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El bosque en la ciudad
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Libro electrónico374 páginas4 horas

El bosque en la ciudad

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El joven visionario del ensayo El cuerpo en el DF y el reposado escritor maduro del dietario El bosque en la ciudad cruzan sus voces en el mismo inolvidable libro donde la ciudad y su ruina, la ciudad atravesada por el cuerpo y por el recuerdo de los cuerpos que ha sido, se convierte en diálogo, en una conversación al volumen justo para que podamos
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento20 jun 2020
ISBN9786074451252
El bosque en la ciudad
Autor

Héctor Manjarrez

Héctor Manjarrez es narrador, poeta, dramaturgo, ensayista, autor entre otros libros de las novelas Yo te conozco, Pasaban en silencio nuestros dioses, La maldita pintura, El otro amor de su vida y Rainey, el asesino; de los volúmenes de cuentos No todos los hombres son románticos y Ya casi no tengo rostro; y de los ensayos de El camino de los sentimientos y El bosque en la ciudad. También es autor del Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos. Ha obtenido los premios Diana Moreno Toscano, Xavier Villaurrutia, José Fuentes Mares, Internacional de Novela de la Diversidad y Nacional de Narrativa Colima. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores y de la Guggenheim Foundation, y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. También ha sido columnista, colaborador y miembro del consejo de redacción de importantes revistas político-culturales. Es profesor titular de tiempo completo en la carrera de Comunicación de la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Xochimilco (UAM-X). Nacido en la Ciudad de México, se fugó de ella durante años y vivió en Belgrado, Madrid, Ankara, París y Londres. Es padre de dos hijas.

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    El bosque en la ciudad - Héctor Manjarrez

    cielo

    Primera parte

    – 1 –

    Ayer caminé 4.5 km. Hoy, 2.7. Me dolieron las pantorrillas. Me retiré sin embargo con la sensación de deber cumplido.

    Cumplido con mi cuerpo, tan maltratado, y ante la imaginaria comunidad de joggers, tan vanidosa y satisfecha de sí misma en las personas de sus más atléticos exponentes, los cuales suelen pavonearse, hombres y mujeres (en proporción de 9.5 a 0.5), en la especie de semicírculo donde inicia la pista del Bosque de Tlalpan, mismo que (ahora me pavoneo yo) sólo ha sido consignado en literatura por mí, hasta donde yo sé.

    Aunque hay muchas mujeres que corren aquí, y algunas son formidablemente atléticas, y unas son además muy guapas, la vanidad masculina predomina en estos terrenos. Bíceps, tríceps, abdominales, muslos, pantorrillas, glúteos y otros músculos cuyos nombres desconozco, como desconozco también, por lo demás, los nombres de los árboles, mismos que suelo identificar y designar bajo el nombre de Árboles, aunque es cierto que puedo reconocer a los miembros de la familia de los pinos, sin, no obstante, distinguir el supuestamente mexicanísimo oyamel.

    Las visitas regulares al bosque ¿me conducirán placentera y necesariamente a familiarizarme con los nombres, las características, las necesidades y las riquezas de los músculos y los árboles?

    Justo afuera del Semicírculo Divino, una mujer cuarentona, rubia teñida, entrada en carnes, hace estiramientos mientras tararea una canción, ¡aparentemente a capella, quiero decir sin la ayuda de un aparato de sonido con audífonos!

    No parece estar más loca que el resto de los corredores, que son una comunidad quizá poco dotada intelectualmente, pero que de cierto aprecia –junto con el exhibicionismo– la extravagancia y la excentricidad, a despecho de que los deefeños del sur tendemos a ser de estilo y catadura clase media estándar, sin los rasgos extraños y a la moda de los habitantes de la Condesa, o el aspecto de chilango popular eterno de los afincados en el Centro, por ejemplo.

    Aun así, la mujer que canta luce un poco extravagante. Tal vez porque la acompaña –y la observa con curiosidad y quizá admiración– un french poodle, no más grotesco que los demás caniches de su especie, pero ridiculón de todas maneras. ¡He ahí el problema! La rubia no es GCU, no es Gente Como Uno, no viene a correr sino, puesto que trae perro, tan sólo a cantar, estirarse, respirar y… ser vista.

    No estará tan atlética y apolínea como los guapos y guapas, de veintitantos a sesentaitantos años, que hablan de Sí Mismos (y sus músculos) en el Semicírculo, no, pero de todas formas quiere ser vista (y oída).

