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Legado del Alma: Esclava de la Realidad, #1
Legado del Alma: Esclava de la Realidad, #1
Legado del Alma: Esclava de la Realidad, #1
Libro electrónico221 páginas3 horas

Legado del Alma: Esclava de la Realidad, #1

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La vida de Katziri, una estudiante de preparatoria, da un giro cuando su mejor amigo desaparece sin dejar rastro. La delgada línea entre la razón y la locura comienza a quebrarse cuando todos, a su alrededor, dicen que el muchacho nunca existió. Abrumada por los acontecimientos, Katziri intentará dar sentido a los hechos, sin embargo, cuando al fin encuentre la cruel verdad, deberá mantener intacta no sólo su cordura, sino también sus ganas de vivir. Las sombras de la Ciudad de México esconden más de lo que aparentan.

 

 

Esta edición incluye el episodio exclusivo «La Desolación de Mateo», un corto de 4 capítulos que amplía el trasfondo y la historia desde la perspectiva de otro de los personajes.

 

Trilogía Esclava de la Realidad:

1. Legado del Alma

2. Mundo Energético

3. El Trono del Primero

 

Legado del Alma © E. F. Mendoza, 2020.

Todos los Derechos Reservados.

IdiomaEspañol
EditorialE.F. Mendoza
Fecha de lanzamiento5 sept 2021
ISBN9798201851255
Legado del Alma: Esclava de la Realidad, #1

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    Legado del Alma - E.F. Mendoza

    Introducción

    Era de noche, los suburbios del hospital general no se notaban más peligrosos de lo normal, y sin embargo, un sentimiento de pánico se albergaba en su pecho. Inhaló profundo, exhaló. Trataba de calmarse. No tenía por qué temer, había hecho todo bien. ¿O no?

    Tenía un mal presentimiento, si algo salía mal, la justicia la atraparía y estaría perdida. Corrió a su auto, abrió la puerta y subió. El ruido del exterior quedó aislado tras un ligero portazo, sumiendo el interior del vehículo en un silencio perturbador. Puso ambas manos sobre el volante y respiró hondo, profundo, despacio. Necesitaba calmarse o le daría algo. Nunca nadie sabría lo que había hecho, la prueba de su crimen ya no estaba. Su regreso a España era inminente.

    Observó al frente por el parabrisas, a los lados y atrás por las ventanillas y espejos. Todo parecía en orden, tanto orden como podía ofrecer la ciudad de México a las diez de la noche. Encendió el motor mientras apoyaba su frente en el volante, estaba cansada. Quería llegar a su escondite, pero no podría, debía realizar antes alguna escala por si acaso alguien la estaba siguiendo. Ninguna precaución estaba por demás para el calibre de lo que había hecho.

    Puso en marcha su vehículo, uniéndose al tránsito nocturno. Trataba de distraer su mente, pensando en lo cerca que estaba. «Casi lo consigues», se decía a sí misma. «Todo estará bien», se lo repetía una y otra vez, mientras trataba de controlar su respiración. Había hecho un millón de cosas más complicadas y, de alguna manera, no estaba tranquila, sentía que algo iba a salir mal. El miedo al fracaso la amedrentaba. Después de todo, no dejaba de ser una criminal huyendo de su destino.

    Giró en una esquina especialmente oscura con los nervios de punta. Pocos autos transitaban la avenida y los transeúntes eran casi nulos. Su corazón palpitaba con fuerza, y lo hizo más aún cuando escuchó el motor apagarse sin previo aviso. Se orilló hasta parar la marcha, dejando un crudo silencio que fue atenuado por su agitada respiración.

    —No… no, no, no, esto no puede estar pasando.

    Golpeó el volante con furia. Clavó su mirada en el tablero. Gasolina, ¡el tanque estaba vacío!

    Su ritmo cardíaco aumentaba conforme notaba que sus presentimientos se hacían realidad. Eso no había sido obra del azar, ni de un descuido; lo sabía, se había asegurado de llenar el tanque de forma consciente para que algo así no le sucediese. Alguien lo había hecho, no era simple coincidencia.

    La ciudad era bien conocida por su inseguridad y alta criminalidad, por lo que aún cabía la esperanza de que la horrible situación estuviese ligada directamente a simples delincuentes. No, no era una esperanza, era un deseo. De verdad quería que, justo en ese momento, apareciese algún maleante con pistola en mano, pidiéndole bajar del vehículo o entregar todas sus pertenencias. Cualquier cosa, cualquiera menos lo que más se temía, estaría bien.

