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En familia
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Libro electrónico123 páginas1 hora

En familia

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La novela En familia narra la historia de Perrine, una niña de doce años, quien queda huérfana y sin dinero en París. Sola y a pie decide ir a Maroucourt a buscar a su abuelo Vulfrán Paindavoine, un rico e inflexible industrial.
Perrine debe, con esfuerzo y tenacidad vencer los obstáculos que encuentra en su camino para finalmente ser acogida por su abuelo, quien nunca aceptó el matrimonio de sus padres.
La novela nos muestra que —a pesar de las dificultades— con amor, perseverancia, esfuerzo, dignidad y queriendo siempre al prójimo, se puede salir adelante.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2018
ISBN9789563383874
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    En familia - Hector Malot

    I

    Como ocurre a menudo los sábados a las tres de la tarde, la entrada a París por la puerta de Bercy estaba atestada de vehículos que hacían cola, a la espera de la visita sabatina de los inspectores municipales. Todo esto bajo un claro y caluroso sol de junio.

    Entre estos carromatos, y bastante lejos de la barrera, se veía uno de aspecto extraño, tirado por un burro flaco y a punto del colapso. Más bien se trataba de una liviana armazón con ruedas, cubierta por una gruesa lona, con un techo de cartón embetunado. En el vehículo se leía fotografía en varios idiomas.

    Cerca de él, sentada en la cuneta, se encontraba una niña de once a doce años que lo cuidaba.

    Al contrario de su cabellera pálida y de su piel ámbar, el rostro tenía una suavidad fina que acentuaba una mirada negra, astuta y grave. Vestía una trajinada chaqueta a cuadros de color indefinible, pero la miseria no le quitaba para nada su actitud altiva.

    Como el burro estaba detrás de un alto fardo de heno, se entretenía en burlar la vigilancia agarrando un bocado de hierba cada tanto.

    —¡Palikare! ¡Ya basta! —gritaba la niña.

    Inmediatamente, el asno bajaba la cabeza como arrepentido, pero apenas terminaba de comerse el heno, parpadeaba y, agitando las orejas, volvía a lo mismo con rapidez. En cierto momento, cuando ella acababa de retarlo de nuevo, una voz llamó desde el carruaje:

    —¡Perrine!

    Inmediatamente se puso de pie, levantó una cortina y entró en el carromato, en donde una mujer yacía en un colchón tan delgado que parecía estar pegado al piso.

    —¿Entraremos pronto a París?

    —Hay que esperar que abran.

    —¿Quieres que te dé algo? —preguntó Perrine.

    —¿Qué cosa?

    —Hay negocios, puedo comprar un limón; volveré enseguida.

    —No. Guardemos nuestro dinero; ¡tenemos tan poco!

    Un niño de unos doce años que parecía un payaso y que seguramente pertenecía a una caravana de extranjeros cuyos carromatos hacían la cola, daba vueltas a su alrededor desde hacía ya rato sin que ella le prestara atención. De pronto se decidió a interpelarla:

    —¡He aquí un lindo burro! —exclamó.

    —Viene de Grecia.

    —¡De Grecia!

    —Es por eso que se llama Palikare.

    —¿Dónde guardarás tu carromato?

    —Nos dijeron que en Auxerre había lugares libres en el boulevard de fortificaciones.

    —No es para ti, es peligroso. ¿Por qué no van donde Grano de Sal?

    —No conozco a Grano de Sal.

    —¡El propietario del Campo Guillot, pues! Son recintos que cierran durante la noche; no tendrán nada que temer.

    —¿Es caro?

    —En invierno sí, ahora es barato. El burro tendrá comida ahí dentro, sobre todo si le gustan los cardos. Y Grano de Sal no es un mal hombre.

    —¿Grano de Sal es su nombre?

    —Lo llaman así porque siempre tiene sed. Es un anciano trapero que dejó de trabajar cuando le aplastaron un brazo, ya que con uno solo no es muy cómodo recoger las basuras; vende perritos.

