Estudio en escarlata y cinco pepitas de naranja
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Sir Arthur Conan Doyle
Arthur Conan Doyle (1859-1930) was a Scottish author best known for his classic detective fiction, although he wrote in many other genres including dramatic work, plays, and poetry. He began writing stories while studying medicine and published his first story in 1887. His Sherlock Holmes character is one of the most popular inventions of English literature, and has inspired films, stage adaptions, and literary adaptations for over 100 years.
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Estudio en escarlata y cinco pepitas de naranja - Sir Arthur Conan Doyle
e. I.S.B.N.: 978-956-12-2166-6
2ª edición: abril del 2008
Ilustración de portada de
ALAN ROBINSON
Gerente editorial: José Manuel Zañartu Bezanilla.
Editora: Alejandra Schmidt Urzúa.
Asistente editorial: Camila Domínguez Ureta.
Director de arte: Juan Manuel Neira.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
© 2005 de la presente edición
Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
Edición digital. Inscripción Nº 151.089
Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.
Teléfono 56 2 28107400. Fax 56 2 28107455.
www.zigzag.cl / E-mail: zigzag@zigzag.cl
Santiago de Chile.
El presente libro no puede ser reproducido ni en todo
ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio
mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia,
microfilmación u otra forma de reproducción,
sin la autorización escrita de su editor.
Índice
ESTUDIO EN ESCARLATA
PRIMERA PARTE
COPIA DE LAS MEMORIAS DE JOHN WATSON, EX MÉDICO MAYOR DEL EJÉRCITO INGLÉS
CAPÍTULO 1 SHERLOCK HOLMES
CAPÍTULO 2 EN DONDE SE VE QUE LA DEDUCCIÓN PUEDE LLEGAR A CONSTITUIR UNA VERDADERA CIENCIA
CAPÍTULO 3 EL MISTERIO DE LAURISTON GARDEN STREET
CAPÍTULO 4 LOS DATOS SUMINISTRADOS POR JOHN RANCE
CAPÍTULO 5 EL ANUNCIO SURTE EFECTO
CAPÍTULO 6 EN DONDE SE VE DE LO QUE ES CAPAZ TOBIAS GREGSON
CAPÍTULO 7 UNA LUZ EN LAS TINIEBLAS
SEGUNDA PARTE
EN EL PAÍS DE LOS SANTOS
CAPÍTULO 1 EL DESIERTO DE SAL
CAPÍTULO 2 LA FLOR DEL UTAH
CAPÍTULO 3 EL PROFETA EN CASA DE JOHN TERRIER
CAPÍTULO 4 LA HUIDA
CAPÍTULO 5 LOS ÁNGELES DE LA VENGANZA
CAPÍTULO 6 CONTINUACIÓN DE LAS MEMORIAS DE JOHN WATSON, EX MÉDICO MAYOR
CAPÍTULO 7 EPÍLOGO
CINCO PEPITAS DE NARANJA
BIOGRAFÍA Arthur Conan Doyle
ESTUDIO EN ESCARLATA
PRIMERA PARTE
COPIA DE LAS MEMORIAS DE JOHN WATSON, EX MÉDICO MAYOR DEL EJÉRCITO INGLÉS
CAPÍTULO 1
SHERLOCK HOLMES
En 1878 me doctoré en Medicina en la Universidad de Londres. Después de haber perfeccionado mis estudios en Nedley (siguiendo así la costumbre de todos los médicos militares), me destinaron definitivamente al 5º de fusileros de Northumberland, en calidad de médico mayor. Este regimiento estaba entonces de guarnición en las Indias, y precisamente antes de incorporarme a él había empezado la segunda campaña de Afganistán.
Al desembarcar en Bombay me enteré de que mi regimiento había atravesado ya la frontera y estaba en el centro del país enemigo. Me uní a varios oficiales cuya situación era análoga a la mía, y nos pusimos en marcha, para llegar cuanto antes a la ciudad de Kandahar. Allí encontré a mi regimiento, y aquel mismo día empecé a desempeñar mis funciones. Ascensos, recompensas: tal fue para muchos el resultado de esta campaña; para mí no fue más que un centenar de sinsabores y desgracias.
