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Luna esmeralda
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Libro electrónico472 páginas7 horas

Luna esmeralda

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Información de este libro electrónico

¿Cuánto estarías dispuesto a esperar para ver cumplida tu venganza?

Más de 1500 años han pasado desde la unificación. Ahora, en los remanentes de un imperio obcecado en negar su propia decadencia, ha resurgido un hombre, seguro en su convicción de que el tiempo ha sido suficiente. Con su despertar las piezas se han alineado, dando comienzo la partida. Ha llegado el momento de que los cielos contemplen un espectáculo que recordar.

Una joven alejada de todo cuanto conoce, un olvidado caballero condenado a la soledad y un noble incapaz de escapar de la sombra de sus antepasados, todos ellos caminando a la par en este sendero oscuro. Es hora de ver a dónde conducen sus destinos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 jun 2019
ISBN9788417772376
Luna esmeralda
Autor

Joaquín Benavides Maestre

Joaquín Benavides Maestre nació en Posadas (Córdoba). Desde muy joven ha vivido apasionado por la épica fantástica, gracias tanto a los videojuegos como a la literatura, que aprovechaba para consumir siempre que le era posible. Atraído por los misterios de la realidad, comenzó a cursar sus estudios en la Facultad de Física, sin dar jamás la espalda a su pasión literaria; pasión que le motivó a comenzar la creación de sus propios mundos, en los que evadirse de la trivialidades de la vida diaria. Este hobby no tardó en pasar a ser un objetivo que superar, dedicando cada vez más tiempo a la creación de su obra.

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    Luna esmeralda - Joaquín Benavides Maestre

    Luna esmeralda

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417772970

    ISBN eBook: 9788417772376

    © del texto:

    Joaquín Benavides Maestre

    © de esta edición:

    Caligrama, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Nuevo despertar

    El tintineo de unas campanillas oxidadas despertó al viejo enterrador, que, entre bostezos y quejas al viento, se adentró entre las tumbas. Las negras aves, desde sus palcos de deshojadas ramas temblorosas, observaban cómo aquel hombre decrépito de cara arrugada y túnica ajada cogía su pala, roída por el óxido y sucia debido el barro y los restos putrefactos de algo cuya procedencia es mejor desconocer. Caminó muy despacio, con desgana, a través de los ornamentados sepulcros de vieja roca, antaño hermosos, que el paso del tiempo había reducido a montones de piedra sepultada por la maleza, ahora solo visitados por aves y roedores. Al fin llegó junto a la tumba que lo llamaba, sonrió al leer la inscripción y recorrer con la vista los grabados en torno a esta. Acto seguido, encajó su herrumbrosa pala en la hendidura al costado de la lápida, tiró con fuerza hasta que un crujido, seguido por una corriente de pútrido aire, surgió del sepulcro. El viejo se tomó un momento para toser, lanzó un esputo a las aves de negro plumaje que lo vigilaban con ojos vacíos; luego volvió a su trabajo, empujando la gran losa de piedra hasta arrojarla al suelo, y ahí esperó, observando el sombrío interior del sarcófago, de cuya oscuridad pareció emanar un frío miasma, capaz de desflorar los brotes surgidos del descuido en que estaba sumido el cementerio, hasta que de esta oscuridad emergió una mano pálida aferrándose a los bordes del sepulcro. Acto seguido, todo un cuerpo siguió a la extremidad hacia su encuentro con la luz del día.

    Al ver esto, el viejo enterrador dio media vuelta, saliendo del mar de tumbas para tomar asiento en un pedestal resbaladizo y verdoso. Desde allí observó cómo aquel pálido cuerpo desnudo tomaba la pala que había dejado y con ella comenzaba a cavar a los pies de su propia tumba, desenterrando un viejo arcón de cobre con el grabado de una golondrina en el cerrojo, cerrojo que rompió sin miramientos para extraer lo que el arcón guardaba: una espada recta de doble filo, un yelmo cerrado que permitía ver a través de una minúscula rendija, sucias perneras de hierro, un jubón acolchado manchado con una sustancia negruzca que antaño hubo sido sangre, tanto propia como ajena, una coraza de acero que encajó sobre el jubón, hombreras ornamentadas de acero plateado con el grabado de una golondrina, un gorjal que colocó en torno a su cuello, coderas, brazales y guanteletes ennegrecidos por restos de hollín y, bajo todo el metal, sacó un escudo tipo lágrima decorado con el emblema de un golondrina ensartada por una flecha. Lo observó unos instantes, reflexivo, casi con signos de aflicción en su rostro, para luego devolverlo a la oscuridad del arcón, cerrándolo y devolviéndolo al interior de la tierra.

    Ya pertrechado con esas antiguas defensas, salió del laberinto de tumbas en dirección al montículo desde el que el anciano lo observaba. El viejo mostró sus negras encías desdentadas al verlo de cerca, envuelto en todo aquel viejo metal, sin siquiera una porción de piel a la vista. Ante el silencio del pálido cuerpo, el enterrador se atrevió a decir.

