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La cruz cósmica
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Libro electrónico133 páginas1 hora

La cruz cósmica

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«…mi única devoción, no religiosa, era para con el Zodíaco…»

Mario vive entre dos mundos, el terrenal y el astrológico, o para muchos, la realidad y la ficción, sin lograr con éxito desconectarse ni de uno ni de otro. Este dilema lo lleva a tener miles de preguntas, muchas veces sin respuestas lógicas. Con emociones complicadas de entender, no consigue sentirse parte de nada, aunque a la vez forma parte de un todo. «…una necesidad de saber, un deseo de comprender, una inclinación por investigar las motivaciones que obligaban a los humanos a vivir durante un tiempo un estado vital alejado de cualquier tipo de felicidad».
Atado a su estado natural, a su origen, a su naturaleza vital, se deja guiar por el Zodíaco porque como parte de este engranaje, Mario se siente una simple marioneta, aunque su eco interno le insiste en que la única ley que debe guiarlo es la propia y natural que trae escrita el destino. 
… Y la rueda sigue girando.

Javier Delcán. Nacido en Madrid en 1964. Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Ha colaborado en «Canal Solidario», «Karma 7», «El País de las Tentaciones», «HiperOcio», Radio Resistencia y Frecuencia 92 de radio. Es autor, asimismo, de una obra de teatro llamada «La tragicomedia del Universo» que se halla en proceso de preparación para su edición con la Editorial Donbuk. Sus aficiones son el mar, la música, el cine y la libertad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 nov 2019
ISBN9788855088114
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    La cruz cósmica - Javier Delcán

    Javier Delcán

    La cruz cósmica

    EDIFICARE

    UNIVERSI

    © 2019 Europa Edizioni s.r.l. | Roma

    www.europaedizioni.it

    I edizione elettronica novembre 2019

    ISBN 978-88-5508-811-4

    Distributore per le librerie Messaggerie Libri

    Al brujo,

    que me vaticinó lo que me pasaría.

    FLUJO

    Salí del mar una fría noche de invierno. El primer recuerdo que aún conservo de mi nacimiento es que en el momento del estallido que precede a la vida material, cuando la última ola del karma marino se precipita desesperada sobre la realidad terrestre, me fue difícil desembarazarme para siempre – ¿para siempre? – de ese cordón umbilical que me había mantenido unido al plancton materno: cuna visible de una añorada esperanza afectiva, sede pasajera de todo Jonás que está a punto de abandonar su hábitat natural para ir al encuentro de otro hogar que es necesario empezar a construir.

    La tierra se abría ante mis sentidos, aún adormecidos, como un pequeño océano a explorar. Empecé a caminar por la playa en busca de mi destino. No había nadie allí. Solo mi uniformidad y, tal vez, la sombra que la luna proyectaba sobre la arena de lo que yo ahora era: un vagabundo desterrado del paraíso, un náufrago que no sabe qué dirección tomar.

    Fue entonces cuando pude contemplar el espectáculo que daría sentido a mi vida: las estrellas del cielo se habían aliado ante mi infortunio y, mágicamente, comenzaron a dibujar una inmensa circunferencia a mi alrededor, dividida en doce porciones de idénticas dimensiones. Sobre cada una de las particiones adiviné un número y un símbolo. Movido por el instinto, me coloqué encima de la última, que estaba representada por dos peces asimétricos íntimamente ligados, a través de sus bocas, por el alimento de lo efímero y un inconsciente deseo de eternidad. Sustentado por la Era que me había visto nacer, inicié mi recorrido por el Zodíaco en sentido inverso al que apuntaban las imaginarias agujas del reloj de esa colosal esfera. – Si vivo al revés, será más divertido – pensé. Pero la ilusión primaria se trocó al leer la inscripción que rodeaba al redondel y que decía así: «La vida es un círculo que se cierra».

    Poco convencido de este argumento, agarré uno de los peces para tratar de cambiar cada una de las letras que me encarcelaban y con el otro pez, camino ya de la casilla once, la del futuro, la de la nueva Era que era preciso construir, empecé a hilvanar la frase libertaria con la que intentaría definir mi paso terrestre: «La vida es una espiral que se abre al infinito».

    PRIMER CICLO:

    INMANENCIAS

    PISCIS

    Mi vida empezó como la de todos: unas palmaditas en la espalda para darte ánimos y ¡hala!… a llorar, que son dos días. La sala de partos fue el escenario que recogió mi primera actuación: yo hacía el papel de bufón – sin duda bendecido por los dioses – que, con mi llanto, alentaba el contento de la gente que se agolpaba a mi alrededor.

    El único ser que, ante mis ojos, se mostró lúcido en aquel teatro fue mi madre. Recostada sobre la cama que me había visto nacer extendió sus brazos para atraerme sobre sí. El médico y las enfermeras accedieron a su petición y, acto seguido, reemprendieron su trajín de mascarillas e inyecciones por las habitaciones contiguas del hospital.

    Yo aún estaba en alfa, intentando sobreponerme a mi nueva condición. El recuerdo imperceptible del mar se alejaba cada vez más y mi ilusión nadaba contracorriente en el deseo de que la resaca ahogara la visión de lo material. Pero la marea subía y las olas me empujaron con vehemencia a este otro plano pedregoso, donde me esperaba ansioso un abrazo cálido de mujer.

