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Injusta soledad
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Libro electrónico199 páginas3 horas

Injusta soledad

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Qué difícil puede ser saber la verdad...

Tras recibirse una llamada telefónica en una comisaría de policía de New York, alertando de un posible suicidio, se desplazan la inspectora Crwoley y el teniente Campano, y se confirma ser así.

No parece revestir mayor información ni detalles. Se trata de un anciano que vive en una pensión. La inspectora no queda satisfecha y pide averiguar por su cuenta quién era y si tiene familia. Lo hace con cargo a sus muchas vacaciones atrasadas...

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 mar 2019
ISBN9788417717711
Injusta soledad
Autor

Jorge Marenco Díez

Jorge Marenco Díez nació en Jerez de la Frontera en 1945. Estudió Ciencias Económicas y Comerciales por la Universidad de Granada, Facultad de Málaga, Cursó idiomas en Friburgo (Suiza), Dublín y Cambridge. Toda su vida profesional se ha desarrollado como ejecutivo en empresas productoras y exportadoras de vinos de Jerez y brandis a nivel mundial. Ha publicado con anterioridad un libro gráfico -con más de 300 fotografías- sobre monumentos, historia, vinos de Jerez y brandis, caballos y toros bravos: De Jerez y su comarca, bilingüe inglés/español. Dos ediciones. Actualmente agotado. Además: -Guion cinematográfico en inglés: Simply love, pendiente de realización.-Recuerdos de infancia, en Amazon. -Aficiones: ópera y música clásica, cacería, tenis y, por supuesto,la fotografía.

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    Injusta soledad - Jorge Marenco Díez

    Injusta soledad

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417717254

    ISBN eBook: 9788417717711

    © del texto:

    Jorge Marenco Díez

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mis hijos:

    Jorge, Leticia y Patricia

    Serían las siete y media de la tarde o poco más cuando, un día de viento y aguaceros , si me permiten la expresión, adornaban, el Bronx en Nueva York. El alumbrado era escaso, parpadeante y de un tono amarillento que bien nos indicaba por donde transitábamos.

    Era un mes triste de Noviembre, bien entrado, cuando las calles de ese barrio estaban casi desiertas, pocos coches y menos viandantes si cabe, podrían verse. En un día así lo que más procedía era mantenerse a resguardo.

    A unos cincuenta o sesenta metros míos, por la misma acera, se me iba acercando un hombre ya en edad jubilada por su andar dubitativo. Sombrero mojado y escurriendo agua cuando intentaba evadir el viento que soplaba de manera caprichosa y protegido con una gabardina de color pardo bien gastada.

    Justo antes de llegar yo a donde nos cruzaríamos metió su mano en el bolsillo derecho de su mojada gabardina. Reconozco que instintivamente, quizás por mi deformación profesional, hice lo mismo para sacar mi arma reglamentaria. Al momento salí de la duda. Simplemente, sacó una llave del bolsillo que abría la cerradura de la vieja puerta de madera. En su mano derecha llevaba una bolsa de papel marrón a juego con su gabardina. Ya pensé que no tenía nada que temer pues de cerca comprobé que su aspecto no era en absoluto el de un posible delincuente. Yo como siempre, confiando en mis dotes de sabueso según mi experiencia de más de veinte años.

    Cerrando la puerta de su casa o lo que fuera, Richard Adams entró sin dudarlo.

    Yo seguí a paso más ligero. Tenía que entrar en mi Comandancia de distrito a las ocho, pues tenía el turno de noche y siempre me gustaba llegar un poco antes de la hora. Había dado mi paseo diario de algo más de media hora ya que no estaba el día como para pasarme gratuitamente más de lo necesario.

    Ello me compensaría las horas que me esperaban en mi despacho de la Comandancia rodeado de expedientes de los que había algunos que reconozco no tenían una solución fácil, ni con la inestimable ayuda de mis subordinados. Siempre procuraba que fuesen los mínimos posibles los que tuvieran que archivarse sin resolver, a los que tendría que poner mi nombre, Edward Campano, como responsable de mi ineptitud para los mudos archivos de esta oficina o quizás por falta de pruebas o mayor inteligencia del malhechor responsable que la mía.