    —Es raro verte despierto después de tanto tiempo, hace años que dejé de esperar el día en que tu sello se rompiera —el viejo siguió hablando con su ronco tono de voz mientras el recién despertado le examinaba de arriba abajo, contemplando con interés los fríos ojos blancos del anciano y la bolsa que colgaba de su cintura—. Ahora vuelves a caminar por el mundo de los vivos. —Sonrió, torciendo los labios en una mueca sombría—. Aunque ya no seas del todo uno de ellos. Los demás cuentan con que aprendieras la lección. —Se levantó, dándole la espalda. Los cuervos alzaron el vuelo al sentir un silbido—. No te haré perder más el tiempo, te espe…

    Las palabras del anciano se vieron cortadas en seco ante el fugaz tajo que el renacido había dirigido hacia su garganta. Los graznidos y aleteos de las aves eran cuanto se podía oír junto al sonido de la saciada espada retornando a su vaina.

    Con la cabeza del enterrador rodando a sus pies, sintió un escalofrío recorriendo su pálido cuerpo. Aun encerrado, aunque ahora en una prisión de acero, volvía a sentir la sangre después de tan largos años de encierro. Esta le calentó las manos y su olor logró aclararle el pensamiento. Registró el cadáver, recogiendo su bolsa, que contenía unas pepitas de plata y unas monedas de oro; después, rasgó las vestimentas del viejo, descubriendo en su espalda el grabado que ya había visto en el escudo: la golondrina ensartada. Se tomó un momento para estirar los músculos, aún entumecidos, y recogió el cadáver del enterrador, arrojándolo a la misma tumba que acababa de abrir. Rodeado por el silencio y las miradas hambrientas de las negras aves del lugar, se encaminó fuera del cementerio, donde el sol le cegaba y el aire fresco le hacía estremecerse. Aun con todo, velado por el yelmo, dedicaba una torcida mueca al nuevo mundo que se abría ante él.

    Sin palabras

    Año 1526 tras la unificación,

    comienzos de primavera

    Los cerdos retozaban entre el fango mientras una joven les echaba los restos fríos de lo que debía haber sido su comida el día anterior. En ese momento una voz femenina, dulce aun en su tono de urgencia, la llamó desde el interior de la casa a su espalda:

    —¡Sora, ven dentro! —La chica, de unos quince años, fue rauda hacia la voz de su madre, encontrándola sentada en una mesa, limpiando unas hortalizas—. Cariño, tu hermana está con Tomás preparando los remiendos del establo, ve a la arboleda a ver si tu padre ha terminado de una vez con la madera.

    La chica asintió, dejando ver una sonrisa mientras robaba una de las zanahorias del montón que su madre ya había limpiado.

    —Vale, madre. —Dio un gran bocado a la zanahoria para luego mascullar con la boca llena—. Ahora mizmo vuedvo.

    Ladeó la cabeza cerrando los ojos. Suspiró.

    —Espera, ten. —La detuvo para entregarle una cajita de madera—. Ahí está la comida de tu padre. Su comida —remarcó, acompañando sus palabras con una mirada juiciosa—, no vayas a dejarle sin nada.

    —¿Por quiém me tomaz? —Se hizo la ofendida, con los mofletes aún llenos de zanahoria. Terminó de tragar el último bocado ante los ojos indignados de su madre, que se alzaban, resignados, hacia el techo de la habitación.

    Golpeó su mano cuando trató de agarrar una zanahoria más.

    —Por una tragona cabeza hueca, igual que tu padre. Pobre de mí.

    Se tapó el rostro con ambas manos en un gesto exorbitantemente dramático.

    Sora se rio de la reacción de su madre, aprovechando para coger la zanahoria.

    —La comida es de lo mejor de la vida, no hay nada malo en disfrutarla cuando se tiene —se justificó entre risas.

    —Pero tú siempre tienes hambre. Ay, hija mía. ¿Qué haremos cuando engordes y Radzig deje de interesarse por ti? —dijo con un tono melancólico, pero esbozando una maliciosa sonrisa. Sora refunfuñó al tiempo que daba media vuelta para perder de vista a su madre, a lo que esta no pudo contener una breve carajada—. Ja, ja, ja, no seas así —dijo, pero la chica ya se había ido de la cocina.

    La joven, con la caja apretada contra el pecho, falto de gracias a pesar de su edad, salió por la puerta trasera que daba a los campos de trigo. Estos formaban un mar dorado que susurraba canciones ante el mecer del viento, una vista realmente hermosa, sobre todo, en días soleados como lo era aquel, en los que las espigas relucían al atardecer en centelleos de riqueza.