    Observó a su alrededor, no parecía haber nadie. Estaba paralizada, no sabía qué hacer, su mente la controlaba. Sentía como si su cabeza fuera a explotar, como si un millar de pensamientos se agolpasen como un miedo que drenaba su cordura.

    —Calma —se dijo, tratando de respirar hondo—, calma. Estás delirando, todo estará bien. No te han encontrado, nadie sabe que estás aquí.

    Tomó una bocanada de aire al tiempo que cerraba los ojos, sin embargo, al abrirlos, se quedó petrificada al ver una silueta frente al cofre del vehículo. Era un hombre, inmóvil, que tenía ambas manos guardadas en los bolsillos de una larga gabardina negra. La observaba con fijeza a través de unas llamativas gafas negras, sin importar que la oscuridad fuese tan profunda como para portarlas.

    «¡Al demonio con esto! Me largo de aquí», pensó. Estaba aterrada, ya no cabía ninguna duda. Sus miedos no estaban injustificados. La había descubierto, incluso había ido por ella, en persona, el máximo ejecutor de justicia.

    El hombre comenzó a caminar despacio, desde el frente hasta la puerta del conductor. Ella intentó huir, pero los seguros se bajaron de forma automática para impedirle la salida. Aterrada, se replegó hacia el extremo opuesto, hacia el lado del copiloto, mientras el hombre llegaba a posicionarse —con toda calma—, en la ventanilla contraria.

    El desconocido levantó una mano y dio un golpecillo en el cristal.

    —¿Se encuentra bien? —preguntó con una voz varonil cargada de cortesía—. La noto algo estresada, ¿puedo ayudarla?

    Estaba jugando con ella, lo sabía, disfrutaba de su triunfo... de su victoria. Se regocijaba de verla asustada, como una presa frente al depredador. ¿Y cómo no? ¿Qué podía hacer ella ahora, sino pensar en el error que había cometido?

    —¿C-Cómo me encontraste? —preguntó la mujer, con la voz temblorosa—. Tú no puedes... es imposible.

    En el exterior los autos seguían pasando, ignorando por completo la escena que, para cualquiera, parecería una simple descompostura con un hombre tratando de ayudar.

    —No sé de qué está hablando, por favor, permítame ayudarla. Salga de ahí.

    Seguía burlándose, utilizando esa voz tan caballerosa y educada que sabía emplear tan bien. Fue entonces cuando una idea llegó a su mente: «no lo sabe». Y si lo sabía, al menos no todo. Ese hombre ignoraba lo más importante, ignoraba que ya no existía ninguna prueba para incriminarla. Se había desecho de ella, sin dejar rastro alguno.

    La mujer se dejó llevar por ese frágil sentimiento de esperanza.

    —D-De acuerdo, v-voy a salir —tartamudeó.

    Como si hubiese sido la palabra clave, el seguro de la puerta del conductor se retiró por sí sólo y el hombre la abrió, extendiendo una mano hacia ella, invitándola a tomarla.

    Ella suspiró. Sin pruebas, no podrían juzgarla. Era arriesgado pensar que más adelante podría terminar lo que había iniciado, recuperar su tesoro, pero así era ella, arriesgada.

    Bajó del auto con cierto temor. Se paró, tan alta como pudo, pero sin alcanzar apenas el hombro del que estaba al frente. Levantó la cara y lo miró a los ojos. Parecía orgulloso, sabía que había ganado. Era un descaro total, incluso llevaba el aspecto que ella misma le había preparado.

    —Es un gusto por fin encontrarte —dijo el hombre, ofreciendo una reverencia—. ¿México? Muy conveniente.

    La mujer tragó saliva.

    —No importa lo que digas, no tengo nada, ¿lo ves? Estoy limpia. Llévame a España y veremos quién sale ganando.

    Una de las cejas del siniestro personaje sobresalió por detrás de sus gafas, acompañando a la sonrisa que se dibujó bajo su bigote.

    —Espero que no te moleste que haya realizado algunas averiguaciones. —Se ajustó la manga de la gabardina—. No me gustó nada que me dejaras solo con tanto trabajo. ¿Tu traición no es suficiente? Dime, ¿dónde está lo que llevabas contigo?

    —¡Y una mierda! —exclamó ella, escupiendo al suelo—. Jamás lo sabrás, ni muerta lo tendrás, porque ni yo misma sé en dónde está ahora.

    Si el hombre enfureció con lo que la mujer dijo, no lo hizo notorio. Hubo un breve silencio. El extraño extendió un brazo para pasarlo detrás de la nuca de la mujer, aproximándola hacia él en un abrazo que denotaba lástima.