    – 2 –

    Hoy caminé 6.3 km, de la 1 a las 3, de modo que había muy poca gente, tan poca que pude hacer mis viejos y antaño acostumbrados movimientos rotatorios de cabeza y columna, que son excelentes para mi bienestar pero que, por su carácter un poco aspaventoso, mueven a risa a quienes los presencian.

    En la zona de barras de estiramiento aledaña, en la sombra, del Semicírculo Divino, tres hombres barrigones con aspecto de, digamos, choferes de minibús hablaban de sí mismos y sus vidas, salpicando sus intervenciones con abundancia de ¡Uta, cabrón!, ¡No mames, güey! y otras expresiones que ya casi no son ofensivas –niños y niñas las utilizan constantemente–, pero que a ellos los hacían felices porque confirmaban y reafirmaban su machismo.

    Para mi cuarta vuelta, estaban casi silenciosos, diciendo apenas cosas como Pues lo que te dije, ¿no? y Creo que hoy no me da el cuero para correr, y esa súbita interrupción de su insípida elocuencia no obedecía a que ya hubiesen agotado los asuntos del mundo, sino a que una muy hermosa y frondosa mujer de veintitantos se hallaba haciendo estiramiento de piernas a tres metros escasos de ellos, mostrando unas nalgas sensacionales que les quitaban el aliento a estos sujetos que se hablaban con los ojos, mientras fingían hablar con la boca, como las señoras decentes cuando se comunican la actitud escandalosa de otra mujer, o los niños cuando le ven los chones a la maestra. Es indudable que la belleza femenina es turbadora; además, silencia a aquellos que no se quieren o saben callar ante la naturaleza, o el arte, o el buen gusto de las clases más altas.

    A la vera de la pista, un empleado del bosque había dejado de empujar su diablito de dos ruedas, cargado con costales de hojas secas, para platicar con un hombre de, calculo, poco menos de setenta años que se había sentado en el borde, abandonando su silla de ruedas para escuchar las antañosas anécdotas de cuando el Bosque de Tlalpan, o Bosque de Zacayucan, que alguna gente todavía conoce como Bosque del Pedregal, aún era bastante silvestre: Tóvia se encontraba uno con víboras.

    Pero ahora el bosque es recorrido y hasta invadido, según los días, por niños y adultos, parejas y viejos, parvadas de escolares, parejas y disparejas adolescentes, manadas de atletas y bonches de amigos y familiares que festejan el cumpleaños de Lupita y Vanessa o Nahue o Ricardito, u otros, ahuyentando a las culebras y serpientes, que no sé a dónde puedan haberse marchado, dado que la urbanización de los cerros, incluido el parque de diversiones mecánicas Reino Aventura, ha cercado el bosque, antaño parte del Ajusco, con gente pobre, muy pobre, medio pobre, rica, muy rica, medio rica, y las variedades de clase media, y sus casas y casitas y casotas y sus perros y sus coches.

    ¡Detén tu choro apocalíptico, hermano! Con todo, las partes más altas del monte del bosque, tirando hacia el Ajusco, son aún bastante silvestres, o lo eran hace diez años, cuando hacía yo mis recorridos de cinco horas (corriendo, trotando, caminando, respirando, pensando) y un mediodía, en una vereda, me topé de bruces con una víbora de unos 110 centímetros que se me quedó mirando con cruel hastío y luego, lentamente, me cedió el paso. No era de cascabel, eso es cuanto puedo decir sobre sus características.

    Al señor de la silla de ruedas volví a encontrármelo en mi sexta vuelta, empujándola por la pista circunferente de asfalto, justo cuando una pareja heterosexual lo rebasaba y saludaba en su calidad de todos habitués: ¡Feliz año!, hace como un mes que no lo veíamos, a lo que él contestó que se había marchado de viaje con la familia, y también les deseaba toda suerte de parabienes.

    Poco a poco, en sólo tres días consecutivos, vuelvo a ser parte de este bosque que llegué a conocer tan bien y que hasta de noche (o madrugada) es visitado por humanos, puesto que hoy casi me patiné con un condón todavía empapadito.

    – 3 –

    Caminé 5.4 km (viernes, sábado y domingo mis deberes lo impidieron).