    Mi ayudante, era una joven tremendamente ilusionada con su trabajo cuyo sentido de la orientación criminal, olfato y cerebro estaba muy por arriba de la media. Su nombre, Selma Crowley. Era delgada. De altura superior a la media para una mujer. Sus cabellos cortos, lisos y negros. Sus dientes muy blancos y ojos inquisitivos que todavía resplandecían más cuando sonreía, gracias al color oscuro de su piel.

    Había tenido la suerte de poder contar con ella desde hacía más de cinco años, cuando llegó a esta Comisaría como su primer destino.

    Aunque no me gustase reconocerlo, ella se había convertido no solo en mi mejor ayudante, sino que desde sus primeros meses ya pude comprobar sus dotes de deducción y su esfuerzo por no dar por concluido ningún caso hasta no haberlo llevado hasta su total acertada resolución.

    No puedo decir que fuese, como suele decirse que fuese «mis pies y mis manos».

    Era mucho más, era una obra mía, la había orientado y moldeado a mi manera y quizás, quizás, me hubiese superado aunque me costase reconocerlo.

    La comandancia, cuando llegué, estaba como de costumbre muy ruidosa y personas denunciando hurtos de bolsos y carteras, quizás debido al mal tiempo. Cerré la puerta de mi despacho para poder concentrarme en el montón de expedientes que tenía sobre la mesa evitando el ruido exterior que aunque ya acostumbrado, no dejaba de limitar mi capacidad de concentrarme en lo que sería una rutinaria noche de guardia.

    Sin embargo, no llevaría más de media hora cuando se abrió la puerta sin pedir permiso. Si, era Selma y por su expresión ya sabía que no era portadora de buenas noticias. Y seguro que no se trataría de una sustracción de bolso o algún robo de coche.

    ¡Vale! Suéltalo ya! ¡Conozco esa expresión de tu boca contraída! Le dijo Campano.

    Selma le contestó, ¡Acaba de recibirse una llamada telefónica de un casero de la calle Mont Calm, nº 55, y nos ha dicho que ha oído un disparo en la habitación que ocupa uno de los dos inquilinos que tiene, pero que él no se ha atrevido a entrar. Ha llamado por lo menos cuatro veces a su inquilino Richard y no le ha contestado!

    Me confirma que nadie ha entrado en todo el día de hoy en su casa por lo que se teme lo peor. Dice lo vio entrar hace como unos tres cuartos de hora por lo que debía estar dentro.

    ¡Correcto Selma! Deja lo que estés haciendo y vamos para allá! ¡De acuerdo!, dijo ella.

    Ambos se pusieron sus gabardinas y se montaron en el coche! ¿Como siempre, conduzco yo, no?¡Claro, para algo soy tu jefe! Después de unos minutos en silencio, Campano afirmó: ¡seguro que nos encontramos a alguien que ya estaba cansado de arrastrarse por esta vida y ha querido bajar el telón!

    Llegaron a la puerta de la casa que le habían dicho por teléfono. No les costó aparcar por el día tan malo y el barrio aun peor. En el escalón de la puerta de entrada estaba el hombre que les había telefoneado. Dijo que era el casero y dueño de la vivienda. Era de mediana edad y no parecía en absoluto ser una persona ni cuidada ni tampoco aseada. Se limitó a indicarles la habitación que ocupaba su huésped desde le entrada, señalando una puerta del primer piso. La escalera era bastante estrecha y contaba con una alfombra o moqueta, si podemos llamarlo así, no solo sucia sino completamente raída y descolorida. No cabía duda, dueño y casa eran una misma cosa.

    Campano le dijo que no se moviera de la casa porque seguro que después tendrían que hablar con él a lo que asintió con la cabeza.

    Campano y Selma subieron las escaleras uno detrás del otro ya que los dos no cabían por su hueco. Campano, sin mucho temor ni cuidado, sacó su arma reglamentaria y viendo que la puerta estaba cerrada, llamó con los nudillos al tiempo que decía: ¡Richard, abra a la policía! ¡Nada tiene que temer! No hubo respuesta por lo que le pidió al casero la llave. Este, se la subió advirtiendo que seguro estaba cerrada por dentro.

    Cuando el casero ya estaba de escaleras para abajo abrieron la puerta, No era un apartamento. Simplemente era una habitación para dormir, con una cama, un armario ropero, una mesa con cajones y un lavabo. El cuarto de baño o el «wc» estaba al otro extremo de la escalera.