    Sora caminaba despreocupada entre el grano, mirando a lo lejos las casas de la aldea donde revoloteaban los demás granjeros, cuando, de pronto, una ráfaga de viento la golpeó, alborotando su ondulante melena castaña, que descendía más allá de los hombros. Dejó la caja a sus pies y con esfuerzo trató de devolver su rebelde cabellera al redil. Al lograrlo, se vio sorprendida por un destello lejano, plateado, nada que ver con el fulgor de la cosecha. Entrecerró los ojos y forzó la vista todo lo que pudo, logrando distinguir una figura humana más allá de los campos, apoyada contra una roca, tal vez alguien de la aldea durmiendo, algún borracho, probablemente Cebada. Ese hombre no sabía aguantar sobrio más de medio día. Sora no le dio importancia, continuando su camino hasta llegar a la arboleda, donde, guiándose por unos sonoros hachazos, logró dar con su padre.

    —Papá, te traigo la comida —saludó con alegría, pero la mirada perspicaz que su padre dirigía hacia la caja la fulminó—. No me mires así, no la he tocado.

    —Eres mi pequeña, mi niñita, pero no sé si creerte.

    —Deja de llamarme pequeña. —Frunció el ceño—. Tú, con mi edad, ya estabas fuera de casa.

    —Pequeña, eran otros tiempos, tiempos de guerra. La diosa quiera que no llegues a ver un conflicto como aquel. Esta paz se ha mantenido por veinte años. Años de cosechas prósperas y jóvenes pacíficos.

    —Aburridos —le corrigió, deslizando los dedos entre el pelo para deshacer un pequeño enredo.

    —Esperemos que sigan pareciéndote aburridos por muuucho tiempo —añadió con una mirada maliciosa y preocupada a partes iguales, ante la que su hija no pudo evitar sonrojarse ligeramente en un intento de rehuirla—. Como ese joven que viene tanto por casa. ¿Racis se llama?

    —Radzig —le corrigió con rapidez, para darse cuenta al instante del error que había cometido.

    —Ese. —Sonrió. Carraspeó antes de seguir—. Vendrá esta noche a traerme la nueva hoz que le encargué a su padre. Katia quiere que lo invitemos a cenar.

    —Al fin nos acompañará alguien aparte de Tomás. Siempre está pegado a Sea. —Bajó el tono, casi tornándolo un susurro—: No le vale con escaparse al establo cada noche.

    Su padre alzó la vista al cielo, batiéndose entre la melancolía y la desesperación.

    —Se prometieron la pasada estación. Mi niña mayor ya se ha hecho mujer. Diosa todopoderosa, no dejes que mi pequeña Sora crezca nunca.

    El rubor en las mejillas de la chica se incrementó hasta casi hacerlas explotar.

    —¡Padre! Deja de decir tonterías, me avergüenzas.

    Pero la vergüenza de su niña solo lo animaba a seguir, disfrutaba del rubor que impregnaba sus mejillas y la arruga que se le formaba en la frente. Hizo como si se secara una lágrima.

    —Siempre tan dura conmigo. Me recuerdas a tu madre cuando la conocí. Era fría como el invierno y difícil de conquistar como una buena fortaleza.

    Sora suspiró.

    —Sí, ya, ya, ya. Has contado mil veces cómo «conquistaste» a madre. ¿Dónde está Suerte?

    —Salió corriendo detrás de unas ardillas, no debería tardar mu… —Una mastina de pelaje parduzco saltó sobre su espalda, tirándolo de rodillas—. Cuidado, cuidado. Casi tiras mi almuerzo.

    —¡Suerte! —Al oír la voz de la chica, la hembra enloqueció, saltando sobre ella, lamiendo su cara mientras ambos rodaban por el suelo del bosque.

    Su padre volvió a mirar, desesperado, hacia el cielo.

    —Si mi pequeña pudiera quererme tanto como a ese animal.

    —No sufras, papá, algún día crecerás y superarás esta herida.

    Intercambiaron unas risas, Sora desde el suelo, apartando el hocico de la mastina. Dio un hachazo para incrustar su herramienta en un tocón.

    —Lleva esto a casa.

    Tras la refriega con Suerte, la chica, embarrada y con el pelo encrespado, recogió la madera que su padre había terminado de preparar, encaminándose de vuelta a la granja por el mismo camino que había recorrido para llegar allí. Mientras caminaba por los sembrados campos, Suerte se alejó, atraída por el mismo destello luminoso que antes había seducido la mirada de su dueña.

    —¿Suerte? ¿Dónde te has metido?

    Dejó la madera en el suelo para buscar a su fiel compañera. Comenzó a sentir un escalofrío en la espalda, el temor a que su amiga se hubiera perdido, pero el destello volvió a tentar su curiosidad, y esta vez no pudo resistirlo. Salió del mar de grano, encontrándose con una curiosa visión. Suerte descansaba en el regazo metálico de una armadura.