    —No debiste —dijo, meciéndose muy despacio—. Te apreciaba, lo sabes, ¿no? Lo que has hecho, solo ha sido retrasar lo inevitable.

    En ese momento sintió otro tipo de terror, terror que se tradujo como un tirón debajo del ombligo. Esas palabras sólo podían significar una cosa.

    —No… —balbuceó—. No puedes, ¡te vincularían de inmediato!

    Él sonrió.

    —¿Vincularme? —la cuestionó, todavía sumiéndola en aquel profundo y tétrico abrazo—. Estoy aquí para impartir tu castigo, pequeña niña. Tu expediente se cerró desde el momento en que decidiste marcharte. Ya no eres nadie.

    Todo iba de mal en peor. Ella pensaba que sería apresada, que sería llevada al juzgado y, de alguna manera, sentía que podría usar su último as bajo la manga aún privada de su libertad. ¡La muerte no estaba en sus opciones! Lo peor era que el hombre tenía razón, nada le impedía matarla en ese momento.

    Y entonces, como una oleada de emociones producidas en gran medida por la adrenalina, empleó todas sus fuerzas para alejarse del hombre, empujándolo con ambos brazos para salir corriendo. Sin embargo, sus esfuerzos fueron inútiles, era demasiado fuerte, apenas lo movió unos milímetros.

    —Jamás… —intentó hablar, y una risa que rozaba la locura escapó de ella—. Jamás la recuperarás.

    El hombre crispó el rostro, sin poder ocultar más su molestia, mas no dijo nada, tan sólo siguió oprimiendo el cuello de su víctima. La mujer seguía riendo, hasta que el sonido comenzó a ahogarse por la presión de su captor, orillándola a manotear en un intento vano por respirar. El oxígeno se le escapaba, sentía como si sus ojos fuesen a salir de sus cuencas. Era una fuerza descomunal, monstruosa, la que le arrancaba la vida. Intentaba gritar, pero su garganta estaba destruida bajo el yugo del brazo ajeno.

    Entonces se escuchó un «crac». Los brazos de la mujer cayeron inmóviles, igual que el peso del resto del cuerpo que fue sostenido por su asesino. Y así, con sumo cuidado y gran delicadeza, el hombre la cargó en brazos como si estuviese dormida. La introdujo en el auto e ingresó también. Lo encendió, como si el combustible nunca hubiese sido ningún problema, y se alejó hasta perderse en la oscuridad.

    Tenía sueño, apoyaba mi cabeza contra el cristal, observando pasar el denso tráfico matutino. Solía perderme en mis pensamientos durante los treinta minutos que hacía de casa al colegio, tanto, que ni siquiera me importaba el peso de la señora gorda que me aplastaba con uno de sus gigantescos brazos. Claro, era la sección de mujeres del metrobús, sí, ahí, en donde la ley que dice que «dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio» no parece surtir efecto. Y qué decir si intentaba quejarme, seguro recibía un codazo por su parte. Bueno, por lo menos tenía lugar, había días en los que ir de pie se convertía en una odisea para evitar que los viejos verdes se acercaran por mi espalda con fines poco éticos y lujuriosos. Pero es lo que había, esa era mi vida.

    Cursaba el último año de la preparatoria. Mis calificaciones no eran las mejores, pero mamá entendía. Sólo éramos ella y yo, y aun así sentía que nunca me había faltado nada. Bueno, nada, a excepción de sentido en mi vida. La gente dice que así es la adolescencia, pero yo no estoy tan segura.

    —Con permiso —le dije a la señora gorda, un semáforo antes de llegar a la Glorieta de los Insurgentes.

    Puso mala cara y, con todo el esfuerzo que un mastodonte podría hacer, movió su brazo unos centímetros para que pudiera pasar. Observé el minúsculo pasaje que quedaba entre su corpulencia y el asiento delantero. Suspiré. Con esfuerzo, contuve la respiración para contraer mi abdomen y obligué a la parte inferior de mi cuerpo a traspasar el negligente hueco que me había hecho.

    —¡Ay niña! Ten cuidado, ¡fíjate! —me dijo, cuando mi cuerpo se cobró el espacio que no me dejaba. Juraría que hice pop al escapar de la prisión que generaban sus carnes. 

    —Disculpe —respondí sin alevosía, al sentirme como un huevo saliendo de la gallina, por no hacer alusión a la otra sustancia que emana de la cloaca de las mismas.

    Me hice camino entre la gente, abriéndome paso entre una maleza que se quejaba al contacto, igual que un coro malhumorado. «Ay», «ey», «no», «au». Una marabunta de codos poco amistosos amenazaba con impedirme llegar a mi destino, sin embargo, ¡sobreviví! Y llegué a la salida intacta.