    Ya te lo dije Selma, comentó Campano.¡Lo que suponíamos, es alguien que estaba harto de arrastrarse y dijo ya se acabó! Y siguió, ¡éste los ochenta ya los pasó! O estaba a punto. Lo de siempre: pensión baja, si es que tenía, mucha soledad y nada en que ocupar sus horas muertas!

    Selma, como de costumbre muy rápida y observadora: Mira, una nota de despedida.

    Eso es bueno. Nos ahorrará mucho tiempo inútil. Llama al juez que tu conoces bien, y al forense para el papeleo.

    Selma cogió la nota de puño y letra de aquel hombre. ¡Dice mucho sobre él. Fijate en su caligrafía y en el texto. Este hombre no es un mendigo cualquiera. Además mira, junto a la petaca de Coñac Henessy había una copa balón para brandy. Tenía una especie de anagrama, que aunque borroso se podía distinguir una luna en cuarto creciente azul y la palabra algo borrosa «LINE» debajo. Esto a mi me intriga y me da indicios de que este hombre tenía educación, estudios y cierta cultura como poco. Hubo algún momento en que debió ser alguien!

    En la habitación había poco que mirar como no fuese su nota de despedida y el revolver que había utilizado era uno antiguo usado por la Marina americana. como arma reglamentaria.

    Bueno, dijo Campano, vamos a hablar con el casero mientras llegan los otros.

    Bajaron las escaleras. En la puerta estaba el casero apoyado en el quicio despreocupadamente. ¡Vamos a ver! inquirió Campano. ¡Vale! Contestó el hombre.

    Mi nombre es John Finney. Siempre he vivido aquí en Nueva York. Soy norteamericano. Y esta casa la heredé de mi madre. Tengo esas dos habitaciones que alquilo para poder seguir tirando! Selma, lo interrumpió y le dijo, ¡de acuerdo! ¡sobre Vd. ya sabemos bastante. Lo que queremos, es que nos diga lo que sepa sobre el señor de arriba!

    Muy despacio, como no sabiendo que decir, añadió,¡Richard o Sr. Adams que éste era su nombre, era un hombre muy correcto en su trato. Siempre pagaba la renta en su momento. No era muy hablador. Claro que a mi, eso poco me importaba. No debía tener familia ninguna pues nadie nunca le visitaba. Algunas veces, venía acompañado por otro hombre, más o menos de su edad aunque nunca entraba en la casa.

    Yo creo que si lo viera, quizás lo reconocería! ¡Era alto y delgado. Nunca llevaba sombrero. Conservaba bastantes cabellos aunque canoso!

    En la papelera de alambre junto a la mesa había una bolsa de papel marrón arrugada.

    Entonces, Campano se fijó en el perchero de la pared y vio una vieja gabardina mojada y un sombrero como el que llevaba el hombre que había visto antes. Mismo hombre y misma casa ¡Que estúpido soy. Como no he caído antes! ¡Yo lo vi justo antes de acabar con sus problemas. Además, esta es la casa donde entró. En que demonios estaría yo pensando! ¡Sobre todo por los pocos viandantes que había!

    Después de inspeccionar completamente la habitación no había gran cosa que pudiera interesar en la causa ya con el disparo en su sien, ni había sospechoso y si la certeza de su suicidio. Cogieron el revolver, su nota de despedida para analizarla en la Comandancia con más detenimiento y su carnet de la Seguridad Social donde efectivamente constaba su nombre: Richard Adams , número de la Seguridad. social y fecha y lugar de nacimiento. Igualmente en su vieja billetera solo había 23 dólares en efectivo y un antiguo carnet de jubilado y su carnet de conducir caducado hacía ya más de ocho años.

    Sus escasas pertenencias las guardaron en un maletín de cuero bastante usado junto con el arma para poder estudiarlos con mayor detenimiento en sus despachos.

    Fue Selma la encargada de procesar todo el material al mismo tiempo que lo recogía en su informe. Todo lo estudió con su habitual escrupulosidad y detenimiento.

    Donde más se detuvo, fue con la nota que había dejado escrita el suicida antes de acabar con su vida. Había varias cosas de ella que le sorprendieron ya que no era la primera que inspeccionaba.

    En primer lugar le llamó la atención la buena calidad del papel utilizado. Correspondía al Royal Cosmopolitan Hotel de Nueva York. Entonces, recordó que encima de la mesa de su habitación había encontrado varias cuartillas en blanco a las que no les hizo mucho caso. Pero de todo, lo que más le llamó la atención fué la buena letra con la que estaba escrita y la calidad del texto que sugería que no se trataba de un vagabundo de los muchos que vivían en el barrio. Eso, aparte de sorprenderla y notar un frio interior que le empezó a remover todo su cerebro.

