me permitía ver la punta de mi nariz. La puerta estaría tomada. Pensé en la ventana. Sí, podría aterrizar en el jardín, pero no, no, no. Fuera no podía haber más que muerte. La cabeza me daba vueltas. Debía permanecer escondido. Debía encontrar la forma de encender la vela y estaría a salvo, pero, ¿y si al salir de mi escondite tropezaba con unas poderosas piernas, qué sería de mí? Debía elegir uno de los dos lados de la mesa por donde escapar, pero hacía falta mucho valor para llevar a cabo la empresa.

    Apreté los ojos con fuerza, me ladeé hacia la izquierda. Salí a toda prisa arrastrando el mantel, que hizo caer varios objetos al suelo. Busqué a tientas de nuevo el candelabro mientras mi pecho se oprimía. Fuera como fuere ya sabía dónde me encontraba. Mi mano izquierda se posó en el candelabro y lo pegó a mi pecho mientras la derecha buscaba las cerillas.

    Pero no pude luchar más por contenerme. Comencé a gritar aterrado. Por fin las encontré y, dejándome caer al suelo, encendí de nuevo la vela con la dificultad que la rigidez de mis miembros me imponía.

    Miré a mi alrededor con avidez, después me incorporé lentamente para contemplar el otro lado de la mesa.

    En la habitación estaba yo solo. Pegué la espalda contra la pared y armado siempre con la luz del candelabro vigilaba cada sombra que el efecto de la vela producía por todo el salón.

    Dirigí, asustado, la mirada hacia la puerta, fuera lo que fuere podía estar aún allí. En el suelo, la fina cerámica se había fragmentado y representaba un caótico espectáculo junto a las judías que había contenido, los cubiertos y demás enseres. Había vuelto a perder los nervios y ahora me costaba volver a reprimirlos. Me atreví a dar unos pasos al fin y nada ocurrió. Sin embargo, el efecto de las sombras descubría mi muy mal encubierto horror a cada paso que daba.

    Me encaminé hasta la puerta y coloqué lentamente mi mano en el pomo. Imaginaba lo que iba a encontrar; imaginaba un rostro cadavérico de mirada maligna o un anciano centenario y encorvado o incluso un antiguo familiar. Este último caso era el que más horror me causaba.

    Tiré del pomo hacia abajo y abrí la puerta lentamente, mientras mi corazón parecía querer escapar del pecho.

    Al otro lado no había nada.

    Recorrí el largo corredor y discurrí a través de los recodos que llevan hasta mi habitación, con paso cada vez más rápido, hasta que se convirtió finalmente en una alocada carrera y en una desesperada lucha por mantener encendida la luz.

    Abrí la puerta con precipitación y me introduje en el interior cerrándola tras de mí. Deposité el candelabro en el suelo, descorrí el velo que tapaba la cama y  salté hacia ella.

    Me arropé hasta los ojos y exploré con la vista mi alrededor.

    En aquel momento, como en tantos otros, mi habitación se me figuraba demasiado grande. En frente de mí estaba el candelabro en el suelo e inmediatamente después la puerta de noble madera. No podía ver más que formas difusas que el dosel de la cama cubría como un manto protector.

    Podía ubicar mentalmente el gran armario a mi izquierda, del que solía soñar, salía mi verdugo, y la ventana a mi derecha desde la cual la muerte me acechaba todas las noches.

    ¿Cómo domina el hombre sus más bajos instintos, cómo el miedo, que con pies de plomo camina, al que la soledad precede, puede ser ahuyentado? ¿Cómo, cuando la indiscutible realidad de día se convierte en volátil bruma de noche, que es disipada con el gélido aliento del horror?

    ¿Cómo podría hacer retroceder a ese gran señor que es el miedo, relegarlo al olvido, cuando ya ha sustraído todo mi valor? ¿Acaso se puede enfrentar al uno sin el otro?

    Allí estaba yo, tumbado, cobarde, derrotado. Allí estaba yo, sufriendo las inquinas que en bandeja de plata me eran servidas. Allí estaba, preguntándome qué sucedería, qué sería de mí,

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