    —¿Estará vacía? —se preguntó, pero sus dudas quedaron disipadas al oír el leve chirrido del metal rozando entre sí, respiraba, aunque muy lentamente—. Está dormido —se dijo mientras avanzaba dando pequeños pasos y, cuando solo unos centímetros la separaban a ella de la sucia armadura, Suerte despertó y, antes de que pudiera saludar a su dueña con un ladrido, esta se abalanzó sobre ella tapándole la boca—. Shh, tranquila, amiga. Nos vamos a casa —le susurró, pero al levantarla sintió un frío tacto metálico aferrándose a su brazo.

    Ahogó un grito e intercambió una mirada con el desconocido que la apresaba. El yelmo no le dejaba ver sus ojos, pero sentía cómo la atravesaban desde el interior de aquel inexpresivo rostro metálico, digno de una buena pesadilla.

    —Señor. —Tragó saliva—. No quería despertarle, pero verá, esta es mi perra y…

    Quedó sin palabras al sentir cómo el gélido guantelete aflojaba su presa sobre ella. En ese momento, el desconocido dejó de mirarla. Sora sintió el mayor de los alivios, como si un ángel se le hubiera aparecido para desterrar a la muerte, dándole una nueva oportunidad de vivir. Entonces, la chica recogió a su canina amiga y, con ella a su lado, se alejó de aquel temible desconocido. Lo hizo despacio, sin darle la espalda, clavándole los ojos, preparada para correr al primer movimiento brusco, pero se dio cuenta de que aquel desconocido no podría seguirla. El hombre descansaba sobre una mancha de sangre, su pierna estaba herida. En el momento que volvió a sentir el cosquilleo del grano en sus piernas, se giró para recoger la madera y correr hacia la granja mientras se repetía en su cabeza: «Será un ladrón, un salteador. Se merecerá esas heridas».

    Al llegar a la puerta trasera, se calmó, tomó aire y miró a Suerte. Le pareció que todo había sido un sueño, desterrando cada idea que ese encuentro le había despertado.

    —¡Madre! ¡Tengo la madera! —gritó al entrar.

    —¡Pues no te quedes ahí, llévasela a tu hermana! Dios bendito, pero ¿qué has estado haciendo? —exclamó al verla: su falda estaba sucia, su pelo lleno de ramitas y parecía más salvaje que la perra junto a la que caminaba—. ¿Acaso tuviste que pelear con un árbol por la leña? Mira ese pelo, dame la madera y ve a lavarte. Radzig vendrá pronto y no quiero que se lleve una mala impresión.

    —Vaaale, madre —respondió, pero sin mirarla. Sus ojos estaban perdidos, ajenos a su habitual alegría, y no quería preocuparla.

    —¿No replicas? —Sospechó, pues sabias son las madres—. ¿Te ha pasado algo en el bosque?

    —Nada, solo es que Suerte se separó de mí y… —Pensó en qué decir—. Por un momento, creí que se había perdido.

    Decidió guardarse el resto de la historia para sí misma.

    —No sufras por ella, es vieja y más lista que tú. Sobreviviría ahí fuera mucho más que tú y tu padre juntos.

    Sonrió, sintiéndose más tranquila y segura. La confianza con que hablaba su madre siempre la calmaba. De pequeña, incluso las noches de tormenta no le parecían tan terribles cuando compartía la cama de sus padres, y su madre le susurraba cuentos de hadas y princesas. «Qué historias tan aburridas», pensaba cada vez. Ella prefería las de caballeros huecos y dioses, pero sentir la respiración y el pulso de Katia hacía que no le importara.

    Tiró de la áspera cuerda del pozo hasta sacar un cubo de agua fresca y cristalina.

    —Mierda —se le escapó al rasparse la mano con la cuerda—. Padre tiene que cambiar esto de una vez —masculló, agitando la mano.

    —¿Necesitas ayuda? —preguntó una voz a sus espaldas.

    Sora se giró, ruborizándose ligeramente al reconocer a Radzig, que sostenía un pañuelo blanco en la mano y un saco sobre el hombro.

    —Muchas gracias, noble caballero. —Le sonrió mientras cogía el pañuelo y lo ataba para tapar la herida.

    —No puedo resistirme a una dama en apuros —respondió, dedicándole una exagerada reverencia.

    Dejó escapar una breve risa, para luego dar la espalda al chico.

    —¿Así que eres tan galán con todas las chicas?

    Este dio un paso hacia ella.

    —Debo serlo para que me consideréis digno de vuestro afecto.

    —Necesitaréis algo más que palabras, no me toméis por una de las otras chicas que conoces. —Se giró de nuevo, encontrando al chico a escasa distancia de su rostro.

    —Jamás osaría. —Acarició su mejilla—. Temo demasiado vuestra cólera.

    Sora se sobrepuso al calor que comenzaba a arder en su interior y esquivó el rostro del chico, poniendo cierta distancia entre ambos.

    —Haces bien en temerla, tal vez no seas tan idiota después de todo.

