Rita y los ladrones de tumbas
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Rita y los ladrones de tumbas - Mikel Valverde Tejedor
Para Paula.
• 1
RITA, con su maletita roja, salió de la sala de recogida de equipajes del aeropuerto y buscó a su tío Daniel, pero este no estaba.
«¡Qué raro! Habrá tenido algún problema en la excavación. Seguramente ha enviado a alguien a recogerme», se dijo.
Se acercó a una fila de personas que sujetaban pequeños carteles. En cada uno de ellos estaba escrito un nombre: «Monsieur Petillon», «Nika Bitchiasvili», «Geraint Thomas», «Mr Ibrahim», «Halima Mahfuz», «Srta. Díez Salinas».
Sin embargo, en ninguno aparecía el suyo. No podía ser. Su tío Daniel no era un bromista ni tenía tan mala memoria como para no acordarse del día y la hora en que su sobrina llegaba a El Cairo, la capital de Egipto.
Además, era su tío quien le había propuesto que pasara parte de sus vacaciones con él en una excavación, ya que Daniel estaba ayudando a un amigo arqueólogo egipcio.
Rita volvió a leer los carteles. Mientras, la señorita Díez Salinas se había encontrado con la persona que había ido a buscarla, al igual que Mr Ibrahim.
Entonces lo vio. El individuo llevaba un pringoso cartón y se encontraba separado del resto de personas que esperaban a los viajeros. Era delgado, de expresión aburrida, y vestía una vieja y raída túnica. Una sucia barba enmarañada cubría parte de su rostro ennegrecido por el sol.
Aunque no estaba escrito de modo claro, en el cartón que sostenía con desgana se podía llegar a leer, con un poco de imaginación, algo parecido a RITA. Y si había algo que a ella le sobraba, era precisamente imaginación.
La T era un tanto rara, ya que el palito horizontal estaba algo inclinado. Además, junto a la A había, a menor tamaño, algo parecido a una D. Pero si se pasaban por alto aquellos detalles, allí estaba su nombre.
La niña miró a su alrededor y comprobó que el resto de personas abandonaban el lugar. La zona de llegada de pasajeros había comenzado a vaciarse con rapidez.
Como la idea de quedarse sola en aquel amplio y desangelado lugar no le resultaba atractiva, se acercó al hombre desaliñado y lo saludó:
–Hola, yo soy Rita.
Para su sorpresa, dos viajeros se acercaron entonces a su lado e hicieron una señal al individuo.
Uno de ellos, de mediana edad, era alto y voluminoso, e intentaba disimular su abultada barriga bajo una amplia camisa de color verde oliva. A su lado caminaba una señora delgada, de nariz puntiaguda, muy maquillada y perfumada. Al igual que su compañero, también ella vestía ropa de aventurera.
Rita y el hombre corpulento, que tenía una reluciente calva, se miraron unos instantes con gesto de interrogación, y este dijo:
–¿Usted también viene por la excavación?
«Qué señor tan educado. Trata de usted a una niña como yo», pensó Rita, que respondió:
–Sí, así es.
–De acuerdo. Entonces, creo que ya estamos todos.
Dicho esto, el hombretón dio una indicación al tipo del mugriento cartel, y los cuatro se dirigieron hacia una de las salidas del aeropuerto.
De camino, Rita y sus acompañantes pasaron junto a un hombre rechoncho que, apurado, se ataba los zapatos junto a unos carritos de equipajes. Nervioso, el individuo no lograba anudar los cordones, que se escurrían entre sus dedos una y otra vez.
Mientras seguía intentándolo, miraba de reojo y trataba de divisar entre las personas que deambulaban por el aeropuerto a los viajeros que llegaban a El Cairo.
–¡Perdón, cuidado, lo siento! –se disculpaba cada vez que alguien se chocaba con él.
A su lado descansaba una cartulina colocada boca abajo. Cuando por fin logró atar los rebeldes cordones, tomó el cartel que había dejado en el suelo y corrió hacia el área de llegada de pasajeros. En la cartulina podía leerse de forma clara y nítida un nombre: «RITA».
Tras unos minutos de espera, y a la vista de que todos los viajeros se habían marchado ya, el hombre comenzó a preocuparse. Entonces recordó lo que le había dicho el profesor Daniel: «Mi sobrina llegará en un vuelo alrededor de las seis de la tarde. Es una niña morena y bajita,