    No vi, sentí u oí nada notable, excepto desde luego mi placer de mover el esqueleto y percibir los esqueletos de los árboles, lo cual, después de todo, es suficientemente notable.

    No pude concentrarme en mis pensamientos más que al final, cuando deambulaba en el bosquecillo, pero sí observé, en mi miopía sin anteojos, lo que sigue:

    a] Nueve holandeses de ambos sexos caminando por la cinta asfáltica. La mayor parte, mayores de sesenta años; excepto una madre y un padre de 28-34 y su escuincle en su carrito. Todo bajo el sol intenso del invierno, que lo es a las 12.

    En lugar de ir a los 60 museos de la ciudad, los holandeses de mayor edad –con sus canguros de dinero e identificación al cinto– habían decidido, me supongo, acompañar a los jóvenes padres y el rubísimo chilpayate en una caminata por La Naturaleza, por el simpático simulacro de Selva Negra alemana que es nuestro bosque.

    Los de mayor edad parecían encantados y platicaban en voz alta. El padre y la madre –quizá empleados diplomáticos– caminaban silenciosos, al paso de sus mayores.

    El o la bebé descubría cómo la naturaleza mexicana del Altiplano y el lenguaje de los Países Bajos iban juntos.

    (No me imagino a tantos protestantes juntos por motivos familiares en un país remoto. Deben haber sido neerlandeses católicos.)

    b] Por la pista de asfalto sube una mujer enclenque y pequeña y con una visera demasiado protuberante. Camina como si fuera mayor que yo –que no lo es– y saluda y es saludada por otros. Mientras camina y alternativamente trota –a la manera india, sin serlo– come papitas ávidamente, comida chatarra.

    Según las pendientes, a veces la rebaso, a veces me rebasa. Su bolsita de papitas ralladas es, aparentemente, interminable. Debe de romper las papas en pedacitos y ponérselos uno por uno, uno tras otro, en la boca.

    c] Ya hay Policía Montada en el bosque. (¿No la había hace varios años?) Los caballos –un alazán y un bayo– son bonitos. Y los polis se ven muy gallardos encima, como si fueran Irish cops (más morenitos).

    d] El Bosque de Tlalpan se parece en algo a Estados Unidos: hay un número alto de gente obesa. Unos caminan con pena; otros trotan con garbo y vigor. Como visten ropa más o menos entallada, la contemplación de las redondeces humanas, sobre todo femeninas (porque son más numerosas y, desde luego, más redondeadas) puede llegar a ser un poco hipnótica.

    e] Una pequeña porción de los habitués son empleados de oficina que llegan en coche o a pie vestidos de paisano y se mudan de ropa –muy cuidadosamente, doblando las prendas con esmero– ya sea en el auto o al abrigo de los árboles del bosquecillo que circunda las pistas de arcilla y de asfalto. Probablemente son los individuos más admirables de la comunidad, en la medida en que le roban tiempo al trabajo o a la hora del lonch y se lo dedican no al cine o a la cantina sino al cuidado de su cuerpo.

    Son todos hombres. De aspecto burocrático, con bigotito y trajes conservadores y baratones. ¿Cuánto tiempo seguirán viniendo?

    f] Un sujeto muy alto y robusto y pelón, con anteojos tipo John Lennon, corre a contracorriente con el vigor de un rinoceronte. Chocar con él produciría un efecto algo semejante al de dejarse embestir por ese paquidermo, de manera que la gente le abre camino, intimidada no sólo por el tonelaje del sujeto, sino también por una mirada extraordinariamente penetrante. (¿Juanito Lennon ha vuelto con toda su rabia antaño soterrada? Just imagine!)

    g] Está en la naturaleza de las actividades que se llevan a cabo en la naturaleza que sean más satisfactorias si se mezclan con algún elemento mágico o, por lo menos, misteriosamente coincidente.

    De todos los árboles de tronco abarcable de la pista, he escogido uno un poco inclinado para, en cada vuelta, apoyarme con los pies, agarrarme con las manos y estirarme la columna. Desde luego, le tengo un afecto especial, ya que el alivio y el placer que me procura son seguros y grandes. Pues bien, me causó gracia descubrir que ese árbol coincide con el letrero de los 600 metros.

    ¿Y qué? Nada, nada en particular. Excepto que siempre sabré dónde está ese árbol, por más que se alargue y se ensanche. Pasarán los años, y siempre podré pasar a saludarlo. (Saludar a los árboles es una buena costumbre.)