La permuta con un compañero me obligó a cambiar de regimiento y a incorporarme a los berkshires, con cuyo batallón tomé parte en la fatal acción de Maiwand, y en la cual fui herido de un trabucazo en la espalda. Me rompieron la clavícula, interesándome la arteria, y ya iba a caer en poder de los feroces ghazis, cuando la abnegación y el valor de mi asistente Murray me salvaron la vida. Tras una lucha denodada, consiguió echarme sobre los lomos de un caballo y ganar así las filas inglesas. Rendido por el sufrimiento, debilitado por las fatigas y las privaciones, formé parte de un convoy de heridos destinado al hospital central de Peshawur. Allí empecé a recobrar mis perdidas fuerzas, y ya estaba suficientemente fuerte para poder pasearme por las salas y hasta tenderme al sol en una terraza, cuando fui atacado por el tifus, ese terrible azote de nuestras posesiones en la India. Después de haber pasado varios meses entre la vida y la muerte, sané; pero estaba tan delgado y tan débil, que los médicos, luego de una detenida consulta, decidieron reembarcarme para Inglaterra, como único medio de salvación. Tomé, pues, pasaje a bordo del Orontes, y un mes más tarde desembarqué en Portsmouth, con poca salud, es verdad, pero provisto, en cambio, de una licencia en toda regla, por la cual nuestro bueno y paternal gobierno me dejaba en completa libertad, durante nueve meses, para reponerme.
Sin familia y sin hogar, libre como el aire, contando por toda fortuna con catorce francos y treinta y cinco céntimos diarios, no tuve, como es natural, otra idea que dirigirme a Londres, punto hacia el cual converge, desde los más apartados rincones del imperio británico, esa multitud de personas que no tienen empleo fijo ni medio determinado de ganarse la vida. Me instalé en un modesto hotel del Strand, y por algún tiempo mi existencia fue de lo más aburrida y monótona, no ocupándome más que de ir mermando poco a poco mis ahorros. No pasó mucho tiempo sin que mi estado económico empeorase, de tal suerte que me vi en la imprescindible necesidad de tomar una de estas dos determinaciones: o abandonar la capital e irme a vivir al campo y vegetar tristemente, o cambiar de modoradical mi género de vida. Me decidí por esto último, y aquel día empecé a ponerlo en práctica, mudándome de alojamiento y escogiendo otro, si no tan lujoso, por lo menos más económico.
El mismo día en que había tomado esta determinación, y estando en el Bar Criterion, sentí que alguien me tocaba en la espalda; me volví, y reconocí al joven Stamford, a quien había tenido de practicante en el hospital de Barts. El encuentro de un conocido en medio del infernal mare mágnum londinense es una de las cosas más agradables que puede nadie imaginarse, y, sobre todo, para una persona que está completamente sola. Por eso, aunque Stamford no era un íntimo amigo mío, fraternicé con él desde el primer momento, holgándome mucho del encuentro; él, por su parte, no parecía menos contento que yo. En un arranque de expansión lo invité a almorzar en casa de Holborn. Aceptó, y momentos después subíamos a un coche que nos condujo al restaurante. Mientras el vehículo recorría las populosas calles de Londres, me preguntó mi compañero con asombro mal disimulado:
–¿Pero qué diablo le ha ocurrido a usted, amigo Watson? Está usted como un fideo y más negro que el hollín.En pocas palabras le puse al corriente de mi situación. Terminaba de contarle mis aventuras, cuando llegamos a la puerta del restaurante.
–¡Pobre muchacho!... –exclamó Stamford, con tono de conmiseración–. Y ahora ¿qué hace usted?
–Por el momento, nada. Me ocupo en buscar un alojamiento más modesto que el que tengo, y que sea, a pesar de su baratura, lo más confortable posible.
–¡Qué casualidad! –exclamó mi interlocutor–. Es usted la segunda persona que en el día de hoy me habla de lo mismo.
–¿Y quién es la primera?
–Un muchacho que va al hospital a trabajar en el laboratorio químico. Se lamentaba esta mañana de no hallar un amigo con quien compartir un piso que ha encontrado, muy bonito y muy cómodo, pero demasiado caro para sus recursos.
–¡Caramba! –exclamé–. Si tantos deseos tiene de encontrar a alguien, presénteme a él. Acepto su proposición; prefiero vivir acompañado, a vivir solo.