    —Soy un necio y un idiota, pero un necio idiota a vuestro servicio.

    Rio tímidamente por un momento, hasta que se dio cuenta de su aspecto: el pelo enredado y el vestido cubierto de barro. Perdió la sonrisa y ganó rubor.

    —Madre te espera dentro, quería verte —le soltó de pronto, trató de alejarlo.

    —Katia es encantadora. Me trata demasiado bien. —No apartó la vista de sus ojos.

    —Pues tal vez debas tratar de seducirla a ella.

    —Me gustan los desafíos, pero mi corazón ya está preso por otra dama. Muy parecida a Katia.

    —Ten cuidado con tus sentimientos. Tomás no hará nada, pero mi hermana es mucha mujer para ti.

    Radzig sonrió con picardía y, tras una despedida muy cortés, se dirigió al interior de la granja.

    —Mierda, ¿cómo dejo que me vea así? —Se apresuró a lavarse el pelo y quitar toda la suciedad posible de su vestido.

    Siendo ya el ocaso, toda la familia y su invitado estaban sentados en torno a la gran mesa de la habitación que servía como cocina y comedor. Katia bendijo la mesa y todos se apresuraron a devorar el guiso de patatas. Tomás charlaba con Radzig, tomando descansos para tragar entre bocado y bocado.

    —Tu padre es un gran hombre, el mejor herrero de la comarca. Incluso los vasallos del conde Aleksy le hacen encargos.

    —Mi padre es muy apreciado, pero eso no me pone las cosas fáciles. Se hace viejo y espera que yo herede la fragua. Cada vez dedica más tiempo a enseñarme sus secretos y mañas.

    El padre de Sora intervino:

    —No pareces muy feliz por ello. Es un honor ser aprendiz de un herrero con su habilidad.

    —Lo es —concordó, aún con la tristeza visible en sus ojos—, pero mi deseo es empuñar las armas, no fabricarlas para que otros lo hagan.

    El padre negó con la cabeza.

    —Chico, quienes piensan eso es porque nunca han empuñado una contra otra persona. Cuando te veas envuelto por los gritos, la sangre y el fuego, desearás estar en tu forja.

    —Cariño, ¿crees que ese es un tema adecuado para tratar mientras comemos?

    —Perdonad —se disculpó, sonriendo para relajar el ambiente—. Además, eso ya no importa. La paz se ha mantenido durante décadas, demos gracias a la diosa y roguemos por no volver a vivir las atrocidades de Vorne.

    El prometido de Sea tragó para comentar, asqueado:

    —Ahora solo hay bandidos y salteadores de caminos.

    —Tomás, da gracias de que solo sea eso. Comparados con un ejército que saquea los campos y reduce las aldeas a cenizas, unos bandidos no son nada. Los hombres de su alteza imperial y el conde están para darles caza.

    Eso recordó a Sora su encuentro de la tarde. Tal vez ese desconocido fuera uno de aquellos hombres, y ella lo había dejado allí tirado. «¿Y si ahora estaba muerto?». Se esforzó por desterrar cualquier pensamiento acerca del tema. Por lo que a ella respectaba, todas las armaduras que había visto eran las que el padre de Radzig forjaba.

    La oscuridad no se demoró demasiado en llegar, quedando todo sumido en la más absoluta penumbra. Solo los lejanos faroles de la aldea, el fuego que calentaba la chimenea y las lunas que destellaban en el cielo se enfrentaban a las tinieblas de la noche. Y, en mitad de esa oscuridad que lo engullía todo, Sora se paraba en pie, disfrutando de la refrescante brisa que mecía los campos de trigo, pues para ella el silbido del viento era música más apetecible que cualquier orquesta real. Era puro, natural e hipnótico. Pero esa noche un intruso llegó a interrumpir su recital privado.

    —¿Qué buscas con tanta pasión en la mirada? —La interrumpió una voz conocida—. Comienzo a sentir envidia de las sombras.

    —¿No ibas de camino a la aldea? —le respondió sin apartar la mirada del trigo, ahora plateado por el amparo de las tres lunas que surcaban el cielo sobre sus cabezas.

    —Iba, pero recordé que hay a quien disfruto ver más que a mis padres.

    —Adulador. —Siguió absorta en el silbido del viento.

    —Hablo de Katia, pero ya debe estar durmiendo.

    —Idiota —le respondió entre refunfuños mientras el joven Radzig la abrazaba por la espalda—. Eres demasiado atrevido —dijo, pero ese joven de profundos ojos negros la estrechó con más fuerza, aferrándola contra su pecho.

    —Recuerdo cuando jugábamos de niños y me tirabas al fango, luego siempre me limpiabas para que mi padre no me castigara.

    —Éramos niños, ya no lo somos.