    Si esto parece una simpleza simbolista, aquí va otra. Hoy, deambulando por el bosquecillo, me topé de pronto con un árbol primoroso, de hojas perennes, que formaba una especie de sombrilla de casi unos cuatro metros de diámetro. De inmediato me acogí a su ramaje, que casi tocaba mi coronilla, y me recargué en su tronco delgado, adolescente; y, no menos inmediatamente, pude descubrir el orden secreto, la trama, de aquel paraje sin duda comúnycorriente: las relaciones entre cada uno de los árboles; las razones por las que crecían de equis manera y en equis dirección; las causas de los juegos de luz y de sombra.

    Y aquí viene lo más simplón; para mí, lo más emocionante. De pronto sentí que a mis espaldas, en línea absolutamente recta, a unos veinticinco o treinta metros, se encontraba el árbol de mis vértebras, el árbol semiinclinado, el árbol de los 600 metros.

    Por una parte emocionado, por otra parte riéndome de mí mismo, por un lado expectante, por otro lado sardónico, caminé hacia la pista en línea absolutamente recta, perpendicular, y me sobrecogí de alborozo al comprobar que mi premonición había sido justa, exacta y, casi diría yo, científica.

    No sólo he escogido dos árboles para mí. Además, hay un eje entre ellos: los dos tienen sus raíces en la línea invisible de los 60 000 centímetros.

    – 4 –

    Ayer y hoy ha habido Contingencia Ambiental, el nombre amable para una emergencia por contaminación, debido a altísimos niveles de ozono, de manera que no he podido satisfacer mi necesidad de volver a conocer mi bosque, y he tenido que contentarme con hacer ejercicio en casa al ritmo de Zap Mama.

    En los sueños previos al despertar, sin embargo, debo haber evocado mis caminatas y trotes y sprints de antaño, pues durante el día, que he pasado leyendo, se me han aparecido imágenes de las rutas que solía recorrer hace años, y de las cabañas de la parte alta, del zoológico, etcétera.

    En una época lejana, en el ruedo que hay (o hubo) en la cima, había bisontes. Después murieron o desaparecieron aquellos extraños y grandes y estúpidos animales que solían recorrer las grandes praderas gringas y que aquí casi siempre estaban inmóviles, zampándose el forraje que les distribuían en diferentes zonas –territorios de los machos, supongo– en ese coso de unos cincuenta metros de diámetro. ¿Cómo vinieron a dar los pobrecitos a un semizoológico en la cima de un monte a 2 200 metros de altura?, ¿y adónde se los llevaron?

    Ahí debe haber una historia a la vez banal e interesante. (Que a los europeos podría parecerles puro surrealismo mexicano o realismo mágico latinoamericano, tal vez.)

    A tres o cuatro kilómetros de allí, en el parque de atracciones Reino Aventura, en un mínimo estanque vivió durante años Keiko, la orca que se hizo célebre como Willy –Free Willy!– y que una madrugada fue acarreada al aeropuerto –con miles de padres e hijos despidiéndola entre lágrimas, con ese peculiar sentimentalismo mexicano que desea, y a veces consigue, nacionalizarlo todo– y de allá, en avión (en su especie de cuna enorme, rociada de agua y apapachada por sus cuidadoras), trasladada hasta Oregon, de donde recientemente la devolvieron a Islandia, isla de la que es originaria, donde vivirá en una bahía todavía en cautiverio, sin duda recordando las lágrimas de los menores y los mayores y los acordes de los mariachis tocándole Las golondrinas

    ¿Hay niño en el mundo que no sepa de Keiko/Willy? Sólo los millones que no van al cine ni tienen videocasetera. (Hasta hay una forma de decir que se va a hacer caca entre Camila y sus amigos: Voy a liberar a Willy.)

    De la partida de los adormilados y poderosos bisontes, en cambio, nada sabemos.

    Tampoco sabemos nada de los dos (majestuosos y percudidos) leones, cinco o seis leonas y sus ocasionales y numerosos cachorros que fatigaban las jaulas –como Borges fatigaba las bibliotecas– adyacentes al ruedo de los bisontes, lerdos animalotes a los que Buffalo Bill asesinaba con su gran puntería y su Remington de repetición y que los amerindios gringos masacraban, orillando las manadas a los precipicios, desperdiciando la mayor parte de la carne y buena parte de la piel.

