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La mancha trascendental
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Libro electrónico111 páginas1 hora

La mancha trascendental

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"Cuando llegué a mi casa, lo primero que hice fue meterme en el baño, bajarme la bombacha y ver qué pasaba en ese lejano y enigmático mundo de abajo: solo una débil mancha amarillenta, que nunca tuvo en sus planes volverse colorada, y un algodón que me hacía muecas burlonas con su cara de muñeco de nieve gordinflón".
 
¿Con qué herramientas se mide el trayecto que va de la niñez a la adolescencia? ¿Con qué palabras se escribe el primer beso en la boca? Con literatura. ¿En cuántos hilos puede desmenuzarse ese instante en que una niña deja de ser niña? ¿Qué tamaño tiene el mundo de sus pensamientos? ¿Cómo crecen los fantasmas cuando muere una madre joven? La mancha trascendental es una novela de pasaje e iniciación y duelo, que logra armar un mundo singular colmado de inocencia y perspicacia. Es a su vez una muestra muy vívida de una mirada a la intimidad de una familia judía de clase media, pero sobre todo del mundo infinito que cabe en el imaginario de una niña de doce años frente a los cambios, tanto internos como familiares, a principios de la década del setenta.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 abr 2024
ISBN9786316505705
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    La mancha trascendental - Regina Satz

    A Maruca

    Gracias a Claudio, Roxy, Mora y Adrián por su gran apoyo

    Pero, en el segundo curso, la fuerza que se desvela se halla sometida todavía a los instintos tenebrosos de la infancia. Instintos animales, vegetales, cuyo juego resulta difícil detectar, porque la memoria no los conserva durante más tiempo que el recuerdo de ciertos dolores y porque los adolescentes se callan ante la proximidad de las personas mayores. Se callan y adoptan los modales de un mundo distinto. Esos grandes comediantes saben erizarse de pronto como una bestia o armarse de humilde dulzura como una planta, y nunca divulgan los oscuros ritos de su religión.

    JEAN COCTEAU, Los niños terribles

    El enanito

    Escucho las conversaciones a través de los anteojos de carey que parecen un díptico transparente, dos cuadros que muestran las cosas que van pasando.

    En el pequeño espacio que hay entre los anteojos y yo, se produce el recorrido que hace la realidad para meterse en mi persona.

    Acá estoy yo

    una nena menudita

    anteojuda y orejuda.

    ¡Ah! También un poco narigona

    que tiene once años

    y que siente miedo de las cosas

    que pueden pasar de repente.

    ¿Qué hay de lindo en mí?

    Los ojos grises

    la cinturita

    y los labios gruesos.

    Siempre me acomodo los anteojos para comprobar su presencia.

    Todavía me sobresalto cuando pienso que hace poco ese curandero de Bahía Blanca casi me los roba. Mis abuelos creían en él. Me llevaron a ese teatro donde el señor curaba las enfermedades de los ojos.

    La abuela me ordenó de repente con su voz chillona:

    —¡Andá! ¡Te toca a vos! ¡Subí al escenario!

    Había que dejar los lentes en una urna y yo los dejé obedientemente.

    La abuela siempre me dice: Andá para esto y andá para lo otro.

    Andá a comprar voibos, mostrame la cointa, reclamá el descointo y traeme el voilto.

    Cuando se queja de algo siempre dice "oi oi oi. ¿Será que el oi oi oi" se mete por entre medio de las palabras como si el dolor formara parte de todo?

    Para ayudarla a superar el vicio de transformar el diptongo ue’ en oi, se me ocurrió dibujarle en una tablita de madera las palabras más difíciles, haciéndoselas repetir una y otra vez: cue-ro, hue-vo, fue-go, Sa-muel, Ca-ruhé, Ma-nuel.

    Pasa muy a menudo que el orgullo que siento por mi triunfo contra el tozudo diptongo se vea extinguido de golpe al escuchar su voz, desde el fondo del gallinero, y ajena al tiempo que ignora, al igual que ella, su propio transcurrir:

    —Andá a buscar al aboilo de una boina vez y que prenda el foigo que tengo un frío que me moiro.