    —Eso es cierto. —Giró su cuello lentamente, hasta que sus ojos se encontraron a pesar de la oscuridad—. Ya no lo somos —susurró, para luego fundir sus labios en un cálido beso que Radzig volvió cada vez más apasionado, hasta que Sora sintió que su cabeza daba vueltas y amenazaba con explotar. Entonces apartó al chico de un empujón.

    —Perdona —añadió rápidamente mientras bajaba la mirada.

    —Perdóname tú. —Estrechó las manos entre las suyas—. No pensé en que tal vez no estabas lista.

    —Es solo que…

    —Déjalo. —La frenó, acariciando su brazo. Pero, antes de que alguno de los dos dijera una palabra más, un chillido desgarrador quebró el silencio de la noche. Venía de la aldea, y no tardó ni un instante en repetirse, esta vez seguido de una creciente luz—. ¿Qué ha sido eso? —Algunas casas estaban comenzando a arder.

    Ambos se apresuraron a salir al camino delantero de la granja, que conducía hacia la aldea, pero allí se toparon con cuatro hombres de rostro sombrío. En aquel momento, el padre de Sora salió, hacha en mano, agarrando a su hija y diciéndole al oído:

    —Escúchame con mucha atención. —Ella estaba paralizada, veía bajo el hombro de su padre un cuerpo inerte. Era Suerte, pero ella no alcanzó a reconocerla o tal vez no quiso hacerlo—. Levanta los tablones bajo la mesa de la cocina y escóndete allí. No salgas sin importar lo que oigas. —Su mirada seguía perdida—. ¿Me has oído?

    —Pa-padre.

    Le apretó con fuerza el brazo y la hizo mirarlo a los ojos. Nunca antes le había visto con una expresión como aquella.

    —Silencio y hazme caso por una vez en tu vida. Escóndete y no salgas, pase lo que pase. Oigas lo que oigas.

    Con esas palabras, y mientras Tomás se unía al padre de su futura esposa, Sora corrió hacia la casa, pudiendo oír el intercambio de golpes a sus espaldas y el crepitar de las llamas cuando uno de los asaltantes lanzó una antorcha al tejado de madera y paja.

    —Una chica muy linda —dijo uno de esos sombríos hombres—. No sufras, la cuidaremos bien.

    —Bastardo. Largaos ahora y quedemos en paz o quedaos y arded. —Lanzó un hachazo que cortó el aire, pero no llegó a alcanzar a nadie.

    —Tu pequeña sí que arderá si no la sacamos rápido —se rio.

    En el momento en que el padre de Sora echó una ojeada a sus espaldas, el asaltante aprovechó para romper su guardia con una patada en la rodilla, atravesándole el vientre con su espada un instante después. Katia, que observaba todo desde la puerta, corrió. henchida de furia, hacia aquel malnacido, recibiendo una patada en el pecho que la dejó tendida sin respiración. Tomás no corrió una suerte mucho mejor, fue apuñalado por la espalda mientras otro de los salteadores le distraía.

    Radzig trató de huir, en vano, recibiendo una flecha en la nuca cuando corría hacia la aldea. Con los hombres muertos, los cuatro bandidos entraron en la humeante casa, destrozando cuanto veían en busca de más mujeres.

    —Rata, Tapón. Tengo a otra. —Sacó a rastras a la hermana de Sora, que se había escondido en el pajar, pero no pudo contener un pequeño grito al sentir cómo se le acercaban.

    —¿Dónde está Limón?

    —Sigue dentro, quiere a la pequeña.

    —Ese tipo está enfermo —escupió.

    —Yo no se lo diría a la cara.

    —¿Te crees que soy estúpido?

    —Sé que lo eres. Más que una cagada.

    —Yo me quedo a la mayor.

    Sora tapaba su boca y permanecía inmóvil, casi sin exhalar aire alguno por miedo a ser descubierta, pero, aun así, el crujido de los tablones estaba cada vez más próximo mientras ese hombre despreciable silbaba y el barro de sus botas se filtraba entre las rendijas del suelo, cayendo sobre el rostro desesperado de la chica, que no podía más que rezar a Dios todopoderoso, rogándole que fulminara a esos demonios. Pero Dios parecía tener otros asuntos que atender. En esa casa envuelta en llamas solo estaban ella y el hombre en cuyas ropas estaba impregnada la sangre de su padre.

    El aire estaba cada vez más viciado, y los gritos de Katia y su hija mayor siendo violadas resonaban por encima del crepitar de las llamas y las risas de aquellos hombres, si aún se les podía llamar como tales.

    —¡Limón! ¡Ven de una vez! ¡Como te desmayes ahí dentro, te va a sacar tu puta madre!

    —¡Ya voy, mierdas! Esa niña se ha debido escapar. —Un grito ahogado sobresaltó a Limón. La hermana de Sora yacía ahora inerte, con el cuello cortado hasta el hueso y un reguero de sangre recorriendo su rasgado vestido—. Pero ¿qué coño haces?