    Algún cercano día –cuando me sienta con la fuerza para emprender gallarda y no desinfladamente la subida a la cima– planeo volver allá arriba. Supongo que todavía andan por ahí confinados los venados, los monos, los patos y los gansos, como también el puesto donde me tomaba mi jugo de zanahoria y naranja y me sonreía de los que una y otra vez vaticinaron el fin o sepultura en mierda de esta ciudad… Aunque tal vez todo ha cerrado ya, debido a la crisis económica, los asaltos, etcétera y etcétera. En esta ciudad cíclicamente catastrofada, todo es posible. Yo mismo dejé de realizar mis largas caminatas por las zonas más silvestres no sólo debido al paso de los años sin hacer más ejercicio que el sexo, sino a raíz de que en dos ocasiones me acecharon dos distintos individuos que, sin embargo, carecían de mi condición física de entonces y quedaron rezagados en lontananza.

    De alguna manera, yo dejé de cuidar mi cuerpo a causa de aquellos dos sustos. Del mismo modo en que muchos de los habitantes de la ciudad hemos dejado de salir de noche como lo hacíamos antaño: porque el miedo se come el alma, aparte de que algunos ya no somos jóvenes.

    Tenía seguramente tantas ganas anoche de que hoy no hubiera instrucciones de no hacer actividades al aire libre, que por eso tengo tan claros –tan cercanos– los recuerdos del bosque cuando lo recorría de arribabajo y de lado a lado durante horas. Y es que los recuerdos son sumamente curiosos, como es bien sabido.

    Proust, con aquella madeleine, con aquel trusco de pan dulce, sintió cómo se desencadenaban torrentes de recordaciones.Yo mismo, hace unos dos meses, al degustar una excelente cerveza porter inglesa, de inmediato empecé a evocar pubs y pubs londinenses –donde por lo demás nunca bebía porter o bitter o siquiera stout, sino brown ale o pale ale o lager–… y de ahí, a través de un sabor, pasé a evocar personas, incidentes, momentos, elementos de lo que la retrospectiva suele llamar una época.

    Las rememoraciones de Proust sobre su vida, y las mías de los años londinenses –que por cierto incluyeron el profundo Asco Redivivo ante los sausages grasientos, el steak and kidney pie duro y sin atisbo de sazón, los insípidos sángüiches–, son obra de las Papilas Gustativas. ¡Loor a ellas! Un sabor desencadena, o más bien reencadena, el pasado.

    En el caso del reencuentro con el bosque, el disparador que activa el dispositivo memorioso no depende en absoluto del sabor y tal vez ni siquiera del olor particular de un tramo preciso de naturaleza, sino de la vista, ante todo, y del oído secundariamente, a los que ayuda el tacto, el tacto que simplemente confirma que las cortezas de los árboles se sienten como cortezas (certezas) de árboles, y el correr sobre gravilla roja, en esta pista, es el mismo de antes.

    ¿Dije el oído? Sí, la escucha de los tonos de las voces de los que hablan corriendo o en el semicírculo; la existencia o ausencia de viento; el rumor del Periférico, en ciertos momentos.

    Y el olfato también, ahora que lo pienso. Ese olor a contaminación que es el mismo que respiro en mi departamento y que aquí se mezcla con los aromas: hipertenues de los árboles, fuertes de la caca de los caballos de los nuevos policías montados (o de los caballos de la burguesía, si es que todavía cabalgan aquí, que no lo parece).

    La Naturaleza, como Dios, es una idea y un artefacto y un cómplice –y una coartada– del ser humano. Los huicholes creen absoluta y profundamente en ella, a tal grado que por más miserables que sean, por más borrachos de alcohol (incluso de 96°) que se encuentren, poseen algo que va no sólo más allá, sino más acá, de los Derechos Humanos: el derecho a ser divino, a ser sagrado, a ser cactoy-venado, a soñar en y con la naturaleza sagrada.

    Pero nosotros no somos huicholes o tepehuanes o mexicaneros o tarahumaras o coras u otros. Nosotros somos como Jean-Jacques Rousseau, que para ponerse en contacto con la naturaleza y provocar sus rêveries, sus ensoñaciones, se iba apenas a las afueras de la ciudad, lugares que ahora son parte de la mancha urbana de París, como también ha llegado a serlo, en el DF, el Bosque de Tlalpan.