    —¡Un aplauso para esta nena valiente! ¡Ahora ve bien! ¡Miren qué lindos ojos tiene y nadie se había dado cuenta!—dice el presunto doctor con un tono de asombro exagerado—. Ahora le podremos decir lo bonita que es. Admitámoslo,señores, en la escuela todos la debían llamar la anteojuda del grado, ¿no es cierto, chiquita? ¿Cómo te dicen en la escuela esos niños crueles? Petisa anteojuda, ¿no? ¡Qué malos son los chicos! Pero gracias a este doctor, tu vida va a cambiar para siempre.

    Al bajar del escenario sentí que me habían arrancado una parte del cuerpo. Luego, permanecí un rato más sentada en la platea con los abuelos, observando a un gordito pecoso a quien, no sé cómo, lo dejaron subir al escenario con un sánguche de salame, pero se le cayó y no sabía cómo hacer para recuperarlo. Agacharse quedaba mal, aunque amagaba gestualmente con hacerlo. El doctor dijo riendo, en complicidad con el público:

    —¡Ja, le importa más el sánguche que los lentes!

    Todos se rieron

    también los gordos

    los anteojudos, todos.

    Y cuando por fin el gordito se agachó

    y se le vio la raya del culo

    fue entonces que se rieron tanto

    que me puse valiente

    salté al escenario y rescaté mis anteojos.

    Recuperar la dignidad era recuperarla por mí, por el gordito y, por supuesto, por la raya de su culo.

    Mi abuela me dijo de todo, con los correspondientes diptongos trastocados, pero el abuelo me miró con sus ojos tranquilos, bondadosos y celestes. Le dicen San Martín, porque se llama José y porque es igualito al otro.

    Entre los anteojos y yo, algunas cosas quedan guardadas como en un limbo, esperando volver a mí algún día.

    En el almacén de mi mamá, El enanito, escucho que tienen que operar a la hija de una clienta de un tumor en la cabeza y que solo tiene nueve años. ¿Será la enana muerte que mata a los niños?

    Miro para arriba observando el mundo de los grandes. Veo salir de las bocas de esas madres la inefable tragedia, la palabra tumor, lo irremediable, lo incurable. Veo salir de las bocas de las madres un único grito ahogado.

    —La tienen que pelar y desnudar para operarla.

    Rodeando el mostrador, mientras mi mamá baja y sube la máquina de cortar fiambre, esas palabras salen de los labios sufrientes de las mujeres: pelarla. Imagino la redondez de su cráneo entregándose a unos hombres que van a cortarlo como a una naranja. Entregar su redonda cabecita inocente. La inocencia siempre es redonda.

    Empiezo a sospechar y a reconocer signos de la belleza y su romance con el dolor.

    —¡Mirá!, hay un montón de paquetes de figuritas, agarrémoslos ahora que mami está charlando con esa señora.

    Ser las hijas de la dueña del almacén y tener todos esos paquetes cerrados de las figuritas de Caperucita Roja es un privilegio más grande que ser de clase alta.

    Calentamos agua en el depósito y abrimos los paquetes con vapor.

    Mirroca, la gatita, está inquieta. Se mueve cuidadosamente, hurgando en lugares estrechos y oscuros. Sus pezones están hinchados y rosados: nos dijeron que está preñada.

    Todavía tenemos en nuestras bocas los quince chicles Yum Yum de banana. Muy atrás quedó el clímax de los quince chicles juntos, con su sabor creciente, usurpadores de la totalidad de nuestro espacio bucal. Perdieron todo el sabor y se convirtieron ahora en una asquerosa y enorme bola de goma que transforma y dilata nuestras voces.

    Mientras seguimos con la operación apertura de sobres de figuritas, desde el almacén se escucha que se sumaron más mujeres a la dramática charla de la hija de la clienta que tiene el tumor en la cabeza.

    Con mi hermana, ya abrimos todos los paquetes y en ninguno está la figurita número uno: el rostro completo de Caperucita Roja.

    Pasando por los cajones de bebidas, envases y trastos, bajamos al sótano donde funciona El Triángulo de Oro, la joyería que mi papá logró tener gracias a una ayuda económica familiar, en sociedad con Víctor Hernández (el tío Víctor) y Luis Benito Naveiro, nombres y apellidos

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