    —Esta perra me ha mordido la verga.

    —Al jefe no le va a gustar. Él decide a quién nos cargamos.

    —Que jodan a Rubyk. Con lo que nos paga, que no espere que seamos cuidadosos.

    —¡Tienes suerte que no haya oído eso! —Empujó a su compañero.

    —Suerte, una mierda. —Devolvió el golpe aún más fuerte, pero casi cayéndose al mismo tiempo.

    —Este necio ha venido bebido al asalto.

    Con las manos aún manchadas por la cálida sangre de la hermana de Sora, este rufián desenvainó su hacha.

    —Rata, no hagas más estupideces —le rogaron los demás.

    —¡Que os follen! ¡Que os follen a vosotros, a Rubyk y a la madre que os parió! —Caminó tambaleante hacia Limón, con el hacha en alto—. Si quiero matar a estas putas, las mato.

    Soltó un hachazo que Limón esquivó, dejándose caer. Rata también cayó de bruces al suelo y desde allí lanzó otro tajo, esta vez alcanzando en el vientre a Katia, que, con sus virtudes a la vista, amoratadas por los golpes, dirigía sus ojos, enrojecidos por el llanto, al cielo en busca de ayuda. Desgarrada, ultrajada y con el alma hecha pedazos, se echó las manos al vientre para detener el fluir de sangre, ahogando un grito al que nadie acudiría.

    El humo ya era muy denso, colándose en el angosto agujero donde se ocultaba Sora, que, tosiendo y llorando, se arrastró fuera de su escondite, guiándose por las voces que venían de fuera de la casa.

    —¡Majadero, se va a desangrar! —gritó Limón mientras pateaba en las pelotas a Rata.

    —¡Ah! —gritó, quedando en el suelo, sujetándose lo que quedaba de su hombría.

    —¡Vámonos de aquí!

    —¿Qué hacemos con este?

    —Se lo daremos a Rubyk. Mejor que le cuezan las pelotas a él que a nosotros.

    Sora siguió arrastrándose, sintiendo el calor del fuego en su espalda, cegada por el humo, pero aún viva, y con la esperanza de que, cuando diera con la salida, esos demonios hubieran desaparecido, de vuelta al infierno, y su familia la estuviera esperando. De pronto, una corriente de aire fresco recorrió sus mejillas, irritadas por el roce con los ásperos tablones del suelo. Estaba fuera, al fin pudiendo respirar. Creyó que moriría de alegría, hasta que escuchó junto a ella la voz ronca de aquel salteador.

    —Mirad qué tenemos aquí. Parece que al final sí tendremos algo que entregarle al jefe.

    —No, no, no —balbuceaba Katia, tendida a unos metros de su pequeña. Rogaba, aún con la sangre que brotaba de su vientre y boca.

    —Pero si sigue viva, tienes una madre fuerte —le dijo Limón.

    —Ayu-ay-ayúdala —siguió implorando con la mirada perdida en las sombras que se extendían tras los salteadores.

    —Pero ¿qué dice esta mujer? —preguntó uno de ellos.

    —Se debe haber vuelto loca.

    Rieron.

    Katia, luchando en sus últimos instantes, extendió su mano hacia el camino, rogando con la furia que solo una madre ante el sufrimiento de sus hijos puede sentir.

    —¡Tú! —exigió con la furia salvaje de un animal—. ¡Sálvala!

    Tras esto el silbido de una espada desenvainando hizo erizarse la piel de los salteadores, que se giraron, sorprendidos y con una extraña sensación recorriendo sus espaldas, sensación similar a la que un cordero siente el día en que debe ser sacrificado. La armadura que se plantaba ante ellos, iluminada por las llamas de la granja, desprendía un aura aterradora, casi maligna. Ese yelmo frío y sin expresión les superaba, como si mirara a través de ellos. «Somos más —pensaron—. Está cojeando —pensaron—. Podemos matarle», pensaron. Se repitieron esos pensamientos una y otra vez, en un vano intento por convencerse a sí mismos de que el ser que se erguía ante ellos podía ser vencido. Pero Limón lo sabía, ya había sentido esa aura antes, siempre que su jefe decidía dirigir los asaltos en persona. Esa no era el aura de un hombre corriente. Cuando se está en presencia de un monstruo, solo se puede rezar por pasar desapercibido ante su vista, pero esa noche, después de lo que acababan de hacer, era imposible evitar la vacía mirada de aquella armadura.

    Tapón se abalanzó de frente, con la maza en alto, solo para recibir un tajo en el costado que casi lo parte en dos. El arquero le lanzó una flecha a la cabeza, que salió desviada sin siquiera dejar mella en el yelmo y, antes de poder sacar otra del carcaj, el caballero ya estaba a un paso de él, dirigiendo un puñetazo contra su rostro, con tal violencia que la nariz le quedó introducida dentro del cráneo. Ante tal carnicería, las piernas de Limón flaquearon, haciéndole caer al suelo, tartamudeando por el terror mientras la armadura se le acercaba poco a poco.