    Es cierto que los románticos europeos después mitificaron magníficamente la Naturaleza, con sus Wanderer-Fantasien, y que no se limitaban a caminatas rousseaunianas en el Bois de Boulogne o el Parc Monceau. Pero ¿podemos nosotros, a estas alturas de la Civilización entendida como el triunfo de la Ciudad sobre el Campo, ser románticos a propósito de la Naturaleza?

    Yo creo que no. Sabemos demasiado sobre ella como para ir más allá de un profundísimo respeto (y temor) hacia su… naturaleza. Romanticizarla es ir allende el pasmo ante sus formas de ser, y llegar incluso a antropomorfizarlas al grado del terrorismo.

    A lo que me refiero es a los casos de humanos (de ambos sexos) que no sólo se oponen a las granjas de armiños, pongamos por caso, sino que se constituyen en Mink Liberation Fronts que planean cuidadosamente sus ataques a dichas granjas y liberan a cientos o incluso a miles de esos bellísimos y depredadores animalitos, los cuales, una vez liberados, arrasan –comiéndose tejones y otras bestezuelas– toda una cadena alimenticia, todo un ecosistema.

    Me refiero por ejemplo a un tal Barry Horne, un inglés que no sé si todavía siga con vida, pues a principios del mes pasado, según consignaba el Guardian Weekly, estaba a punto de morir luego de nueve semanas de huelga de hambre; sus niveles de potasio estaban bajísimos y ya había perdido un ojo y un oído.

    El señor Barry Cuerno no llegó a estos extremos de solidaridad con seres de su especie oprimidos por algún tirano (en África o Asia, digamos) sino para denunciar las mentiras e hipocresía del gobierno laborista de Blair, el cual, aparentemente, habría dejado en el olvido sus promesas preelectorales de formar una Royal Commission para examinar los temas relacionados con la experimentación en animales.

    ¿Es absurda o es noble la causa de Mr Horne, que ha estado dispuesto a dar la vida por ella? ¿No es acaso cierto que se hace sufrir horrible e injustamente a miles de animalitos con el propósito de manufacturar champús y medicinas para la más despreciable (e interesante) de las especies, la inhumana? ¿Es el señor Horne un espíritu extraordinariamente avanzado (además de inglés) que reconoce que como tratamos a los animales tratamos a los humanos?

    La Animal Rights Militia anunciaba hace un mes que si los apenas 46 años de vida de Barry Horne concluían a resultas de su huelga de hambre, dicha organización armada ¡asesinaría a diez partidarios de la vivisección! El señor Horne (no sé si fundador o sólo inspirador de la tal Milicia de los Derechos Animales) llevaba a cabo su huelga de hambre en un hospital de York; había sido llevado a tal nosocomio desde Full Sutton Prison, en East Yorkshire, donde cumplía una sentencia de 18 años for firebombing animal rights targets on the Isle of Wight in 1994, es decir, por atacar con bombas incendiarias objetivos de Derechos Animales en la isla de Wight en 1994…

    Mr Horne no aguardó a tener 64 años y quedarse calvo para retirarse a la (por lo demás feísima y tristísima) isla de Wight, como en la canción de Paul McCartney. A sus 46, ya había tomado la extrema decisión de morir por una causa, la causa de los animales, después de haber tratado de incendiar objetivos (¿laboratorios?). Sus admiradores o partidarios, en represalia, prometen asesinar a diez personas favorables a la vivisección, entre las cuales podría estar gran parte de mi familia y mis amistades, que creen en la utilidad de la experimentación científica.

    Equis miles de conejillos de indias = la vida de Barry Horne = diez vidas.

    Paul Valéry decía: Es la vida, para nada la muerte, la que divide el alma del cuerpo.

    – 5 –

    Hoy, domingo, sólo 2.7 km, luego de cinco días de abstinencia provocada por contingencia ambiental y deberes paternos y laborales.

    El bosque estaba pletórico, claro, de toda laya de intrusos. Mientras que en la Sala Nezahualcóyotl la comunidad de la Ofunam asistió en grandes números al primer concierto de la temporada de invierno, en el bosque no vi ni un solo rostro conocido –se ve que, como Dios, esta comunidad descansa los domingos– y en la pista uno se encontraba con niños de tres a cuatro años y sus absurdas mamás y tías

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