Stamford me miró detenidamente antes de contestar.
–No conoce usted todavía a Sherlock Holmes –dijo después de una pausa–; quizá cuando le conozca no quiera vivir con él.
–¿Por qué? ¿Acaso no es una persona decente? ¿Se le puede reprochar algo?
–No, no; no he querido decir eso. Es un poco original, un fanático para cierta clase de estudios; pero, por lo demás, es un muchacho muy agradable.
–Estudiante de medicina, ¿no es cierto?
–No; realmente es difícil saber qué carrera sigue. Según dicen, sabe mucha anatomía y es un gran químico. De lo que estoy seguro es de lo último; es un gran químico, pero me parece que no ha seguido con regularidad los cursos universitarios. Estudia de un modo raro, verdaderamente excéntrico, sin detenerse en aquello que todos aprendemos y, en cambio, profundiza materias y puntos que todos descuidamos. Es el asombro de los profesores.
–¿No le ha preguntado usted nunca por qué carrera se decidía?
–No, y acaso hubiera sido inútil, porque es un hombre a quien en algunas ocasiones no se puede sacar una palabra del cuerpo, y en cambio otras veces está por demás comunicativo.
–Bueno, pues, me alegro mucho. De vivir con alguien, prefiero ser compañero de un hombre estudioso y de costumbres tranquilas. No estoy aún lo suficiente fuerte para soportar mucho ruido y agitarme, sobre todo que eso ya lo he sufrido bastante en Afganistán, y no me encuentro con fuerzas para empezar de nuevo. ¿Dónde encontraremos a su amigo?
–Probablemente estará en el laboratorio –replicó Stamford–. Allí va desde por la mañana hasta por la noche; otras veces no le vemos durante semanas enteras. Si usted quiere, tomaremos un coche después de almorzar e iremos en su busca.
–Con mucho gusto –le respondí, y nos pusimos a hablar de otra cosa.
Camino ya del hospital, Stamford volvió a insistir sobre mi futuro compañero.
–Bueno –exclamó–; conste que usted no me reprochará nada, caso de que no llegue a entenderse con ese individuo; yo no le conozco más que de verle de vez en cuando en el laboratorio; de usted, y no de mí, ha nacido la idea de vivir con él.
Yo le contesté:
–Si no nos entendiéramos, con separarnos asunto concluido. Sin embargo, Stamford –añadí mirándole fijamente–, me parece que tiene usted razones especiales para desentenderse de todo lo que pueda ocurrir entre él y yo. ¿Es tan temible, por ventura, el carácter de ese hombre?... Vamos, hable francamente y déjese de misterios. Stamford se echó a reír.
–No hablo más claro, amigo mío, porque me es difícil explicar lo inexplicable. Holmes está, según mi opinión, tan identificado con la ciencia, siente tal fanatismo por ella, que fatalmente le conducirá
a la insensibilidad más absoluta. Por ejemplo, me parece que no tendría el más ligero escrúpulo en administrar a usted una inyección de un veneno que estudiara, no por mala intención, no, sino para observar el efecto que produciría en el organismo humano. Debo hacer constar, sin embargo, que lo mismo que le propinara a usted la dosis venenosa, se la tomaría él. Está obsesionado por el afán de profundizarlo todo y encerrarlo en fórmulas matemáticas.
–Eso, realmente, no es un defecto.
–Convenidos; pero la exageración si lo es, y exageración es, y muy grande, coger un bastón y golpear los cadáveres colocados en la mesa de disección; esto, por lo menos, es extraño.
–¿Qué me cuenta usted?
–La pura verdad. Esto lo hizo un día para, según él, estudiar los golpes producidos sobre los cadáveres, y lo he visto yo.
–¿Pero no dice usted que no es estudiante de Medicina?
–Y no lo es. Sólo Dios sabe lo que se propone siguiendo esa norma de estudios... Pero ya hemos llegado; ahora se convencerá usted por sí mismo de la verdad de lo que digo.