    Cuando el silencioso caballero caminó junto al lloroso Rata, le colocó el pie sobre la cabeza y apretó hasta sentir un crujido y ver la gelatina rosada de su cerebro mezclándose con el arenoso suelo. Luego pasó junto a Katia, que aún trataba de balbucear palabras incomprensibles mientras miraba con furia al caballero y le extendía el brazo.

    —Júralo. Tú sal-sálvala.

    El caballero asintió y, en el momento en que Katia dejó caer su mano y sus ojos perdieron el brillo, este le atravesó el corazón con la espada, para al fin dirigir hacia el bandido restante la furia que aquella madre afligida le había encomendado.

    Mientras sus compañeros eran masacrados, Limón se había arrastrado hasta la humeante entrada de la casa, donde también yacía Sora, inconsciente. El caballero la agarró por el cuello, alzándolo un palmo del suelo. Ahí comenzó a cerrar la presa de su guante metálico hasta que espuma brotó de entre los labios de aquel malnacido y su rostro se tornó púrpura, pero las súplicas y ruegos no hacían mella en la inexpresiva armadura, que siguió apretando más y más hasta que un crujido, seguido por una sacudida, recorrió el cuerpo del canalla; solo entonces lo dejó desmoronarse sobre los tablones de la entrada y sobre Sora.

    Contempló las llamas que iluminaban la aldea. Quedó inmóvil unos instantes, tras los que miró a la chica, inconsciente frente a los restos de su familia y con el demonio que se los había arrebatado muerto sobre ella. Esto fue una encrucijada, una decisión debía ser tomada y lo fue, aunque no por él, pues el honor ata, y sus cadenas son inquebrantables.

    El cosquilleo de un insecto recorriendo su nariz y el roce en sus ojos de los primeros rayos del alba la despertaron, pero, tras la paz que trae consigo el amanecer, la chica quedó inerte, preguntándose dónde estaba. ¿La habían llevado los salteadores? No lo sabía, en eso momento solo podía sentir el pánico turbando su mente y el áspero tacto de algún tipo de manta cubriendo su piel. Hizo a un lado la capa, incorporándose con rapidez, pero estaba desorientada y cayó de bruces al suelo antes de poder dar dos pasos seguidos. Desde ahí se quedó observando su alrededor: a unos pasos de ella estaban cuatro cadáveres desnudos, apilados sin ningún cuidado. Se arrastró hacia ellos, rogando por que fueran quienes creía. Para tranquilidad de su destrozado corazón, así fue: eran los restos de esos asesinos despojados de toda nobleza. Pero cuando logró incorporarse descubrió lo que se escondía tras ellos. Los cuerpos de todas las personas a las que amaba descansando al sol, aún con los rostros desencajados por el horror que los había acompañado en sus últimos instantes de vida.

    Las lágrimas brotaron a mares al tiempo que lanzaba al cielo un grito quebrado por la desesperación, sentimiento que se tornó en ira al fijarse en el hombre misterioso que afilaba su espada sentado en la entrada del humeante erial que hubo sido su casa, pero de la que solo quedaban cenizas y troncos ennegrecidos. Sora se dejó llevar, corriendo hacia aquel hombre que parecía ajeno a su presencia. Él solo sacaba brillo a su arma, sin parecer importarle los regueros de sangre que salpicaban su rasgado tabardo índigo. Sora saltó sobre él, derribándole y apretando su cuello con fuerza, pero consiguiendo solo rasgarse las manos con el metal.

    El caballero parecía tranquilo, aunque igualmente habría sido imposible notar alguna expresión a través del cerrado yelmo con que ocultaba su rostro. Mientras la chica trataba de estrangularle, él, con mucha suavidad, deslizó el filo de su espada por su mejilla. Al tener la punta casi en el ojo, relajó sus manos lentamente al mismo tiempo el caballero se incorporaba, dejándola caer de espaldas.

    —¡¿Por qué?! —preguntó entre sollozos, sorbiendo la mucosidad que le irritaba la nariz.

    Pero ese hombre, como envuelto por un halo de sombras, no respondió con palabras, simplemente envainó la espada y recogió la capa que Sora había dejado en el suelo. Se envolvió en esa gruesa prenda y volvió a sentarse en la entrada.

    La pobre chica estaba desolada y paralizada ante el peso de las muertes a su alrededor, quedó así apenas unos instantes, que le parecieron toda una eternidad. Cuando superó la oleada de pánico que golpeó su mente, se irguió, secándose las lágrimas que caían por sus enrojecidas mejillas. Entonces, caminó con fuertes pisadas hasta la parte trasera de la casa, donde recogió una pala con la que comenzó a cavar un gran agujero ante la despreocupada presencia de su misterioso salvador, que se dedicaba a hurgar entre las

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