Las máscaras de Holmes
Por Alec Silva
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En un mundo unido a otro a través de una grieta conocida como Océano Abisal, Holmes, un metamorfo que trabaja como detective-consultor, y su fiel amigo Charles Watson investigan las acciones de un peculiar criminal, el Ladrón de Rostros Ajenos, que se apropia de los rostros de sus víctimas para llevar a cabo algún plan perverso.
En un juego de apariencias y pistas falsas, la pareja se verá envuelta en una trama que podrá desencadenar una guerra civil entre vampiros y licántropos, además de traer a la superficie los secretos más oscuros guardados por una estimada sociedad de alquimistas. Pero, conforme avanzan en el caso, descubren que no todo es como creían que era.
Las máscaras de Holmes es una relectura del clásico personaje Sherlock Homes, creado por Arthur Conan Doyle, inserto en una historia de fantasía urbana en una realidad alternativa.
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Las máscaras de Holmes - Alec Silva
LAS MÁSCARAS DE HOLMES
"Elimine lo imposible, y lo que quede, por más improbable
que parezca, debe ser verdad."
El signo de los cuatro, Sir Arthut Conan Doyle
Un asesino que, al igual que sus víctimas, no tiene rostro
Holmes encendió la pipa de forma teatral, con gran cinismo y disimulo, mientras encaraba a nuestro invitado que, con expresión de susto, observaba cómo el metamorfo cambiaba su apariencia según daba largas y ensayadas caladas. El hombre blanco y delgado y de horribles patillas poco sabía sobre el dudoso método de mi colega para analizar a las personas — pero para mí era algo ya monótono y patético, aunque siempre surtiese el efecto esperado: analizar quién estaba bajo la mirada serena del detective, que solo aceptaba un caso tras testar los nervios y algo más de sus potenciales clientes. Cuando se cansó de aquel juego, Holmes dejó el objeto a un lado, sobre la mesa, cerca de una taza de té de hortelana mezclado con vodka que llevaba por la mitad, y encaró al pobre desgraciado.
— ¿Cree usted de verdad en ese montón de mierda que acaba de proferir?
La pregunta fue desconcertante. Me di prisa en levantarme de la silla para criticar a mi compañero de apartamento y de trabajo por la falta de delicadeza, a fin de cuentas llevábamos meses sin un caso decente, sobre todo porque Holmes, en un gesto de desafuero ante la sociedad londriana, había adoptado la apariencia de uno de los marineros negros que andan normalmente por los puertos y causan incomodidad en hombres y mujeres criados en familias que antes, directa o indirectamente, se beneficiaban de la esclavitud recientemente abolida en casi toda esta parte del mundo. Pero el mismo desacreditado hombre hizo una señal para que yo no me alterara; inspiró profundamente y confirmó cada palabra dicha con anterioridad.
— Entiendo que el mundo haya cambiado, yo mismo soy prueba de ello, pero hay límites hasta en esos cambios, querido — dijo el detective, cogiendo la taza y sorbiendo lentamente un poco de la mezcla.
Noté aprensión en el semblante del hombre delgado. En realidad, ya había llegado en ese estado a nuestra oficina — la sala de un modesto apartamento en una calle con algunos destellos de nobleza, a pesar de parecerse más a un barrio más modesto —, importunándonos en una partida de cartas. Lo que Holmes hacía era ponerlo al límite, hacer que se trabase con las palabras y los gestos — una forma de detectar las mentiras en los detalles.
— ¡Qué los dioses de todas las religiones me lancen al infierno si estoy mintiendo! — bramó el sujeto, ya impaciente y poniéndose de pie.
Temí por la integridad del infeliz, ya que el detective conocía algunos buenos trucos tras sus andanzas por el mundo antes de aposentarse en Londria y asumir su nombre actual. Él me juraba que nunca había actuado de mala manera, sin embargo se negaba a explicar, por ejemplo, todos los detalles de la aventura que le había proporcionado la documentación necesaria para ser aceptado en una sociedad que aún miraba atravesado incluso a los pueblos feéricos, que tanto se parecen a nosotros y se relacionan, en algunos países, con gente de nuestra especie.
— Entonces, ¿usted insiste en que, la noche pasada, tras una ronda por la mansión, uno de sus subalternos encontró el cuerpo sin vida de la esposa de un importante caballero de esta hermosa y prejuiciosa sociedad, sin ninguna señal de agresión y sin rostro?
— Sí.
— ¿Y nadie, aparte de los empleados, poseía acceso al cuarto?
— Bueno... sí.
— ¿Sin señales de allanamiento?
— Ninguna.
— ¿Quién fue el especialista que lo inspeccionó? ¿Alguien de la policía?
El viudo pidió discreción, así que la policía entró camuflada.
— Un hombre rico posee muchos empleados, ¿no, Charlie? — preguntó Holmes, mirándome y haciéndome un guiño sin pudor.
