Cuando nace, en 1441, la península ibérica vive en la Edad Media. En el momento de su muerte, en 1522, la historia ha pasado página, y sus coetáneos respiran ya la atmósfera de la Edad Moderna. Entre esos dos mundos cabalgó Antonio de Nebrija persiguiendo siempre “el rastro de la verdad”. Infatigable trabajador, valiente e insobornable, este “detective de las letras”, como le llama el lingüista José Antonio Millán, no dudó en enfrentarse a los poderes de su época para defender la autoridad intelectual y la independencia de criterio, o para denunciar los errores en traducciones y legajos, desafiando a los guardianes de las Sagradas Escrituras.
Su orgullo como filólogo fue el motor de esta labor investigadora, a través de la cual “logró encontrar la senda de la verdad y detectar errores en medio de unos manuscritos complejos, de textos que habían sido copiados de mano en mano durante años”, apunta Millán. El celo profesional, sus robustas convicciones y una insólita valentía le pusieron en el foco de atención de la Inquisición, hasta el punto de que poco