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El navegador de cristal hereda la tradición de los grandes libros de fantasía como Alicia en el país de las maravillas o El Mago de Oz. Cuenta la historia de una niña que ha perdido la confianza en sí misma y decide salir de su rutina a recuperarla.
Con la ayuda del sabio Wilbur, un sorprendente perro, vuela atrás en el tiempo en una mágica aventura en busca de cinco grandes genios de la Historia del Arte. Con humor y sabiduría, la doctora en arte renacentista Nancy Lodge nos transporta a través de las historias reales de Leonardo da Vinci, Botticelli, Pontormo, Miguel Ángel, y Van Gogh desvelándonos algunos secretos de sus más famosos cuadros.
Lucy se acercará al carácter, humor, personalidad y miedos de estos cinco grandes artistas. Mientras los va conociendo, se irá descubriendo a sí misma y recuperando la confianza perdida. Este libro es la única novela para niños que les permite experimentar de forma amena y divertida el arte del Renacimiento. Además educa a los jóvenes lectores a ver la vida como un viaje para descubrir la magia que todos llevamos dentro.
IdiomaEspañol
EditorialKolima Books
Fecha de lanzamiento20 ene 2016
ISBN9788416364527
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    El navegador de cristal - Nancy Kunhardt Lodge

    Yeats

    1. Presagios

    Lucy Nightingale estaba llegando a la mejor parte de su exposición, en la que el General Aníbal cruzaba los Alpes a lomos de sus elefantes, cuando un ganso empezó a graznar. Sólo era ese repugnante Víctor Snorkle sonándose la nariz. Ese asqueroso graznido había sobresaltado tanto a Lucy, que se quedó un poco, sino totalmente en blanco. Sus apuntes salieron volando de sus manos y planearon sobre el suelo de la clase. A partir de ese momento, las cosas fueron de mal a increíblemente horrible.

    La profesora de Sexto de primaria, Velma Dawson, era la profesora más mala del colegio. Era como una bruja con las medias llenas de bultos, los zapatos negros y burdos, y una larga y canosa trenza que se enrollaba alrededor de la cabeza. Siempre llevaba una regla súper larga como si fuera su palo de escoba. Notando que había ocurrido algo, la señorita Dawson dejó de juguetear con su bolígrafo, que tenía una calavera con huesos cruzados, levantó la cabeza de golpe, y clavó su mirada de rayos láser en Lucy.

    –¡Clase! –gritó la señorita Dawson–, decidle a la señorita Nightingale que estamos esperando.

    –Estamos esperando Luuucy –repitió la clase al unísono.

    Los segundos se volvieron minutos. Lucy sentía un calor punzante clavándose en su cara mientras sus compañeros la miraban fijamente. Un par de ellos susurraban, Víctor se burlaba de ella. Lo último que pensó Lucy antes de desplomarse en el suelo fue: «No puedo respirar. Se están riendo de mí». Luego, alguien que olía a esos caramelos masticables de frutas, estaba respirándole en la cara. Lucy abrió los ojos para ver la cara rosada e insegura de la enfermera del colegio, la señorita Herbert, y por encima del puntiagudo sombrero de la señorita Herbert, las caras de asombro de sus compañeros observándola.

    Víctor se hizo hueco a empujones en el círculo, le echó un vistazo, y dijo:

    –Se nos va.

    «Se nos va», pensó Lucy. «Tiene razón. Parte de mí ya se ha ido».

    La parte segura de ella, la Lucy a la que le encantaba el colegio, la Lucy que podía hacer unas presentaciones fantásticas y sacar un sobresaliente; esa Lucy la había abandonado. Probablemente no conseguiría otro sobresaliente en todo el año. Mientras yacía en el áspero suelo deseó que pasara algo, lo que fuera, que hiciera desaparecer sus problemas.

    A la mañana siguiente, mientras se vestía, Lucy tuvo claro que su vida estaba arruinada. ¡Lo que le había pasado había sido tan humillante! «Ese estúpido Víctor nunca deja de estornudar y sorber. Es increíble que no haya más gente que se quede en blanco». Su verdadera preocupación era que se hubiera quedado en blanco para siempre. Quizás debería intentar convencer a sus padres para mudarse a otro estado.