    Leyendo la nota, también nosotros podemos comprobar como su sexto sentido u olfato parecía querer decir algo, aunque no explícitamente.

    «A quien pueda interesar»

    No se culpe a nadie de mi cobardía y falta de interés por una vida que me ha llevado arrastrando durante largo tiempo y sin fuerzas para poder luchar por algo que ya nunca volverá.

    Pido perdón a Dios por el daño, que sin intención alguna, pudier a haber causado durante mi vida a otras personas.

    Igualmente, pido a Dios, que por su infinita misericordia, tenga a bien perdonar todas las faltas que yo haya, consciente, o inconscientemente, cometido a lo largo de toda mi vida.

    Nací y viví cristiano y por lo que ahora sé, tendré que presentarme desnudo y sin disculpa alguna ante ÉL, Firmado: Richard Adams. »

    A Selma, le asomaron dos lágrimas en sus grandes ojos, que cruzaron sus mejillas, después de haber leído dos veces el texto de tan triste despedida.

    No había duda alguna. Este pobre hombre no había encontrado una salida más que acabar con su diario sufrimiento.

    Llegó el forense del caso y efectivamente confirmó lo que ya se sabía: Suicidio. Las quemaduras de pólvora en la sien y en su mano derecha lo confirmaba. El caso se podía dar por cerrado.

    Después de meditar un rato sobre el tema, Selma informó al teniente Campano de esta confirmación de suicidio por lo que este dio instrucciones para cerrar el caso.

    Sin embargo había varias cosas, quizás sin importancia alguna, que la hacían preguntarse a si misma que significado tendrían para intentar saber algo más sobre quien habría sido este hombre durante sus 84 años de existencia y que aunque ella provenía de una familia humilde, no le habían pasado desapercibidas.

    En primer lugar recordaba que las manos del hombre no eran las de un trabajador manual. Eran finas y su piel suave. El hecho de haber utilizado una copa balón con una borrosa luna azul marino en cuarto creciente, dentro de un óvalo y debajo la palabra «Blue Line» para brandy, tampoco parecía casual. El papel del hotel sobre el que había escrito su nota de despedida correspondía a un buen hotel del centro de Nueva York, el «Royal Cosmopolitan Hotel» además del hecho de ver que a pesar de todo, su habitación estaba no solo limpia sino ordenada con sus pocas pertenencias.

    Quizás porque le recordase a su abuelo de cuando ella era pequeña, al que adoraba, que a pesar de ser de una humilde familia de color, tenía unos principios morales y éticos que ella no podía dejar de admirar. Ella no veía diferencia alguna en el color de la piel de uno y otro. Para ella no existía diferencia alguna.

    No sabía como aceptarlo pero le importaba ese hombre. De alguna manera se sentía cercana a él y al mismo tiempo le daba sensación de respeto. Quizás se lo recordase más de lo que quisiera a su propio abuelo.

    No pudo contenerse y sin pensarlo dos veces se levantó de su mesa y decididamente se dirigió al despacho del teniente Edward Campano. ¡Mira jefe!: ¡Hay algo en ese hombre que me tiene nerviosa y algo descompuesta!No me cuadra su habitación y vida con lo que he ido pudiendo deducir. ¡Tu sabes que cuando algo no me cuadra en la cabeza, no puedo dejar de darle vueltas!

    ¡Mira jefe, he pensado que tengo atrasadas más de 35 días de vacaciones y que casi nunca he faltado al trabajo. Creo que va siendo hora de que me des un par de semanas a cuenta de estas, y trataré de averiguar más sobre ese hombre!

    ¡Vamos!, dijo Campano, ¡no seas torpe, no malgastes tu tiempo en algo que no merece la pena. Si me dijeras que quieres coger un par de semanas para irte de vacaciones con tu novio, lo entendería. Pero, no me malgastes tu tiempo en algo que no vale un céntimo de dólar!- ¡Caray! Ya lo tenemos todo sobre ese caso. Se acabó. ¡Finito!

    ¡Mira, jefe, como te estoy pidiendo algo que me corresponde, no puedes oponerte, así que nos veremos en dos semanas! ¿Vale?, dijo

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