Sin dejar de hablar, nos metimos en una callejuela y franqueamos una pequeña puerta abierta en un ala del hospital. Era para mi aquel terreno familiar, y no necesitaba guía para franquear los escalones de la vasta y severa escalera y para seguir el camino que me convenía a través de aquellos largos corredores, de paredes encaladas, y en las que se abría de vez en cuando alguna puerta pintada de obscuro. Casi al final de este pasillo había otro obscuro y lóbrego, que conducía al laboratorio químico. Figúrense una habitación enorme, de techo elevado, y cubiertas sus paredes, de arriba abajo, de innumerables frascos. Por doquiera mesas grandes y muy bajas, distribuidas sin orden alguno, y sobre estas mesas y entre las retortas y las probetas, pequeñas lámparas Bunsen de llama azul que daban una luz mezquina y vacilante.
En esta sala, y al fondo, había un solo estudiante inclinado sobre una mesa y absorto completamente en su trabajo. Al ruido de nuestros pasos levantó rápidamente la cabeza y se dirigió a nosotros dando gritos de triunfo y agitando la probeta que tenía en la mano.
–¡Aquí está!, ¡aquí está! –gritó–. ¡Por fin he encontrado el único reactivo que precipita la hemoglobina!... Creo que si hubiera descubierto una mina de oro, no habría estado tan contento.
–El doctor Watson..., el señor Sherlock Holmes –dijo Stamford presentándonos.
–¿Cómo está usted? –dijo Holmes con amistosa franqueza, estrechándome la mano con una energía reveladora de una fuerza muscular que yo hubiera adivinado a primera vista–. ¡Ah! Cómo se conoce que viene usted de Afganistán.
–¿Cómo lo ha adivinado usted? –exclamé, admirado.
–¡Bah! Eso no tiene importancia –replicó sonriendo–. Hoy por hoy lo importante es la hemoglobina y su reactivo. ¿Comprenden ustedes toda la trascendencia de este descubrimiento?...
–Evidentemente –respondí.
–Tiene mucho interés desde el punto de vista químico; ahora, que desde el punto de vista práctico..., más aún; precisamente su relación con la medicina legal es lo que da a este descubrimiento una importancia desusada. ¿No comprende usted que esta substancia nos da a conocer de un modo infalible la presencia de la sangre humana? Venga, venga usted por aquí.
Y en su apresuramiento me cogió de la manga y me llevó hacia su mesa de trabajo.
–Pero antes procurémonos sangre fresca –dijo, y se dio un lancetazo en el dedo con el bisturí, recogiendo en un tubito una gota de sangre–. Ahora echo esta gota en un litro de agua; ya ve usted que conserva el mismo color de antes; la proporción de sangre no puede exceder de una millonésima; sin embargo, no dudo de que obtendremos la reacción característica.
Y acompañando la acción a la palabra, echó en el recipiente varios cristales blancos y después algunas gotas de un líquido transparente; en un instante, el agua quedó coloreada, y en el fondo del recipiente se formó un precipitado de color obscuro.
–¡Ah!, ¡ah! –gritó batiendo sus manos con alegría infantil–. ¿Qué tal? ¿Qué le parece a usted?...
–Me parece que ha encontrado usted un reactivo de rara sensibilidad.
–Es maravilloso, ¿verdad? Antes con el gaiac se obtenían raras veces difíciles y obscuros resultados. Además, había que someter los glóbulos de sangre al análisis microscópico, y si esta sangre estaba seca no se obtenía resultado alguno; mi reactivo, por el contrario, sirve lo mismo y produce idénticos resultados en la sangre seca como en la sangre fresca. ¡Oh, si hubiera sido conocido antes! ¡Cuántos hombres que se pasean tranquilamente hubieran sufrido hace tiempo el castigo consiguiente a sus crímenes!
–Es verdad –exclamé.
–Por cierto que es verdad; como que este es un punto capitalísimo en gran número de asuntos judiciales. No se sospecha que un hombre ha cometido un crimen hasta pasados algunos meses; entonces se examinan sus ropas, sus trajes, todo, y se encuentran en ellos manchas rojizas. ¿De qué son?, ¿de sangre?, ¿de barro?, ¿de hierro?, ¿o simplemente el zumo de una fruta? Y ya tienen ustedes a la justicia despistada. ¿Por qué? Porque no posee un reactivo infalible; pero ahora poseemos ya afortunadamente el reactivo Sherlock Holmes, y la incertidumbre, la duda, desaparecen.
Mientras hablaba, brillaban sus ojos. Cuando hubo acabado puso