    Se puso su vestido azul favorito con bolsillos de cremallera y se ató las botas plateadas. Mientras se trenzaba el pelo rojo que le llegaba hasta la cintura, ocurrió algo extraño. Una suave luz amarilla salió de la estantería. Sólo duró una fracción de segundo. Fue enseguida a investigar. Poniéndose de puntillas, alcanzó la repisa que contenía una fila de cristales de colores y tocó por ahí. Al fondo de la repisa, sus dedos notaron un pequeño cristal. Lo raro es que nunca antes lo había visto. Era completamente plano con la superficie lisa, biselado por los lados y transparente salvo por unas agujas doradas que lo atravesaban, brillando bajo el sol matutino. Cuanto más lo sostenía en las manos, más feliz se sentía. Era raro, pero el cristal parecía conocerla y, puesto que había aparecido como por arte de magia, debía ser especial. Lo guardó en uno de sus bolsillos de cremallera. La siguiente vez que ocurriera algo malo, lo cogería y se sentiría bien de nuevo.

    Antes de salir de la habitación, Lucy se colgó en el cuello una cinta azul con una memoria USB enganchada a ella, cogió un jersey y echó una última mirada alrededor para asegurarse de que todo estaba donde debía. Pero algo raro estaba pasando con los cristales grandes de la estantería. Estaban en línea recta en una repisa elevada, pero sus irregulares sombras apuntaban a la dirección equivocada. ¿Esto no era algo científicamente imposible? ¿Tal vez las sombras al revés eran presagios de algo malo en el futuro? Tal vez la bruja de la señorita Dawson estaba enviándole algún tipo de mensaje horrible. Su mejor amigo, Sam Winter, sabría lo que significaban esas sombras al revés.

    Sam y Lucy llevaban siendo amigos desde que él se mudó a la casa de al lado cuando ambos tenían cinco años. A Sam no le preocupaban las notas o lo que la gente pensara de él y no le interesaba lo más mínimo agradar a los profesores. Sus padres, ingenieros aeronáuticos, estaban de acuerdo con él prácticamente en todo, especialmente en que el colegio eran una gran molestia. Dedicaba todo el tiempo libre a recoger antiguos aparatos de comunicación que utilizaba para inventar otros nuevos. Sus últimas teorías tenían que ver con moléculas y ondas cerebrales. Como era un experto en comunicación, Sam podía oír todo tipo de cosas que los que no eran genios como él no podían oír. Lucy le oía a menudo mantener largas conversaciones con su adormilado y vidente perro pastor, Doppler.

    No podía aguantar ni un minuto más en la habitación. Salió corriendo, cerrando la puerta de golpe, bajó estrepitosamente las escaleras, y pasó deprisa por donde estaba su madre diciendo algo sobre huevos revueltos. Cuando Lucy llegó a la parada del autobús, Sam tenía pinta de haberse caído de cabeza desde un árbol. De hecho, estaba mirando medio bizco a través de un magnífico cristal a una especie de moho amarillo.

    Sin girar la cabeza, dijo:

    –Sé que estás aquí, Lucy.

    –¡Puaj! –soltó ella, mirando por encima de su hombro–. ¿Por qué te iba a interesar una especie de savia asquerosa que rezuma de un árbol?

    Sam no parecía comprender.

    –Puede que sea asqueroso, pero resulta que es una especie no descubierta de moho o, mejor dicho, de savia. Estoy bastante seguro de que no está registrada en Den Vinter Svampe, la autoridad danesa de todos los tipos de savias del mundo. Eso significa que le pondrán mi nombre a una savia. Impresionante, ¿verdad?

    –Lo que tú digas –respondió Lucy–. Pero, ¿en serio crees que no se ha descubierto ya esa cosa viscosa? Espera, no contestes. Oigo venir al autobús. Si quieres guardar una muestra de esa sustancia pegajosa, más te vale ponerla en un tubo de ensayo o algo.