    Las puertas se abrieron y fui arrastrada por la oleada de gente que abandonaba el transporte. Apenas pude, escapé del flujo y tomé mi propio camino a paso más lento. No tenía prisa por llegar.

    Crucé el torniquete y salí de la estación. La Glorieta de los Insurgentes era una rotonda vehicular que albergaba dos estaciones de metrobús, una de ida y otra de vuelta. Estaba atestada de personas por la hora, fluyendo como un río lleno de preocupación, malhumor e hipocresía. Adultos que se dirigían a sus aburridos trabajos, o estudiantes, como yo, que teníamos que cumplir condena en las aulas de clase. Los observaba mientras caminaba lejos de ellos, suspirando porque algún día iba a tener que formar parte del río de la infelicidad —como me gustaba llamarle—. Sí, esa era yo, resignada ante la vida y lo que podía esperar de ella.

    Caminé por las maltrechas calles dejadas por el pasado terremoto, y ahí estaba, frente al fabuloso Instituto Tecnológico de Economía. Toda una obra de arte, con una fachada antigua reacondicionada a la perfección. Era una combinación entre iglesia y el Palacio de Bellas Artes. Cualquiera diría que era la mejor de la zona, pero para mí, era sinónimo de una cosa: aburrición.

    Suspiré alicaída y me dispuse a entrar. El vestíbulo no era muy amplio, dejaba la mayor parte del espacio para dos escalinatas de madera fina que decoraban la entrada al primer nivel. Era demasiado lujo, incluso para mí. El aire del interior era tan diferente al de afuera, que parecía incluso un mundo distinto. Hijos de altos funcionarios, muchachos de rasgos europeos y chicas de cabello rubio, alumnos arrogantes y mezquinos abundaban por el lugar. Seguro que cada uno de ellos se consideraba la elite del país, tan sólo por tener un color diferente de piel, o por haber nacido en un círculo de gente rica. ¡Qué tontería!

    ¿Y qué podía decir de mí? Aunque tengo ciertos rasgos europeos inexplicables, mi piel, a pesar de ser muy clara, se ha tostado tanto con el sol, que ahora se ve acaramelada, razón por la cual me miran hacia abajo en el instituto. Mis ojos son como un par de cacahuates y casi siempre llevo recogido mi cabello, costumbre del arte que practico. No soy de una familia adinerada, pero un amigo de mi madre pagó la entrada al instituto para que, según él, recibiera una buena educación.

    Nunca me había topado con una escuela tan exagerada y ridícula como esta, llena de gente que se sentaba a tomar el té en los recesos. Si antes no fui un ser sociable, en este sitio no tenía el más mínimo interés de entablar relaciones con nadie, nadie, a excepción de Mateo, el único que me entendía.

    Subí la escalinata de la derecha y caminé por los alfombrados pasillos que me envolvían en su agobiante color vino. Mi salón de clases estaba en el tercer piso, así que continué por la escalera del fondo. No usé el ascensor, pues tenía que pagar peaje a los bullies que se agenciaban su exclusividad. A mí me daba igual, más ejercicio para mis piernas nunca venía mal.

    Mi aula de clases era bastante común. Un simple salón con mesitas individuales, de silla acolchonada. Me gustaba sentarme hasta el fondo, alejada de la mirada del maestro para poder jugar con el móvil durante las clases.

    —Kat, ¿otra vez pensando en lo horrible que es la escuela?

    La voz de un muchacho me distrajo. Habló con un tono amable y confianzudo. Sonreí. Era Mateo.

    —¿Por qué la pregunta, acaso no es evidente? —dije con tono burlón y mirada juguetona.

    Él se encogió de hombros.

    —La verdad no, yo también lo estaba pensando. —Se sentó a la mesa de junto—. ¿Qué harás después de clases? Tenía pensado ir al museo del chocolate. Está tan cerca y nunca has ido.

    Me reí. Ese era Mateo, el único amigo que tenía en este lugar, y quizás en el mundo. Por desgracia, acababa de preguntarme algo que no había contemplado.

    —Lo siento, tengo ballet —le respondí con pena sincera, pero al instante recapacité y cambié mi tono de voz—, ¡pero eso ya lo sabías! ¿Por qué me preguntas?

    Mateo dejó ir una risa inocente.

    —Tranquila, tranquila, sólo pensaba que tal vez podrías faltar hoy. Ya sabes, es chocolate.

    Por un momento lo dudé, porque me gustaba el chocolate, vaya que sí, pero no sacrificaría una de mis clases para algo que podía hacer cualquier otro día.

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