Tras el colapso de la República, irrefutable tras la ofensiva de Cataluña, la frontera pirenaica asistió a una amarga procesión de derrotados, «La Retirada». Alrededor de medio millón de personas, entre soldados, mujeres y niños y civiles varones, cruzaron la cordillera y buscaron refugio en Francia, que, en los meses siguientes, adoptaría diversas medidas conducentes a rebajar su número.
Muchos de esos compatriotas, alistados en las Compañías de Trabajadores Españoles (CTE), la Legión Extranjera y los Regimientos de Marcha de Voluntarios Extranjeros (RMVE), caerían en las garras de los nazis en el curso de la campaña de Francia, en la primavera y el verano de 1940. Se calcula que el 80 % de los cautivos españoles fueron «cazados» en ese lapso (el resto, sobre todo a partir de 1942, en operaciones contra la Resistencia). Al principio, fueron absorbidos por el sistema de los Stalag, los campos para prisioneros de guerra, hasta que el 25 de septiembre de 1940, tras la visita del ministro de Exteriores Ramón Serrano Suñer a Berlín, la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA), dirigida por Heydrich, emitió una circular con la siguiente cabecera: Tratamiento en los territorios alemanes y exteriores de los antiguos combatientes rojos españoles.
Era un documento que no dejaba lugar a dudas. Por orden del Führer, esos se trasladarían directamente a los campos de concentración del Reich. Así, de la noche a la mañana, los españoles perdieron su condición de prisioneros de guerra, con la preceptiva protección de la Convención de Ginebra, y emprendieron un nuevo