    —¿Campo Guillot queda lejos de aquí?

    Él extendió el brazo apuntando hacia el norte.

    —Una vez que hayas pasado la barrera, dobla inmediatamente a la derecha y sigue el boulevard a lo largo de las fortificaciones; cuando hayas cruzado la avenida Vincennes, dobla a la izquierda y pregunta; todo el mundo conoce Campo Guillot.

    Perrine entró a su carromato y le repitió a su madre lo que el joven payaso acababa de contarle. Cuando iba saliendo, regresó y se inclinó hacia ella para decirle:

    —Hay varios carros que tienen un toldo, donde se puede leer: Fábricas de Maraucourt, y arriba el nombre de Vulfrán Paindavoine.

    II

    Cuando Perrine volvió cerca de su burro, ya era el turno del carromato para que lo inspeccionaran los empleados de la concesión.

    Los empleados que cuidan las barreras están acostumbrados a ver cosas raras, sin embargo, en el carromato fotográfico el empleado se sorprendió al ver a la joven y enferma mujer acostada entre tanta miseria. No tenía ni vino ni provisiones que declarar.

    —Nada.

    Esta palabra era de una exactitud rigurosa; aparte del colchón, de las dos sillas de paja, una pequeña mesa, una cocina, una cámara fotográfica, no había nada en el carro: ni maletas, ni canastos, ni ropa.

    —Está bien, puede entrar.

    Un rato después, Perrine, conduciendo el carromato, se encontró frente a una empalizada. Vio dentro del terreno un viejo ómnibus sin ruedas y un vagón de tren en similares condiciones. Las casuchas a su alrededor no estaban en mejor estado: era Campo Guillot.

    Dejando a Palikare en la calle, entró e inmediatamente los perros la molestaron con sus ladridos.

    —¿Qué ocurre? —gritó una voz—. ¿Qué quiere? —le preguntó, cuando la niña se acercó.

    —¿Es usted el propietario de Campo Guillot?

    —Así dicen.

    Ella explicó en pocas palabras lo que quería.

    —No podemos pagarle una semana, ya que no nos quedaremos más que un día; pasamos por París para ir a Amiens, y queremos descansar.

    —Está bien; seis monedas por día por el carromato, tres monedas por el burro.

    Metió la mano en la falda y, una a una, juntó las nueve monedas:

    —Aquí tiene por el día.

    Tan pronto como Perrine instaló a Palikare en el lugar que le habían asignado, se metió en el carromato.

    —Por fin, pobre mamá, ya llegamos. Ahora que tenemos donde descansar, te prepararé de comer. Quieres arroz, ¿no es cierto?

    —No tengo mucha hambre.

    Perrine comenzó a buscar aquí y allá en el carro, y salió a cocinar en un pequeño hornillo, con unos trozos de carbón y una vieja olla. Luego encendió el fuego con ramas y sopló, arrodillada, inclinada hacia adelante.

    Una vez cocido el arroz, lo llevó al carro y lo sirvió.

    La madre se llevó un tenedor con arroz a la boca, pero masticaba y masticaba sin poder tragárselo.

    —No puedo tragar muy bien —dijo ella ante la mirada de su hija.

    —¡Oh! ¡Mamá!

    —No te preocupes, querida, no es nada; se puede vivir muy bien sin comer cuando no se debe realizar ningún esfuerzo; con el reposo me volverá el apetito.

    —Si tú quisieras, yo podría ir a buscar un médico; estamos en París, y en París hay unos muy buenos.

    —Los buenos doctores no se molestan a menos que se les pague.

    La niña exploró el bolsillo de un vestido negro, tan miserable como su falda pero con menos polvo, que estaba sobre el colchón y servía de frazada; encontró siete francos y un florín de Austria: tenían nueve francos ochenta y cinco centavos.

    —¿Ves que tenemos más que suficiente para el médico? —continuó Perrine.

    —Pero recetará remedios.

    —Se me ocurre una idea. Creo que no es bueno

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