    Una vez acunado en tierra firme, mi madre me ofreció dos botones rosáceos para que yo los succionara dulcemente. Bebiendo del elixir de la vida, mi imaginación voló hacia un pasado indefinido en el que yo era capitán de mis fantasías y los peces, fieles guardianes de mis sueños. El sabor de la lactancia materna me pareció algo rudo en comparación con los estupendos cocktails que estaba acostumbrado a tomar bajo el mar, siempre llenos de algas y debidamente condimentados en sal. Ahora, estos tapones estriados guardaban un regusto amargo y en su afán cariñoso por precipitarse sobre mí, yo creí adivinar una doble intención: una natural de servir de alimento y otra, un tanto más confusa, de sellar mi tristeza a ver si iba a soltar alguna lágrima de más.

    Con el tiempo comprendí que mis elucubraciones primarias no tenían fundamento, ya que lo que pretendía mi madre era algo tan honesto como servir de nexo de unión entre mi pretérito de pez y esta nueva realidad a la que yo accedía por medio de esos botones que, para más inri, respondían al nombre de pezones. Mi mundo empezaba a estar del revés: yo era un pez pequeño que me alimentaba de peces grandes. Esa era la senda a seguir.

    Tras la vista y el gusto, el siguiente sentido que desarrollé fue el oído. Tan notable acontecimiento tuvo lugar en el momento de mi bautismo. Allí congregados, en torno a mi desnudez, se dieron cita un buen número de acólitos reverenciales y ceremoniosos, presididos por un señor muy altivo que vestía una túnica blanca y que empezó a mascullar unas palabras que a mí aún me sonaban a latín. Sus salmos fueron la antesala a unos flashes inoportunos que darían cumplido testimonio del acto sacramental y que pasarían a engrosar, sin mi consentimiento, los archivos fotográficos de la cofradía. Mi familia también debía andar por allí, aunque no parecieran muy necesarios a juzgar por la solemnidad que iba cobrando la función. Aquello me escamó. De repente, mi cuarto sentido se hizo realidad ya que percibí que esa conspiración hacia mis parientes me olía bastante mal.

    Terminaron los protocolos y, sin más preámbulos, pude ver cómo acercaban la tinaja del agua. El sacerdote tuvo un detalle al permitir que mi madre se aproximase para el ritual. Aun así, su llamada debió de ser en hebreo, pues uno de los monaguillos hubo de ir a traducirle cada una de sus palabras hasta que la buena señora comprendió y acudió en mi socorro. Yo, lógicamente, no paraba de llorar.

    Debidamente arropado por los brazos de mi madre, sentí como el líquido elemento era derramado sobre mi cabeza y, de ahí, se esparcía al resto del cuerpo. Por un instante, me creí de nuevo en el mar: los delfines aleteaban a mi alrededor y las sirenas bailaban una danza circular al son de la música producida por el castañetear de los dientes de los tiburones.

    Estaba tan absorto en mis evocaciones que casi no reparé en la sentencia que el cura pronunció sobre mí:

    – Te llamarás Mario – . La cruda realidad se abalanzó de golpe sobre las olas de la imaginación y, en aquel lugar atestado, comprendí el significado de toda una vida: Mario… el mar está dentro de mí, el mar soy yo.

    Mi quinto sentido se desarrolló como buenamente pudo hasta conseguir dar unas palmaditas en la cara del prelado. – Te has portado, muchacho – pensé. Luego me volví y dirigí el tacto sobre mi madre, agradecido por su complicidad y el buen gusto que había demostrado en la elección de mi nombre. Ella sería, desde entonces, el vehículo que haría realidad mis ensoñaciones, el único vínculo palpable que me uniría de por vida con el mar.

    Mi infancia transcurrió ligera, sin demasiados sobresaltos, pero, eso sí, con una pega: el destino había querido gastarme una mala pasada fijando mi residencia en Madrid y, por tanto, alejado de todo contacto con mi verdadero hogar, el mar. Pero como las desgracias no llegan solas, a este distanciamiento forzoso se vino a sumar el hecho anecdótico de que mi familia y yo vivíamos en la calle del Pez, todo un símbolo que me hacía recordar que mi vida actual no era sino un cúmulo de reminiscencias del paraíso perdido, al cual, sin duda, retornaría algún día.

    Mi casa no tenía nada de especial: treinta metros cuadrados en los que albergar a seis personas, tres camas, un sillón, nueve muebles, siete sillas, cuatro cuadros y algún que otro aparejo despistado que sirviera de estorbo en el nulo espacio restante.

    Era la época en que el Estado, después de haber aniquilado muchas ilusiones y tras haber expulsado todo germen cultural, decretó – con ayuda de la Iglesia vigente – que la mejor manera de levantar un país destruido era a través de la fertilidad de sus mujeres y, para ello, dispuso una cruzada en pos de la libre sexualidad dentro de las reglas del matrimonio. Ahora bien, si esta conllevaba a la fecundación procreadora y a la consiguiente fundación de una familia numerosa.

    Mis padres contribuyeron a la causa con la mejor de sus voluntades y así llegué yo, con la cartilla de un dinero extra en una mano y el certificado de no poder acceder a la comodidad de una cama propia, en la otra. Demasiadas estrecheces pasaban ya mis tres hermanos mayores para que encima viniera yo, el más pequeño, el benjamín de la casa, exigiendo un derecho que no estaba adscrito a la ley de decencia y del buen orden. Me habrían tomado por un comunista y eso en mi país suponía algo más que el descrédito: era sinónimo de la extremaunción.

    De día, los cinco metros cuadrados que, a vuelapluma y

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