    –Cierto –coincidió Sam recogiendo una gota de la extraña savia y vertiéndola en un tubo de cristal.

    Cuando estuvieron sentados en el autobús, Lucy comenzó:

    –Sam, ha ocurrido algo.

    –Mmmm, vale.

    Estaba ocupado escribiendo algo sobre la savia en un pequeño cuaderno de cuero.

    Lucy volvió a empezar.

    –¿No parece todo diferente hoy? ¿Cómo si hubiera ocurrido algo espeluznante?

    Sam levantó la cabeza de golpe del tubo de ensayo que estaba etiquetando. Al escuchar algo sobre anomalías, se puso alerta y prestó atención.

    –¿Espeluznante? ¿En qué sentido espeluznante?

    El autobús chocó contra un bache, empujándolos contra los duros asientos. Lucy se agarró a la barra de detrás del asiento que tenía delante.

    –Baja la voz –susurró–. Espeluznante, como ver sombras al revés.

    Sam acercó tanto la cabeza hacia ella que se puso bizca.

    –¿De verdad has visto una aberración cromática?

    Lucy no podría creerlo. ¿De verdad había un nombre para eso?

    –Sí, creo que podría ser eso –dijo ella–. Mis cristales estaban proyectando las sombras al revés esta mañana. ¿Crees que significa algo malo? ¿Cómo que la vieja de la señorita Dawson va a apuñalarme con su regla?

    Sam se quedó mirando el techo del autobús.

    –¿Y bien? ¿Qué opinas? –preguntó Lucy.

    Muy lentamente, él respondió:

    –No creo que las sombras desobedientes predigan apuñalamientos. La mayoría se conocen por pronosticar un viaje peligroso.

    Lucy se estremeció. Los viajes peligrosos implicaban tormentas en el mar o caerse de un globo. Apoyó la cabeza contra la ventana abierta que tenía al lado y cerró los ojos. El viento le golpeaba la cara, moviéndole el pelo hacia atrás en finos hilos. «Espera un momento –pensó–, quizás las sombras desobedientes señalaban algo emocionante en el futuro, como la búsqueda de un tesoro». Ése era el pensamiento más seguro y menos aterrador.

    El autobús patinó de lado en una resbaladiza alfombra de hojas mojadas antes de detenerse frente al colegio de secundaria Beverly. Lucy se preparó para los ojos de bruja de la señorita Dawson, pero cuando atravesó las puertas de la clase, la silla del profesor estaba vacía. Tampoco estaba acechando en las esquinas del aula.

    –¿Dónde está? –quiso saber Lucy.

    Sam se encogió de hombros.

    –¿Qué más da?

    No estaba ni remotamente interesado en el paradero de ningún profesor. Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Sin ellas, las cejas de Sam se juntaban dándole un aire preocupado. Su pelo casi blanco le colgaba por la frente como cintas despuntadas que se deslizaban bajo las gafas y se le metían en los ojos.

    –Tienes suerte de no llevar gafas –comentó.

    –De hecho, he estado pensado en comprarme unas transparentes para parecer más inteligente –replicó Lucy.

    Sam suspiró.

    –Qué tontería. ¿A quién le importa parecer inteligente?

    –A mí –contestó Lucy–. Podrían hacer que mi cerebro trabaje más deprisa.

    –Oh, por favor. Si tu cerebro trabajara más rápido, podría cortocircuitarse. Tienes sinapsis excesivamente veloces activas al mismo tiempo.

    –Vale, ¿qué son las sinapsis?

    –Son cortocircuitos minúsculos del cerebro que despejan tu mente para que puedas concentrar grandes cantidades de energía en una sola cosa –respondió Sam.

    Incluso sin entender por qué las sinapsis y los cortocircuitos eran importantes, a Lucy le hacía sentirse mejor saber que él creía que los tenía.

    Sam llevaba todas las cosas del colegio en una cartera vieja y estropeada que había pertenecido a su abuelo. Lucy le vio sacar el tintero, la pluma estilográfica, («no

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