Bebió un poco más de su té mezclado con vodka y continuó con las preguntas:
— Entonces, la policía, de manera discreta, entró en la mansión, inspeccionó todo el sitio, destruyendo posibles pruebas importantes y que solo una mente preparada para verlas las percibiría, constató que no hubo allanamiento alguno, señalando todo esto a los empleados, ya que solo ellos estaban allí a aquella hora, y me aventuro a decir que usted no estaba entre ellos, a fin de cuentas es conocida su fama en el póquer, que, si me permite, le está haciendo un flaco favor porque usa ropas tan gastadas y mal lavadas. ¿Es usted soltero, señor?
— ¿Y qué importa si soy soltero o no, Sr. Holmes?
— Todo, querido. El hecho que juegue al póquer todas las noches, gastando su salario, denuncia que lleva una vida bohemia, cosa que reafirma su falta de cuidado con el atuendo y, sinceramente, evidencia que las mujeres, incluso a las que paga, no se sienten atraídas por su aspecto desaliñado. Ahora, antes de que se meta más con mis atrevimientos, imagino que cierta dama, conocida en la sociedad por su filantropía y también por ser infeliz en su matrimonio, es blanco fácil y...
— ¿Cómo se atreve?
Lo que pasó a continuación fue muy rápido para mis ojos. En un segundo, el hombre se lanzaba contra el detective; al otro, estaba inmovilizado en el suelo, con la suela del zapato apretándole un lado de la cara, y el otro lado contra el frío pavimento. Holmes, ligeramente atónito, tenía su rostro inclinado hacia abajo, contemplando el resto del té que caía de la taza.
— ¡Holmes! — exclamé, corriendo en auxilio del pobre infeliz derrumbado no sabía cómo.
— ¿Qué? Ha sido él quien ha intentado agredirme cuando le he hecho una pregunta.
— Pero, ¿qué tipo de pregunta es esa? Estabas teorizando sobre el posible adulterio de una mujer muerta.
— ¿Teorizando, Charlie? ¿No notas ese perfume? Ámbar gris, querido. Alguien que se mete en juegos de azar y vive con ropa de tan mal aspecto no podría pagar ni por la materia prima. Un perfume que contenga ámbar gris cuesta mucho más de lo que recibiremos por este caso y por otros cinco como este. Es un trabajo que roza la alquimia.
— Pero — contra argumenté, apartando su pie derecho del rostro enrojecido del hombre cuyo nombre apenas recordaba —, Holmes, ¿cómo puedes afirmar que es un regalo de la fallecida a un...un amante?
— Al igual que puedo afirmar más cosas sobre este caso — me respondió solo eso y entonces salió de la sala, quejándose enérgicamente del desperdicio de té de hortelana que había derramado al desviar el furioso ataque del hombre.
Ayudé al sujeto a reincorporarse. Estaba visiblemente irritado, pero se comportó de manera sensata y aceptó sin reluctancia mis sinceras disculpas; habría justificado las excéntricas actitudes de Holmes si tuviera más tiempo.
— Entonces, Sr. Turner, ¿qué tiene que contarnos sobre la noche del crimen? — preguntó el detective, regresando con la taza casi llena, a juzgar por el humo blanco que subía y la manera en que la agarraba.
— Sí, de hecho la Sra. Hall y yo manteníamos una discreta relación...
— Excepto por el ámbar gris — cortó mi colega, con buen talante
—... y ella se quejaba bastante de la forma en que la trataba el marido.
— ¿Sospecha usted que él está implicado?
— No sé. La escena del crimen...
— Que ha sido destruida por la incompetencia de la policía londriana — Holmes susurró antes de beber un sorbo del té con vodka, sentándose ahora cerca de mí.
—... presentaba un aspecto extraño, como si algo malo, muy malo hubiera entrado allí y arrancado todo su rostro.
Hizo una breve pausa. Probablemente orgulloso, no lloraría en nuestra presencia, pero un audible sollozo escapó de sus labios trémulos y sus ojos almendrados se humedecieron rápidamente. Carraspeó un poco, escondiendo la momentánea emoción y continuó:
— Como le había dicho, encontramos...
— Usted encontró — corrigió Holmes
— Sí, yo encontré el cuerpo poco después de la media noche. La Sra. Hall dormía en un dormitorio separado del principal, en donde, desde hace años, solo duerme el marido, y yo la visitaba... bueno... la visitaba algunas veces. Recientemente habíamos marcado una cita. Y fui. Me extrañó el silencio, pues generalmente la encontraba entretenida leyendo algún periódico sufragista.
— ¿Está usted en contra de las sufragistas?
— Bueno, yo...
Holmes levantó la mano de forma poco elegante. Respiró hondo y volvió a beber con placer un lento sorbo de té. A continuación, me miró con arrepentimiento por interesarse por el caso.
— Avise al Sr. Hall que estaré en su mansión después del té — dijo, por fin, sin mirar directamente al Sr. Turner. — Charlie conversará con él sobre la Bolsa y continuaremos nuestra entrevista lejos de los ojos reprobadores de mi colega, incrédulo con respecto a mis métodos.
No serviría de nada decir algo más. El detective era severo con respecto a determinados asuntos — aquella semana, tras horas en un caluroso debate con innumerables mujeres, mientras no surgía ningún caso lo bastante